XLV

En su falsa documentación de poli, Brézillon le había atribuido un nombre que le costaba recordar. Adamsberg volvió a leerlo en voz baja antes de llamar al médico. Sacó su móvil con precaución. Desde que su hacker había «mejorado» su teléfono, brotaban por aquí y por allá seis pedazos de hilo rojo y verde, como un insecto que hubiera desplegado sus patas, y dos pequeñas ruedecitas para cambiar de frecuencia, que formaban unos ojos laterales. Adamsberg lo manipulaba como un misterioso escarabajo. Encontró al doctor Courtin en su casa el sábado por la mañana a las diez.

– Comisario Denis Lamproie -anunció Adamsberg-, Brigada Criminal de París.

Los médicos, acostumbrados a los problemas de autopsias e inhumaciones, reaccionaban tranquilamente ante la llamada de un policía de la Criminal.

– ¿De qué se trata? -preguntó el doctor Courtin con tono indiferente.

– Hace dos años, el 17 de agosto, curó usted a un paciente a veinte kilómetros de Schiltigheim, en una propiedad llamada el Schloss.

– Alto ahí, comisario. No recuerdo a los enfermos a los que visito. A veces hago recorridos de veinte casos al día y es muy raro que vuelva a ver a mis pacientes.

– Pero aquel hombre había sido víctima de siete picaduras de avispa. Tenía una hinchazón alérgica que exigió dos inyecciones. Una a primera hora de la tarde y la otra hacia las ocho.

– Sí, recuerdo el caso pues es raro que las avispas ataquen todas juntas. Me preocupó aquel viejo tipo. Vivía solo, compréndalo. Pero se negaba a que yo volviera a verle, tozudo como una mula. De todos modos, pasé después de mi recorrido. Se vio obligado a abrirme porque respiraba aún con dificultad.

– ¿Podría describírmelo, doctor?

– Es difícil. Veo centenares de rostros. Un tipo viejo, alto, con el pelo blanco y maneras distantes, creo. No puedo decirle mucho más, su rostro estaba deformado por el edema hasta las mejillas.

– Podría traerle unas fotos.

– Honestamente, sería una pérdida de tiempo, comisario. Todo es muy vago, salvo el ataque de las avispas.


A primera hora de la tarde, Adamsberg se dirigía a la estación del Este, llevando los retratos envejecidos del juez. Dirección Estrasburgo, de nuevo. Para ocultar parte de su rostro y su calva, se había puesto el gorro canadiense con orejeras que le había comprado Basile, demasiado cálido para la suavidad oceánica una vez de regreso. Al médico le parecería extraño, sin duda, que se negara a quitárselo. A Courtin no le gustaba esa consulta forzada y Adamsberg sentía que le estaba estropeando el fin de semana.

Los dos hombres se habían instalado en el extremo de una mesa atestada. Courtin era bastante joven, huraño y estaba algo gordo ya. El caso del anciano de las avispas no le interesaba y no hizo ninguna pregunta sobre los motivos de la investigación. Adamsberg puso ante sus ojos los retratos del juez.

– El envejecimiento y el edema son artificiales -explicó para dar cuenta del particular aspecto de los clichés-. ¿Le recuerda algo este hombre?

– Comisario -dijo el médico-, ¿no desea antes ponerse cómodo?

– Sí -dijo Adamsberg, que comenzaba a chorrear bajo su gorro polar-. En verdad, agarré piojos en una celda y me he afeitado la mitad del cráneo.

– Extraña manera de tratarse -advirtió el médico cuando Adamsberg hubo descubierto su cabeza-. ¿Por qué no se la afeitó del todo?

– Se encargó de mí un amigo, un antiguo monje. Eso lo explica.

– Ah, bueno -dijo el médico, perplejo.

Tras una vacilación, el hombre regresó a las fotografías.

– Ésta -dijo tras unos momentos, posando su dedo en un cliché del juez, de su perfil izquierdo-. Éste es el viejo de las avispas.

– Me dijo usted que conservaba sólo un vago recuerdo.

– De él, pero no de su oreja. Los médicos memorizamos las anomalías mejor que los propios rostros. Recuerdo perfectamente su oreja izquierda.

– ¿Qué tenía? -preguntó Adamsberg inclinándose hacia la foto.

– Esta sinuosidad media, aquí. El tipo había sido operado, sin duda, en su infancia, por tener las orejas despegadas. En aquel tiempo, la intervención no siempre tenía éxito. Se produjo una hinchazón de la cicatriz y una deformación del borde externo del pabellón.

Las fotos eran de los tiempos en que el juez estaba todavía en funciones. Llevaba entonces el pelo corto y las orejas descubiertas. Adamsberg sólo había conocido al juez después de jubilado, con el pelo más largo.

– Tuve que apartar el pelo para examinar la magnitud del edema -precisó Courtin-. Así advertí la malformación. En cuanto al resto del rostro, es ese tipo de hombre.

– ¿Está seguro, doctor?

– Seguro de que la oreja izquierda fue operada y de que cicatrizó mal. Seguro de que la derecha no sufrió traumatismo alguno, como en estos clichés. La examiné por curiosidad. Pero sin duda no es el único que tiene, en Francia, la oreja izquierda mal cicatrizada. ¿Me comprende? No obstante, el caso es poco frecuente. Por lo general, las dos orejas reaccionan de un modo similar ante la operación. Es raro que la cicatriz se hinche de un lado y no del otro, como aquí. Digamos que corresponde a lo que observé en el tal Maxime Leclerc. No puedo decirle nada más.

– Por aquel entonces, el hombre debía de tener noventa y siete años. Un vejestorio. ¿Eso correspondía también?

El médico movió la cabeza, incrédulo.

– Imposible. Mi paciente no tenía más de ochenta y cinco años.

– ¿Seguro? -preguntó Adamsberg, sorprendido.

– En este punto, rigurosamente seguro. Si el viejo hubiera tenido noventa y siete años, no le habría dejado solo con siete picaduras de avispa en el cuello. Le habría hospitalizado de inmediato.

– Maxime Leclerc nació en 1904 -insistió Adamsberg-. Hacía más de treinta años que estaba jubilado.

– No -repitió el médico-. Estoy seguro. Ponga quince años menos.

Adamsberg evitó la catedral, por temor a ver aparecer a Nessie, jadeante, en el portal donde estúpidamente se había metido con el dragón, o al pez del lago Pink deslizándose por una alta ventana de la nave.

Se detuvo y se pasó los dedos por los ojos. Hoja tras hoja en las zonas de sombra, había recomendado Clémentine, para encontrar las setas de la verdad. De momento, debía seguir de cerca aquella oreja deformada. En cierto modo tenía forma de seta, en efecto. Debía permanecer atento, procurar que las nubes de plomo de sus pensamientos no llegaran a oscurecer el trazado de su estrecha ruta. Pero la categórica afirmación del médico referente a Maxime Leclerc le desconcertaba. La misma oreja, pero no la misma edad. Sin embargo, el doctor Courtin hablaba de la edad de los hombres y no de la de los fantasmas.

«Rigor, rigor y rigor.» Adamsberg apretó los dedos al recordar al superintendente y subió al tren. En la estación del Este, sabía exactamente a quién llamar para seguir por el camino de aquella oreja.

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