XL

El comisario verificó en un escaparate que su maquillaje aguantaba y se apostó, a partir de las seis de la tarde, en un punto del trayecto de regreso de Adrien Danglard. Vio a lo lejos su gran cuerpo blando pero el capitán no reaccionó al cruzarse con Jean-Pierre Émile Roger Feuillet. Adamsberg le agarró rápidamente del brazo.

– Ni una palabra, Danglard, adelante.

– Dios mío, pero ¿qué le pasa? -dijo Danglard intentando soltar su brazo-. ¿Quién es usted?

– Yo, un hombre de negocios. Yo, Adamsberg.

– Mierda -dijo Danglard en un suspiro, examinando rápidamente aquel rostro para adivinar los rasgos de Adamsberg bajo aquella piel pálida, aquellos ojos enrojecidos, aquel cráneo medio calvo.

– ¿Ya está, Danglard?

– Debo hablar con usted -dijo el capitán lanzando una mirada a su alrededor.

– Yo también. Tomaremos por aquí, subiremos a su casa. Nada de gilipolleces.

– En mi casa de ningún modo -dijo Danglard con una voz baja y firme-. Finja que me ha pedido usted una información y márchese. Nos veremos dentro de cinco minutos en la escuela de mi hijo, segunda calle a la derecha. Pregunte por mí al bedel, nos encontraremos en la sala de juegos.

El blando brazo de Danglard escapó del comisario, que le vio marcharse y doblar la esquina.


En la escuela encontró a su adjunto, aguardándole en una silla infantil de plástico azul, rodeado de un montón de globos, libros, cubos y cocinitas. Sentado a treinta centímetros del suelo, Danglard le pareció ridículo. Pero no tuvo más remedio que acomodarse a su lado, en una silla de la misma altura, aunque roja.

– ¿Le sorprende ver que he escapado de las garras de la GRC? -preguntó Adamsberg.

– Reconozco que sí.

– ¿Le decepciona? ¿Le inquieta?

Danglard le miró sin responder. Aquel tipo calvo y blanco como el yeso, del que salía la voz de Adamsberg, le fascinaba. El benjamín del capitán miraba, alternativamente, a su padre y al extraño tipo del traje beige.

– Voy a contarle una nueva historia, Danglard. Pero mejor sería que alejase a su hijo con un libro. Es algo sangriento.

Danglard alejó al niño susurrándole unas palabras, sin apartar la mirada de Adamsberg.

– Se trata de una pequeña película de miedo, capitán. O de una emboscada, como usted quiera. Pero tal vez sepa ya la historia…

– La leí en los periódicos -dijo prudentemente Danglard, espiando la mirada fija del comisario-. Supe los cargos que pesan sobre usted, y lo de su huida.

– ¿Lo ignora entonces? ¿Como un recién llegado?

– Si lo quiere así.

– Voy a proporcionarle los detalles, capitán -dijo Adamsberg acercando su sillita.

Mientras duró su relato, expuesto sin omitir el menor detalle, desde su primera entrevista con el superintendente hasta su estancia en casa de Basile, Adamsberg escrutaba las expresiones del capitán. Pero el rostro de Danglard sólo reflejaba inquietud, escrupulosa atención y, a veces, asombro.

– Ya le dije que era una mujer excepcional -dijo Danglard cuando Adamsberg concluyó su historia.

– No he venido a charlar sobre Retancourt. Hablemos más bien de Laliberté. Es muy fuerte, ¿no? Todo lo que ha podido averiguar sobre mí en tan poco tiempo. Hasta el hecho de que yo no recordara las dos horas y media pasadas en el sendero. Esta amnesia me resultó fatal. Una buena prueba de cargo.

– Por fuerza.

– Pero ¿quién lo sabía? Ni un solo miembro de la GRC estaba al corriente. Ni un solo miembro de la Brigada.

– ¿Acaso lo supuso? ¿Lo adivinó?

Adamsberg sonrió.

– No, en el expediente estaba mencionado como una certeza. Cuando digo «ni un solo miembro de la Brigada» exagero. Usted, Danglard, estaba al corriente.

Danglard inclinó lentamente la cabeza.

– De modo que sospecha usted de mí -dijo tranquilamente.

– Eso es.

– Pura lógica -advirtió Danglard.

– Por una vez que doy pruebas de ello, debiera sentirse satisfecho.

– No, por una vez, mejor habría hecho absteniéndose.

– Estoy en un infierno y todos los medios son buenos. Incluso esta jodida lógica que tanto ha intentado usted enseñarme.

– Como en la guerra. Pero ¿qué dice su intuición? ¿Y sus vagabundeos? ¿Y sus sueños? ¿Qué dicen de mí?

– ¿Me pide usted que los convoque?

– Por una vez, sí.

El dominio de su adjunto y la constancia de su mirada afectaban a Adamsberg. Conocía de memoria los limpios ojos de Danglard, que no eran aptos para enmascarar la menor emoción. En ellos podía verse todo, miedo, reprobación, placer, desconfianza, tan fácilmente como si se tratase de peces nadando en un estanque. Y nada encontraba en ellos que indicase la menor retracción. Curiosidad y reflexión eran los únicos peces que nadaban, de momento, en los ojos de Danglard. Mezclado, de vez en cuando, con un discreto alivio al volver a verle.

– Mis sueños me dicen que no está usted metido en eso. Pero son sueños. Mis vagabundeos me cuentan que no lo habría hecho usted, o no así.

– ¿Y qué dice su intuición?

– Me habla de la mano del juez.

– Tozuda, ¿no es cierto?

– Usted me ha hecho la pregunta. Y sabe muy bien que mis respuestas no le gustan. Sanscartier me aconsejó que subiera la cuesta y me aferrara. Por lo tanto, me aferró.

– ¿Puedo hablar ahora? -preguntó Danglard.

Entretanto, el niño, cansado de la lectura, se había acercado a ellos y se había sentado en el regazo de Adamsberg, al que había acabado identificando.

– Hueles a sudor -le dijo interrumpiendo la conversación.

– Es posible -respondió Adamsberg-. He viajado.

– ¿Por qué vas disfrazado?

– Para jugar en el avión.

– ¿A qué?

– A policías y ladrones.

– Tú eras el ladrón -afirmó el mocoso.

– Es cierto.

Adamsberg pasó la mano por el pelo del muchacho, para terminar la conversación, y levantó la cabeza hacia su adjunto.

– Alguien ha registrado su casa -dijo Danglard-. No es seguro.

Adamsberg le indicó por signos que siguiera.

– Hace más de una semana, el lunes por la mañana, encontré su fax pidiendo que enviara las carpetas a la GRC. Con las P y O mayores que de costumbre. Al principio pensé en «POcO» o en «POdadO», Como si fuese una llamada, es decir, «Que sea poco, Danglard, pódelo». Es decir, «Tenga cuidado, Danglard». Luego pensé «PeligrO», lo que viene a ser lo mismo.

– Bien visto, capitán.

– ¿Aquel día no sospechaba aún de mí?

– No. El espíritu lógico sólo me visitó al día siguiente, por la noche.

– Lástima -murmuró Danglard.

– Continúe. ¿Y las carpetas?

– Yo estaba alerta, pues. Tomé la copia de su llave de donde está siempre, en el primer cajón de su despacho, en la caja de los clips.

Adamsberg asintió con un parpadeo.

– La llave estaba allí, sí, pero al lado de la caja. Habría podido usted moverla con las prisas de la partida. Pero desconfié, por lo de la P y la O.

– E hizo bien. Meto siempre la llave en la caja, hay una hendidura en el cajón.

Danglard lanzó una ojeada al blanco comisario. La mirada de Adamsberg había recuperado, casi, su habitual dulzura. Y, curiosamente, el capitán no le reprochaba haber sospechado que era un traidor. Tal vez él hubiera hecho lo mismo.

– Una vez en su casa, miré pues cuidadosamente. ¿Recuerda usted que yo mismo había guardado las carpetas y la caja?

– Sí, por lo de mi herida.

– Creo que yo las había dejado mejor colocadas. Había puesto la caja muy atrás, en el armario. Aquel lunes, no estaba en el fondo. ¿La tocó usted luego? ¿Por lo de Trabelmann?

– No, la caja no.

– Dígame, ¿cómo se las arregla?

– ¿Para qué?

Danglard señaló a su chiquillo que, con la cabeza puesta aún bajo la mano de Adamsberg, se había dormido en su vientre.

– Ya lo sabe usted, Danglard. Adormezco a la gente. También a los niños.

Danglard le lanzó una mirada de envidia. Hacer que Vincent se durmiera resultaba siempre un problema.

– Todo el mundo sabe dónde está la copia de la llave -prosiguió.

– ¿Un topo, Danglard? ¿En la Brigada?

Danglard vaciló y dio una leve patada a un globo, que voló a través de la sala.

– Es posible -dijo.

– ¿Y qué buscaba? ¿Las carpetas sobre el juez?

– Eso se me escapa. El móvil. Hice tomar huellas en la llave. Sólo las mías. O borré las precedentes o el visitante limpió la llave antes de colocarla en el cajón.

Adamsberg entornó los ojos. ¿Quién, en efecto, estaría interesado en conocer los casos del Tridente, casos que él nunca había ocultado? La tensión del viaje y su jornada sin sueño gravitaban sobre sus hombros. Pero saber, sin duda, que Danglard no le había traicionado le relajaba. Aunque no tuviera pruebas de la inocencia de su adjunto, salvo la legibilidad de su mirada.

– ¿No interpretó usted ese «Peligro» de otro modo?

– Consideré que algunos elementos del crimen de 1973 no debían enviarse a la GRC. Pero el visitante había pasado antes que yo.

– Mierda -dijo Adamsberg incorporándose e incomodando el sueño del pequeño.

– Y lo había devuelto todo a su lugar -concluyó el capitán.

Danglard se llevó la mano al bolsillo interior y sacó tres hojas dobladas en cuatro.

– No se separan de mí -añadió tendiéndoselas a Adamsberg.

El comisario les echó una ojeada. Eran, en efecto, los documentos que había esperado que Danglard apartase. Y el capitán los llevaba encima desde hacía once días. Prueba de que no había intentado venderlo a Laliberté. Salvo si le había enviado una copia.

– Esta vez, Danglard -dijo Adamsberg devolviéndole las hojas-, me comprendió usted a más de diez mil kilómetros y sólo con una señal ínfima. ¿Cómo es posible que, a veces, no nos comprendamos estando a un metro?

Danglard lanzó otro globo por los aires.

– Nos preocupan los mimos temas, supongo -respondió con una leve sonrisa.

– ¿Por qué lleva encima estas hojas? -prosiguió Adamsberg tras una pausa.

– Porque desde su huida me vigilan permanentemente. Hasta en mi inmueble, adonde esperan que venga usted a verme si se les escapa. Algo que, por otra parte, se disponía a hacer de inmediato. Por eso estamos en esta escuela.

– ¿Brézillon?

– Evidentemente. Sus hombres registraron oficialmente su apartamento en cuanto la GRC dio la alerta. Brézillon tiene órdenes y está hecho una furia. Uno de sus comisarios asesino y fugitivo. De común acuerdo con las autoridades canadienses, el Ministerio se ha comprometido a echarle mano si pone los pies en tierra francesa. Toda la pasma del país ha sido avisada. Es inútil, claro está, que asome usted la nariz por su casa. Y por el taller de Camille, ídem. Todos sus potenciales puntos de llegada están rodeados.

Adamsberg acariciaba maquinalmente la cabeza del niño y eso parecía sumirle en un sueño más profundo aún. Si Danglard le hubiera traicionado, no le habría llevado a esa escuela para evitar que cayera en manos de la pasma.

– Perdone mis sospechas, capitán.

– La lógica no es su punto fuerte, eso es todo. En el futuro, desconfíe de ella.

– Se lo repito desde hace años.

– No, no de la lógica en sí. Sólo de la suya. ¿Se le ocurre algún escondrijo? Su maquillaje no aguantará mucho tiempo.

– He pensado en la vieja Clémentine.

– Está muy bien -aprobó Danglard-. No va a ocurrírseles y estará usted tranquilo.

– Y acabado para el resto de mis días.

– Lo sé. Pienso en esto desde hace una semana.

– ¿Está seguro, Danglard, de que no forzaron mi cerradura?

– Seguro. El visitante utilizó la llave. Es alguien de los nuestros.

– Hace un año, yo no conocía a ningún miembro del equipo, salvo a usted.

– Tal vez uno de ellos le conociese. Puso usted entre rejas a bastantes tipos. Lo que puede suscitar odios, revanchas. El miembro de una familia decidido a hacérselo pagar. Alguien que monta la jugada contra usted, utilizando ese viejo caso.

– ¿Quién podía conocer la historia del Tridente?

– Todos los que le vieron marcharse a Estrasburgo.

Adamsberg movió la cabeza.

– No era posible establecer el vínculo entre Schiltigheim y el juez -dijo-. A menos que yo mismo lo expusiera. Sólo un hombre podía establecer la relación. Él.

– ¿Cree usted que su muerto viviente entró en la Brigada? ¿Que tomó sus llaves y examinó sus carpetas sólo para saber qué había averiguado usted de Schiltigheim? De todos modos, un muerto viviente no necesita llaves, atraviesa las paredes.

– Es muy cierto.

– Si está usted de acuerdo, establezcamos una cosa para el Tridente. Llámelo usted el Juez o Fulgence si quiere, y déjeme que yo le llame el Discípulo. Un ser del todo vivo que culminaría, eventualmente, el recorrido del difunto juez. Es todo lo que puedo concederle, y eso nos evitará molestias.

Danglard lanzó otro globo por los aires.

– ¿Me ha dicho usted -prosiguió cambiando bruscamente de tema- que Sanscartier se mostraba reticente?

– Según Retancourt. ¿Le importa eso?

– Me gustaba ese tipo. Muy lento, sí, pero me gustaba. Su reacción sobre el terreno me interesa. ¿Y Retancourt? ¿Qué le ha parecido?

– Excepcional.

– Me habría gustado librar con ella ese combate cuerpo a cuerpo -añadió Danglard con un suspiro que contenía, al parecer, una auténtica pesadumbre.

– No creo que hubiera aguantado el peso con su tamaño. La experiencia fue prodigiosa, Danglard, pero no vale la pena matar por eso.


La voz de Adamsberg se había hecho más sorda. Ambos se alejaron lentamente hacia el fondo de la sala, pues Danglard había decidido que el comisario saliera por la puerta del garaje. Adamsberg seguía llevando al niño dormido en brazos. Sabía en qué túnel sin salida se metía ahora, y Danglard también.

– No tome el metro ni el autobús -le aconsejó Danglard-. Vaya a pie.

– Danglard, ¿quién puede saber que perdí la memoria el 26 de octubre? ¿Además de usted?

Danglard reflexionó unos instantes, haciendo tintinear unas monedas en su bolsillo.

– Sólo otra persona -declaró por fin-. La que logró arrebatársela.

– Lógico.

– Sí. Mi lógica.

– ¿Quién, Danglard?

– Alguien que nos acompañó hasta allí, uno de los otros ocho. Menos usted, Retancourt y yo, igual a cinco. Justin, Voisenet, Froissy, Estalère y Noël. El o la que busca en sus carpetas.

– ¿Y qué hace usted con el Discípulo?

– No gran cosa. Primero pienso en elementos más concretos.

– ¿Como…?

– Como sus síntomas la noche del 26. Me preocupan, sí. Me preocupan mucho. La flojera en las piernas me confunde.

– Yo estaba borracho como una cuba, ya lo sabe.

– Precisamente. ¿Tomaba usted, entonces, algún medicamento? ¿Algún calmante?

– No, Danglard. Creo que los calmantes están contraindicados en mi caso.

– Es cierto. Pero las piernas le fallaban, ¿no es eso?

– Sí -dijo Adamsberg sorprendido-. No podían aguantarme.

– ¿Sólo tras golpearse con la rama? ¿Es eso lo que me ha dicho? ¿Está seguro?

– Claro que sí, Danglard. ¿Y qué?

– Pues bien, la cosa no cuadra. ¿Y no hubo dolor, al día siguiente? ¿Golpes? ¿Cardenales?

– Me dolía la frente, la cabeza y el vientre, se lo repito. Pero ¿por qué le molesta lo de mis piernas?

– Un eslabón de mi lógica que falta. Déjelo correr.

– Capitán, ¿podría darme usted su ganzúa?

Danglard vaciló, luego abrió su bolsa y sacó la herramienta, poniéndola en el bolsillo del traje de Adamsberg.

– No corra riesgos. Y guárdese esto -dijo añadiendo un fajo de billetes-. No es momento para que saque dinero de un cajero automático.

– Gracias, Danglard.

– ¿Podría devolverme al niño antes de marcharse?

– Perdón -dijo Adamsberg tendiéndole a su hijo.

Ninguno dijo «hasta la vista». Una frase inconveniente cuando uno ignora si volverá a ver al otro. Una frase banal y cotidiana, pensó Adamsberg sumiéndose en la noche, y que ahora le era inaccesible.

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