XXXIV

Una vez en su habitación, Adamsberg dudó en llamar a Danglard para recomendarle que apartara los documentos referentes a la investigación sobre su hermano. Pero nada le aseguraba que el teléfono no estuviera pinchado. Cuando Laliberté supiera que Fulgence estaba muerto, las cosas se complicarían mucho más. ¿Y qué? El superintendente no sabía nada de sus relaciones con Noëlla y, de no ser por la carta anónima, no se habría preocupado por él. El martes se separarían tras haberse peleado, como con Trabelmann, y adiós muy buenas, cada cual a su investigación.

Hizo rápidamente su maleta. Pensaba viajar de noche, dormir dos horas por el camino y llegar de madrugada a Detroit, para no correr el riesgo de no encontrar a su hermano. Hacía tanto tiempo que no veía a Raphaël que no sentía ninguna emoción, tan irreal le parecía la empresa. Estaba cambiándose de camiseta cuando Retancourt entró en su habitación.

– Mierda, Retancourt, podría usted llamar.

– Perdón, temía que se hubiera largado ya. ¿A qué hora nos marchamos?

– Me voy solo. Viaje privado, esta vez.

– Tengo órdenes -se obstinó la teniente-. Le acompaño. A todas partes.

– Es usted simpática y colaboradora, Retancourt, pero se trata de mi hermano y no lo he visto desde hace treinta años. Déjeme en paz.

– Lo siento, pero voy. Le dejaré solo con él, no se preocupe.

– Déjeme, teniente.

– Si se empeña, pero tengo las llaves del carro. No irá muy lejos a pie.

Adamsberg dio un paso hacia ella.

– Por muy fortachón que sea, comisario, nunca podrá arrebatarme las llaves. Propongo que renunciemos a este juego de mocosos. Nos marchamos juntos y nos contaremos por el camino.

Adamsberg abandonó. Luchar con Retancourt le llevaría, por lo menos, una hora.

– Muy bien -dijo, resignado-. Puesto que la llevo a la espalda, vaya a hacer su maleta. Tiene tres minutos.

– Está hecha. Le espero en el coche.

Adamsberg terminó de vestirse y se reunió en el aparcamiento con su teniente. Guardaespaldas rubia que había convertido su energía en protección personal, especialmente adhesiva.


– Yo conduciré -anunció Retancourt-. Usted luchó toda la tarde con el superintendente mientras yo dormitaba en mi silla. Estoy perfectamente descansada.

Retancourt hizo retroceder el asiento para instalarse cómodamente y arrancó hacia Detroit. Adamsberg la llamó al orden, recordándole el límite de velocidad de 90 km/h, y ella redujo la velocidad.

A fin de cuentas, a Adamsberg no le disgustaba relajarse un poco. Alargó las piernas y puso las manos en sus muslos.

– No les dijo usted que estaba muerto -advirtió Retancourt tras algunos kilómetros.

– Lo sabrán mañana, muy temprano. Se alarmó usted en vano, Laliberté no tiene contra mí ninguna prueba. Lo que le atormenta es la carta anónima. Despacho con él el martes, y el miércoles despegamos.

– Si despacha con él el martes, no despegaremos el miércoles.

– ¿Por qué no?

– Porque si va el martes, no van a charlar amablemente. Van a inculparle.

– ¿Le gusta a usted dramatizar, Retancourt?

– Observo. Había un coche aparcado delante del hotel. Nos siguen desde Gatineau. Le siguen. Philibert Lafrance y Rhéal Ladouceur.

– Una vigilancia no es una inculpación. Malgasta usted toda su energía en exagerar.

– En la carta anónima, que la Laliberté no deseaba enseñarle, había dos finas franjas negras, a cinco centímetros por arriba y a un centímetro por abajo.

– ¿Una fotocopia?

– Eso es. Con el encabezamiento y el pie de página tapados. Un montaje hecho a toda prisa. El papel, los tipos dactilográficos y la disposición recordaban los de los formularios del cursillo. Yo me encargué del expediente, en París, ¿lo recuerda? Y esta fórmula: «Se encargó de ello personalmente», suena algo quebequés. La carta la fabricó la propia GRC.

– ¿Con qué objetivo?

– Crear un motivo aceptable para que su dirección, la de usted, le enviara aquí. Si Laliberté hubiera revelado sus verdaderas intenciones, Brézillon nunca habría aceptado extraditarle.

– ¿Extraditarme? Corre usted mucho, teniente. Laliberté se pregunta qué hice yo la noche del 26, y lo comprendo. También yo me lo pregunto. Quiere saber qué pude hacer con Noëlla, y lo comprendo igualmente. También yo me hago preguntas. Pero, carajo, Retancourt, no soy un sospechoso.

– Esta tarde se han largado todos al despacho de transmisiones, olvidando en su silla a la gorda Retancourt. ¿Lo recuerda?

– Lo siento, pero no podía usted seguirnos.

– De ningún modo. Yo era ya invisible y ninguno de ellos advirtió que me dejaban allí, sola. Sola y muy cerca de la carpeta verde. He tenido tiempo de hacerlo.

– ¿Qué cosa?

– He fotocopiado. Lo más importante está en mi bolsa.

Adamsberg miró a su teniente, en la penumbra. El coche corría a una velocidad mayor de la autorizada.

– ¿Hace usted eso en la Brigada? ¿Piratear expedientes, por un impulso?

– En la Brigada no estoy en misión de proteger a nadie.

– Reduzca la velocidad. Realmente no es momento de que los inspectores nos pesquen con la bomba de relojería que lleva usted en la bolsa.

– Exactamente -reconoció Retancourt levantando el pie-. Son estos jodidos carros automáticos que me arrastran.

– No sólo le arrastra eso. ¿Imagina usted qué lío si uno de los agentes la hubiera sorprendido en la fotocopiadora?

– ¿Imagina usted el lío si yo no hubiera echado una ojeada al expediente? Era domingo y la GRC estaba vacía. Oía, a lo lejos, el rumor de sus conversaciones. Al menor chirrido de silla, tenía tiempo de dejarlo todo en su lugar. Sé lo que hago.

– No estoy tan seguro.

– Le han investigado. Y mucho. Saben que se acostaba usted con la muchacha.

– ¿Por sus caseros?

– No. Noëlla tenía en el bolso un test de embarazo, una pipeta de orina.

– ¿Lo estaba? ¿Preñada?

– No. No existen test que den la respuesta al cabo de tres días, pero los hombres lo ignoran.

– ¿Y en ese caso por qué llevaba el test? ¿Para su antiguo chorbo?

– Para encasquetárselo a usted. Tome el informe de mi bolsa. La carpeta azul, en la página 10, creo.

Adamsberg abrió la bolsa de Retancourt, que parecía un estuche de supervivencia con pinzas, cuerda, ganchos, maquillaje, tensores, cuchillo, linterna, bolsas de plástico y demás. Encendió la luz del techo y buscó la página 10. «Análisis de orina de Cordel Noëlla. Prueba RRT 3067. Residuos de esperma», leyó rápidamente. «Comparación con muestra STG 6712, toma ropa de cama del estudio Adamsberg Jean-Baptiste. Comparación ADN positiva. Identificación formal del compañero sexual.»

Bajo aquellas líneas figuraban dos esquemas que representaban las secuencias de ADN en veintiocho franjas, una originada por la pipeta y la otra por su sábana. Rigurosamente idénticas. Adamsberg guardó la carpeta y apagó la luz. No le habría intimidado demasiado charlar sobre esperma con su lugarteniente, pero le estaba agradecido de que le hubiera dejado leer la nota en silencio.

– ¿Por qué ha mantenido Laliberté la boca cerrada? -preguntó en voz baja.

– Las tuercas. Se está divirtiendo, comisario. Ve cómo se hunde usted, y eso le gusta. Cuanto más le miente, más aumenta su montón de falsas declaraciones.

– Aun así -suspiró Adamsberg-. Aun sabiendo que me acosté con Noëlla, no tiene ninguna razón para establecer un vínculo con el asesinato. Es una coincidencia.

– A usted no le gustan las coincidencias.

– No.

– Bueno, pues a él tampoco. La muchacha fue descubierta en el sendero de paso.

Adamsberg se petrificó.

– No es posible, Retancourt -susurró.

– Sí, en un laguito de la ribera -dijo ella dulcemente-. ¿Comemos?

– No tengo hambre -dijo Adamsberg en voz baja.

– Muy bien, pues yo voy a comer. De lo contrario no aguantaría, ni usted tampoco.

Retancourt detuvo el coche en un área de estacionamiento y sacó de su bolsa dos bocadillos y dos manzanas. Adamsberg masticaba lentamente, con la mirada perdida.

– Aun así -repitió-… ¿Qué prueba eso? Noëlla estaba metida siempre en ese sendero. De la mañana a la noche. Ella misma hablaba de lo peligroso que era. No era yo el único que lo tomaba.

– Por la noche, sí. Salvo los homosexuales que nada tenían que hacer con Noëlla Cordel. Los cops saben muchas cosas. Que vagó usted tres horas por aquel camino. Entre las diez y media y la una y media de la madrugada.

– No vi nada, Retancourt. Estaba como una cuba, ya se lo he dicho. Sin duda fui de un lado a otro. Tras mi caída, no tenía ya mi linterna. Es decir, su linterna.

Retancourt sacó de la bolsa una botella de vino.

– No sé qué tal estará -dijo-. Beba un traguito.

– No quiero beber más.

– Sólo un traguito. Por favor.

Adamsberg obedeció, bastante desamparado. Retancourt recuperó la botella y volvió a taparla cuidadosamente.

– Interrogaron al camarero de La Esclusa -prosiguió-. A quien usted habría dicho: «Si los puercos se acercan, te empitono».

– Yo hablaba de mi abuela. Una buena mujer.

– Buena o no, la frase no les ha gustado en absoluto.

– ¿Eso es todo, Retancourt?

– No. Saben también que no recuerda usted aquella noche.

Se hizo en el coche un largo silencio. Adamsberg se había apoyado en el respaldo, con los ojos hacia el techo, como un hombre atontado, en estado de choque.

– Sólo hablé de ello con Danglard -dijo sordamente.

– Pues bien, de todos modos lo saben.

– Iba siempre a caminar por aquel sendero -prosiguió con la misma voz átona-. No tienen móvil ni pruebas.

– Tienen un móvil: el test de embarazo, el chantaje.

– Es impensable, Retancourt. Una maquinación, una maquinación diabólica.

– ¿Del juez?

– ¿Por qué no?

– Está muerto, comisario.

– Me importa un bledo. Y no tienen pruebas.

– Sí. La muchacha llevaba un cinturón de cuero, regalado aquel mismo día.

– Él me lo dijo. ¿Y qué?

– Estaba desabrochado. Abandonado entre las hojas, junto al lago.

– ¿Y qué?

– Lo siento, comisario: sus huellas están en él. Las compararon con las que dejó en el estudio.

Adamsberg no se movía ya, sumido en el estupor, aturdido por las olas que caían sobre él, una tras otra.

– Nunca he visto ese cinturón. Nunca lo he desabrochado. No vi a esa chica desde el viernes por la noche.

– Lo sé -murmuró Retancourt como un eco-. Pero sólo puede ofrecerles un viejo muerto como culpable. Y como coartada, la pérdida de la memoria. Dirán que estaba usted obsesionado por el juez, que su hermano había matado, que había perdido usted el control de sí mismo. Que, ante idénticas circunstancias, ebrio, en el bosque, ante una muchacha preñada, reprodujo el acto de Raphaël.

– La trampa se ha cerrado -dijo Adamsberg entornando los ojos.

– Perdone la brutalidad, pero era necesario que lo supiera. El martes le inculparán. La orden ya está lista.

Retancourt lanzó los restos de su manzana por la ventana y arrancó de nuevo. No le ofreció el volante a Adamsberg y él no se lo pidió.

– No lo hice, Retancourt.

– De nada servirá repetírselo a Laliberté. Se pasa por el forro sus negativas.

Adamsberg se incorporó de pronto.

– Pero, teniente, Noëlla fue asesinada con un tridente. ¿De dónde podía sacar yo semejante herramienta? ¿Apareció por los aires, en mi sendero?

Se interrumpió bruscamente y se dejó caer contra el respaldo.

– Diga, comisario.

– Dios mío, la obra.

– ¿Dónde?

– A medio camino había una obra, con un pick-up y algunas herramientas apoyadas en los troncos. Arrancaban los árboles muertos y volvían a plantar arces. Yo lo sabía. Pude pasar por delante, ver a Noëlla, ver el arma y utilizarla. Podrían decirlo, sí. Porque había tierra en las heridas. Porque el tridente era distinto al del juez.

– Podrían decirlo -confirmó Retancourt, con voz grave-. Lo que les ha contado del juez no arregla las cosas, muy al contrario. Una historia loca, improbable, obsesiva. La utilizarán para acusarle. Tenían el móvil inmediato, les ha servido usted el móvil profundo.

– El hombre obnubilado, borracho, amnésico, enloquecido por la muchacha. Yo en el cuerpo de mi hermano. Yo en el cuerpo del juez. Yo descentrado, como una cabra. Estoy jodido, Retancourt. Fulgence me ha despellejado. Y se ha metido en mi piel.

Retancourt condujo un cuarto de hora sin hablar. El abatimiento de Adamsberg exigía, a su entender, el respiro de un largo silencio. Días enteros tal vez, conduciendo hacia Groenlandia, pero ella no tenía tanto tiempo.

– ¿En qué piensa? -prosiguió.

– En mamá.

– Comprendo. Pero no creo que sea un buen momento.

– Piensas en tu madre cuando ya no hay nada que hacer. Y ya no hay nada que hacer.

– Claro que sí. Huir.

– Si huyo, estoy listo. Reconocimiento de culpabilidad.

– Está listo si se presenta usted el martes en la GRC. Se pudrirá aquí hasta el juicio y no tendremos medio alguno de librarle investigando por nuestra parte. Permanecerá en los calabozos canadienses y, cierto día, le trasladarán a Fresnes, con veinte años de reclusión como mínimo. No, hay que huir, largarse de aquí.

– ¿Se da cuenta de lo que está diciendo? ¿Se da cuenta de que, en ese caso, será mi cómplice?

– Perfectamente.

Adamsberg se volvió hacia su teniente.

– ¿Y si hubiera sido yo, Retancourt? -articuló.

– Huir -respondió ella eludiendo la pregunta.

– ¿Y si hubiera sido yo, Retancourt? -insistió levantando el tono.

– Si duda, los dos estamos jodidos.

Adamsberg se inclinó en las sombras para examinarla mejor.

– ¿No duda usted? -preguntó.

– No.

– ¿Por qué? No le gusto y todo indica que fui yo. Pero usted no lo cree.

– No. Usted no mataría.

– ¿Por qué?

Retancourt hizo una breve mueca, como si vacilara sobre la respuesta.

– Digamos que la cosa no le interesa lo bastante.

– ¿Está segura?

– En la medida en que una puede estarlo. A usted le interesa confiar en mí o, efectivamente, está listo. No está usted defendiéndose, está hundiéndose a sí mismo.

En el lodo del lago muerto, pensó Adamsberg.

– No recuerdo aquella noche -repitió como una máquina-. Tenía el rostro y las manos ensangrentados.

– Lo sé. Tienen el testimonio del guarda.

– Tal vez no fuera mi sangre.

– Ya ve usted: se está hundiendo. Lo acepta. La idea penetra en usted como un reptil y lo permite.

– Tal vez la idea esté ya en mí, desde que hice renacer al Tridente. Tal vez estalló cuando vi la herramienta.

– Está cavando su propia tumba -insistió Retancourt-. Coloca usted mismo la cabeza bajo el hacha.

– Ya me doy cuenta.

– Comisario, piénselo pronto. ¿A quién elige? ¿A usted o a mí?

– A usted -respondió Adamsberg instintivamente.

– Huir, entonces.

– Imposible. No son imbéciles.

– Tampoco nosotros.

– Nos están pisando ya los talones.

– No se trata de huir desde Detroit. La orden de detención ha pasado ya a Michigan. Regresaremos el martes por la mañana al hotel Brébeuf, como estaba previsto.

– ¿Y nos largamos por el sótano? Cuando no me vean salir a tiempo, registrarán por todas partes. Pondrán patas arriba mi habitación y todo el edificio. Comprobarán la desaparición de su coche y bloquearán los aeropuertos. Nunca tendré tiempo de despegar. Ni siquiera de abandonar el hotel. Van a tragarme, como al tal Brébeuf.

– Pero no serán ellos quienes nos persigan, comisario. Nosotros los llevaremos a donde queramos.

– ¿Adónde?

– A mi habitación.

– Su habitación es tan pequeña como la mía. ¿Dónde quiere esconderme usted? ¿En el tejado? Subirán.

– Evidentemente.

– ¿Debajo de la cama? ¿En el armario? ¿Encima?

Adamsberg se encogió de hombros, en un movimiento desesperado.

– Encima de mí.

El comisario se volvió hacia su teniente.

– Lo siento -dijo ella-, pero la cosa requerirá sólo dos o tres minutos. No hay otra solución.

– Retancourt, no soy un alfiler para el pelo. ¿En qué piensa transformarme usted?

– Soy yo la que voy a transformarme. En pilar.

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