XXXVII

Louisseize y Sanscartier iban a informar, sin convicción, al despacho de Laliberté.

– El boss está a punto de estallar -dijo Louisseize en voz baja.

– Maldice como un demonio desde esta mañana -respondió Sanscartier sonriendo.

– ¿Y eso te divierte?

– Lo que me divierte, Berthe, es que Adamsberg nos ha dado esquinazo. Le ha hecho una buena jugarreta a Laliberté.

– No te impido reír pero, ahora, nos tocará a nosotros aguantar el chaparrón.

– No es culpa nuestra, Berthe, lo hemos hecho lo best que hemos podido. ¿Quieres que hable con él? Yo no le temo.


De pie en su despacho, Laliberté terminaba de soltar sus órdenes: difusión de la fotografía del sospechoso, barreras en las carreteras, controles en todos los aeropuertos.

– ¿Bueno? -gritó mientras colgaba-. ¿Cómo ha ido eso?

– Hemos registrado todo el parque, superintendente -respondió Sanscartier-. Nada. Tal vez haya querido dar una caminata y haya tenido un accidente. Tal vez haya encontrado un oso.

El superintendente se volvió como un bloque hacia el sargento.

– Te has vuelto completamente majara, Sanscartier. ¿Sigues sin comprender que se ha dado el piro?

– No estamos seguros. Estaba decidido a regresar. Cumple sus promesas, nos hizo llegar las carpetas sobre el juez.

Laliberté dio un puñetazo en su mesa.

– ¡ Su historia no es más que un cuento! Check eso -le dijo tendiéndole una hoja-. Su asesino murió hace dieciséis años, de modo que siéntate encima y dale un meneo.

Sanscartier comprobó sin ningún asombro la fecha del fallecimiento del juez, e inclinó la cabeza.

– Tal vez el juez tenga un imitador -propuso suavemente-. La historia del tridente se sostenía.

– Es un caso del año del catapún. ¡Nos ha tomado el pelo, eso es todo!

– No tengo la sensación de que mintiera.

– Pues si no quería colárnosla, peor aún. Es que tiene los sesos hirviendo y le ha dado un arrechucho.

– No me parece que esté loco.

– No quieras que los peces se rían, Sanscartier. Es una historia sin ton ni son. No puedo tragarla ni como un cuento.

– De todos modos, no inventó esos crímenes.

– Desde hace unos días, sargento, pareces tener dos caras -dijo Laliberté ordenándole que se sentase-. Y el barril de mi paciencia comienza a sonar a hueco. De modo que escucha y emplea la lógica. Aquella noche, Adamsberg se había puesto las botas empinando el codo, ¿correcto? Había bebido tanto que se había llenado como un huevo. Cuando salió de La Esclusa, caminaba haciendo eses, ni siquiera podía hablar. Eso dijo el camarero, ¿correcto?

– Correcto.

– Y estaba agresivo. «Si los puercos se acercan, te empitono.» «Te empitono», Sanscartier, ¿qué te dice eso? ¿Un arma?

Sanscartier asintió.

– Tenía relaciones con la rubia. Y la rubia frecuentaba el sendero, ¿correcto?

– Correcto.

– Tal vez le dio puerta. Tal vez estaba celoso como un palomo y se le fue la chaveta. ¿Posible?

– Sí -dijo Sanscartier.

– O tal vez, y eso es lo que yo creo, la muchacha le soltó un puñado de tonterías, fingiendo que la había preñado. Tal vez quisiera casarlo por la fuerza. Y la cosa se puso de perros. No se la pegó contra una rama, Sanscartier, se peleó con ella.

– Ni siquiera sabemos si se encontraron.

– ¿A qué vienen esas bobadas?

– Digo que, a día de hoy, no tenemos pruebas.

– Estoy hasta el gorro de tus objeciones, Sanscartier. ¡Tenemos montones de pruebas! ¡Tenemos sus huellas en el cinturón!

– Quizás las hubiera dejado antes. Porque la conocía.

– ¿Tienes obstruidos los dos agujeros, sargento? Acababan de regalarle el cinturón. En un momento dado, por el sendero, vio a la muchacha. Y así, por las buenas, se meó en las botas y la mató.

– Comprendo, superintendente, pero no puedo creerlo. No puedo relacionar a Adamsberg con un crimen.

– No te embrolles con tus ideas. Le conocías desde hace quince días, ¿qué sabes de él? Nada. Es traidor como un buey flaco. Y el maldito perro la mató. Una prueba de que le falta un tornillo: ni siquiera sabe lo que hizo aquella noche. Ha pasado el trapo por la pizarra. ¿Correcto?

– Sí -dijo Sanscartier.

– Entonces, va usted a agarrarme al muy maldito. Rómpase la cara y hágame overtime hasta que el tipo esté en la nevera.

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