XXX

Una llamada de Brézillon despertó a Adamsberg a la una de la madrugada.

– Comisario, ¿es corriente entre los quebequeses no preocuparse de la diferencia horaria cuando nos llaman?

– ¿Qué ocurre? ¿Favre? -preguntó Adamsberg, que despertaba tan rápidamente como se dormía, como si, en él, el límite entre el sueño y lo real no estuviera muy marcado.

– ¡No se trata de Favre! -gritó Brézillon-. Ocurre que mañana tomará usted el avión de las dieciséis cincuenta. ¡De modo que haga la maleta y en marcha!

– ¿El avión hacia dónde, señor jefe de división? -preguntó Adamsberg con calma.

– ¿Hacia dónde quiere usted que sea? Hacia Montreal, ¡hostia! Acabo de hablar por teléfono con el superintendente Légalité.

– Laliberté -rectificó Adamsberg.

– Me importa un bledo. Tienen allí un crimen entre manos y le necesitan. Punto final, y no tenemos elección.

– Lo siento, no lo comprendo. No nos ocupamos de los homicidios de la GRC, sino de las huellas genéticas. No es la primera vez en la vida que Laliberté tiene un crimen entre manos.

– Pero es la primera vez que le necesita a usted, cojones.

– ¿Desde cuándo la Brigada de París se encarga de los asesinatos quebequeses?

– Desde que han recibido una carta, anónima, claro está, indicándoles que era usted el hombre adecuado. Su víctima es francesa y está vinculada a no sé qué caso que, al parecer, instruyó usted en el territorio nacional. En resumen, hay vínculo y reclaman su competencia.

– Pero, carajo -se enojó a su vez Adamsberg-, que me envíen su informe y les proporcionaré los datos desde París. No voy a pasarme la vida yendo y viniendo.

– Se lo he dicho ya a Légalité, puede figurárselo. Pero ni por ésas, necesitan sus ojos. Y no suelta prenda. Quiere que vea usted a la víctima.

– Ni hablar. Hay un montón de curro por aquí. Que el superintendente me envíe su expediente.

– Escúcheme bien, Adamsberg, le repito que no tenemos elección, ni usted ni yo. El Ministerio tuvo que insistir mucho para que ellos cooperasen en lo del sistema ADN. Al principio no estaban por la labor. Estamos en deuda. Es decir, atrapados. ¿Comprende? Obedeceremos pues, cortésmente, y despegará usted mañana. Pero se lo he avisado a Légalité, no irá solo. Llévese a Retancourt como acompañante.

– No hace falta, soy capaz de viajar sin guía.

– Ya lo imagino. Va usted acompañado, eso es todo.

– ¿Es decir, escoltado?

– ¿Por qué no? Me han dicho que persigue usted a un muerto, comisario.

– Decididamente -comentó Adamsberg bajando la voz.

– Eso es. Tengo un buen amigo en Estrasburgo que se encarga de informarme de sus correrías. Le recomendé que desapareciese, ¿lo recuerda?

– Perfectamente. ¿Y Retancourt se encargará de controlar mis movimientos? Me marcho porque me lo ordenan y vigilado, ¿no es eso?

Brézillon suavizó su voz.

– Con protección sería más exacto -dijo.

– ¿Motivo?

– No dejo partir solos a mis hombres.

– Entonces, asígneme a otro. A Danglard.

– Danglard le sustituirá durante su ausencia.

– Entonces, asígneme a Voisenet. Retancourt no me quiere demasiado. Nuestras relaciones son buenas, pero frías.

– Eso bastará, y de sobra. Irá Retancourt y nadie más. Es un oficial polivalente que convierte su energía en lo que quiere.

– Sí, eso lo sabemos. En menos de un año, se ha convertido casi en un mito.

– No es hora de discutirlo, y me gustaría volver a la cama. Es usted el encargado de la misión y la llevará a cabo. Los papeles y los billetes estarán en la Brigada a la una. Buen viaje, líbrese de esta historia y regrese.


Adamsberg permaneció con el teléfono en la mano, sentado en la cama, atónito. Víctima francesa, ¿y qué? Era cosa de la GRC. ¿Qué le pasaba a Laliberté? ¿Por qué le hacía recorrer todo el Atlántico para que viera con sus propios ojos? Si se trataba de una identificación, que le enviara las fotos por correo electrónico. ¿A qué estaba jugando? ¿Al boss de las ocas marinas?

Despertó a Danglard y, luego, a Retancourt para pedirles que estuvieran en su puesto al día siguiente, sábado, orden del jefe de división.


– ¿A qué juega? -preguntó a Danglard a la mañana siguiente-. ¿Al boss de las ocas marinas? ¿Cree, acaso, que no tengo otra cosa que hacer que ir y venir de Francia a Quebec?

– Sinceramente, le compadezco -se apiadó Danglard, que se habría sentido incapaz de afrontar un nuevo vuelo.

– ¿A qué viene eso? ¿Se le ocurre algo, capitán?

– Realmente no.

– Mis ojos. ¿Qué tienen mis propios ojos?

Danglard permaneció callado. Los ojos de Adamsberg eran indiscutiblemente singulares. Hechos de una materia tan fundida como la de las algas pardas y que, como ellas, podían brillar brevemente bajo las luces rasantes.

– Con Retancourt, además -añadió Adamsberg.

– Lo que tal vez no sea una opción tan mala. Empiezo a creer que Retancourt es una mujer excepcional. Consigue convertir su ener…

– Lo sé, Danglard, lo sé.

Adamsberg suspiró y se sentó.

– Puesto que no tengo elección, como Brézillon me gritó, tendrá usted que llevar a cabo, en mi lugar, una investigación urgente.

– Dígame.

– No quiero mezclar a mi madre en todo esto, compréndalo. Bastante difícil es ya para ella.

Danglard entornó los ojos, comiéndose la punta de su lápiz. Estaba muy acostumbrado a las frases sueltas del comisario, pero el exceso de sinsentidos y los bruscos saltos de su pensamiento le alarmaban cada día más.

– Lo hará usted, Danglard. Está especialmente dotado para ello.

– ¿Hacer qué?

– Encontrar a mi hermano.

Danglard arrancó toda una astilla de su lápiz y la mantuvo entre sus dientes. Ahora habría bebido, de buena gana, un vaso de vino blanco, así, a las nueve de la mañana. Encontrar a su hermano.

– ¿Dónde? -preguntó con delicadeza.

– Ni la menor idea.

– ¿Cementerios? -murmuró Danglard, escupiendo la astilla en la palma de su mano.

– ¿Y eso? -dijo Adamsberg lanzándole una ojeada sorprendida.

– Se relaciona con el hecho de que busca usted, ahora, a un asesino muerto desde hace dieciséis años. No trago.

Adamsberg miró al suelo, desconcertado.

– No me está siguiendo, Danglard. Se ha desvinculado.

– ¿Adónde quiere que le siga? -dijo Danglard levantando el tono-. ¿A los sepulcros?

Adamsberg sacudió la cabeza.

– Desvinculado, Danglard -repitió-. Me vuelve usted la espalda, diga yo lo que diga. Porque ha tomado ya partido. Por el otro.

– Eso nada tiene que ver con el otro.

– Entonces, ¿con quién?

– Estoy ya harto de buscar las palabras.

Adamsberg se encogió de hombros con un gesto indolente.

– No importa, Danglard. Si no quiere usted ayudarme, lo haré solo. Debo verle y debo hablarle.

– ¿Cómo? -preguntó Danglard entre dientes-. ¿Haciendo bailar las mesas?

– ¿Qué mesas?

El capitán examinó la mirada sorprendida del comisario.

– ¡Pero si está muerto! -gritó Danglard-. ¡Muerto! ¿Cómo piensa usted organizar la entrevista?

Adamsberg pareció petrificarse, la luz de su rostro se extinguió como si anocheciera.

– ¿Está muerto? -repitió en voz baja-. ¿Lo sabe usted?

– Carajo, ¡usted me lo dijo! Que había perdido a su hermano. Que se había suicidado después del asunto.

Adamsberg se apoyó en el respaldo y tomó aire profundamente.

– Regreso de muy lejos, amigo, he creído que tenía usted alguna información. Perdí a mi hermano, sí, hace casi treinta años. Es decir que se exilió y que nunca más he vuelto a verle. Pero, dios mío, sigue vivo. Y debo verle. No vamos a hacer bailar las mesas, Danglard, sino a utilizar discos duros. Me lo buscará usted en la red: México, Estados Unidos, Cuba o cualquier otro lugar. Itinerante, muchas ciudades, muchos oficios, al menos al principio.

El comisario dibujaba con el dedo algunas curvas en la mesa, su mano seguía el camino errabundo de su hermano. Recuperó la palabra con dificultad.

– Hace veinticinco años, era viajante de comercio en el estado de Chihuahua, cerca de la frontera con los Estados Unidos. Vendió café, vajilla, ropa interior, mezcal, cepillos. Y también retratos, los dibujaba en las plazas públicas. Era un magnífico dibujante.

– Lo siento de verdad, comisario -dijo Danglard-. No lo había comprendido. Hablaba usted de él como de alguien desaparecido.

– Y es lo que es.

– ¿No tiene informaciones más concretas, más recientes?

– Mi madre y yo evitamos el tema. Pero hace cuatro años, en el pueblo, encontré una postal enviada desde Puerto Rico. Le mandaba besos. Es lo último que he sabido.

Danglard escribió algunas líneas en un papel.

– ¿Su nombre completo? -preguntó.

– Raphaël Félix Franck Adamsberg.

– ¿Fecha de nacimiento, lugar, padres, estudios, lugares de interés?

Adamsberg le proporcionó todos los datos posibles.

– ¿Lo hará usted, Danglard? ¿Va a buscarlo?

– Sí -masculló Danglard, que se reprochaba haber enterrado a Raphaël antes de tiempo-. Al menos voy a intentarlo. Pero con todo ese curro retrasado, hay otras prioridades.

– La cosa empieza a ser urgente. El río ha derribado sus diques, ya se lo he dicho.

– Hay otras urgencias -murmuró el capitán-. Y estamos a sábado.


El comisario encontró a Retancourt arreglando a su modo la fotocopiadora, bloqueada de nuevo. Le informó de su misión y de la hora del vuelo. La orden de Brézillon le arrancó, de todos modos, una expresión de sorpresa. Deshizo su corta cola de caballo y volvió a anudarla con gesto automático. Un modo como otro de ganar tiempo, de reflexionar. De modo que podía ser cogida por sorpresa.

– No comprendo -dijo-. ¿Qué ocurre?

– No lo sé, Retancourt, pero volvemos a marcharnos. Quieren mis ojos. Siento que el jefe de división le haya destinado a esa misión. Como protección -precisó.


Adamsberg estaba en la sala de embarque, a media hora de la salida, en silencio junto a su rubia y sólida teniente, cuando vio entrar a Danglard flanqueado por dos vigilantes del aeropuerto. El capitán tenía aspecto fatigado y jadeaba. Había corrido. Adamsberg jamás lo habría creído posible.

– Estos tipos han estado a punto de volverme loco -dijo señalando a sus guardianes-. Se negaban a dejarme pasar. Tome -dijo a Adamsberg tendiéndole un sobre-. Y buena suerte.

Adamsberg no tuvo tiempo para agradecérselo pues los vigilantes acompañaron de inmediato al capitán hasta la zona pública. Examinó el sobre pardo que tenía en la mano.

– ¿No lo abre? -preguntó Retancourt-. Parece urgente.

– Lo es. Pero dudo.

Con manos vacilantes, levantó la solapa del sobre. Danglard le daba una dirección en Detroit y un oficio, taxista. Había añadido la copia de una foto, sacada de una página web que agrupaba a algunos dibujantes. Observó aquel rostro que no había visto desde hacía treinta años.

– ¿Usted? -preguntó Retancourt.

– Mi hermano -dijo Adamsberg en voz baja.

Que seguía pareciéndose a él. Una dirección, un oficio, una foto. Danglard era un buscador superdotado de desaparecidos, pero había tenido que currar como un buey para conseguir ese resultado en menos de siete horas. Volvió a cerrar el sobre con un estremecimiento.

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