IX

Por el camino, Danglard rumiaba sus descubrimientos. Un hermano, un crimen y un suicidio. Un casi gemelo acusado de asesinato, marginado y muerto, un drama tan pesado que Adamsberg nunca había hablado de él. Y, en tales condiciones, ¿qué crédito conceder a la acusación, nacida de la mera silueta del juez por el camino y de un tridente en el granero? Si hubiera sido Adamsberg, también él habría buscado, desesperadamente, un culpable para ponerlo en el lugar de su hermano. Designando instintivamente al enemigo del pueblo.

«Quería a mi hermano más que a mí mismo.» Le parecía que Adamsberg seguía, en cierto modo, sujetando solo la mano de Raphaël contra todos, desde la noche del asesinato. Apartándose así, desde hacía treinta años, del universo de los demás, adonde no podía ir sin arriesgarse a soltar aquella mano, sin abandonar a su hermano a la culpa y la muerte. En este caso, sólo la inocencia póstuma de Raphaël y su regreso al mundo podrían liberar los dedos de Adamsberg. O tal vez, se dijo Danglard asiendo su cartera, el reconocimiento del crimen de su hermano. Si Raphaël había matado, tendría que admitirlo algún día. Adamsberg no podía pasarse la vida dando forma a un error con los rasgos de un terrorífico vejestorio. Si el contenido de las carpetas se inclinaba en esa dirección, se vería obligado a frenar al comisario y a abrirle a la fuerza los ojos, por muy brutal y dolorosa que fuera la empresa.


Después de cenar, ya con los niños en sus habitaciones, se sentó a su mesa, preocupado, con tres cervezas y ocho carpetas. Todos se habían acostado demasiado tarde. Había tenido la infeliz idea de contarles en la cena la historia del sapo que fumaba, paf, paf, paf, y explotaba, y las preguntas habían sido continuas. ¿Por qué estallaba el sapo? ¿Por qué fumaba el sapo? ¿Qué tamaño de melón alcanzaba? ¿Subían hasta muy arriba las entrañas? ¿Pasaba lo mismo con las serpientes? Danglard había acabado prohibiéndoles cualquier forma de experimento, que metieran cigarrillos en las fauces de cualquier serpiente, sapo o salamandra, o en las de un lagarto, un lucio o cualquier jodido animalejo.

Pero al fin, pasadas las once, las cinco carteras estaban cerradas, los platos lavados y las luces apagadas.


Danglard abrió las carpetas por orden cronológico, memorizando los nombres de las víctimas, los lugares, las horas, la identidad de los culpables. Ocho asesinatos, cometidos todos, advirtió, en años impares. Pero bueno, un año impar sólo significa, a fin de cuentas, uno de cada dos, lo que ni siquiera es indicio de una coincidencia. Sólo la obstinada convicción del comisario había vinculado entre sí aquellos casos dispares y nada, de momento, demostraba que un solo hombre fuera su causa. Ocho asesinatos, en regiones distintas, Loira-Atlántico, Turena, Dordoña, Pirineos. Sin embargo, era imaginable que el juez se hubiera trasladado a menudo para evitar sospechas. Pero las víctimas eran también muy diferentes, en edad, en sexo y en apariencia: jóvenes y ancianos, adultos, hombres y mujeres, gordos y delgados, morenos y rubios, lo que no se adaptaba a la estrecha obsesión de un asesino en serie. También las armas eran distintas: punzones, cuchillos de cocina, navajas, cuchillos de caza, destornilladores afilados.

Danglard sacudió la cabeza, bastante desalentado. Esperaba poder comprender a Adamsberg pero el conjunto de aquellas disparidades constituía un serio obstáculo.

Cierto era, sin embargo, que las heridas presentaban algunos puntos concordantes: siempre tres perforaciones profundas, infligidas en el busto, bajo las costillas o en el vientre, precedidas de una contusión en el cráneo para aturdir a la víctima. Sin embargo, en todos los crímenes cometidos en Francia desde hacía medio siglo, ¿qué probabilidades había de encontrar tres heridas en el vientre? Muchas. El abdomen ofrece un amplio blanco, fácil y vulnerable. En cuanto a las tres heridas, ¿no eran una especie de evidencia? ¿Tres heridas para asegurarse de la muerte de la víctima? Estadísticamente, la cifra era frecuente. Eso nada tenía que ver con una marca, con una firma particular. Sólo tres heridas, algo bastante común, en cierto modo.


Danglard abrió una segunda cerveza y se concentró en las heridas. Tenía que hacer bien su curro, llegar a alguna conclusión, en un sentido u otro. Aquellos tres golpes, indiscutiblemente, formaban una línea recta, o casi. Y era cierto que eran ínfimas, golpeando tres veces, las posibilidades de alinear perfectamente las heridas, lo que en efecto hacía pensar en un tridente. Así como la profundidad de las perforaciones, que la potencia de un instrumento con mango hacía posible, mientras que es raro que un cuchillo penetre tres veces hasta las cachas. Pero los detalles de los informes destruían esta esperanza. Pues las hojas utilizadas diferían en anchura y profundidad. Además, el espacio entre las perforaciones variaba de un caso a otro, al igual que su alineación. No mucho, a veces un tercio de centímetro, o un cuarto, pudiendo una de las heridas hallarse algo desviada hacia un lado o hacia arriba. Y estas divergencias excluían el uso de una sola arma. Tres golpes muy semejantes, pero no lo bastante para suponer un solo instrumento y una sola mano.

Todos los casos habían quedado cerrados, además, los culpables habían sido detenidos, a veces incluso con confesión. Pero, a excepción de otro adolescente, tan maleable y aterrado como Raphaël, se trataba de infelices, borrachos errantes o semivagabundos, que presentaban todos, al ser arrestados, un nivel de alcoholemia espectacular. No era muy difícil conseguir que aquellos hombres derrotados, con tan poca voluntad, confesaran.


Danglard apartó el gran gato blanco que se había acomodado sobre sus pies. Daba calor y pesaba. No le había cambiado el nombre desde que, hacía un año, Camille se lo había dejado para marcharse a Lisboa. Por aquel entonces era una bolita blanca de ojos azules a la que llamó, por lo tanto, la Bola. Era cariñosa desde cachorro, no sabía arañar ni los sillones ni las paredes. Danglard no podía mirarla sin pensar en Camille, que tampoco sabía defenderse. Levantó al gato agarrándolo por el vientre, tomó el extremo de una de sus patas y rascó con una uña el cojín. Pero las garras no salieron. La Bola era un caso. La dejó sobre la mesa y, luego, finalmente, la puso de nuevo en sus pies. Si estás bien aquí, quédate aquí.


Ninguno de los culpables detenidos, escribió Danglard, recordaba el asesinato, lo que era una sorprendente repetición de amnesia. En su vida de policía, había conocido dos casos de pérdida de memoria tras un asesinato, por negarse a revivir el espanto, por negación del acto. Pero aquel tipo de amnesia psicológica no podía explicar esas ocho coincidencias. El alcohol, en cambio, sí. Cuando bebía mucho, de más joven, sucedía a veces que se despertaba en blanco, le faltaban fragmentos que sus compañeros de borrachera le devolvían al día siguiente. Había empezado a frenar tras saber que toda la concurrencia le había aplaudido, en Aviñón, desnudo sobre una mesa y recitando a Virgilio, en latín. En aquel tiempo tenía ya barriga y, al pensarlo, se estremecía ante el espectáculo ofrecido. Muy alegre según sus amigos, encantador según sus amigas. Sí, conocía la amnesia alcohólica, esa bestia, blanca, pero su irrupción nunca era previsible. A veces, incluso borracho como una cuba, lo recordaba todo, y otras no.

Adamsberg dio dos ligeros golpes a la puerta. Danglard se puso la Bola bajo el brazo y fue a abrir. El comisario le lanzó una rápida ojeada.

– ¿Va bien? -preguntó.

– Tirando -respondió Danglard.

Tema cerrado, mensaje recibido. Ambos se acodaron a la mesa y Danglard volvió a colocar el animal en sus pies, antes de exponer las dudas que le planteaban aquellos crímenes en serie reales o imaginarios. Adamsberg le escuchaba, con el brazo izquierdo apretado contra su pecho y la mano derecha aplastando su mejilla.

– Ya sé -interrumpió-. ¿Cree usted que no he tenido tiempo bastante para analizar y comparar todas las medidas de estas heridas? Me las sé de memoria. Lo sé todo sobre sus divergencias, sus profundidades, sus formas, sus separaciones. Pero métase en la cabeza que el juez Fulgence no tiene nada, absolutamente nada, de hombre ordinario. No habría sido tan bobo como para matar siempre con la misma arma. No, Danglard, el juez es un hombre poderoso. Pero asesina con su tridente. Es su emblema y el cetro de su poder.

– Aclárese -objetó Danglard-. ¿Una sola arma o varias? Las heridas divergen.

– Da igual. Lo que tienen de interesante esas diferencias de separación es que son pequeñas, Danglard, muy pequeñas. Los espacios entre las perforaciones, laterales o de adelante hacia atrás, difieren, pero poco. Repáselo, Danglard. Sean cuales sean las variaciones, la longitud total de la línea de las tres heridas nunca supera los 16,9 cm. Así fue en el asesinato de Lise Autan, en el que doy por sentado que el juez utilizó su tridente: 16,9 cm, con un espacio de 4,7 cm entre la primera perforación y la segunda, y de 5 cm entre la segunda y la tercera. Fíjese en las demás víctimas, la n.° 4, Julien Soubise, muerto a cuchilladas: 5,4 cm y 4,8 cm de separación, en una longitud de línea total de 10,8 cm. La n.° 8, Jeanne Lessard, con un punzón: 4,5 cm y 4,8 cm, longitud total 16,2 cm. Las líneas más largas se obtienen con punzones o destornilladores, las más cortas con cuchillo, dada la delgadez de la hoja. Pero la línea nunca supera los 16,9 cm. ¿Cómo se lo explica, Danglard? Ocho asesinos distintos, que propinan tres golpes cada uno, que nunca superan una línea de 16,9 cm. ¿Desde cuándo existe un límite matemático cuando se hiere en el vientre?

Danglard frunció el ceño, silencioso.

– Por lo que se refiere a la otra variación de los impactos -prosiguió Adamsberg-, la de adelante hacia atrás, es más reducida aún: no más de 4 mm de diferencia cuando se trata de un cuchillo, y menos aún cuando es un punzón. Anchura máxima de la línea de impacto: 0,9 cm. No más, nunca más. Era el grosor de las perforaciones en el cuerpo de Lise. ¿Cómo se explica esos límites de magnitud? ¿Por una regla? ¿Por un código de los asesinos? ¿Todos borrachos además, con la mano temblorosa? ¿Todos amnésicos? ¿Todos hechos polvo? ¿Y ni uno solo se atrevió a golpear más allá de 16,9 cm de largo y 0,9 de ancho? ¿Qué milagro es ése, Danglard?


Danglard reflexionaba con rapidez y aceptaba lo acertado de los argumentos del comisario. Pero no lograba discernir cómo esas disparidades en las heridas podían corresponder a una sola arma.

– ¿Visualiza usted un tridente, en forma de rastrillo? -preguntó Adamsberg haciendo un rápido croquis-. He aquí el mango, y ésta es la barra transversal reforzada y, aquí, las tres puntas. El mango y la barra son fijas, pero las puntas cambian. ¿Comprende usted, Danglard? ¡Las puntas cambian! Aunque, claro está, dentro de los límites de la barra transversal, es decir, 16,9 cm de largo por 0,9 cm de ancho, en la herramienta que nos ocupa.

– ¿Quiere usted decir que el hombre desuelda cada vez las tres púas y vuelve a soldar, provisionalmente, en la barra transversal otras hojas, cambiables?

– Ya lo tiene, capitán. No puede cambiar de herramienta. Está neuróticamente unido a ella y esa fidelidad es la prueba de su patología. La herramienta debe ser la misma y eso es, para él, una condición absoluta. El mango y la barra transversal son el alma, el espíritu. Pero, por seguridad, el juez cambia cada vez las puntas, colocando hojas de cuchillo, punzones, navajas.

– Soldar no es tan sencillo.

– Sí, Danglard, resulta bastante fácil. Y aunque la soldadura no sea muy sólida, no olvide que la herramienta sólo se usa una vez. Para penetrar verticalmente y no para labrar.

– Lo que obliga al asesino, según su teoría, a procurarse para cada crimen cuatro cuchillos o cuatro punzones similares: tres para utilizar sus puntas y soldarlas en el tridente, y uno para ponerlo en la mano del chivo expiatorio.

– Exactamente, y no es una tarea muy compleja. Precisamente por eso el arma del crimen es siempre corriente y, sobre todo, nueva. Una herramienta nueva en manos de un vagabundo, ¿le parece eso lógico?

Danglard se pasó la mano por la barbilla.

– No actuó de este modo con la joven Lise -dijo-. Mató con su tridente y, luego, hundió el punzón en cada una de las heridas.

– Eso hizo también con el n.° 4, el del otro adolescente inculpado, también en un pueblo. Sin duda el juez pensó que una investigación sobre el origen de un arma nueva en posesión de un chico muy joven conduciría a un callejón sin salida y haría que se descubriera el engaño. Prefirió elegir un punzón viejo, más largo que las puntas de su tridente, y deformar así los impactos.

– Se sostiene -reconoció Danglard.

– Se sostiene tanto como las piezas de un trabajo de marquetería. El mismo hombre, la misma herramienta. Porque lo he comprobado, Danglard. Cuando el juez se trasladó, registré la mansión de punta a cabo. Las herramientas se habían quedado en el granero, pero no el tridente. Se había llevado el precioso instrumento.

– Si los vínculos son tan claros, ¿cómo no se ha descubierto antes la verdad? Durante los catorce años que lleva usted detrás de él.

– Por otras razones, Danglard. Primero, y perdóneme, porque todos razonaron como usted y se limitaron a eso: diversidad de armas y heridas, no hay por lo tanto asesino único. Luego, aislamiento geográfico de los investigadores, falta de contactos interregionales, ya conoce usted el problema. Finalmente porque, cada vez, se les ofreció un culpable ideal con la prueba en la mano. No desdeñe tampoco el poder del juez, que lo hacía, por así decirlo, intocable.

– Sí, pero usted, cuando tuvo indicios para una acusación, ¿por qué no hizo que le escucharan?

Adamsberg esbozó una rápida y triste sonrisa.

– Por falta total de credibilidad. Todos los magistrados se enteraban en seguida de mi implicación personal en el asunto y consideraba mi acusación subjetiva y obsesiva. Todos estaban convencidos de que yo habría hecho cualquier locura para que se reconociese la inocencia de Raphaël. ¿Usted no, Danglard? Y mi hipótesis se enfrentaba con un juez poderoso. Nunca me dejaron ir muy lejos. «Admita de una vez por todas, Adamsberg, que su hermano mató a la muchacha. Su desaparición lo prueba.» Luego, una amenaza de proceso por difamación.

– Un bloqueo -resumió Danglard.

– ¿Está usted convencido, capitán? ¿Comprende que el juez había matado ya cinco veces antes de emprenderla con Lise, y que luego lo hizo dos veces más? Ocho asesinatos a lo largo de un período de treinta y cuatro años. Es algo más que un asesino en serie, es el trabajo frío y meticuloso de toda una vida, dosificado, programado, repartido. Descubrí los cinco primeros crímenes buscando en archivos, y puede que haya más. En los dos siguientes, yo seguía las huellas del juez y leía todas las páginas de actualidad. Fulgence sabía que yo no había abandonado y le forzaba a una huida sin fin. Pero se escurría por entre mis dedos. Y, ya lo ve Danglard, aún no ha terminado. Fulgence sale de su tumba: acaba de matar por novena vez en Schiltigheim. Es su mano, lo sé. Tres heridas alineadas. Debo ir allí para comprobar las medidas, pero ya lo verá usted, Danglard, cómo la línea de los impactos no superará los 16,9 cm. El punzón era nuevo. El detenido es un vagabundo, alcohólico y que sufre amnesia. Todo concuerda.

– De todos modos -dijo Danglard con una mueca-, si añadimos Schiltigheim, estamos ante una secuencia de asesinatos que dura cincuenta y cuatro años. Algo nunca visto en los anales del crimen.

– Tampoco el Tridente se ha visto nunca. Un monstruo de excepción. No sé cómo hacer que usted lo entienda. No le conoció.

– Aun así -repitió Danglard-. Lo dejó en 1983, ¿y vuelve a empezar veinte años más tarde? Eso no tiene sentido.

– ¿Quién le dice que no haya matado entretanto?

– Usted. No ha dejado de interesarse por las noticias de actualidad. Y, sin embargo, nada durante veinte años.

– Sencillamente porque abandoné la búsqueda en 1987. Le he dicho que le había perseguido durante catorce años, no treinta.

Danglard levantó la cabeza, sorprendido.

– ¿Y por qué? ¿Cansancio? ¿Presiones?

Adamsberg se levantó y dio unos pasos por la habitación, con la cabeza inclinada hacia su brazo doblado. Regresó luego a la mesa, se apoyó en ella con la mano diestra y se inclinó hacia su adjunto.

– Porque, en 1987, murió.

– ¿Cómo?

– Que murió. El juez Fulgence murió hace dieciséis años, de muerte natural, en Richelieu, en su última morada, el 19 de noviembre de 1987. Crisis cardíaca certificada por el médico.

– Dios mío, ¿está usted seguro?

– Evidentemente. Lo supe enseguida y fui a su entierro. Salieron artículos en todos los periódicos. Vi cómo su ataúd bajaba a la fosa y vi la tierra cubriendo al monstruo. Y fue para mí un día negro, perdí la esperanza de poder demostrar la inocencia de mi hermano. El juez escapaba para siempre.

Se hizo un largo silencio que Danglard no sabía cómo romper. Alisaba mecánicamente los expedientes con la palma de la mano, atónito.

– Vamos, Danglard, hable. Láncese. Atrévase.

– Schiltigheim -murmuró Danglard.

– Eso es. Schiltigheim. El juez regresa de los infiernos y yo vuelvo a tener una oportunidad. ¿Comprende? ¡Mi oportunidad! Y esta vez no la dejaré pasar.

– Si le entiendo bien -dijo Danglard, vacilando-, tendría un discípulo, un hijo, un imitador.

– Nada de eso. Y no hay mujer ni hijos. El juez es un depredador solitario. Schiltigheim es obra suya y no de un imitador.

La inquietud arrebató las palabras de la boca del capitán. Osciló y optó por la benevolencia.

– Este último crimen le ha trastornado. Es una terrible coincidencia.

– No, Danglard, no.

– Comisario -expuso pausadamente Danglard-, el juez lleva dieciséis años muerto. Es huesos y polvo.

– ¿Y qué? ¿Qué puede importarme eso? Lo que me importa es la muchacha de Schiltigheim.

– Maldita sea -se enojó Danglard-, ¿en qué cree usted? ¿En la resurrección?

– Creo en los actos. Ha sido él, y eso me concede otra oportunidad. Por lo demás, tuve algunos signos.

– ¿Cómo que «signos»?

– Signos, señales de alerta. La camarera del bar, el cartel, las chinchetas.

Danglard se levantó a su vez, asustado.

– Dios mío, ¿«signos»? ¿Se está usted volviendo místico? ¿Qué está persiguiendo, comisario? ¿Un espectro? ¿Un fantasma? ¿Un muerto viviente? ¿Y dónde se encuentra? ¿En su cráneo?

– Persigo al Tridente. Que se alojaba no lejos de Schiltigheim hace muy poco tiempo.

– ¡Está muerto! ¡Muerto! -gritó Danglard.

Ante la inquieta mirada del capitán, Adamsberg comenzó a colocar con una sola mano los expedientes en su cartera, uno a uno, con cuidado.

– ¿Y qué le importa la muerte al diablo, Danglard?

Luego tomó su chaqueta y, tras un gesto del brazo válido, partió.

Danglard se dejó caer en su silla, desolado, llevándose a los labios la botella de cerveza. Perdido. Adamsberg estaba perdido, arrastrado por una espiral de locura. Chinchetas, la camarera de un bar, un cartel y un muerto viviente. Mucho más extraviado de lo que había temido. Jodido, perdido, arrastrado por un mal viento.


Tras unas pocas horas de sueño, llegó con retraso a la Brigada. Una nota le esperaba en su mesa. Adamsberg había tomado el tren de la mañana hacia Estrasburgo. Volvería al día siguiente. Danglard se acordó del comandante Trabelmann y rogó por que fuera indulgente.

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