LII

Josette dormía mal y el apogeo de una pesadilla la despertó a la una de la madrugada: las hojas de papel salían rojas de su impresora, volando por la estancia y cubriendo el suelo. No podía leerse nada, los resultados quedaban ahogados por aquel color invasor.

Se levantó sin hacer ruido, se instaló en la cocina y se preparó un plato de tortas con jarabe de arce. Clémentine se reunió con ella, envuelta en su gruesa bata, como un vigilante nocturno que hiciera su ronda.

– No quería despertarte -se excusó Josette.

– Hay algo que te ronda por la cabeza -afirmó Clémentine.

– No consigo dormir. No es nada, Clémie.

– ¿Te preocupa tu máquina?

– Supongo que sí. En mi sueño sólo salían de ella hojas ilegibles.

– Lo conseguirás, Josette. Confío en ti.

¿Conseguir qué?, se preguntó Josette.

– Tengo la impresión de haber soñado con sangre, Clémie. Todas las hojas estaban rojas.

– ¿Tu máquina perdía tinta?

– No. Sólo aquellas hojas.

– Bueno, entonces no era sangre.

– ¿Ha salido? -preguntó Josette advirtiendo que el sofá estaba vacío.

– Eso parece. Algo ha debido inquietarle, eso no se domina. También él está preocupado. Come bien y luego bebe, eso hace dormir -aconsejó calentando una taza de leche.


Tras haber tapado la caja de tortas, Josette se preguntaba adónde iría a parar. Se puso un chaleco sobre su pijama y se sentó, pensativa, ante el ordenador apagado. El de Michaël estaba a su lado, como un desecho inútil y provocador. Conseguir el verdadero resultado, pensó Josette, el que se le había escapado durante la pesadilla. Las hojas ilegibles le indicaban que se había equivocado al descifrar las letras de Michaël. Un grave error, tachado en rojo.

Evidentemente, concluyó retomando su interpretación de la frase superviviente. Era grotesco imaginar tal profusión de detalles para una entrega de mierda. Recordar el tipo de embarcación, la materia y la ciudad de origen. ¿Por qué no dar también su nombre y su dirección, ya puestos? La excesiva cháchara de Michaël no tenía sentido alguno en el mensaje de un camello. Se había equivocado por completo y su examen estaba corregido en rojo.

Josette retomó con paciencia la sucesión de letras, dam aba ea aou min ort cru mu cha. Intentó diversas frases, diversas combinaciones, sin éxito. Aquel filtro le irritaba. Clémentine se inclinó por encima de su hombro, con la taza.

– ¿Es eso lo que te fastidia? -preguntó.

– Me equivoqué e intento comprender.

– Bueno, Josette mía, ¿quieres que te diga algo?

– Por favor.

– Ese asunto es puro chino. Y el chino sólo lo entienden los chinos, eso cae por su propio peso. ¿Te preparo leche caliente?

– No gracias, Clémie, me concentraré en esto.

Clémentine cerró suavemente la puerta del despacho. No había que molestar a Josette cuando se devanaba los sesos.

Josette prosiguió su trabajo con el único grupo de letras que podía guiar sus pasos, aquel aou, aquella rara combinación de vocales. Yaourt, raout, caoutchouc, un yogur, una buena fiesta y caucho. Clémentine tenía razón, era puro chino.

Josette puso decidida su lápiz sobre la hoja. Claro, era chino. La palabra no era francesa, era china, una lengua extranjera. Y que caía por su propio peso para quien dominara esa lengua. Por su propio peso y en el río, en un río indio. Outaouais, escribió, febril, bajo su bloque de vocales. Esta vez reconoció el satisfecho chasquido del hacker que ha metido la llave correcta en el cerrojo adecuado. Y dam para Adamsberg, no para Amsterdam. Es extraño, pensó Josette, hasta qué punto la proximidad hace invisible la evidencia. Pero ella lo había sabido en su sueño, con las hojas rojas. No era sangre, había asegurado Clémentine. Claro que no. Eran las hojas rojas de Canadá, cayendo en otoño en el camino. Mordiéndose los labios, Josette escribió poco a poco las palabras que manaban por fin de aquella abertura y se colocaban, fácilmente, unas al lado de las otras. Min para camino. Mu cha para muchacha, y no para munición o chalupa.

Diez minutos más tarde, relajada, contemplaba su obra, segura ahora de poder dormir: Adamsbergtrabaja - GatineauOutaouaissenderopaso - cruza - muchacha. Dejó la hoja en sus rodillas.

Así que Adamsberg tenía, en efecto, pisándole los talones a un delator, Michaël Sartonna. Eso nada demostraba en cuanto al crimen, pero al menos era seguro que el joven había acechado sus desplazamientos e informado de sus encuentros en el sendero de paso. Y que transmitía sus informaciones. Josette sujetó la hoja bajo el teclado y se zambulló bajo las mantas. Al menos no había sido un error de hacker sino sólo de descifrado.

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