LVIII

Adamsberg y Brézillon habían acordado una cita en un discreto café del distrito 7, a primera hora de la tarde. El comisario se dirigía hacia allí con la cabeza gacha bajo su gorro polar. La noche anterior había permanecido despierto mucho tiempo, después de la partida de Josette, dibujando círculos aéreos y ardientes en la oscuridad. Desde que hojeó descuidadamente aquel periódico en la Brigada, le parecía haber atravesado sin respiro todo un tumulto, haberse lanzado a las tormentas en una balsa sacudida por los vientos de Neptuno, desde hacía cinco semanas y cinco días. Como una perfecta hacker, Josette había dado en el blanco y le extrañaba no haberlo comprendido antes. El niño había sido concebido en Lisboa y era hijo suyo. Aquel descubrimiento había apaciguado una borrasca al tiempo que levantaba un soplo de inquietud que jadeaba y silbaba en el cercano horizonte.

«Es usted un verdadero gilipollas, comisario.» Por no haber comprendido nada. Danglard había permanecido sentado como un fardo triste y pesado sobre su secreto. Camille y él, ambos rígidos y en silencio, mientras huía a lo lejos. Tan lejos como Raphaël se había exiliado.

Raphaël podía sentarse ahora pero él tenía que seguir corriendo. Filtro tras filtro, había ordenado Josette, calzada con sus gruesas zapatillas azul celeste. El filtro del sendero seguía siendo inaccesible, pero el de Fulgence estaba a su alcance. Adamsberg empujó la puerta giratoria del lujoso café, en la esquina de la avenida Bosquet. Algunas damas tomaban el té, otras un pastís. Descubrió a su Brézillon acomodado, como un monumento gris, en una banqueta de terciopelo rojo, con un vaso de cerveza en la mesa de madera brillante.

– Quítese ese gorro -le dijo enseguida Brézillon-. Parece un campesino.

– Es mi sistema de camuflaje -explicó Adamsberg dejándolo en una silla-. Técnica polar que oculta los ojos, las orejas, las mejillas y el mentón.

– Dese prisa, Adamsberg, ya le he hecho un favor aceptando esta entrevista.

– Pedí a Danglard que le informara de las consecuencias de la exhumación. La edad del juez, la familia Guillaumond, el matricidio, la mano de honores.

– Lo hizo.

– ¿Cuál es su opinión, señor?

Brézillon encendió uno de sus gruesos cigarrillos.

– Favorable, salvo en dos puntos. ¿Por qué se echó el juez quince años más? Es evidente que cambió de nombre después del matricidio. Y en el maquis, la operación era fácil. Pero ¿la edad?

– Fulgence valoraba el poder y no la juventud. Diplomado en derecho a los veinticinco años, ¿qué podía esperar después de la guerra? Sólo la lenta andadura de un pequeño jurista que escalase, uno a uno, los peldaños. Fulgence deseaba algo distinto. Con su inteligencia y algunas referencias falsas, podía llegar rápidamente a los grados más altos. Siempre que tuviera edad para aspirar a ellos. Su ambición necesitaba madurez. Cinco años después de su huida, era ya juez en el tribunal de Nantes.

– Entendido. Segundo punto. Noëlla Cordel no tiene nada que la designe como decimocuarta víctima. Su nombre escapa a toda relación con los honores del juego. De modo que yo sigo hablando con un asesino fugado. Todo eso no prueba su inocencia, Adamsberg.

– Hay otras víctimas excedentes en la andadura del juez. Michaël Sartonna, por ejemplo.

– Nada lo prueba.

– Pero es una presunción. Como lo de Noëlla Cordel. Y lo mío.

– ¿Qué quiere decir?

– Si el juez decidió tenderme una trampa en Quebec, su mecanismo se atascó. Escapé de las manos de la GRC y la exhumación le priva de su refugio mortuorio. Si consigo hacerme oír, lo perderá todo, su reputación, su honor. No correrá ese riesgo. Reaccionará muy pronto.

– ¿Eliminándole?

– Sí. Debo pues facilitarle las cosas. Debo regresar a mi casa a la luz del día. Y vendrá. Eso es lo que he venido a pedirle, unos días.

– Está usted como una cabra, Adamsberg. ¿Piensa utilizar el viejo truco del reclamo? ¿Con un loco de atar que tiene trece crímenes en su haber?

O, más bien, el viejo truco del mosquito escondido al fondo de un oído, pensó Adamsberg, el viejo truco del pez hundido en los lodos de un lago, y a los que se atrae con la claridad de una lámpara. Pesca nocturna con candil. Y, esta vez, el pez manejaba el tridente, no el hombre.

– No hay otro modo de lograr que emerja.

– Comportamiento sacrificial, Adamsberg, que no le absolverá del crimen de Hull. Si el juez no le mata.

– Ése es el riesgo.

– Si le agarran en su domicilio, vivo o muerto, la GRC me acusará de incompetencia o de complicidad.

– Dirá usted que levantó la guardia para arponearme mejor.

– Lo que me obligará a conceder de inmediato su extradición -dijo Brézillon apagando su colilla con el ancho pulgar.

– De todos modos, la concedería usted dentro de cuatro semanas y media.

– No me gusta convertir a mis hombres en muñecos de un pim-pam-pum.

– Piense que no soy ya su hombre, sino un fugitivo autónomo.

– Concedido -suspiró Brézillon.

Aspirado por el efecto lamprea, pensó Adamsberg. Se levantó y se encasquetó el camuflaje polar. Por primera vez, Brézillon le tendió la mano para saludarle. Un reconocimiento, sin duda, de que no estaba seguro de volverlo a ver en pie.

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