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Pero no era momento para ranas. Apenas hubo llegado, Retancourt le comunicó por teléfono el asesinato de Michaël Sartonna, el joven que se encargaba de la limpieza de la Brigada. Trabajaba de cinco de la tarde a nueve de la noche. Hacía dos días que no le veían, fueron a informarse a su domicilio. Asesinado de dos balas en la espalda, con silenciador, la noche del lunes al martes.

– ¿Un arreglo de cuentas, teniente? Me parecía que Michael trapicheaba.

– Es posible, pero no era rico. A excepción de una buena suma abonada en su cuenta el 13 de octubre, cuatro días después de la noticia en Les Nouvelles d'Alsace. Y, en su casa, un flamante ordenador portátil nuevo. Le recuerdo que Michael pidió de pronto unas vacaciones de quince días, coincidiendo con las fechas de la misión de Quebec.

– ¿El topo, Retancourt? Dijimos que no había ya topo.

– Pues volvemos a ello. Pudieron entrar en contacto con Michaël tras el asunto de Schiltigheim, para que informara y nos siguiera a Quebec. Para entrar en su casa, también.

– ¿Y matar en el sendero?

– ¿Por qué no?

– No lo creo, Retancourt. Admitiendo que yo tuviese compañía, el juez no habría dejado una venganza tan refinada en manos de un cualquiera. Y tampoco un tridente, fuera cual fuese.

– Danglard tampoco lo cree.

– Por lo que a la pistola se refiere, la cosa no va con el juez.

– Ya le he dicho mi opinión. La pistola es buena para los daños colaterales, los asesinatos paralelos. Con Michael no se necesita el tridente. Supongo que el joven juzgó mal a su jefe, que se mostró demasiado exigente e intentó un chantaje. O que, simplemente, el juez lo habrá evacuado.

– Si se trata de él.

– Han examinado su ordenador. El disco duro está vacío o, más bien, limpiado. Los tíos del laboratorio se lo llevarán mañana para rascarlo un poco.

– ¿Qué ha sido de su perro? -preguntó Adamsberg, sorprendido al preocuparse por la suerte del gran compañero de Michaël.

– Se lo han cargado.

– Retancourt, puesto que se empeña en darme un chaleco, mándeme con él ese portátil. Tengo por aquí a un hacker estupendo.

– ¿Y cómo quiere usted que me haga con el trasto? Ya no es comisario.

– Lo recuerdo -dijo Adamsberg, como si oyera gruñir la voz de Clémentine-. Pídaselo a Danglard, convénzalo, usted sabe hacerlo. Desde la exhumación, Brézillon se está poniendo de mi lado, y él lo sabe.

– Haré lo que pueda. Pero ahora le obedecemos a él.

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