XXXI

Pese a la cordialidad formal del recibimiento en el aeropuerto de Montreal, donde Portelance y Philippe-Auguste habían ido a esperarles, Adamsberg tuvo la sensación de que le arrestaban. Destino: el depósito de cadáveres de Ottawa, pese a lo tarde que era para los dos franceses, pasada la medianoche. Al comenzar el trayecto, Adamsberg intentó obtener algunas informaciones de sus compañeros, que permanecieron distantes como conductores anónimos. Deber de reserva, era inútil insistir. Adamsberg hizo un gesto de renuncia a Retancourt y aprovechó el respiro para dormir. Eran más de las dos de la madrugada cuando les despertaron en Ottawa.

El superintendente les reservó un saludo más cálido, sacudió con viveza las manos y agradeció a Adamsberg que hubiera aceptado desplazarse.

– No he tenido elección -respondió Adamsberg-. Dime, Aurèle, estamos hechos polvo, ¿tu cadáver no puede esperar a mañana?

– Lo siento, luego os llevaremos al hotel. Pero la familia nos apremia para la repatriación. Cuanto antes lo veas, mejor será.

Adamsberg vio desviarse la mirada del superintendente a causa de la mentira. ¿Pretendía Laliberté explotar su estado de fatiga? Una vieja astucia de cerdo, que él sólo utilizaba con algunos sospechosos y no con los colegas.

– Bueno, permíteme entonces un café solo -dijo-. Muy cargado.


Adamsberg y Retancourt, con los gigantescos vasos en la mano, siguieron al superintendente hasta la sala de los cadáveres, donde dormitaba el médico de guardia.

– No nos hagas esperar, Reynald -ordenó Laliberté al médico-, están cansados.

Reynald levantó la sábana azul que cubría a la víctima.

– Stop -ordenó Laliberté cuando la tela hubo subido hasta los hombros-. Ya basta. Ven a ver esto, Adamsberg.

Adamsberg se inclinó sobre el cuerpo de una mujer muy joven, y entornó los ojos.

– Mierda -masculló.

– ¿Sorprendido? -preguntó Laliberté con una sonrisa petrificada.

Adamsberg se vio brutalmente proyectado al depósito de las afueras de Estrasburgo, ante el cuerpo de Elisabeth Wind. Tres agujeros alineados habían perforado el abdomen de la joven muerta. Aquí, a diez mil kilómetros del territorio del Tridente.

– Una regla de madera, Aurèle -pidió en voz baja, tendiendo la mano-, y un metro flexible. En centímetros, por favor.

Extrañado, Laliberté dejó de sonreír y mandó al médico a buscar el material. Adamsberg hizo sus mediciones en silencio, tres veces, exactamente como había actuado tres semanas antes con la víctima de Schiltigheim.

– 17,2 cm de longitud y 0,8 cm de altura -murmuró anotando las cifras en su cuaderno.

Comprobó una vez más la disposición de las heridas, que formaban una línea absolutamente recta, sin un milímetro de desviación.

17,2 cm, se repetía subrayando esta medida. Tres milímetros más que la longitud máxima del travesaño que él conocía. Y sin embargo…

– ¿Y la profundidad de las heridas, Laliberté?

– Aproximadamente seis pulgadas.

– ¿Cuánto es eso?

El superintendente frunció el ceño para efectuar mentalmente la conversión.

– Unos 15,2 cm -intervino el médico.

– ¿La misma para los tres impactos?

– Idéntica.

– ¿Tierra en las heridas? ¿Suciedades? -le preguntó Adamsberg al médico-. ¿O un instrumento nuevo y limpio?

– No, había partículas de humus, de hojas y minúsculas piedrecitas hasta el fondo de las heridas.

– Caramba -dijo Adamsberg.

Devolvió la regla y el metro a Laliberté y advirtió la expresión desconcertada del superintendente. Como si hubiera esperado, de su parte, algo muy distinto a aquel minucioso examen.

– ¿Qué ocurre, Aurèle? ¿No es eso lo que querías? ¿Que yo la viera?

– Sí -dijo Laliberté, vacilando-. Pero, criss, ¿de qué va todo eso de las medidas?

– ¿El arma? ¿La tenéis?

– Ni rastro, ya puedes imaginarlo. Pero mis técnicos me la han reconstruido. Es un gran punzón de hoja plana.

– Tus técnicos saben más de moléculas que de armas. Eso no lo ha hecho un punzón sino un tridente.

– ¿Cómo lo sabes?

– Intenta clavar tres veces un punzón y obtener una línea recta y profundidades idénticas. Dentro de veinte años estarías todavía en ello. Es un tridente.

– Criss, ¿estabas mirando eso?

– Eso y otra cosa, mucho más profunda. Tan profunda como los lodos del lago Pink.

El superintendente seguía pareciendo desorientado, con los brazos cayendo a lo largo de su gran cuerpo. Los había llevado hasta allí a una velocidad casi provocadora, pero la toma de medidas le había desconcertado. Adamsberg se preguntó qué había esperado, realmente, Laliberté.

– ¿Hay una contusión en la cabeza? -preguntó Adamsberg al médico.

– Un importante hematoma en la parte trasera del cráneo, que aturdió a la víctima sin producir la muerte.

– ¿Cómo puedes saber lo del porrazo en el cráneo? -preguntó Laliberté.

Adamsberg se volvió hacia el superintendente y cruzó los brazos.

– Me has hecho llamar porque yo tenía un expediente a este respecto, ¿no?

– Sí -respondió el superintendente, sin convicción.

– ¿Sí o no, Aurèle? Me haces atravesar el Atlántico para llevarme, a las dos de la madrugada, ante un cadáver, ¿y qué esperas de mí? ¿Que te explique que está muerta? Si me has traído hasta aquí es que sabías que yo conocía el asunto. En todo caso, es lo que me han dicho en París. Y es cierto, lo conocía. Pero eso no parece alegrarte. ¿No era eso lo que tú querías?

– No es algo personal. Pero me sorprende, eso es todo.

– Y tus sorpresas no se han terminado.

– Levanta toda la sábana -ordenó Laliberté al médico.

Reynald enrolló la tela con gesto aplicado, como había hecho Ménard en Estrasburgo. Adamsberg se puso rígido al divisar cuatro pecas, formando un rombo, en la base del cuello. Lo que le dio apenas tiempo de ocultar el respingo. Bendijo la meticulosa lentitud del forense.

Era Noëlla, en efecto, la que yacía en el cajón. Adamsberg controlaba la respiración y examinaba a la muerta sin parpadear, o eso esperaba. Laliberté no apartaba de él la mirada.

– ¿Puedo ver el hematoma? -preguntó.

El médico inclinó la cabeza para exponer la parte trasera del cráneo.

– Golpe con un instrumento contundente -explicó Reynald-. Es todo lo que puede decirse. Probablemente, de madera.

– El mango del tridente -precisó Adamsberg-. Lo hace siempre así.

– ¿Quién? -preguntó Laliberté.

– El asesino.

– ¿Lo conoces?

– Sí. Y me gustaría saber quién te lo ha dicho.

– Y a ella, ¿la conocías?

– ¿Piensas que conozco los nombres de los sesenta millones de franceses, Aurèle?

– Si conoces al asesino, tal vez conozcas a sus víctimas.

– No soy adivino, como tú mismo dirías.

– ¿Nunca la has visto, vamos?

– ¿Dónde? ¿En Francia? ¿En París?

– Donde quieras.

– Nunca -respondió Adamsberg encogiéndose de hombros.

– Se llama Noëlla Cordel. ¿Te dice algo?

Adamsberg se apartó del cuerpo y se aproximó al superintendente.

– ¿Por qué te empeñas en que me diga algo?

– Hacía seis meses que vivía en Hull. Habrías podido encontrarla por ahí.

– Y tú también. ¿Qué hacía en Hull? ¿Casada? ¿Estudios?

– Había seguido a su chorbo pero comió avena.

– Traduce.

– Le dieron puerta. Trabajaba en un bar de Ottawa. El Caribú. ¿Te recuerda algo?

– Nunca he puesto allí los pies. No juegas limpio, Aurèle. No sé lo que decía esa carta anónima, pero te andas con rodeos.

– ¿Y tú no?

– No. Te contaré todo lo que sé mañana. Es decir, todo lo que pueda ayudarte. Pero ahora quisiera dormir, no me tengo en pie y mi teniente tampoco.

Retancourt, sentada como una masa al fondo de la sala, aguantaba perfectamente.

– Antes charlaremos un poco -declaró Laliberté con una leve sonrisa-. Vayamos al despacho.

– Mierda, Aurèle. Son más de las tres de la madrugada.

– Son las nueve, hora local. No te retendré mucho. Podemos dejar libre a tu teniente, si lo deseas.

– No -dijo súbitamente Adamsberg-. Se queda conmigo.


Laliberté se había arrellanado en su sillón, vagamente imponente, enmarcado por sus dos inspectores, de pie, a ambos lados de su asiento. Adamsberg conocía aquella disposición en triángulo, capaz de impresionar a un sospechoso. No había tenido tiempo de pensar en el alucinante hecho de que Noëlla hubiera sido asesinada en Quebec con un tridente. Se concentraba en el ambiguo comportamiento de Laliberté, que podía indicar que conocía su vínculo con la muchacha. Nada seguro, tampoco. La partida en curso era ardua y era preciso plantar cara a cada una de las palabras del superintendente. Que se hubiera acostado con Noëlla nada tenía que ver con el asesinato. Debía olvidarlo imperativamente, de momento. Y prepararse para cualquier posibilidad, recurriendo al poder de sus fuerzas pasivas, la muralla más segura de su ciudadela interior.

– Pide a tus hombres que se sienten, Aurèle. Conozco el sistema y es molesto. Parece que olvidas que soy poli.

Con un ademán, Laliberté apartó a Portelance y Philippe-Auguste. Provistos de sendos cuadernos, se preparaban para tomar notas.

– ¿Es un interrogatorio? -preguntó Adamsberg señalando a los inspectores-. ¿O una cooperación?

– No me pongas de los nervios, Adamsberg. Escribimos para recordarlo, eso es todo.

– No me toques las narices tú tampoco, Aurèle. Hace veintidós horas que estoy de pie y lo sabes. La carta -añadió-. Enséñame esta carta.

– Voy a leértela -dijo Laliberté abriendo una gruesa carpeta verde-. «Crimen Cordel. Ver al comisario J.-B. Adamsberg, París, Brigada. Se ocupó de ello personalmente.»

– Tendencioso -comentó Adamsberg-. ¿Por eso te comportas como un puerco? En París, dijiste que yo me había encargado del caso. Aquí, pareces pensar que yo me cargué a la mujer.

– No me hagas decir lo que no he dicho.

– No me tomes entonces por gilipollas. Enséñame la carta.

– ¿Quieres verificarla?

– Eso es.

No había ni una sola palabra más en la hoja, procedente de una impresora ordinaria.

– Sacaste huellas, supongo.

– Virgen.

– ¿Cuándo la recibiste?

– Cuando el cuerpo subió.

– ¿De dónde?

– Del agua donde lo habían tirado. Se había helado. ¿Recuerdas el frío de la semana pasada? El cuerpo permaneció atrapado hasta que comenzó el deshielo, y el miércoles encontraron el cadáver. La carta la recibimos al día siguiente por la mañana.

– De modo que la mataron antes de la helada, para que el asesino pudiera arrojarla al agua.

– No. El asesino rompió la superficie helada y la hundió allí, lastrada con unas veinte piedras. El hielo volvió a cerrarse luego, durante la noche, como una tapa.

– ¿Cómo puedes saberlo?

– A Noëlla Cordel le habían regalado un cinturón nuevo aquel mismo día. Lo llevaba. Sabemos dónde cenó y qué comió. Comprenderás que, con el frío, el contenido del tubo digestivo se conservó como el primer día. Ahora, conocemos la fecha del crimen y la hora. No me toques las narices con eso, te recuerdo que aquí somos unos especialistas.

– ¿Y no te huele mal esa carta anónima que te llega a la mañana siguiente? ¿En cuanto el crimen es anunciado por la prensa?

– Pues no. Recibimos muchas. A la gente le gusta tratar personalmente con los cops.

– Y se entiende.

La expresión de Laliberté se desvió levemente. El superintendente era un hábil jugador pero Adamsberg sabía descubrir los cambios en las miradas con mayor rapidez que el detector de la GRC. Laliberté pasaba al ataque y Adamsberg acrecentó su flema, cruzando los brazos y apoyándose en el respaldo.

– Noëlla Cordel murió la noche del 26 de octubre -dijo simplemente el superintendente-. Entre las diez y media y las once y media de la noche.

Perfecto, si así puede decirse. La última vez que había visto a Noëlla fue cuando huyó por la ventana de guillotina, el viernes 24 por la noche. Había temido que la maldita guillotina cayera sobre él y que Laliberté le anunciara la fecha del 24.

– ¿Es posible ser más preciso con la hora?

– No. Había cenado hacia las siete y media de la tarde y la digestión estaba demasiado avanzada.

– ¿En qué lago la encontrasteis? ¿Lejos de aquí?

En el lago Pink, claro, pensó Adamsberg. ¿Qué otro podía ser?

– Mañana continuaremos -decidió Laliberté levantándose de pronto-. De lo contrario, arremeterás contra los cops quebequeses y dirás que son unos asquerosos. Tenía ganas de contártelo, eso es todo. Os hemos reservado dos habitaciones en el hotel Brébeuf, en el parque del Gatineau. ¿Os parece bien?

– ¿Lo de Brébeuf es el nombre de un tipo?

– Sí, de un francés tozudo como una mula al que los iraqueses se jalaron porque quería predicarles mentiras. Vendremos a buscaros a las dos, para que os recuperéis.

De nuevo amable, el superintendente le tendió la mano.

– Y me soltarás esa historia del tridente.

– Si eres capaz de oírla, Aurèle.


A pesar de sus resoluciones, Adamsberg no tuvo la capacidad de pensar en la pasmosa conjunción que le hacía encontrarse con el Tridente en la otra punta del mundo. Los muertos viajan deprisa, como el relámpago. Había presentido el peligro en la pequeña iglesia de Montreal, mientras Vivaldi le susurraba que Fulgence estaba informado de que volvía a emprender la cacería y le aconsejaba que tuviera cuidado. Vivaldi, el juez, el quinteto, es todo lo que tuvo tiempo de pensar antes de dormirse.

Retancourt llamó a la puerta a las seis de la madrugada, hora local. Con el pelo mojado aún, acababa apenas de vestirse y la perspectiva de iniciar aquella difícil jornada con una conversación con su teniente de acero no le agradaba. Habría preferido tenderse y pensar, es decir, vagabundear entre los millones de partículas de su espíritu, totalmente enmarañadas en sus jodidos alvéolos. Pero Retancourt se sentó pausadamente en la cama, dejó en la mesilla un termo de verdadero café -¿cómo se las había arreglado?-, dos tazas y algunos panecillos frescos.

– He ido a buscarlo abajo -explicó-. Si los dos puercos aparecen, estaremos más tranquilos aquí para charlar. La jeta de Mitch Portelance me cortaría el apetito.

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