XX

Voisenet había decidido dedicar su fin de semana a correr por los bosques y los lagos, con los gemelos y la cámara fotográfica en la mano. Dado el restringido número de coches, llevaba con él a Justin y Retancourt. Los otros cuatro agentes habían preferido la ciudad y se marchaban a Ottawa y Montreal. Adamsberg había optado por dirigirse, a solas, hacia el norte. Antes de ponerse en camino, por la mañana, fue a comprobar si la oca ruidosa de la víspera había cedido a un colega su poder coercitivo. Pues era un macho, no lo dudaba.

No, la despótica oca marina no había cedido nada. Las demás ocas seguían su estela, como autómatas, virando sobre un ala en cuanto el boss cambiaba de dirección, inmovilizándose cuando pasaba a la acción, cuando volaba a ras de agua hacia los patos, a todo trapo, hinchando su plumaje para parecer más grande. Adamsberg le lanzó un insulto levantando el puño y regresó a su coche. Antes de arrancar, se arrodilló para comprobar que ninguna ardilla se hubiera metido debajo.


Se dirigió hacia el norte, almorzó en Kazabazua y continuó por interminables pistas de tierra. Los quebequeses no se tomaban ya el trabajo de asfaltar más allá de unos diez kilómetros fuera de la ciudad, dado que el hielo se empeñaba en hacer estallar, cada invierno, el asfalto. Si seguía conduciendo en línea recta, pensó con intenso placer, se encontraría frente a Groenlandia. Esas cosas no pueden contarse en París, al salir del trabajo. Ni en Burdeos. Se extravió voluntariamente, giró de nuevo hacia el sur y se detuvo en el lindero de una arboleda, cerca del lago Pink. Los bosques estaban desiertos, el suelo lleno de hojas rojas y salpicado por placas de nieve. A veces, un cartel recomendaba tener cuidado con los osos y buscar las huellas de sus zarpas en los troncos de las hayas. «Sabed que los osos negros trepan a esos árboles para comer sus fabucos.» Bien, pensó Adamsberg levantando la cabeza y rozando con el dedo las cicatrices de los zarpazos, mientras buscaba al animal entre el follaje. Hasta ahora sólo había visto presas de castores y excrementos de cérvidos. Sólo había huellas y rastros, sin que las propias bestias fueran visibles. Un poco como Maxime Leclerc en el Schloss de Haguenau.

«No pienses en el Schloss y vete a ver el lago rosado.»

El lago Pink era descrito como un pequeño lago entre el millón que tenía Quebec, pero a Adamsberg le pareció ancho y hermoso. Puesto que, desde Estrasburgo, había adoptado la costumbre de preocuparse por los carteles, Adamsberg se empeñó en leer el del lago Pink, que le anunció que había dado con un lago estrictamente único en su género.

Retrocedió un poco. Aquella reciente tendencia a toparse con las excepciones le incomodaba.

Apartó aquellos pensamientos con su habitual ademán y prosiguió la lectura. El lago Pink alcanzaba una profundidad de veinte metros y su fondo estaba cubierto por tres metros de lodo. Hasta aquí, todo iba bien. Pero precisamente a causa de esta profundidad, las aguas de su superficie no se mezclaban con las del fondo. A partir de los quince metros, éstas no se movían ya, nunca removidas, nunca oxigenadas, al igual que el lodo, que albergaba sus diez mil seiscientos años de historia. Un lago de apariencia normal, a fin de cuentas, resumió Adamsberg, e incluso claramente rosado y azul, y que sin embargo cubría un segundo lago perpetuamente estancado, sin aire, muerto, un fósil. Lo peor era que un pez marino vivía aún allí, procedente de los tiempos en los que aquello era mar aún. Adamsberg examinó el dibujo del pez, que parecía un híbrido entre carpa y trucha, con algunas púas. Por mucho que releyó el cartel, no encontró el nombre del pez desconocido.

Un lago vivo sobre un lago muerto, y que albergaba una criatura sin nombre de la que se tenía un esbozo, una imagen. Adamsberg se inclinó por encima de la baranda de madera para intentar percibir, bajo el agua rosada, aquellas ocultas inercias. ¿Por qué razón todos sus pensamientos tenían que llevarle al Tridente? ¿Como aquellos zarpazos de los osos en los troncos, como aquel lago muerto que vivía en silencio, acurrucado bajo una superficie de vida, lodoso, grisáceo, donde se movía un huésped heredado de una edad muerta?

Adamsberg vaciló, después sacó su cuaderno del anorak. Calentándose las manos, copió con precisión el dibujo de aquel jodido pez que nadaba entre el cielo y el infierno. Había pensado permanecer más tiempo en el bosque, pero el lago Pink le hizo desistir. En todas partes se topaba con el juez muerto; en todas partes tocaba las inquietantes aguas de Neptuno y las huellas de su maldito tridente. ¿Qué habría hecho Laliberté ante el tormento que le perseguía? ¿Se habría reído y liquidado el asunto con un movimiento de su gran zarpa, optando por el rigor, el rigor y el rigor? ¿O habría agarrado a su presa para no volver a soltarla? Mientras se alejaba del lago, Adamsberg sintió que la persecución se invertía y que la propia presa clavaba en él sus dientes. Sus púas, sus garras, sus puntas. En cuyo caso, Danglard tendría razón al sospechar que alimentaba una verdadera obsesión.


Se dirigió al coche con paso lento. En sus relojes, puestos ambos a la hora local, respetando sus cinco minutos de diferencia, eran las cuatro y doce minutos y medio de la tarde. Condujo a lo largo de carreteras desiertas, buscando la apatía en la uniforme inmensidad de los bosques, y luego decidió regresar a tierra habitada. Redujo la marcha cerca del aparcamiento de su edificio, luego volvió a ganar, lentamente, velocidad, dejó Hull a sus espaldas y tomó la dirección de Montreal. Precisamente lo que no deseaba hacer. Pero el coche iba solo, como un juguete teledirigido a una velocidad constante de 90 km/h, siguiendo las luces traseras del pick-up que le precedía.

Si el coche sabía que se dirigía a Montreal, Adamsberg, por su parte, recordaba perfectamente las indicaciones del papel verde, el lugar y la hora. A menos, pensó al llegar a la ciudad, que optase por un cine o por un teatro, ¿por qué no? De no ser así, tendría que cambiar de coche, abandonar ese jodido carro y encontrar otro que no le llevara al lago Pink ni al quinteto de Montreal. A las diez y treinta y seis y medio de la noche, se metió en la iglesia justo después del entreacto y fue a sentarse en los bancos delanteros, al abrigo de una columna blanca.

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