XXXV

Retancourt se había detenido dos horas para dormir y entraron en Detroit a las siete de la mañana. La ciudad era tan lúgubre como una vieja duquesa arruinada que llevara todavía jirones de sus vestidos. La mugre y la miseria habían sustituido los caídos fastos de la antigua Detroit.

– Es este edificio -indicó Adamsberg con el plano en la mano.

Examinó el inmueble, alto, bastante ennegrecido pero en buen estado, flanqueado por una cafetería, como si escrutara un edificio histórico. Y lo era, puesto que tras aquellas paredes se movía, dormía y vivía Raphaël.

– Los puercos aparcan veinte metros más atrás -observó Retancourt-. Muy agudos. Pero ¿qué creen? ¿Que ignoramos que les llevamos detrás desde Gatineau?

Adamsberg se había inclinado hacia delante, con los brazos cruzados en su cintura.

– Le dejo ir solo, comisario. Comeré algo en la cafetería mientras le espero.

– No lo consigo -dijo Adamsberg en voz baja-. ¿Y para qué? También yo estoy huyendo.

– Precisamente. Dejará de estar solo, y usted también. Vamos, comisario.

– No lo comprende usted, Retancourt. No lo consigo. Tengo las piernas frías y rígidas, estoy atornillado en el suelo por dos tuercas de hierro.

– ¿Me permite usted? -preguntó la teniente posando cuatro dedos entre sus omoplatos.

Adamsberg asintió con una señal. Transcurridos diez minutos, sintió que una especie de aceite desatascador bajaba por sus muslos y les devolvía la movilidad.

– ¿Eso es lo que le hizo a Danglard, en el avión?

– No. Danglard sólo tenía miedo a morir.

– ¿Y yo, Retancourt?

– Miedo a lo contrario, exactamente.

Adamsberg inclinó la cabeza y salió del coche. Retancourt se disponía a entrar en la cafetería cuando él la detuvo por el brazo.

– Está ahí. En aquella mesa, de espaldas. Estoy seguro.

La teniente observó la silueta que Adamsberg le indicaba. Aquella espalda, sin duda alguna, era la de un hermano. La mano de Adamsberg se cerraba sobre su brazo.

– Entre solo -dijo ella-. Yo regresaré al coche. Hágame una señal cuando pueda reunirme con ustedes. Quisiera verlo.

– ¿A Raphaël?

– Sí, a Raphaël.

Adamsberg empujó la puerta de cristal con las piernas entumecidas aún. Se acercó a Raphaël y puso las manos en sus hombros. El hombre de espaldas no se alteró. Examinó las manos morenas que se habían posado en él.

– ¿Me has encontrado? -preguntó sin moverse.

– Sí.

– Has hecho bien.


Desde el otro lado de la estrecha calle, Retancourt vio que Raphaël se levantaba y los hermanos se abrazaban, mirándose, con los brazos entrelazados y agarrados al cuerpo del otro. Sacó de su bolsa unos pequeños gemelos y los enfocó sobre Raphaël Adamsberg, cuya frente tocaba la de su hermano. El mismo cuerpo, la misma cara. Pero mientras la belleza mudable de Adamsberg emergía como un milagro de sus rasgos caóticos, la de su hermano era inmediata y de trazo regular. Como dos gemelos que hubieran brotado de la misma raíz, uno en pleno desorden, el otro en armonía. Retancourt se movió para tener a Adamsberg de tres cuartos en su línea de visión. Apartó bruscamente los gemelos, alarmada por haberse atrevido a ir demasiado lejos, a través de una emoción robada.

Ahora que estaban sentados, los dos Adamsberg no conseguían soltar sus brazos, formando un círculo cerrado. Retancourt volvió a instalarse en el coche, con un leve estremecimiento. Guardó los gemelos y cerró los ojos.


Tres horas más tarde, Adamsberg había golpeado el cristal del coche y recuperado a su teniente. Raphaël les dio de comer y les sirvió café en el sofá. Los dos hermanos no se alejaban, el uno del otro, más de cincuenta centímetros, había advertido Retancourt.

– ¿Jean-Baptiste será condenado? ¿Seguro? -preguntó Raphaël a la teniente.

– Seguro -confirmó Retancourt-. Queda la huida.

– Huir con una decena de polis vigilando el hotel -explicó Adamsberg.

– Es posible -dijo Retancourt.

– ¿Tiene una idea, Violette? -preguntó Raphaël.

Raphaël, alegando que no era policía ni militar, se había negado a llamar a la teniente por su apellido.

– Esta noche regresamos a Gatineau -explicó Retancourt-. Llegamos al hotel Brébeuf por la mañana, hacia las siete, cándidos y ante sus ojos. Usted, Raphaël, se pone en camino tres horas y media después de nosotros. ¿Es posible?

Raphaël asintió.

– Llega a ese hotel hacia las diez y media. ¿Qué verán los cops? Un nuevo cliente, y les importa un bledo, no le buscan a él. Tanto más cuanto, a esas horas, hay muchas idas y venidas. Los dos puercos que nos siguen no estarán mañana de guardia. Ninguno de los polis al acecho le identificará. Se registra usted con su nombre y toma posesión de su habitación, sencillamente.

– De acuerdo.

– ¿Tiene usted trajes? ¿Trajes de hombre de negocios, con camisa y corbata?

– Tengo tres. Dos grises y uno azul.

– Perfecto. Póngase un traje y lleve otro consigo. El gris. Y también dos abrigos, dos corbatas.

– Retancourt, ¿no irá usted a meter a mi hermano en un lío? -interrumpió Adamsberg.

– No, sólo a los polis de Gatineau. Usted, comisario, en cuanto lleguemos, vacía su habitación, exactamente como si se hubiera largado a toda prisa. Nos libraremos de sus cosas. Tiene usted pocas y eso va bien.

– ¿Hacemos albóndigas con ellas? ¿Nos las comemos?

– Las meteremos en el contenedor de basura del piso, aquel cacharro de acero con un batiente.

– ¿Todo? ¿La ropa, los libros, la maquinilla de afeitar?

– Todo, incluso su arma de servicio. Tiramos sus cosas y salvamos su piel. Nos quedaremos con la cartera y las llaves.

– La bolsa no entrará en el contenedor.

– La dejaremos en mi armario, vacía, como si fuera mía. Las mujeres llevan mucho equipaje.

– ¿Puedo conservar mis relojes?

– Sí.

Los dos hermanos no apartaban los ojos de ella, el uno con una mirada difusa y dulce, el otro clara y brillante. Raphaël Adamsberg tenía la misma flexibilidad apacible que su hermano, pero sus movimientos eran más vivos, sus reacciones más rápidas.

– Los cops nos aguardan en la GRC a las nueve -prosiguió Retancourt, cuya mirada iba del uno al otro-. Tras veinte minutos de retraso, creo que no más, Laliberté intentará ponerse en contacto con el comisario, en el hotel. Al no obtener respuesta, dará la alerta. Los tipos correrán a su habitación. Vacía. El sospechoso habrá desaparecido. Hay que dar esta impresión: que se ha marchado ya, que se ha escurrido entre sus dedos. Hacia las nueve y veinticinco, se plantan en mi habitación, por si usted se hubiera escondido allí.

– Pero ¿escondido dónde, Retancourt? -preguntó Adamsberg con inquietud.

Retancourt levantó la mano.

– Los quebequeses son púdicos y reservados -dijo-. Nada de mujeres desnudas en la primera página de los periódicos o en las orillas de sus lagos. Contaremos con eso, con su pudor. En cambio -dijo volviéndose hacia Adamsberg-, usted y yo tendremos que dejarlo a un lado. No será momento para mostrarnos mojigatos. Y si lo es usted, recuerde simplemente que se juega la cabeza.

– Lo recuerdo.

– Cuando los puercos entren, yo estaré en el cuarto de baño y, más exactamente, en la bañera, con la puerta abierta. No tenemos elección.

– ¿Y Jean-Baptiste? -preguntó Raphaël.

– Escondido detrás de la puerta abierta. Al verme, los polis retroceden por la habitación. Yo grito, les insulto por su falta de consideración. Desde la habitación, se excusan, farfullan, me explican que buscan al comisario. Yo no estoy al corriente de nada, me ha ordenado que permanezca en el hotel. Quieren registrar el hotel. Muy bien, pero que me dejen al menos tiempo para vestirme. Retroceden un poco más para dejarme salir de la bañera y cerrar la puerta. ¿Todo va bien, hasta aquí?

– La sigo -dijo Raphaël.

– Me pongo un albornoz, un albornoz muy grande que me llega hasta los pies. Raphaël tendrá que comprarlo aquí. Le daré mis medidas.

– ¿De qué color? -preguntó Raphaël.

Lo precavido de la pregunta frenó el impulso táctico de Retancourt.

– Amarillo pálido, si no le molesta.

– Amarillo pálido -confirmó Raphaël-. ¿Y luego?

– El comisario y yo estamos en el cuarto de baño, con la puerta cerrada. Los cops están en la habitación. ¿Capta bien la situación, comisario?

– Precisamente, me pierdo aquí. En estos cuartos de baño hay un armario de espejo, otro empotrado y nada más. ¿Dónde quiere usted que me meta? ¿En el baño de espuma?

– Ya se lo he dicho, sobre mí. O, más bien, detrás de mí. Formaremos un solo cuerpo, de pie. Les hago entrar y me mantengo, escandalizada, en la esquina del fondo, con la espalda en la pared. No son imbéciles, examinan a fondo el cuarto de baño, miran detrás de la puerta, meten el brazo en el agua de la bañera. Yo aumento su turbación dejando que el albornoz se abra. No se atreverán a echarme una ojeada, no se atreverán a dar la impresión de ser unos mirones. Se muestran muy melindrosos en ese punto y será nuestra mejor baza. Una vez registrado el cuarto de baño, salen y dejan que me vista, con la puerta cerrada de nuevo. Mientras registran la habitación, yo salgo, vestida esta vez, dejando la puerta abierta con naturalidad. Usted se ha vuelto a esconder detrás de esa puerta.

– Teniente, no he captado la etapa de «ser un solo cuerpo» -dijo Adamsberg.

– ¿Nunca ha hecho usted un combate cerrado? ¿Lo del agresor que te agarra por detrás?

– No, nunca.

– Le enseñaré la postura -dijo Retancourt, levantándose-. Despersonalicemos. Un individuo de pie. Yo. Grande y gorda, es una suerte. Otro individuo más ligero y más pequeño. Usted. Usted está debajo del albornoz. La cabeza y los hombros se apoyan en mi espalda, sus brazos, muy apretados, me rodean la cintura, es decir, que se hunden en mi vientre, invisibles. Ahora, sus piernas. Están apoyadas detrás de las mías, con los pies levantados del suelo, pegados a mis pantorrillas. Me mantengo en un rincón de la estancia, con los brazos cruzados y las piernas algo abiertas, para que mi centro de gravedad quede más bajo. ¿Me sigue usted?

– Dios mío, Retancourt. ¿Quiere usted que me pegue como un mono a su espalda?

– Que se pegue como un lenguado, incluso. «Pegarse», ése es el concepto. Durará pocos minutos, dos como máximo. El cuarto de baño es minúsculo y el registro será rápido. No me mirarán. No me moveré. Ni usted tampoco.

– Es absurdo, Retancourt, se verá.

– No se verá. Soy gorda. Iré envuelta en el albornoz, apostada en la esquina, de frente. Para que no resbale usted por mi piel, me pondré un cinturón debajo del albornoz, al que podrá agarrarse. Con él sujetaremos también su cartera.

– Demasiado peso que soportar -dijo Adamsberg agitando la cabeza-. Peso setenta y dos kilos, ¿se da usted cuenta? No va a funcionar, es una locura.

– Funcionará porque lo he hecho ya dos veces, comisario. Con mi hermano, cuando los maderos lo buscaban por una tontería u otra. A los diecinueve años, tenía aproximadamente su tamaño y pesaba setenta y nueve kilos. Yo me ponía la bata de mi padre y él se pegaba a mi espalda. Aguantábamos cuatro minutos sin inmutarnos. Si eso puede tranquilizarle.

– Si Violette lo dice… -intervino Raphaël, algo asustado.

– Si ella lo dice… -repitió Adamsberg.

– Debo precisar algo antes de que nos pongamos de acuerdo. No podemos permitirnos andar con astucias y fallar. La verosimilitud es nuestra arma. Estaré realmente desnuda en el baño, claro está, y por lo tanto realmente desnuda bajo el albornoz. Y usted se agarrará realmente a mi espalda. Aceptaré el calzoncillo, pero ninguna prenda más. Por una parte, la ropa resbala; por la otra, impide que el tejido del albornoz caiga con normalidad.

– Arrugas extrañas -dijo Raphaël.

– Exactamente. No correremos ese riesgo. Sé lo que tiene de embarazoso, pero no creo que sea el momento de turbarse. Tenemos que ponernos de acuerdo en eso antes.

– Eso no me turba -vaciló Adamsberg-, si no le turba a usted.

– Crié a cuatro hermanos y, en ciertas condiciones extremas, considero que la turbación es un lujo. Estamos en condiciones extremas.

– Pero carajo, Retancourt, aunque salgan de su habitación con las manos vacías, no por ello aflojarán la vigilancia. Van a poner patas arriba todo el hotel Brébeuf, del sótano al desván.

– Sí, evidentemente.

– De modo que, con cuerpo a cuerpo o sin él, no podré salir del edificio.

– Saldrá él -dijo Retancourt, señalando a Raphaël-. Es decir, usted en él. Abandonará el hotel a las once, con su traje, su corbata, sus zapatos y su abrigo. Le cortaré el cabello como a él, en cuanto lleguemos. Pasará perfectamente. De lejos, no es fácil distinguirles. Y, para ellos, va usted vestido como un pordiosero. Los cops habrán visto ya al hombre de negocios del traje azul entrando a las diez y media. Saldrá a las once y les importará un pimiento. El hombre de negocios, es decir, usted, comisario, llegará tranquilamente a su coche.

Los dos Adamsberg, sentados uno junto a otro, escuchaban atentamente a la teniente, casi subyugados. Adamsberg comenzaba a evaluar el plan de Retancourt, basado en dos elementos por lo general contrarios: la enormidad y la finura. Aliados, componían una fuerza imprevisible, un golpe de ariete asestado con la minuciosidad de una aguja.

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, a quien el proyecto devolvía cierto vigor.

– Sube usted al coche de Raphaël, lo deja en Ottawa, en la esquina de North Street y del bulevar Laurier. Allí, toma usted el autobús de las once cuarenta hacia Montreal. Raphaël, el de verdad, partirá mucho más tarde, al anochecer o al día siguiente por la mañana. Los cops habrán levantado la guardia. Recuperará su coche y regresará a Detroit.

– Pero ¿por qué no hacer algo más simple? -propuso Adamsberg-. Raphaël llega antes de que llame el superintendente. Me pongo su ropa, tomo su coche y me largo antes de la alerta. Y él se va inmediatamente después, en el autobús. Nos ahorraríamos el riesgo del combate cuerpo a cuerpo en el cuarto de baño. Cuando aparezcan, no quedará ya nadie, ni él ni yo.

– Salvo su nombre en el registro o, si viene como visitante, ese rapidísimo paso. No lo complico por gusto, comisario, sino para no meter a Raphaël en un lío. Si llega antes de que se advierta la fuga, lo descubrirán inmediatamente. Los cops interrogarán al recepcionista y sabrán así que un tal Raphaël Adamsberg se ha presentado por la mañana, en el hotel, para marcharse enseguida. O que un visitante ha preguntado por usted. Es grave. Captarán la jugarreta de la sustitución y Raphaël será detenido en Detroit, con una acusación de complicidad encima. En cambio, si llega una vez hayan registrado las habitaciones y descubierto la fuga, pasará desapercibido entre los clientes y no se le considerará responsable de nada. En el peor de los casos, si los cops se fijan más tarde en su nombre, sólo podrán reprocharle haber ido a visitar a su hermano y no haberlo encontrado, y eso no es un delito.

Adamsberg miró atentamente a Retancourt.

– Es evidente -dijo-. Raphaël debe llegar más tarde, tendría que haberlo pensado. Soy detective, a fin de cuentas. ¿No sé ya razonar, acaso?

– Como poli, no -respondió suavemente Retancourt-. Reacciona usted como un criminal acosado, no como un poli. Provisionalmente ha cambiado de terreno, está del lado desfavorable, donde se tiene el sol de frente. Recuperará su punto de vista en cuanto llegue a París.

Adamsberg asintió. Criminal acorralado y reflejos de huida, sin visión de conjunto ni coordinación de los detalles.

– ¿Y usted? ¿Cuándo podrá largarse?

– Cuando hayan acabado de explorar la zona y comprendido su desgracia. Levantarán la vigilancia para buscarle por carreteras y aeropuertos. Me reuniré con usted en Montreal, en cuanto hayan levantado el cerco.

– ¿Dónde?

– En casa de un buen amigo. Carezco de talento para conseguir ligues de sendero, pero consigo amigos en cada puerto. Por una parte, porque me gusta; luego, porque puede ser útil. Basile, sin duda, nos acogerá.

– Perfecto -murmuró Raphaël-, perfecto.

Adamsberg inclinó la cabeza en silencio.

– Raphaël -dijo Retancourt levantándose-, ¿podría prestarme una habitación? Me gustaría dormir. Debemos viajar toda la noche.

– Tú también -dijo Raphaël a su hermano-. Mientras descansáis iré a buscar el albornoz.

Retancourt anotó sus medidas en un papel.

– No creo que nuestros dos perseguidores le sigan -dijo-. Se quedarán vigilando el edificio. Pero vuelva con provisiones, pan, verdura. Eso lo hará más verosímil.


Tendido en la cama de su hermano, Adamsberg no era capaz de dormir. Su noche del 26 le acosaba como un dolor físico. Ebrio en aquel sendero y enfadado con Noëlla y con el mundo. Con Danglard, Camille, el nuevo padre y Fulgence. Una verdadera bola de odio que ya no controlaba, y desde hacía ya un buen rato. La obra. Sin duda, un tridente. Puede ser útil para arrancar árboles. Lo había visto al hablar con el guarda o al atravesar el bosque. Sabía que estaba allí. Andar borracho como una cuba por la noche, devorado por la obsesión del juez y la necesidad de encontrar a su hermano. Divisar a Noëlla acechándolo como una presa. La bola de odio estalla, se abre camino hacia su hermano, el juez entra en su piel. Toma el arma. ¿Hay alguien más en el sendero desierto? Deja sin sentido a la muchacha. Arranca aquel cinturón de cuero que le impide acceder al vientre. Lo arroja sobre las hojas. Y mata, clavándole el tridente. Rompe el hielo del lago, hunde allí a la muerta y arroja piedras encima. Exactamente como había hecho, treinta años antes, en el Torque, con el punzón de Raphaël. Los mismos gestos. Arroja el tridente al Outaouais, que lo arrastra en sus cascadas hacia el San Lorenzo. Luego vagabundea, camina, cae en la inconsciencia y en un deseo de olvido. Cuando despierta, todo se ha sumido en las inaccesibles profundidades de la memoria.

Adamsberg se sintió helado y se cubrió con el edredón. Huir. El cuerpo a cuerpo. Pegarse desnudo a la piel de esa mujer. Condiciones extremas. Huir y vivir como un asesino acosado; tal vez lo fuese.

Cambio de territorio, cambio de ángulo de visión. Vuelve a ser poli por unos segundos. Una de las preguntas que había hecho a Retancourt, olvidada en la catastrófica oleada de la carpeta verde, regresó al escenario de sus pensamientos. ¿Cómo había sabido Laliberté que él no recordaba nada de esa noche? Porque alguien se lo había dicho. Y era algo que sólo Danglard sabía. ¿Y quién había podido sugerir al superintendente el carácter obsesivo de su persecución? Sólo Danglard conocía el poder del juez sobre su vida. Danglard, que se oponía a él, desde haría un año, defendiendo a Camille. Danglard, que había elegido su bando, que le había insultado. Adamsberg cerró los ojos y se puso los brazos en la cara. El puro Adrien Danglard. Su noble y fiel adjunto.


A las seis de la tarde, Raphaël entró en la habitación. Miró un momento a su hermano que dormía, observando aquel rostro por el que asomaba su infancia. Se sentó en la cama y sacudió suavemente a Adamsberg por el hombro.

El comisario se incorporó sobre un codo.

– Es hora de partir, Jean-Baptiste.

– Hora de huir -dijo Adamsberg sentándose y buscando sus zapatos en la oscuridad.

– Es culpa mía -dijo Raphaël tras un silencio-. Te he jodido la vida.

– No digas esas cosas. No has jodido nada en absoluto.

– Te he jodido.

– En absoluto.

– Sí. Y has venido a reunirte conmigo en el lodazal del Torque.

Adamsberg se ató lentamente uno de los zapatos.

– ¿Crees que es posible? -preguntó-. ¿Crees que la he matado?

– ¿Y yo? ¿Crees que la maté?

Adamsberg miró a su hermano.

– No habrías podido golpear tres veces, en línea.

– ¿Recuerdas qué guapa era, Lise? Ligera y apasionada como el viento.

– Pero yo no amaba a Noëlla. Y tenía un tridente. Era posible.

– Sólo posible.

– ¿Posible o muy posible? ¿Muy posible o muy cierto, Raphaël?

Raphaël apoyó el mentón en su mano.

– Mi respuesta es tu respuesta -dijo.

Adamsberg se ató el segundo zapato.

– ¿Recuerdas cuando un mosquito se metió hasta el fondo, en tu oído, durante horas?

– Sí -dijo Raphaël sonriendo-. Su zumbido me volvía loco.

– Y temíamos que te volvieras realmente loco antes de que el mosquito muriera. Dejamos la casa completamente a oscuras, y mantuve una vela muy cerca de tu oreja. Fue una idea del cura Grégoire: «Vamos a exorcizarte, muchacho». Sus chistes de cura, vamos. ¿Lo recuerdas? Y el mosquito se arrastró por el canal hasta la llama. Y se quemó las alas con un ruidito. ¿Te acuerdas del ruidito?

– Sí. Grégoire dijo: «El diablo crepita en el fuego del infierno». Sus chistes de cura, vamos.

Adamsberg tomó el jersey y la chaqueta.

– ¿Crees que es posible, muy posible? -prosiguió-. ¿Sacar a nuestro demonio de su túnel con una lucecita?

– Siempre que esté en nuestro oído.

– Lo está, Raphaël.

– Ya sé. Por la noche lo oigo.

Adamsberg se puso la chaqueta y volvió a sentarse junto a su hermano.

– ¿Crees que lo haremos salir?

– Si existe, Jean-Baptiste. Si no somos nosotros.

– Sólo dos personas lo creen. Un sargento algo bobo y una anciana algo descentrada.

– Y Violette.

– No sé si Retancourt me ayuda por deber o por convicción.

– No importa, síguela. Es una mujer magnífica.

– ¿En qué sentido? ¿Te parece guapa? -preguntó Adamsberg, pasmado.

– Guapa también, sí, claro.

– ¿Y su plan? ¿Crees que puede funcionar?

Tuvo la impresión, al murmurar esa frase, de encontrarse, de muy joven, con su hermano, maquinando sus fechorías en un repliegue de la montaña. Zambullirse lo más posible en el Torque, vengarse de la rapacidad de la tendera, grabar unos cuernos en la puerta del juez, escapar de noche, sin despertar a nadie. Raphaël vaciló.

– Si Violette puede aguantar tu peso…

Los dos hermanos se apretaron las manos, con los pulgares entremezclados, como hacían de pequeños antes de zambullirse en el Torque.

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