X

A lo lejos, en el vestíbulo de la estación de Estrasburgo, el comandante Trabelmann parecía un pequeño bruto de constitución sólida. Haciendo abstracción de su aspecto militar, Adamsberg concentró su examen en la redondez central del rostro del comandante y descubrió en ella algo firme y alegre. Una débil posibilidad de que tomase en consideración el improbable expediente que aportaba. Trabelmann le estrechó la mano riendo con brevedad, sin razón alguna. Hablaba claro y fuerte.

– ¿Herida de guerra? -le preguntó señalando su brazo en cabestrillo.

– Un arresto algo tumultuoso -confirmó Adamsberg.

– ¿Cuántas van con ésta?

– ¿Detenciones?

– Cicatrices.

– Cuatro.

– Pues yo siete. No ha nacido aún el compañero que me venza a costurones -concluyó Trabelmann riéndose de nuevo-. ¿Ha traído usted su recuerdo de infancia, comisario?

Adamsberg señaló su cartera con una sonrisa.

– Aquí está. Pero no estoy seguro de que le guste.

– Escuchar no cuesta nada -respondió el comandante abriendo su coche-. Siempre me han encantado los cuentos.

– ¿Incluso los que matan?

– ¿Conoce usted otros? -preguntó Trabelmann arrancando-. El caníbal de Caperucita Roja, el infanticida de Blancanieves, el ogro de Pulgarcito.

Frenó ante un semáforo en rojo y soltó una nueva risita.

– Crímenes, crímenes por todas partes -prosiguió-. Y Barba Azul, un apuesto asesino en serie, ese tipo. Lo que me gustaba en Barba Azul era aquella jodida mancha de sangre en la llave, que nunca desaparecía. Frotaban, la limpiaban y volvía, como la mancha de la culpa. Pienso en ello a menudo cuando un criminal se me escapa. Me digo, ya puedes correr, tú, muchachito, pero la mancha regresará, y te cogeré. Así de fácil. ¿No lo cree?

– La historia que traigo se parece un poco a la de Barba Azul. Hay tres manchas de sangre que se limpian y reaparecen siempre. Aunque sólo para quien quiere verlas, como en los cuentos.

– Debo pasar por Reichstett para recoger a uno de mis brigadieres, hay un buen trecho. ¿Y si comenzara usted, ahora, su historia? ¿Había una vez un hombre…?

– Que vivía solo en una mansión, con dos perros -encadenó Adamsberg.

– Buen comienzo, comisario, me gusta mucho -dijo Trabelmann con una cuarta carcajada.


Mientras estacionaba en el pequeño aparcamiento de Reichstett, el comandante se había puesto serio.

– Hay un montón de cosas convincentes en su historia. No lo discuto. Pero si fue su hombre el que mató a la joven Wind -y fíjese en que digo «si»-, lleva medio siglo dale que dale con su tridente transformable. ¿Se da usted cuenta? ¿A qué edad comenzó sus andanzas su Barba Azul? ¿En la escuela primaria?

Un estilo distinto al de Danglard, pero la misma ironía, era natural.

– No, no exactamente.

– Vamos, comisario: ¿fecha de nacimiento?

– No la sé -eludió Adamsberg-, no sé nada de su familia.

– De todos modos, sería un muchacho muy joven, ¿no? Y ahora tendrá como mínimo entre setenta y ochenta tacos, ¿verdad?

– Sí.

– No voy a decirle la fuerza que se necesita para neutralizar a un adulto y propinarle varios golpes mortales con un punzón.

– El tridente multiplica la potencia del golpe.

– Pero luego el asesino arrastró a la víctima y su bici hasta el campo a unos diez metros de la carretera, con una cuneta de drenaje que atravesar y un talud que superar. Sabe usted muy bien cuánto cuesta arrastrar un cuerpo inerte, ¿no es cierto? Elisabeth Wind pesaba sesenta y dos kilos.

– La última vez que vi a ese hombre, ya no era joven pero de él emanaba todavía una gran fuerza. Realmente, Trabelmann. Con más de un metro ochenta y cinco, daba la impresión de tener un gran vigor y energía.

– La «impresión», comisario -dijo Trabelmann abriendo la puerta trasera a su brigadier, al que dirigió un breve saludo militar-. ¿Y cuánto hace de eso?

– Veinte años.

– Me hace usted reír, Adamsberg, al menos me hace reír. ¿Puedo llamarle Adamsberg?

– Se lo ruego.

– Vamos a largarnos directamente a Schiltigheim rodeando Estrasburgo. Que se fastidie la catedral. Supongo que a usted le importa un comino.

– Hoy, sí.

– A mí siempre. Sencillamente, los chismes viejos no me dicen nada. La he visto cien veces, claro está, pero no me gusta.

– ¿Qué le gusta a usted, Trabelmann?

– Mi mujer, mis chiquillos, mi curro.

Un tipo sencillo.

– Y los cuentos. Adoro los cuentos.

No tan sencillo, rectificó Adamsberg.

– Y sin embargo, los cuentos son chismes viejos -dijo.

– Sí, mucho más viejos que su tipo. Continúe de todos modos.

– ¿Podríamos pasar primero por el depósito?

– Para tomar sus medidas, supongo. Nada que objetar.


Adamsberg estaba terminando su relato cuando cruzaron las puertas del Instituto Anatómico Forense. Cuando olvidaba ponerse derecho, como entonces, el comandante no era más alto que él.

– ¿Cómo? -gritó Trabelmann deteniéndose en mitad del vestíbulo-. ¿El juez Fulgence? ¿Está usted como una cabra, comisario?

– ¿Y qué? -preguntó tranquilamente Adamsberg-. ¿Le molesta a usted eso?

– Pero carajo, ¿sabe usted quién es el juez Fulgence? ¡Eso ya no es un cuento! Es como si me dijera usted que el que escupe fuego es el príncipe Encantador y no el Dragón.

– Apuesto como un príncipe, sí, pero eso no le impide escupir fuego.

– ¿Se da usted cuenta, Adamsberg? Hay un libro sobre los procesos de Fulgence. Y no todos los magistrados del país merecen figurar en un libro, ¿verdad? Era un tipo eminente, un hombre justo.

– ¿Justo? No le gustaban las mujeres ni los niños. No era como usted, Trabelmann.

– No estoy comparando. Era una gran figura, respetada por todo el mundo.

– Temido, Trabelmann. Tenía la mano cortante y pesada.

– Hay que hacer justicia.

– Y larga. Desde Nantes, podía hacer temblar el tribunal de Carcasona.

– Porque tenía autoridad, y acierto en sus puntos de vista. Me hace usted reír, Adamsberg, al menos me hace reír.

Un hombre de blanco corrió hacia ellos.

– Un respeto, señores.

– Hola, Ménard -interrumpió Trabelmann.

– Perdón, comandante, no le había reconocido.

– Le presento a un colega de París, el comisario Adamsberg.

– Le conozco de nombre -dijo Ménard estrechándole la mano.

– Es un tipo divertido -precisó Trabelmann-. Ménard, llévenos al cajón de Elisabeth Wind.


Ménard levantó la sábana mortuoria, aplicadamente, y descubrió a la joven muerta. Adamsberg la observó sin moverse durante unos instantes, luego fue inclinando poco a poco la cabeza para examinar las equimosis en la nuca. Concentró después su atención en las perforaciones del vientre.

– Que yo recuerde -dijo Trabelmann-, la cosa tiene unos veinte o veintidós centímetros de largo.

Adamsberg movió la cabeza, dubitativo, y sacó un metro de su cartera.

– Ayúdeme, Trabelmann. Sólo tengo una mano.

El comandante desenrolló el metro sobre el cuerpo. Adamsberg colocó con precisión el extremo en el borde externo de la primera herida y lo extendió hasta el límite externo de la tercera.

– 16,7 cm, Trabelmann. Nunca más, se lo había dicho.

– Pura casualidad.

Sin responder, Adamsberg puso una regla de madera como señal y midió la altura máxima de la línea de las heridas.

– 0,8 cm -anunció enrollando de nuevo su metro.

Trabelmann hizo un simple movimiento de cabeza, algo turbado.

– Supongo que en el puesto podrá proporcionarme usted la profundidad de los impactos -dijo Adamsberg.

– Sí, con el punzón y el hombre que lo tenía. Y con sus huellas.

– ¿Aceptará, de todos modos, hojear mis expedientes?

– No soy menos profesional que usted, comisario. No desdeño ninguna pista.

Trabelmann soltó una corta carcajada, sin que Adamsberg entendiera por qué se reía.


En el puesto de Schiltigheim, Adamsberg puso su pila de expedientes sobre la mesa del comandante, mientras un brigadier le entregaba el punzón en una bolsa de plástico. El instrumento era de factura común y completamente nuevo, si no fuera por la sangre seca que lo manchaba.

– Si le sigo -dijo Trabelmann instalándose en su mesa-, y digo «si», tendríamos que llevar a cabo una investigación sobre la compra de cuatro punzones y no de uno solo.

– Sí, y perdería el tiempo. Nuestro hombre -Adamsberg no se atrevía ya a nombrar a Fulgence- no comete el error de comprar cuatro punzones de golpe para llamar la atención, como si fuera un aficionado. Por esta razón elige modelos muy corrientes. Los adquiere en varias tiendas, espaciando las compras.

– Eso es lo que yo haría.

En aquel despacho, la firmeza del comandante ganaba en fuerza y su compulsivo júbilo se agotaba. El estar sentado, se dijo Adamsberg, o el marco oficial, tal vez bloqueara su desahogo.

– Uno de los punzones puede haberlo comprado en Estrasburgo, en septiembre -dijo-, el otro en julio, en Roubaix, y así sucesivamente. Es imposible seguirle la pista de ese modo.

– Pse… -concluyó Trabelmann-. ¿Quiere ver usted al tipo? Le calentamos unas horas más y cantará, Fíjese en que, cuando lo agarramos, llevaba en el cuerpo, por lo menos, el equivalente a una botella y media de whisky.

– De ahí la amnesia.

– Esas amnesias le fascinan, ¿eh? Pues bien, a mí no, comisario. Porque alegando amnesia y enajenación mental, el tipo está seguro de cargar con diez o quince años menos. Y eso cuenta una barbaridad, ¿no es cierto? Todos conocen el truco. De modo que me creo lo de la amnesia tanto como lo de su Príncipe Encantador convertido en dragón. Pero vaya a verlo, Adamsberg, dese cuenta usted mismo.


Bernard Vétilleux, cincuenta tacos, un hombre alto y flaco de rostro hinchado, medio arrellanado en su litera, vio entrar a Adamsberg con indiferencia. Él o cualquier otro, ¿qué podía importarle? Adamsberg le preguntó si aceptaba hablar y el hombre asintió.

– No tengo nada que contar, de todos modos -dijo con voz neutra-. No tengo ya nada ahí dentro, no recuerdo nada.

– Lo sé. Pero ¿y antes, antes de que estuviera en esa carretera?

– Bueno, ni siquiera sé cómo llegué allí. No me gusta andar. Tres kilómetros, a fin de cuentas, es un buen tramo.

– Sí, pero antes -insistió Adamsberg-. Antes de la carretera.

– Lo de antes lo recuerdo muy bien, claro. Eh, muchacho, no he olvidado toda mi vida, ¿eh? Sólo he olvidado esa jodida carretera y todo lo demás.

– Lo sé -repitió Adamsberg-. Pero ¿qué estaba haciendo antes?

– Bueno, empinaba el codo, caramba.

– ¿Dónde?

– Al principio, eché el ancla.

– ¿Dónde?

– En El Tapón, junto a la verdulería. Ya ve que no es que no tenga memoria, ¿eh?

– ¿Y luego?

– Bueno, me echaron a la calle, como de costumbre, no tenía ni un chavo. Estaba ya tan trompa que no tenía ganas de andar mendigando. De modo que busqué un rincón donde dormir. Y es que ahora hace un frío del carajo. Mi rincón de costumbre me lo habían quitado unos tipos, con tres chuchos. Me largué con viento fresco y me metí en el parque, en esa especie de cubo de plástico amarillo para los mocosos. Se está más caliente allí. Parece una casita, con una puerta pequeña. Y por el suelo hay como musgo. Pero cuidado, eh, falso musgo, para que los mocosos no se hagan daño.

– ¿Qué parque?

– Bueno, el parque de las mesas de ping-pong, no lejos de mi rincón. No me gusta andar.

– ¿Y luego? ¿Estaba solo?

– Había otro tipo que buscaba también la casita. Mala suerte, me dije. Pero cambié pronto de opinión porque el tipo llevaba dos litronas en el bolsillo. Qué potra, me dije, sobre todo porque le enseñé enseguida mis cartas. Si quieres la casita, me pasas la priva. Estuvo de acuerdo. Generoso, el compañero.

– ¿Te acuerdas de ese compañero? ¿Cómo era?

– Bueno, no es que no tenga memoria pero había empinado ya bastante el codo, eh, hay que tenerlo en cuenta. Y era noche cerrada. Además, a caballo regalado no le mires el dentado. El tipo no me interesaba, me interesaban sus litronas.

– Pero te acuerdas un poco, claro. Inténtalo, cuéntamelo. Todo lo que recuerdes. Cómo hablaba, cómo era, cómo bebía. ¿Alto, gordo, bajo, joven, viejo?

Vétilleux se rascó la cabeza como para activar sus pensamientos y se incorporó en su litera, levantando hacia Adamsberg sus ojos enrojecidos.

– Eh, aquí no me dan nada.

Adamsberg lo había previsto y se había metido en el bolsillo una botellita de coñac. Lanzó una mirada a Vétilleux, señalando al brigadier de guardia en la celda.

– Pse… -comprendió Vétilleux.

– Luego -dijo Adamsberg, formando mudamente las palabras con los labios.

Vétilleux lo captó a la primera e inclinó la cabeza.

– Estoy convencido de que tienes una memoria excelente -prosiguió Adamsberg-. Cuéntame lo de ese tipo.

– Viejo -afirmó Vétilleux-, aunque joven al mismo tiempo, no puedo decírtelo. Enérgico, vamos. Pero viejo.

– ¿Y su ropa? ¿La recuerdas?

– Iba vestido igual que cualquiera que vaya de noche con dos litronas, vamos. Y que busque un lugar para dormir. Una vieja chaqueta con bufanda, dos gorros hasta los ojos, guantes gruesos, en fin, todo lo necesario para que no se te hielen demasiado los cojones.

– ¿Gafas? ¿Afeitado?

– Gafas no, vi los ojos bajo el gorro. Tampoco barba, aunque no recién afeitado, vamos. No olía.

– ¿Es decir?

– No comparto mi cama con los tipos que huelen, así son las cosas, cada cual con sus manías. Voy a los baños públicos dos veces por semana, no me gusta oler. Tampoco meo en la casita de los mocosos. ¿Sabes?, que empine el codo no significa que no respete a los mocosos. Son amables esos mocosos. Charlan con los zoquetes, como con cualquier otro: «¿Tienes papá? ¿Tienes mamá?». Son amables esos mocosos, lo captan todo, hasta que los mayores les llenan la cabeza de mierda. De modo que no meo en su casita. Me respetan y los respeto.

Adamsberg se volvió hacia el centinela.

– Brigadier -preguntó Adamsberg-, ¿podría traerme un vaso de agua y dos aspirinas? La herida -explicó mostrándole el brazo.

El brigadier inclinó la cabeza y se alejó. Vétilleux había tendido rápidamente la mano y se guardó en el bolsillo la botella de coñac. Menos de cincuenta segundos más tarde, el brigadier regresaba con un vaso. Adamsberg se obligó a tragar los comprimidos.

– Caramba, eso me recuerda algo -dijo Vétilleux mostrando el vaso-. El tipo generoso llevaba un chisme bastante raro, para ser tan generoso. Tenía un vaso como el tuyo. Y él tenía su botella y yo la mía. No bebía a morro, ¿te das cuenta? Algo clasista, un remilgado.

– ¿Estás seguro de eso?

– Seguro. Y me dije: éste es un tío que se la ha pegado. Ya sabes, los hay que se la pegan. Una tía que les deja plantados y, ¡hala!, se agarran a la botella y a resbalar por el tobogán. O su curro se va al carajo y, ya está, se agarran a la botella. Y una mierda. No vas a pegártela porque tu tía o el curro te hayan dado con la puerta en las narices. Hay que resistir, joder. Mientras que a mí, ya ves, no me faltaron huevos. No me la pegué porque ya estaba por los suelos. De modo que allí me quedé. ¿Ves la diferencia?

– Ya lo creo.

– Y no estoy juzgando, ¿eh? Pero de todos modos es distinto. Y es cierto que cuando Josie me plantó, la cosa no me ayudó, lo reconozco. Pero cuidado, yo empinaba el codo antes. Por eso se largó ella. No puedo culparla, no juzgo. Sólo a los peces gordos que ni siquiera me sueltan una moneda. Entonces sí, a veces me he puesto a cagar delante de su puerta, lo reconozco. Pero nunca en la casita de los mocosos.

– ¿Estás seguro de que se la había pegado?

– Pse, muchacho. Y no hacía tanto tiempo desde que había caído. Porque, en este ambiente, no te quedas mucho tiempo haciendo ascos con tu vasito. Digamos que te agarras al cubilete durante tres o cuatro meses y, luego, ¡se acabó!, beberías a morro con cualquier sediento. Como yo. Salvo que yo no empino el codo con los que huelen, pero eso es otra cosa. Sobre lo del olfato yo no juzgo.

– ¿De modo que tú dirías que no hacía más de cuatro meses que estaba en la calle?

– Bueno, no soy un radar. Pero, de todos modos, diría que era reciente. Su chica debió de darle con la puerta en las narices, y se encontró en la calle, ¿yo qué sé?

– ¿Y hablasteis?

– Bueno, no demasiado. Dijimos que la priva estaba buena. Que hacía un tiempo de perros. Cosas así, las cosas de costumbre.

Vétilleux había puesto la mano en su grueso jersey, sobre el bolsillo de la camisa donde había metido la botella.

– ¿Se quedó mucho tiempo?

– Yo no mido el tiempo, ¿sabes?

– Quiero decir: ¿se marchó? ¿Se durmió en la casita?

– No lo recuerdo. Debí de dar una cabezada. O me marché a caminar, no lo sé.

– ¿Y luego?

Vétilleux abrió los brazos y los dejó caer sobre sus piernas.

– Luego, la carretera. Por la mañana, los gendarmes.

– ¿Soñaste? ¿Una imagen? ¿Una sensación?

El hombre frunció el ceño, perplejo, poniendo la mano en su jersey, rascando la lana gastada con sus largas uñas. Adamsberg se volvió de nuevo hacia el brigadier, que desentumecía sus piernas caminando de un lado a otro.

– Brigadier, ¿tendría la amabilidad de traerme mi cartera? Necesito anotar algo.

Vétilleux salió de su languidez y, con una rapidez de reptil, sacó la botella, la descorchó y dio varios tragos. Cuando el brigadier regresó, la había metido de nuevo bajo el jersey. Adamsberg admiró la habilidad y la celeridad. La función crea el órgano. Vétilleux era un tipo inteligente.

– Una cosa -dijo de pronto, con las mejillas más coloreadas-. Soñé que había encontrado un lugar cómodo, muy caliente para echar un sueñecito. Y me cabreaba no poder aprovecharlo.

– ¿Por qué?

– Porque tenía ganas de vomitar.

– ¿Te pasa a menudo lo de las ganas de vomitar?

– Nunca.

– ¿Y lo de soñar con un lugar caliente?

– Caramba. Si pasara las noches soñando que tengo calor, eso sería jauja, tío.

– ¿Tienes tú algún punzón?

– No. O, en todo caso, fue el tipo de arriba el que me lo dio. Quiero decir el tipo de arriba que se la había pegado, y ahora estaba abajo. O tal vez lo mangué. ¿Qué sé yo? Lo que dicen es que maté a una pobre chica con ese chisme. Tal vez se cayó en la carretera, tal vez la tomé por un oso. ¿Qué sé yo?

– ¿Crees tú eso?

– De todos modos, hay huellas. Y yo estaba justo a su lado.

– ¿Y por qué ibas a arrastrar a un enorme oso y su bicicleta hasta los campos?

– Vete tú a saber lo que pasa por la cabeza de un curda, vete a saber. Lo cierto es que lo lamento, porque no me gusta hacer daño. No mato a los animales. ¿Por qué iba a matar a la gente entonces? Lo mismo con los osos. No creo que tenga miedo a los osos. Parece que en Canadá hay a montones. Buscan en las basuras, como yo. Me gustaría verlo, rebuscar en la basura con ellos.

– Vétilleux, si quieres saberlo todo de los osos… -Adamsberg pegó la boca a su oído-. No digas nada, no confieses nada -le murmuró-. Cierra la boca, di sólo la verdad. Lo de tu amnesia. Prométemelo.

– ¡Eh! -interrumpió el brigadier-. Perdón, comisario, pero está prohibido susurrar a los detenidos.

– Le presento excusas, brigadier. Estaba contándole un pequeño chiste verde sobre un oso. El tipo no tiene muchas distracciones.

– Aun así, comisario, no puedo dejar que lo haga.

Adamsberg miró a Vétilleux en silencio. Le hizo una señal que significaba: «¿Entendido?». Y Vétilleux inclinó la cabeza. «¿Prometido?», articuló silenciosamente Adamsberg. Nueva inclinación de cabeza, con la mirada enrojecida pero precisa. Aquel tío le había dado la botellita, era un colega. Adamsberg se levantó y, antes de salir de la celda, puso la mano libre en su hombro, con un apretón que significaba «Te dejo, cuento contigo».


Dirigiéndose de nuevo al despacho, el brigadier preguntó con rapidez a Adamsberg si, con todos los respetos, podía contarle el chiste del oso. Adamsberg se libró gracias a la interrupción de Trabelmann.

– ¿Impresiones? -pidió Trabelmann.

– Charlatán.

– Ah, caramba. Pues no conmigo, en cualquier caso. Es blando como un trapo, el tipo.

– Demasiado blando. No se lo tome a mal, comandante, pero resulta peligroso dejar seco bruscamente a un alcohólico tan empapado como Vétilleux. Podría espicharla en sus manos.

– Lo sé perfectamente, comisario. Tiene derecho a un trago con cada comida.

– Pues bien, triplique la dosis. Créame, comandante, es necesario.

– De acuerdo -dijo Trabelmann, en absoluto ofendido-. Y en toda su cháchara -prosiguió sentándose a la mesa-, ¿hay algo nuevo?

– El tipo es inteligente y sensible.

– Estoy de acuerdo con usted. Pero cuando se ha empinado el codo como un loco, las cosas ya no funcionan. Los tipos que zurran a su mujer son, a menudo, unos corderillos hasta que anochece.

– Pero Vétilleux no tiene antecedentes. Ni una pelea, ¿verdad? ¿Lo ha confirmado la pasma de Estrasburgo?

– Afirmativo. Un tipo que no toca las narices hasta el día en que descarrila. ¿Ha llegado ya a alguna conclusión?

– Le he escuchado.

Adamsberg resumió objetivamente su entrevista con Vétilleux. A excepción de la rápida entrega de la botella.

– Es posible -concluyó Adamsberg- que Vétilleux fuera metido en un coche, en el asiento trasero. Se sentía caliente, cómodo, pero con náuseas.

– ¿Y usted reconstruye un automóvil, un viaje, un conductor, sólo a partir de una sensación de calidez? ¿Nada más?

– Sí.

– Me hace usted reír, Adamsberg. Me hace pensar en los tipos que sacan un conejo de un sombrero vacío.

– Sí, pero el conejo sale.

– ¿Piensa, tal vez, en el otro pordiosero?

– Un pordiosero que bebía de su propia botella y en un vaso. Un pordiosero que no siempre lo fue. Amigo.

– Pero un pordiosero, de todos modos.

– Tal vez, no es seguro.

– Dígame, comisario, ¿en toda su carrera ha podido alguien, alguna vez, hacerle cambiar de opinión?

Adamsberg se tomó unos momentos para pensar, honestamente, en la cuestión.

– No -reconoció finalmente, con una pizca de pesadumbre en la voz.

– Me lo temía. Y déjeme decirle que tiene usted un ego grande como esta mesa, sencillamente.

Adamsberg entornó los ojos sin decir nada.

– No lo digo para ofenderle, comisario. Pero en este asunto aparece usted con un montón de ideas personales en las que nadie ha creído nunca. Luego, ajusta todos los hechos a su conveniencia. No digo que no haya cosas interesantes en su análisis. Pero no tiene en cuenta la otra parte, ni siquiera la considera. Y yo he cogido a un tipo, con una trompa como un piano, a tres pasos de la víctima, con el arma a su lado y sus huellas en el mango. ¿Lo capta?

– Comprendo su punto de vista.

– Pero le importa un pimiento y sigue usted con el suyo. Los demás pueden irse a paseo, sencillamente, con su trabajo, sus ideas y sus impresiones. Dígame sólo una cosa: las calles están llenas de asesinos libres como pájaros. Casos que ni usted ni yo hemos cerrado, los hay a patadas. Y no parece que le importe demasiado. ¿Y entonces? ¿Por qué tanto interés por éste?

– Cuando lea usted el expediente n.° 6, del año 1973, sabrá que el adolescente inculpado era mi hermano. Esta historia le jodió la vida y lo perdí.

– ¿Ése era su «recuerdo de infancia»? ¿Por qué no lo ha dicho antes?

– No me habría escuchado usted hasta el final. Demasiado implicado, demasiado personal.

– Afirmativo. Que alguien de la familia esté metido en la mierda, no hay nada peor para que un poli se la pegue.

Sacó el expediente n.° 6 y lo colocó en lo alto de la pila, con un suspiro.

– Escúcheme, Adamsberg -prosiguió-, teniendo en cuenta su notoriedad, voy a tragarme sus expedientes. Así, el intercambio será completo e imparcial. Usted habrá visto mi terreno y yo habré visto el suyo. ¿De acuerdo? Nos vemos mañana por la mañana. Tiene usted un buen hotelito a doscientos metros de aquí, subiendo a la derecha.


Adamsberg vagó largo tiempo por la campiña antes de plantarse en el hotel. No le guardaba rencor a Trabelmann, que se había prestado a colaborar. Pero el comandante no le seguiría, como los demás. Desde siempre, por todas partes, se había topado con ojos incrédulos, en todas partes eran sus hombros únicamente los que cargaban con el peso del juez.

Pero Trabelmann tenía razón en un punto. Él, Adamsberg, no soltaría la presa. La longitud de las heridas coincidía, una vez más, sin superar los límites del travesaño del tridente. Vétilleux había sido elegido, seguido y vencido con un litro de alcohol por el tipo del gorro encasquetado hasta los ojos, que tuvo mucho cuidado de no tener contacto con la saliva de su compañero. Luego, a Vétilleux lo habían metido en un coche y dejado muy cerca del lugar del crimen, ya cometido. Al viejo le había bastado con apretar el punzón en su mano y arrojarlo a su lado. Luego, arrancaría y se alejaría tranquilamente, entregando su nuevo chivo expiatorio al celoso Trabelmann.

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