XXVII

La náusea arrancó a Adamsberg de su embotamiento. Su frente palpitaba con tanta violencia que le costó abrir los párpados. Cuando logró fijar su mirada, no vio nada. Sólo negrura.

La negrura del cielo, comprendió por fin, mientras los dientes le castañeteaban. No estaba ya en el sendero. Estaba fuera del camino, en el asfalto, y el frío era glacial. Se incorporó sobre un brazo, aguantándose la cabeza. Luego permaneció sentado en el suelo, vacilante, incapaz de hacer nada más. ¿Qué coño había hecho, por dios? Reconoció el rumor del cercano Outaouais. Al menos era una orientación. Se encontraba en el lindero del camino, a cincuenta metros de su edificio. Debía de haberse desvanecido después de golpearse con la rama, luego se habría levantado y vuelto a caer, caminar y caer, para derrumbarse una vez alcanzada la salida. Puso sus manos en el suelo y se incorporó, apoyándose en un tronco de árbol para sobreponerse al vértigo. Cincuenta metros, cincuenta metros más y estaría en su estudio. Avanzó torpemente por el lacerante frío, deteniéndose cada quince pasos para recuperar el equilibrio y volviendo a caminar. Los músculos de sus piernas parecían haberse fundido.

La visión del vestíbulo iluminado le guió en sus últimos pasos. Empujó y sacudió la puerta de cristal. La llave, dios mío, la jodida llave. Apoyándose con un codo en el batiente, con el sudor helándose en su rostro, la agarró en un bolsillo y abrió la cerradura, ante la mirada del guarda que le observaba, estupefacto.

– Maldita sea, ¿no se encuentra bien, señor comisario?

– No mucho -articuló Adamsberg.

– ¿Necesita ayuda?

Adamsberg negó con la cabeza, lo que reavivó el dolor de su cráneo. Sólo deseaba una cosa, tenderse, dejar de hablar.

– Nada -dijo débilmente-. Ha habido una pelea. Una pandilla.

– Malditos perros. Siempre paseando, husmeando hasta encontrar el mamporro, ¡es un asco!

Adamsberg asintió con un gesto y entró en el ascensor. En cuanto estuvo en su estudio, corrió al cuarto de baño y expulsó allí todo el alcohol. Carajo, ¿qué porquería le habían servido? Con las piernas hechas trizas, los brazos temblorosos, se arrojó en la cama, manteniendo los ojos abiertos para evitar que la habitación se moviera.


Al despertar, tenía la cabeza casi igual de pesada pero le parecía que lo peor había pasado. Se levantó y dio unos pasos. Sus piernas, más sólidas, todavía se doblaban. Se dejó caer de nuevo en la cama y dio un respingo al ver sus manos, sucias de sangre hasta en las uñas. Se arrastró hasta el cuarto de baño y se examinó. Aquello tenía mala pinta. El golpe en la frente había formado un gran chichón violáceo. Seguramente había brotado sangre, y al frotarse el rostro se la había extendido por las mejillas. Formidable, pensó al empezar a limpiarse, qué jodida velada de domingo. Cerró bruscamente el grifo. El lunes, a las nueve, cita en la GRC.

El despertador marcaba las once menos cuarto. Dios mío, había dormido casi doce horas. Tomó la precaución de sentarse antes de llamar a Laliberté.

– Oh, ¿qué joke es ésta? -respondió el superintendente con voz risueña-. ¿Has pasado directamente sin ver el reloj?

– Perdóname, Aurèle, no me encuentro bien.

– ¿Pasa algo? -se preocupó Laliberté, cambiando de tono-. Pareces hecho polvo.

– Lo estoy. Esta vez me rompí realmente la cabeza en el sendero, anoche. Solté sangre por todas partes, vomité y, esta mañana, apenas me sostengo sobre mis pies.

– Espera, man, ¿recibiste una buena o mamaste como un loco? Porque todo eso no va junto.

– Las dos cosas, Aurèle.

– Cuéntame a lo largo y, luego, a lo ancho, ¿te parece? En primer lugar, empaquetaste el buñuelo, ¿correcto?

– Sí. No estoy acostumbrado y me sacudió.

– ¿Echabas una canita al aire con la pandilla de colegas?

– No, estaba solo, en la calle Laval.

– ¿Por qué bebiste? ¿Te preocupaba algo?

– Eso es.

– ¿Echabas de menos algo? ¿Van bien las cosas por aquí?

– Van perfectamente, Aurèle, tenía la moral por los suelos, eso es todo. Ni siquiera vale la pena hablar de ello.

– No quiero molestarte, man. ¿Y luego?

– Volví por el sendero de paso y me di contra una rama.

– Criss, ¿dónde recibiste el topetazo?

– En la frente.

– ¿Y viste las estrellas?

– Caí como una piedra. Luego, me arrastré por el sendero y regresé al estudio. Acabo de emerger.

– ¿Y te enfundaste empilchado?

– No te comprendo, Aurèle -dijo Adamsberg con voz cansada.

– ¿Te acostaste vestido? ¿Tan mal estabas?

– Sí. Esta mañana tengo plomo en la cabeza y me fallan las piernas. Eso es lo que quería decirte. No puedo conducir enseguida, no llegaré a la GRC antes de las dos.

– ¿Me tomas por un asqueroso? Te quedarás en tu casa, relax, y te cuidarás. ¿Tienes todo lo necesario, al menos? Para el dolor de cuernos.

– Nada.

Laliberté apartó el receptor y llamó a Ginette. Adamsberg escuchó su voz resonando en el despacho.

– Ginette, irás a cuidar al comisario. Está espachurrado como un buey, la panza slac y dolor en la cocorota.

– Saint-Preux te llevará lo necesario -dijo el superintendente de nuevo al teléfono-. No te muevas de casa, ¿eh? Nos veremos mañana cuando te hayas mejorado.


Adamsberg pasó por la ducha para que Ginette no le viera el rostro y las manos cubiertas de sangre seca. Se cepilló las uñas y, una vez vestido, salvo por el azulado chichón, estaba casi presentable.

Ginette le administró distintos remedios, para la cabeza, el vientre y las piernas. Desinfectó la herida de la frente y aplicó en ella una pomada viscosa. Luego, con gesto experto, examinó sus pupilas y controló sus reflejos. Adamsberg la dejaba hacer como si fuera un trapo. Tranquilizada por su examen, le hizo unas recomendaciones para la jornada. Tomar los medicamentos cada cuatro horas. Beber mucho; agua, por supuesto. Limpiarse el cuerpo y soltar el agua.

– ¿Soltar el agua?

– Orinar -explicó Ginette.

Adamsberg asintió pasivamente.

Discreta esta vez, le dejó algunos periódicos que había traído para distraerle, en un momento dado, si se sentía capaz de leer, y provisiones para la tarde. Unos colegas de lo más previsores, ciertamente, habría que indicarlo en el informe.

Dejó los periódicos en la mesa y volvió a acostarse empilchado. Durmió, soñó, contempló el ventilador del techo, levantándose cada cuatro horas para tragar los medicamentos de Ginette; beber, soltar el agua y tenderse enseguida. Se sintió mejor hacia las ocho de la tarde. El dolor de cabeza se escurría por la almohada y sus piernas recuperaban consistencia.

Laliberté le llamó entonces para tener noticias y se levantó casi con normalidad.

– ¿No estás peor? -preguntó el superintendente.

– Mucho mejor, Aurèle.

– ¿Has soltado la cogorza? ¿La resaca?

– Del todo.

– Me alegro. No te des demasiada prisa, mañana os llevaremos al aeropuerto. ¿Quieres que vengan a ayudarte con las maletas?

– Irá bien. Casi estoy recuperado.

– Pasa buena noche entonces, y recupera el aplomo.

Adamsberg se obligó a tragar parte de la cena que Ginette le había dejado; luego decidió ir hasta su río, para verlo por última vez. El termómetro marcaba menos diez grados.

El guarda le detuvo en la puerta.

– ¿Va todo mejor? -preguntó-. Ayer por la noche estaba usted en muy mal estado. Cuadrilla de mierda. ¿Los agarró, al menos?

– Sí, a toda la banda. Siento haberle despertado.

– No es nada, no dormía. Eran casi las dos de la madrugada. Actualmente, tengo insomnio.

– ¿Casi las dos de la madrugada? -dijo Adamsberg regresando sobre sus pasos-. ¿Tan tarde?

– Las dos menos diez, exactamente. Y yo no dormía, es asqueroso.


Preocupado, Adamsberg se hundió los puños en los bolsillos, bajó hacia el Outaouais y tomó de inmediato a la derecha. Nada de sentarse con ese frío y nada de encontrarse con aquella furia de Noëlla.

Las dos menos diez de la madrugada. El comisario iba y venía por la corta playa que flanqueaba la ribera. El boss de las ocas marinas se empeñaba aún, alineando sus tropas para pasar la noche, llamando al orden a los fugados y los extraviados. Escuchaba el imperioso graznido a sus espaldas. He aquí un tipo que no se andaba por las ramas y que, ciertamente, no se agarraría una borrachera el domingo por la noche en un café de la calle Laval. Podía estar seguro de eso. Adamsberg detestó más aún, por ello, al impecable boss. Un ganso que debía de comprobar el orden de sus plumas cada mañana y atarse los cordones. Se levantó el cuello de la chaqueta. Deja en paz a ese tipo y reflexiona, devánate los sesos, como había dicho Clémentine, no debe de ser difícil la comprensión. Tenía que seguir los consejos de Sanscartier y de Clémentine. De momento, ésos eran sus únicos ángeles custodios: una anciana insólita y un sargento inocente. A cada cual sus ángeles. Piénsalo.

Las dos menos diez de la madrugada. Antes de la rama, lo recordaba todo. Había preguntado la hora al barman. Las diez y cuarto, hora de que vayas a acostarte, man. Por vacilante que fuera, no debía de haber tardado más de cuarenta minutos en llegar a la rama. Pongamos tres cuartos de hora con las eses. No más, pues sus piernas le soportaban entonces sin problema alguno. Había chocado, pues, con la rama hacia las once. Y luego aquel despertar, fuera ya del camino, y veinte minutos como máximo para llegar al inmueble. Lo que significaba que había recuperado el conocimiento a la una y media de la madrugada. Es decir, que habían transcurrido dos horas y media entre la rama y su nauseabundo despertar en el lindero del camino. Carajo, dos horas y media para un tramo que recorría, normalmente, en media hora.

¿Qué coño había podido hacer durante dos horas y media? Ni el menor recuerdo. ¿Todo aquel tiempo sin sentido? ¿A menos doce grados? Se habría helado allí. Había tenido que caminar, se había movido. A menos que no hubiera dejado de caer durante todo el camino, en una progresión discontinua, interrumpida por desvanecimientos.

El alcohol, las mezclas. Había conocido tipos que se pasaban toda una noche berreando sin recordar, luego, nada en absoluto. Tipos en la celda de recuperación que preguntaban por sus andanzas de la víspera, tras haber zurrado a su mujer y tirado el perro por la ventana. Unas lagunas en la memoria de dos o tres horas antes del sueño que te fulmina. Actos, palabras, profusión de gestos que no se habían grabado en su memoria degollada por el alcohol. Como si aquella impregnación impidiera cualquier huella del recuerdo, como la tinta del bolígrafo babea por un papel empapado.

¿Qué había tragado? Tres whiskies, cuatro copas de vino, coñac. Y si el barman, un especialista sin duda, había considerado necesario darle puerta, debía de tener excelentes razones para hacerlo. Los barmans son tipos que evalúan el grado de alcohol con la misma seguridad que los detectores de la GRC. El camarero había visto que su cliente cruzaba la línea roja, y ni siquiera por algunas piastras más le habría servido una sola copa. Son gente así, con su apariencia de comerciantes, son químicos, vigilantes filantrópicos, salvadores en plena mar. Por lo demás, le había encasquetado el gorro en la cabeza, lo recordaba muy bien.

Eso era todo lo que podía decir, concluyó Adamsberg poniéndose en camino hacia el estudio. Una trompa monumental y un golpe en la frente. Borracho y sin sentido. Había tardado dos horas y media en recorrer aquel jodido sendero, avanzando y derrumbándose. Tan ebrio que su empapada memoria se había negado a tomar nota de nada. Había entrado en un bar buscando el famoso olvido agazapado en el fondo de las copas. Pues bien, había logrado su objetivo y lo había superado con creces.


Al regresar, se sentía lo bastante bien para hacer sus maletas y dejar como una patena el estudio blanco. Un espacio limpio, eso es lo que hubiera deseado encontrar en París. Se sentía saturado de aquellas turbulencias en las nubes, de aquellos oscuros cúmulos que chocaban unos con otros como sapos hinchados, sin olvidar el rayo, por supuesto. Era preciso disociar, cortar las nubes en pedacitos, depositar cada una de las briznas en un alvéolo, en una plaqueta de tratamiento, en lugar de llevárselo todo amontonado en un gran saco, intransportable. Se enfrentaría a los escollos como le habían enseñado aquí, dando paladas a las nubes, muestra tras muestra y por orden de longitud. Si era capaz de hacerlo. Pensó en el próximo escollo que se anunciaba: la presencia de Noëlla, al día siguiente, en el aeropuerto, preparada para el vuelo de las veinte y diez.

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