XXIII

Es extraño hasta qué punto tres días bastan para disipar el asombro y para poner en marcha, de inmediato, la rutina, pensó Adamsberg al estacionar ante los edificios de la GRC, a pocos metros de la diligente ardilla que custodiaba la puerta. La sensación de extrañeza se esfumaba, cada cuerpo comenzaba a hacer su nido en el nuevo territorio y a moldearlo con su forma, como se moldea, poco a poco, el fondo de un sillón. Así ocupó cada uno el mismo lugar en la sala de reuniones, aquel lunes, para escuchar al superintendente. Tras la exploración del terreno, se acudía al laboratorio, se extraían las muestras y se colocaban en los medallones, dos milímetros de diámetro, y se procedía al depósito en los noventa y seis alvéolos de las placas de tratamiento. Consignas que Adamsberg anotó vagamente, para su correo diario a Mordent.


Adamsberg dejó que Fernand Sanscartier dispusiera los cartones, preparara los medallones y pusiera en marcha los punzones robotizados. Ambos, acodados en una barandilla blanca, contemplaban el vaivén de las puntas. Hacía dos días que Adamsberg dormía mal y el monótono movimiento de las decenas de punzones sincronizados le atontaba.

– Eso adormece a cualquiera, ¿verdad? ¿Quieres que vaya a buscar un café solo?

– Uno doble, Sanscartier, y muy cargado.

El sargento regresó llevando con precaución los vasos.

– No te quemes -dijo tendiendo el café a Adamsberg.

Los dos hombres volvieron a su puesto, inclinados sobre el parapeto.

– Llegará el día -dijo Sanscartier- en que no podremos ya mear tranquilamente en la nieve sin que aparezca un código de barras y tres helicópteros de cops.

– Llegará el día -repitió Adamsberg como un eco- en que ni siquiera necesitaremos interrogar a los tipos.

– Llegará el día en que ni siquiera necesitaremos verlos. Oír su voz, preguntarse si por casualidad… Nos plantaremos en la escena del crimen, tomaremos un humillo de sudor, y el tipo será pescado a domicilio con una pinza y metido en una caja a su medida.

– Y llegará el día en que nos tocaremos las narices.

– ¿Te parece bueno este brebaje?

– No mucho.

– No es nuestra especialidad.

– ¿Y te aburres aquí, Sanscartier?

El sargento sopesó su respuesta.

– Me daría gusto volver al terreno, donde podría utilizar mis ojos y, luego, mear en la nieve, si entiendes lo que quiero decir. Sobre todo porque mi rubia se ha quedado en Toronto. Pero no se lo digas al boss, me echaría un rapapolvo.

Una señal roja se encendió y ambos permanecieron unos instantes sin moverse, contemplando los punzones inmóviles. Luego, Sanscartier se apartó perezosamente de la barandilla.

– Hay que moverse. Si el boss nos pesca agitando el aire, se arremangará los calzones.

Evacuaron la paleta y colocaron nuevos cartones. Medallones, alvéolos. Sanscartier puso de nuevo en marcha los punzones.

– ¿Trabajas mucho sobre el terreno en París? -preguntó.

– Lo más posible. Y además, camino, deambulo, sueño.

– Tienes suerte. ¿Resuelves tus casos dando paladas en las nubes?

– En cierto modo -dijo Adamsberg con una sonrisa.

– ¿Tienes algo bueno ahora?

Adamsberg hizo una mueca.

– La palabra no es ésa, Sanscartier. Se trataría, más bien, de dar paladas de tierra.

– ¿Te ha tocado un hueso?

– Muchos huesos. Me ha tocado todo un muerto. Pero el muerto no es la víctima, es el asesino. Es un viejo muerto que mata.

Adamsberg miró los ojos pardos de Sanscartier, casi tan redondos como las aterciopeladas bolas que se ponen en la cara de los muñecos.

– Bueno -respondió Sanscartier-, si sigue matando es que no está del todo muerto.

– Sí -insistió Adamsberg-. Te digo que está muerto.

– Entonces es que resiste -declaró Sanscartier abriendo los brazos-. Se debate como diablo en agua bendita.

Adamsberg se acodó en la barandilla. Por fin una mano que se le tendía, inocentemente, después de la de Clémentine.

– Eres un tipo inspirado, Sanscartier. En efecto, necesitas el terreno.

– ¿Eso crees?

– Estoy seguro.

– En todo caso -dijo el sargento inclinando la cabeza-, en un momento dado te vas a pillar los dedos con lo de tu diablo. Ten cuidado, si me lo permites. No va a faltar una tropa de tipos para decir que, de pronto, se te ha ido la pinza.

– ¿Qué quieres decir?

– Que dirán que flipas en colores, vamos, que has perdido la chaveta.

– Ah, bueno. Ya lo han dicho, Sanscartier.

– Entonces, cierra el pico y no intentes hacérselo creer. Pero, yo pienso que tienes huevos y vas por buen camino. Busca tu maldito demonio y, mientras no le tengas agarrado por la cocorota, no des el cante.

Adamsberg permaneció inclinado sobre el parapeto, sensible al alivio que proporcionaban las palabras de su colega de mente clara.

– Pero tú, Sanscartier, ¿por qué no me tomas por un pirado?

– Porque no lo eres, así de fácil. ¿Quieres comer? Es más de mediodía.

Al día siguiente, por la noche, después de una jornada transcurrida en la cadena de extracción automática, Adamsberg se separó a regañadientes de su benéfico colega.

– ¿Con quién formas equipo mañana? -le preguntó Sanscartier acompañándole hasta el coche.

– Ginette Saint-Preux.

– Es una buena chica. Puedes estar tranquilo.

– Pero te echaré de menos -dijo Adamsberg estrechándole la mano-. Me has prestado un gran servicio.

– ¿Cómo es posible?

– Es posible, eso es todo. ¿Y tú? ¿Con quién trabajas?

– Con la de mantenimiento tierno. ¿Puedes recordarme su nombre?

– ¿Mantenimiento tierno?

– La gorda -tradujo Sanscartier, turbado.

– Ah, Violette Retancourt.

– Perdona que vuelva a la cuestión, pero cuando hayas pescado al maldito muerto, aunque sea dentro de diez años, ¿podrás hacérmelo saber?

– ¿Tanto te interesa?

– Sí. Y me has caído bien.

– Te lo diré. Aunque sea dentro de diez años.


Adamsberg se encontró atrapado con Danglard en el ascensor. Sus dos días con Sanscartier el Bueno le habían dulcificado y dejó para más tarde el deseo de vérselas, una vez más, con su adjunto.

– ¿Sale esta noche, Danglard? -preguntó con tono neutro.

– Estoy reventado. Como un bocado y me acuesto.

– ¿Y los niños? ¿Todo va bien?

– Sí, gracias -respondió el capitán, algo sorprendido.

Adamsberg sonreía al regresar a su casa. Danglard no estaba muy receptivo, últimamente, para los arrumacos. La víspera le había oído arrancar el coche, a las seis y media, y regresar casi a las dos de la madrugada. Tiempo suficiente para ir a Montreal, escuchar el mismo concierto y llevar a cabo sus buenas obras. Unas cortas noches que coloreaban sus ojeras. El bueno de Danglard, tan seguro de su incógnito. Apretando los labios para no dejar escapar el secreto que había descubierto. Esta noche, última representación y nueva ida y vuelta para el fiel capitán.

Desde la ventana, Adamsberg observó su furtiva salida. Buen viaje y buen concierto, capitán. Estaba mirando cómo se alejaba el coche cuando llamó Mordent.

– Siento el retraso, comisario. Nos ha caído encima todo un lío, un tipo que quería matar a su mujer y que, al mismo tiempo, nos llamaba. Hemos tenido que rodear el edificio.

– ¿Daños?

– No, el tipo ha incrustado su primera bala en el piano y la segunda en su propio pie. Por fortuna, un verdadero zopenco.

– ¿Noticias de Alsacia?

– Lo mejor será que le lea el artículo, en la página ocho: «¿El crimen de Schiltigheim cuestionado? Tras la investigación llevada a cabo por la gendarmería de Schiltigheim sobre el trágico asesinato de Elisabeth Wind, la noche del sábado 4 de octubre, el juez ordenó el arresto preventivo de B. Vétilleux. Sin embargo, según nuestros informadores, B. Vétilleux habría sido sometido a un contrainterrogatorio por un alto comisario de París. El asesinato de la muchacha podría atribuirse, según las mismas fuentes, a un asesino en serie que actúa en el territorio nacional. La hipótesis ha sido formalmente rechazada por el comandante Trabelmann, encargado de la investigación. Según sus declaraciones, sólo se trata de un mero rumor. El comandante ha querido reafirmar que el arresto de B. Vétilleux está muy bien fundado». ¿Es lo que usted buscaba, comisario?

– Exactamente. Conserve cuidadosamente el artículo. Y ya sólo nos queda rezar para que Brézillon no lea las Nouvelles d'Alsace.

– ¿Le convendría que el tal Vétilleux fuera absuelto?

– Sí y no. Es duro dar paladas en la tierra.

– Bien -concluyó Mordent sin ánimo de seguir adelante-. Gracias por sus correos. Me parece interesante pero no muy seductor lo de esos cartones, punzones, medallones.

– Justin se siente muy cómodo con ellos, Retancourt se adapta sin problemas, Voisenet les encuentra una pincelada sobrenaturalista. Froissy aguanta, Noël se impacienta, Estalère se asombra y Danglard se va de concierto.

– ¿Y usted, comisario?

– ¿Yo? A mí me llaman el «excavador de nubes». Guárdeselo sólo para usted, Mordent, como lo del artículo.


De Mordent, Adamsberg pasó de inmediato a Noëlla, cuya creciente pasión le distraía, sin duda, del irritante descubrimiento de Montreal. La muchacha, muy decidida, había resuelto pronto el problema del lugar de sus encuentros. Se encontraban en la piedra Champlain y luego, después de caminar un cuarto de hora por la carretera, llegaban a la tienda de alquiler de bicis, donde una de las ventanas de guillotina cerraba mal. La muchacha llevaba en su mochila todo lo que consideraba necesario para su supervivencia, es decir, bocadillos, bebidas y colchón de acampada. Adamsberg se separaba de ella hacia las once de la noche, y regresaba por el sendero de paso del que conocía, ahora, cada desnivel. Pasaba por delante de la obra, hacía una señal al vigilante y saludaba al río Outaouais antes de irse a dormir.

Trabajo, río, bosques y muchacha. En el fondo, podría tomar las cosas por el lado bueno. Dejar que el nuevo padre navegara a lo lejos y, por lo que se refiere al Tridente, repetirse las palabras de Sanscartier: «Tienes huevos y vas por buen camino». Quería creer a Sanscartier aunque, según las alusiones de Portelance y Ladouceur, no parecía el más estimado del grupo por su ingenio.


Una ligera sombra en el cuadro, esta noche, con Noëlla. Un corto diálogo, que por fortuna cortó en seco.

– Llévame contigo -había dicho la muchacha, tendida en el colchón de acampada.

– No puedo, estoy casado -había respondido instintivamente Adamsberg.

– Mientes.

Adamsberg la había besado para que las palabras cesaran.

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