XLVII

Con la cabeza hundida en su gorro polar y embozado tras las solapas, Adamsberg observaba a lo lejos la puesta a punto de las sacrílegas operaciones, bajo la fría lluvia que ennegrecía los troncos de los árboles en el cementerio de Richelieu. La pasma había rodeado la tumba del juez con una cinta de plástico rojo y blanco, delimitándola como una zona de peligro. Brézillon se había desplazado en persona, un acto absolutamente sorprendente viniendo de un hombre que, desde hacía mucho tiempo, había abandonado el terreno. Se mantenía erguido junto a la tumba, con un abrigo gris con solapas de terciopelo negro. Además del efecto lamprea que, tal vez, le había atraído hasta la ciudad del cardenal, Adamsberg sospechó que albergaba una secreta curiosidad por la terrorífica andadura del Tridente. Danglard había acudido, por supuesto, pero permanecía apartado de la tumba, como si intentara deshacerse de su responsabilidad. Junto a Brézillon, el comandante Mordent se bamboleaba de un pie a otro, bajo un deforme paraguas. Él había aconsejado que irritaran al fantasma para producir el combate y, tal vez, en aquel momento concreto, estuviese lamentando su temerario consejo. Retancourt aguardaba sin aparente inquietud y sin paraguas. Era la única que había descubierto a Adamsberg al fondo del cementerio y le había dirigido una discreta señal. El grupo permanecía silencioso, concentrado. Cuatro gendarmes de la ciudad habían desplazado la losa sepulcral, que, advirtió Adamsberg, no había sufrido la pátina del tiempo y brillaba bajo la lluvia, como si la tumba, al igual que el juez, hubiera desafiado los dieciséis años transcurridos.

Un montículo de tierra se iba formando lentamente, los gendarmes se afanaban cavando la tierra húmeda. Los policías se soplaban las manos o pataleaban para calentarse. Adamsberg sentía que su propio cuerpo se tensaba y mantenía la mirada clavada en Retancourt, adoptando el cuerpo a cuerpo para poder respirar con ella, ver con ella, agarrado a su espalda.

Las palas resbalaron, rechinando, sobre la madera. La voz de Clémentine llegó hasta el cementerio. Levantar las hojas, una tras otra, en los lugares sombríos. Levantar la tapa del ataúd. Si el cuerpo del juez estaba en aquella caja, Adamsberg lo sabía, se hundiría con él en la tierra.


Los gendarmes habían terminado de colocar las cuerdas y jalaban ahora el ataúd de roble, que salió al aire libre, bamboleándose, en bastante buen estado. Los hombres la emprendían con los tornillos cuando Brézillon pareció pedirles, con un gesto, que hicieran saltar la tapa con una palanca. Adamsberg se había acercado, de árbol en árbol, aprovechando que toda la atención estaba centrada en el ataúd. Siguió los movimientos de las tenazas que rechinaban bajo la placa de madera. La tapa se rompió y cayó al suelo. Adamsberg examinó los mudos rostros. Brézillon fue el primero en agacharse y acercar su mano enguantada. Con un cuchillo que Retancourt le había prestado, dio unos golpes, como si desgarrara un sudario, y luego se incorporó dejando que de su guante cayera un hilillo de arena, brillante y blanca. Más dura que el cemento, cortante como el cristal, fluida y escurridiza, como el propio Fulgence. Adamsberg se alejó sin hacer ruido.


Retancourt llamaba una hora más tarde a la puerta de su habitación de hotel. Adamsberg le abrió, feliz, posando rápidamente la mano en su hombro para saludarla. La teniente se sentó en la cama, hundiéndola en el medio como en el hotel Brébeuf de Gatineau. Y, como en Brébeuf, abrió un termo de café y puso dos vasitos en la mesilla de noche.

– Arena -dijo él sonriendo.

– Un largo saco de ochenta y tres kilos.

– Colocado en el ataúd tras el examen de la doctora Choisel. La tapa estaba atornillada ya cuando llegaron las pompas fúnebres. ¿Y las reacciones, teniente?

– Danglard estaba realmente sorprendido, y Mordent relajado de pronto. Ya sabe usted que odia ese tipo de espectáculos. Brézillon, secretamente aliviado. Y tal vez muy satisfecho, incluso, aunque con él sea difícil decirlo. ¿Y usted?

– Liberado del muerto y perseguido por el vivo.

Retancourt se soltó el pelo y volvió a hacerse su corta cola de caballo.

– ¿En peligro? -preguntó tendiéndole una taza.

– Ahora, sí.

– También yo lo creo.

– Hace dieciséis años, yo había reducido la distancia y el juez estaba seriamente amenazado. Por esta razón, creo, planificó su muerte.

– También podía matarle a usted.

– No. Estaban al corriente demasiados policías, mi muerte podía volverse contra él. Sólo deseaba tener el camino libre, y lo consiguió. Después de su fallecimiento abandoné cualquier investigación y Fulgence prosiguió sin trabas sus crímenes. Habría continuado si el asesinato de Schiltigheim no me hubiera sorprendido por casualidad. Mejor habría sido para mí, sin duda, no haber abierto nunca el periódico aquel lunes. La cosa me llevó directamente a donde ahora estoy, aquí, como asesino que va de escondrijo en escondrijo.

– Buena cosa la de ese periódico -afirmó Retancourt-. Encontramos a Raphaël.

– Pero no le salvé de su acto. Ni a mí. Sólo conseguí dar de nuevo la alerta al juez. Sabe que vuelvo a seguirle la pista desde su huida del Schloss. Vivaldi me lo hizo comprender.

Adamsberg bebió unos tragos de café y Retancourt asintió sin sonreír.

– Es excelente -dijo el comisario.

– ¿Vivaldi?

– El café. También Vivaldi es muy buen tío. Mientras hablamos, Retancourt, tal vez el Tridente sepa ya que acabo de desmentir su muerte. O lo sabrá mañana. Me cruzo de nuevo en su camino, sin manera de agarrarle. Ni de sacar a Raphaël de ese campo de estrellas donde gira sobre su órbita. Ni a mí. Fulgence lleva el timón, ahora y siempre.

– Admitamos que siguiera a la misión de Quebec.

– ¿Un centenario?

– He dicho «admitamos». Prefiero un centenario a un muerto. En ese caso, fracasó al intentar hacerle caer.

– ¿Que fracasó? Tengo las tres cuartas partes de mi cuerpo metidas en las fauces de su trampa, y cinco semanas de libertad.

– Y eso puede ser mucho. No está todavía en la trena y sigue moviéndose. Él lleva el timón, de acuerdo, pero en plena tormenta.

– Si fuera yo, Retancourt, me libraría enseguida de ese jodido poli.

– También yo. Preferiría saber que lleva su chaleco antibalas.

– Mata con un tridente.

– Con usted, no tiene por qué ser así.

Adamsberg pensó unos instantes.

– ¿Porque puede dejarme seco sin más ceremonial? ¿Como si fuera una excepción, en cierto modo?

– Una muerte al margen, sí. ¿Piensa usted en una serie ya acabada? ¿En una sucesión de crímenes compulsivos?

– Lo he pensado a menudo y a menudo he vacilado. Una compulsión criminal sigue curvas más cortas que las del juez, cuyos crímenes están separados por silencios de varios años. Y en un compulsivo la curva se intensifica, las crestas criminales van estrechándose con el tiempo. Con el Tridente no ocurre así. Sus crímenes son regulares, programados, espaciados. Como la paciente obra de toda una vida, sin precipitación.

– O lo hace durar adrede, si su vida se mantiene con este motivo. Tal vez Schiltigheim fuera su último acto. O el sendero de Hull.

El rostro de Adamsberg se alteró, rápida punzada de la desesperación, como cada vez que volvía a pensar en el crimen del Outaouais. En sus manos llenas de sangre hasta debajo de las uñas. Dejó la taza y se sentó en la cabecera de la cama, con las piernas cruzadas.

– Lo que no habla en mi favor -prosiguió examinando sus manos- es el eventual viaje del centenario hasta Quebec. Después de Schiltigheim, tenía mucho tiempo para preparar la trampa en la que encerrarme. No tenía la necesidad de contar los días, ¿no es cierto? No tenía razón alguna para lanzarse, urgentemente, más allá del océano.

– Al contrario, una ocasión ideal -le contestó Retancourt-. La técnica del juez no se adapta a una ciudad. Matar a su víctima, esconderla, llevar al chivo expiatorio, aturdido, hasta el lugar; todo eso no puede hacerse en París. Siempre eligió el campo como terreno de acción. Canadá le ofrecía una rara ocasión.

– Es posible -dijo Adamsberg, con la mirada puesta todavía en sus manos.

– Hay algo más. La desterritorialización.

Adamsberg miró a su teniente.

– Es decir, la salida del territorio. Desaparición de los indicios, de las rutinas, de los reflejos, y desestructuración. En París, hubiera sido casi imposible hacer creer que un comisario, al salir como cada día de su despacho, fuera de repente presa de un furor asesino en plena calle.

– A espacio virgen, ser nuevo y actos distintos -aprobó Adamsberg con bastante tristeza.

– En París, nadie hubiera podido imaginarle como un criminal. Pero allí, sí. El juez aprovechó el acontecimiento, y la cosa funcionó. Lo leyó usted en el expediente de la GRC: «Desbloqueo de las pulsiones». Un programa excelente, siempre que pudiera atraparle a solas en el bosque.

– Me conoció muy bien, desde que era niño hasta mis dieciocho años. Podía saber que iría a caminar por la noche. Todo es posible, pero nada lo prueba. Tenía que estar informado del viaje. Pero no creo ya en lo del topo, teniente.

Retancourt dobló sus dedos y se miró sus cortas uñas, como si consultara un cuaderno secreto.

– Reconozco que no lo logro -dijo, contrariada-. He hablado con todos, me he movido, invisible, de sala en sala. Pero no me parece que nadie soporte la idea de que haya podido matar usted a esa chica. En la Brigada, el ambiente es de inquietud, de crispación, de frases apagadas, como si la actividad del equipo estuviese suspendida, a la espera. Por fortuna, Danglard le sustituye perfectamente y mantiene la calma. ¿Ya no sospecha de él?

– Muy al contrario.

– Le dejo, comisario -dijo Retancourt recogiendo su termo-. El coche sale a las seis. Le haré llegar ese chaleco.

– No lo necesito.

– Se lo haré llegar.

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