XVIII

Adamsberg no tenía la intención de pasarse todo el cursillo con los ojos clavados en las pipetas y los códigos de barras. A las siete de la mañana había salido ya, atraído por el río. No, por el afluente, por el inmenso afluente de los indios outaouais. Recorrió la ribera hasta encontrar un camino silvestre. «Sendero de paso», leyó en un cartel, «utilizado por Samuel de Champlain en 1613». Lo tomó enseguida, contento de poner los pies en las huellas de los antiguos, cuando indios y viajeros llevaban las piraguas a la espalda. La pista no era fácil de seguir pues el sendero, deshecho, caía a menudo más de un metro. Espectáculo arrobador, rumor de las aguas, estruendo de las cascadas, colonias de pájaros, riberas enrojecidas por los arces. Se detuvo ante una piedra conmemorativa plantada entre los árboles y que narraba la historia de aquel tipo, del tal Champlain.

– Hola -dijo una voz a su espalda.

Una muchacha con pantalones tejanos estaba sentada en una roca plana que dominaba el río, y fumaba un cigarrillo en el amanecer. Adamsberg había descubierto en el acento de su «hola» algo muy parisino.

– Hola -respondió.

– Francés -afirmó la muchacha-. ¿Qué haces aquí? ¿Viajas?

– Curro.

La muchacha expulsó el humo y, luego, lanzó su colilla al agua.

– Yo estoy perdida. De modo que espero un poco.

– ¿Como que estás perdida? -preguntó prudentemente Adamsberg, mientras descifraba las inscripciones de la piedra Champlain.

– En París encontré a un tipo en la facultad de Derecho, un canadiense. Me propuso que le siguiera y le dije que sí. Parecía un chorbo formidable.

– ¿Chorbo?

– Colega, amigo, amiguito. Queríamos vivir juntos.

– Ya -dijo Adamsberg, con cierta distancia.

– ¿Y sabes qué ha hecho, seis meses más tarde, mi chorbo? Le ha dado puerta a Noëlla y la pobre se ha encontrado de patitas en la calle.

– ¿Noëlla, eres tú?

– Sí. Finalmente, ha logrado que una compañera la acogiese.

– Ya -repitió Adamsberg, que no deseaba tanta información.

– De modo que espero -dijo la joven encendiendo otro cigarrillo-. Consigo algunos dólares en un bar de Ottawa y, en cuanto tenga bastante, regresaré a París. Es una historia muy tonta.

– ¿Y qué estás haciendo aquí, tan temprano?

– Noëlla escucha el viento. Lo hace a menudo, por la mañana y al anochecer. Me digo que, aunque estés perdida, debes encontrar un lugar. He elegido esta piedra. ¿Y tú cómo te llamas?

– Jean-Baptiste.

– ¿Y de apellido?

– Adamsberg.

– ¿Y qué haces?

– Madero.

– Eso es cojonudo. Los maderos, aquí, son «bueyes», «perros» o «puercos». A mi chorbo no le gustaban. «¡Check a los bueyes!», decía. «¡Mira la pasma!», o sea. Y se largaba enseguida. ¿Trabajas tú con los cops de Gatineau?

Adamsberg inclinó la cabeza y aprovechó el aguanieve que había empezado a caer para batirse en retirada.

– Adiós -dijo ella sin moverse de su piedra.

Adamsberg aparcó a las nueve menos dos ante la GRC. Laliberté le hacía señales desde el umbral de la puerta.

– ¡Entra rápido! -gritó-. ¡Está mojando de verdad! Hey, man, ¿qué has hecho? -prosiguió, examinando el embarrado pantalón del comisario.

– Me he roto la cara en el sendero de paso -explicó Adamsberg frotando los restos de tierra.

– ¿Has salido esta mañana? ¿Es posible?

– Quería ver el río. Las cascadas, los árboles, el viejo sendero.

– Criss, eres un maldito enfermo -dijo Laliberté riéndose-. ¿Y cómo ha sido lo del revolcón?

– ¿Qué quieres decir? No quisiera ofenderte, superintendente, pero no comprendo todo lo que dices.

– Tranquilo, no me lo tomo como algo personal. Y llámame Aurèle. Quiero decir: ¿cómo has caído?

– En una de las bajadas del sendero, he resbalado con una piedra.

– No te habrás roto nada, al menos.

– No, todo va bien.

– Uno de tus colegas no ha llegado todavía. El gran slac de ayer.

– No le llames así, Aurèle. Él entiende el quebequés.

– ¿Cómo es posible?

– Lee por diez. Sin duda parece blando, pero no hay ni medio gramo de slac en su cabeza. Sólo que, por la mañana, le cuesta arrancar.

– Tomaremos un café esperándole -dijo el superintendente dirigiéndose a la máquina-. ¿Llevas piastras encima?

Adamsberg sacó de su bolsillo un puñado de monedas desconocidas y Laliberté tomó la apropiada.

– ¿Quieres un descafeinado o uno normal?

– Uno normal -aventuró Adamsberg.

– Esto va a ponerte en pie -dijo Aurèle tendiéndole un gran vaso ardiente-. De modo que, así, por las buenas, te tomas un respiro.

– Salgo a caminar, por la mañana, durante el día o por la noche, no importa. Me gusta y lo necesito.

– Pse -dijo Aurèle con una sonrisa-. A menos que estés explorando. ¿Buscas una rubia? ¿Una muchacha?

– No. Pero había una, extrañamente sentada, sola, cerca de la piedra Champlain, apenas eran las ocho de la mañana. Me ha parecido raro.

– Quieres decir que eso huele mal, incluso. Una rubia sola en el sendero está buscando algo. Nunca hay nadie por allí. No te dejes encorsetar, Adamsberg. Encontrarse mal emparejado no cuesta nada, y luego quedas como un tonto.

Conversación de hombres en la máquina de las bebidas, pensó Adamsberg. Aquí como en cualquier otra parte.

– Hala, vamos -concluyó el superintendente-. No estaremos de palique horas y horas sobre mujeres, hay curro.


Laliberté dio las consignas a los equipos reunidos en la sala. Cuando estuvieron constituidos, Danglard se encontró emparejado con el inocente Sanscartier. Laliberté había agrupado a las mujeres entre sí, por corrección probablemente, asociando a Retancourt con la frágil Louisseize y a Froissy con Ginette Saint-Preux. Hoy: terreno. Tomas en ocho casas de ciudadanos que habían aceptado prestarse al experimento. Con un cartón especial que permitía la adherencia de substancias corporales, proclamaba Laliberté mostrándoles el objeto con las manos levantadas como si fuese una hostia consagrada. Neutralizando las contaminaciones bacterianas o virales sin necesidad de congelación.

Innovación que proporciona, primero, economía de ciencia; segundo, ahorro de dinero y, tercero, de espacio.

Mientras escuchaba la estricta exposición del superintendente, Adamsberg se inclinaba sobre su silla, con las manos en los bolsillos mojados aún. Sus dedos encontraron el folleto verde que había recogido en la mesa para dárselo a Ginette Saint-Preux. Estaba en mal estado, empapado, y lo sacó con precaución para no desgarrarlo. Discretamente, lo extendió sobre la mesa con la palma de la mano para devolverle la forma.

– Hoy -proseguía Laliberté- tomas de, primero, sudor; segundo, saliva y, tercero, sangre. Mañana: lágrimas, orines, mocos y polvo cutáneo. Esperma para los ciudadanos que hayan aceptado llenar la probeta.

Adamsberg dio un respingo. No a causa de la probeta del ciudadano sino por lo que acababa de leer al alisar el papel mojado.

– Comprobad bien -concluyó con fuerza Laliberté volviéndose hacia el equipo de París- que los códigos de los cartones correspondan a los de los estuches. Como yo digo siempre, hay que saber contar hasta tres: rigor, rigor y rigor. No conozco otro medio de conseguirlo.


Las ocho parejas se dirigieron a los coches, provistas de las direcciones de los ciudadanos que prestaban, amablemente, su morada y su cuerpo a la prueba de las tomas. Adamsberg detuvo, de paso, a Ginette.

– Quería devolverle esto -dijo tendiéndole el papel verde-. Se lo dejó en el restaurante y a usted parecía interesarle.

– Y mucho, estaba preguntándome dónde lo había metido.

– Lo siento, la lluvia lo ha mojado.

– No te preocupes. Corro a dejarlo en mi mesa. ¿Puedes decirle a Hélène que llegaré enseguida?

– Ginette -dijo Adamsberg tomándola del brazo y señalando el folleto-. Esa Camille Forestier, la de la viola, ¿pertenece al quinteto de Montreal?

– Pues, no. Alban me dijo que la viola del grupo había tenido un pequeño. Tuvo que guardar reposo al cuarto mes de embarazo, cuando comenzaban los ensayos.

– ¿Alban?

– El primer violín, uno de mis chorbos. Encontró a la tal Forestier, una francesa, y le hizo una audición. Quedó entusiasmado y, zas, la contrató al vuelo.

– ¡Hey! ¡Adamsberg! -gritó Laliberté-. ¿Mueves esos zuecos o qué?

– Gracias, Ginette -dijo Adamsberg dirigiéndose hacia su compañero.

– ¿Qué estaba diciéndote? -prosiguió el superintendente hundiéndose en el coche con una carcajada-. Tú tienes que andar siempre haciendo salón, ¿no? Y con una de mis inspectoras además, y al segundo día. ¡Qué cara tienes!

– En absoluto, Aurèle, hablábamos de música. De música clásica, además -añadió Adamsberg, como si aquel «clásica» certificase la honorabilidad de sus relaciones.

– ¡Música my eye! -se rió el superintendente arrancando-. No te hagas el santurrón, no soy inocente. La viste ayer noche, right?

– Por casualidad. Estaba cenando en Los cinco domingos y vino a mi mesa.

– Suelta la caña, con Ginette. Está casada y bien casada.

– Le devolvía un papel, eso es todo. Créeme si quieres.

– No te pongas nervioso. Estoy bromeando.


Tras una laboriosa jornada punteada por los potentes gritos del superintendente, y tomadas ya todas las muestras en casa de la servicial familia de Jules y Linda Saint-Croix, Adamsberg subía a su coche oficial.

– ¿Qué vas a hacer esta noche? -le preguntó Laliberté, asomando la cabeza por la ventanilla.

– Ir a ver el río, pasear un poco. Y luego cenar en el centro.

– Tienes una serpiente en el cuerpo, tú, siempre estás moviéndote.

– Me gusta, ya te lo he dicho.

– Lo que te gusta, sobre todo, es salir de pesca. Yo nunca voy a echarles el ojo a las muchachas en el centro. Allí me conocen demasiado. De modo que, cuando sufro de impaciencia, voy a Ottawa. ¡Vamos, man, hazlo best! -añadió palmeando la portezuela-. Buenos días y hasta mañana.

– Lágrimas, orines, mocos, polvo y esperma -recitó Adamsberg dándole al contacto.

– Esperemos que esperma -dijo Laliberté frunciendo el ceño y recuperando todo su sentido profesional-. Si Jules Saint-Croix acepta hacer un pequeño esfuerzo esta noche. Había dicho yes al principio pero me da la impresión de que no está ya tan dispuesto. Criss, no podemos forzar a nadie.

Adamsberg dejó a Laliberté entregado a sus preocupaciones de probeta y se dirigió directamente al río.

Tras haberse empapado del rumor del oleaje del Outaouais, se metió por el sendero de paso para ir a pie hasta el centro. Si había comprendido bien la topografía, el camino debía desembocar en el gran puente de las cascadas de la Caldera. Desde allí, sólo estaba ya a un cuarto de hora del centro. El camino, lleno de baches, estaba separado de una carretera por una franja de bosque que le sumía en una completa oscuridad. Había pedido prestada una linterna a Retancourt, el único miembro del equipo que podía haber llevado ese tipo de material. Lo hizo más o menos bien, evitando por poco un laguito que formaba el río en sus riberas, escapando de las ramas bajas. No sentía ya el frío cuando llegó a la salida del sendero, a dos pasos del puente de hierro, gigantesca obra cuyas vigas cruzadas le evocaron una triple torre Eiffel caída sobre el Outaouais.


La crepería bretona del centro procuraba recordar la tierra natal de los antepasados del propietario, con redes, boyas y pescado seco. Y tridente. Adamsberg quedó petrificado ante la herramienta que le desafiaba, con sus púas, desde la pared de enfrente. Tridente marino, arpón de Neptuno, con sus tres finas púas terminadas en garfios. Muy distinto de su tridente personal, que era una herramienta de labrador, gruesa y pesada, un tridente de tierra, si así puede decirse. Como se habla de lombriz de tierra o de sapo de tierra, incluso. Pero estaban lejos esos feroces tridentes y esos sapos explosivos, abandonados en las brumas del otro lado del Atlántico.

El camarero le sirvió una crepe enorme, sin dejar de hablarle de la vida.

Abandonados al otro lado del Atlántico, los tridentes, los sapos, los jueces, las catedrales y los desvanes de Barba Azul.

Abandonados pero aguardándole, esperando su regreso. Todos aquellos rostros y aquellas heridas, todos aquellos temores unidos a sus pasos por el hilo inagotable de la memoria. Por lo que respecta a Camille, aparecía aquí mismo, en pleno corazón de una ciudad perdida del inmenso Canadá. La idea de esos cinco conciertos que iban a darse a doscientos kilómetros de la GRC le turbaba, como si corriera el riesgo de poder escuchar el son de la viola desde el balcón de su habitación. Sólo deseaba que Danglard no lo supiera. El capitán sería capaz de correr hasta Montreal, arrastrándose, y de mirarlo refunfuñando durante todo el día siguiente.

Pidió un café y un vaso de vino como postre y, sin levantar la mirada de la carta, se dio cuenta de que alguien se había sentado a su mesa sin anunciarse. Era la muchacha de la piedra Champlain, que llamó de nuevo al camarero para encargar un segundo café.

– ¿Has tenido un buen día? -le preguntó sonriendo.

La muchacha encendió un cigarrillo y le miró con franqueza.

Mierda, se dijo Adamsberg, y se preguntó por qué. En otro momento, habría aprovechado al vuelo la ocasión. Pero no sentía deseo alguno de llevársela a la cama, quizá porque los tormentos de la semana pasada estaban actuando aún o, tal vez, porque intentaba desmentir las suposiciones del superintendente.

– Te molesto -afirmó ella-. Estás cansado. Los bueyes te han deslomado.

– Eso es -dijo él, y advirtió que había olvidado su nombre.

– Tu chaqueta está mojada -dijo ella tocándole-. ¿Tiene goteras tu coche? ¿Has venido en bici?

¿Qué quería saber? ¿Todo?

– He venido a pie.

– Nadie va a pie por aquí. ¿No te has fijado?

– Sí. Pero he pasado por el sendero de paso.

– ¿Lo has recorrido entero? ¿Cuánto tiempo has tardado?

– Algo más de una hora.

– Bueno, tienes huevos, como habría dicho mi chorbo.

– ¿Y por qué tengo huevos?

– Porque el sendero, por la noche, es la madriguera de los maricas.

– ¿Y qué? ¿Qué pueden hacerme?

– Y también de los violadores. No estoy segura, es un rumor. Pero cuando Noëlla va, por la noche, nunca pasa de la piedra Champlain. Eso le basta para contemplar el río.

– Al parecer es un afluente.

Noëlla hizo una mueca.

– Cuando es así, tan grande, yo lo llamo río. Me he pasado el día sirviendo a cretinos franceses y estoy reventada. Sirvo en el Caribú, ¿te lo había dicho? No me gustan los franceses cuando gritan en grupo, prefiero a los quebequeses, son más amables. Salvo mi chorbo. ¿Recuerdas que el muy cabrón me ha largado?

La muchacha estaba lanzada de nuevo y Adamsberg no veía cómo librarse de ella.

– Toma, mira su foto. Guapo, ¿no te parece? También tú eres guapo, a tu manera. No muy común, un poco de acá y de allá, y ya no eres joven. Pero me gustan tu nariz y tus ojos. Y me gusta cuando sonríes -dijo rozando sus párpados y sus labios con el dedo-. Y también cuando hablas. Tu voz. ¿Sabes lo de tu voz?

– Hey, Noëlla -intervino el camarero dejando las cuentas sobre la mesa-. ¿Sigues currando en el Caribú?

– Sí, tengo que reunir el dinero del billete, Michel.

– ¿Y todavía estás colada por tu chorbo?

– A veces sí, por la noche. Hay gente a la que le da la llorera por la mañana, y a otra por la noche. Lo mío es la noche.

– Bueno, no lo lamentes. Lo han pescado los cops.

– No jodas -dijo Noëlla incorporándose.

– No digo tonterías. Robaba carros y los revendía con una nueva matrícula, ¿qué te parece?

– No te creo -dijo Noëlla agitando la cabeza-. Trabajaba en informática.

– Eres dura de entendederas, preciosa. Tu chorbo tenía dos caras, era un hipócrita. Enciende la luz, Noëlla. No son bobadas, lo he leído en el periódico.

– No lo sabía.

– En el periódico de Hull, negro sobre blanco. Se empaquetó el buñuelo y los cerdos le engomaron las muñecas. Ya tiene lo suyo y te aseguro que tiene para rato. Era un perro de mierda, tu chorbo. De modo que siéntate encima y luego dale vueltas. Quería decírtelo para que no lo lamentaras. Perdóname, me llaman de aquella mesa.

– No puedo creerlo -dijo Noëlla recogiendo con el dedo el fondo azucarado de su café-. ¿Te molesta que tome una copa contigo? Debo sobreponerme.

– Diez minutos -concedió Adamsberg-. Luego me iré a dormir -insistió.

– Comprendo -dijo Noëlla pidiendo su copa-. Eres un hombre ocupado. ¿Te das cuenta? ¿Mi chorbo?

– «Siéntate encima y luego dale vueltas» -repitió Adamsberg-. ¿Qué te ha aconsejado? ¿Que lo olvides? ¿Que lo borres?

– No. Quiere decir «detente un rato sobre la cosa y piénsalo bien».

– ¿Y lo de «empaquetar el buñuelo»?

– Pillarse un buen pedo. Ya basta, Noëlla no es un diccionario.

– Era sólo para comprender tu historia.

– Pues bien, ya lo ves, es más tonta aún de lo que yo creía. Tengo que ir a distraerme -dijo apurando la copa de un trago-. Te acompaño.

Sorprendido, Adamsberg vaciló en responder.

– Voy en coche y tú a pie -explicó Noëlla con impaciencia-. ¿No pensarás regresar por el sendero?

– Ésa era mi idea.

– Caen chuzos de punta. ¿Te doy miedo? ¿La chica da miedo a un hombretón de cuarenta años? ¿A un puerco?

– Claro que no -dijo Adamsberg sonriendo.

– Bueno. ¿Dónde vives?

– Cerca de la calle Prébost.

– Ya veo, yo estoy a tres manzanas. Ven.

Adamsberg se levantó, sin comprender su reticencia a seguir hasta su coche a una muchacha encantadora.


Noëlla frenó ante su inmueble y Adamsberg le dio las gracias abriendo la portezuela.

– ¿No me das un beso antes de marcharte? No eres muy cortés para ser francés.

– Perdón, soy un montañés, un bruto.

Adamsberg la besó en las mejillas, con el rostro rígido, y Noëlla frunció el ceño, ofendida. Abrió la puerta del edificio y saludó al guardián, siempre al acecho pasadas las once. Después de la ducha, se tendió en la ancha cama. En Canadá, todo es más grande. Salvo los recuerdos, que son más pequeños.

Загрузка...