XII

Su tren hacia París no saldría antes de una hora y Adamsberg decidió, como desafiando a Trabelmann, ir a rendir honores a la catedral de Estrasburgo. La rodeó a pie puesto que su destino era, según el comandante, que su ego alcanzara aquellas colosales dimensiones de otra edad. Luego recorrió la nave, los deambulatorios, y se empeñó en leer los cartelitos. «Edificio del más puro y osado estilo gótico.» Muy bien, ¿qué más podía querer Trabelmann? Levantó la cabeza hacia el vértice de la torre, «obra maestra que se eleva a 142 m de altura». Él apenas alcanzaba la talla reglamentaria para ser aceptado en la policía.

En el tren, al pasar por el bar, las hileras de botellines llevaron sus pensamientos hacia Vétilleux. A aquellas horas, Trabelmann le conducía sin duda por el camino de la confesión, como un animal borracho que fuera hacia el matadero. A menos que Vétilleux recordara sus consejos, a menos que resistiera. Qué extraño era que le guardara a la desconocida Josie tanto rencor por haber plantado a Vétilleux, abandonándole en plena caída, cuando él también había dejado a Camille en un abrir y cerrar de ojos.

En la comisaría, le sorprendió un olor a alcanfor y se detuvo en la Sala del Concilio, donde Noël, con la camisa desabrochada y la frente apoyada en sus dedos cruzados, dejaba que la teniente Retancourt le diera un masaje en la nuca. Sus manos corrían de los hombros a la raíz del pelo, efectuando unos movimientos circulares y longitudinales que parecían haber sumido a Noël en una beatitud de niño. Éste dio un respingo al percatarse de la presencia del comisario y se abrochó aprisa la camisa. Retancourt no manifestó la menor turbación y tapó de nuevo, tranquilamente, su tubo de pomada, mientras dirigía un breve saludo a Adamsberg.

– Enseguida estoy con usted -le dijo-. Noël, nada de movimientos bruscos del cuello durante dos o tres días. Y si tiene que llevar algo pesado, utilice el brazo izquierdo más que el derecho.

Luego, Retancourt se dirigió hacia Adamsberg mientras Noël se largaba de la sala.

– Con este frío -explicó con toda naturalidad-, tiene un nudo en los músculos, y tortícolis.

– ¿Sabe usted relajarlos?

– Bastante bien. He preparado los expedientes para la misión de Quebec, los formularios han sido enviados y los visados están listos. Los billetes de avión nos llegarán pasado mañana.

– Gracias, Retancourt. ¿Está Danglard por aquí?

– Le espera. Ayer por la tarde logró la confesión de la hija de Hernoncourt. El abogado piensa alegar locura transitoria, lo que, por otro lado, parece que es verdad.

Danglard se levantó al verle entrar y le tendió la mano con cierta turbación.

– Al menos usted me estrecha la mano -dijo Adamsberg con una sonrisa-. Trabelmann ya no quiere. Páseme el informe Hernoncourt para que lo firme. Y mis felicitaciones por haber cerrado el caso.

Mientras el comisario firmaba, Danglard le observó tratando de averiguar si era una ironía, puesto que había sido el propio Adamsberg quien se había negado a arrestar al barón y había ordenado que siguieran aquella pista. Pero no, no había rastros de burla en su rostro, su felicitación parecía sincera.

– ¿Ha ido mal en Schiltigheim? -preguntó Danglard.

– Por un lado, muy bien. Un punzón nuevo y una línea de heridas de 16,7 cm de longitud por 0,8 de altura. Ya se lo dije, Danglard, el mismo travesaño. El culpable es un conejo sin madriguera, inofensivo y curda, la presa soñada para un halcón. Antes del drama, un anciano fue a propinarle el golpe de gracia. Según dijo, un compañero de miserias. Pero que bebía su vino con delicadeza en un vaso, negándose a tocar la botella de nuestro conejo curda.

– ¿Y por el otro lado?

– Claramente peor. Trabelmann se ha puesto en contra. Estima que sólo contemplo mi punto de vista sin considerar el de los demás. Para él, el juez Fulgence es un monumento. Lo mismo que yo, por otra parte, aunque de otro género.

– ¿De cuál?

Adamsberg sonrió antes de responder.

– La catedral de Estrasburgo. Dice que mi ego es tan grande como la catedral.

Danglard soltó un breve silbido.

– Una de las joyas del arte medieval -comentó-, con una torre de ciento cuarenta y dos metros levantada en 1439, obra maestra de Juan Hultz…

Con un leve gesto de la mano, Adamsberg interrumpió la continuación de la explicación erudita.

– No es poca cosa, a fin de cuentas -concluyó Danglard-. Un edificio gótico para un ego, para un egó-tico. Su Trabelmann es un bromista.

– Sí, de vez en cuando. Pero no le ha hecho mucha gracia el asunto, y me ha puesto de patitas en la calle como a un pordiosero. Hay que decir, en su descargo, que se enteró de que el juez había muerto hacía dieciséis años. Y eso no le gustó demasiado. Hay gente así, a la que este tipo de ideas le molesta.

Adamsberg levantó una mano para impedir la respuesta de su adjunto.

– ¿Le ha sentado bien? -prosiguió-. ¿El masaje de Retancourt?

Danglard sintió que la irritación le dominaba de nuevo.

– Sí -confirmó Adamsberg-. Tiene usted la nuca roja y huele a alcanfor.

– Tenía tortícolis. No es un delito, que yo sepa.

– Muy al contrario. No hay nada malo en hacerse algo bueno, y admiro el talento de Retancourt. Si no le molesta, y puesto que todo está firmado, voy a caminar un poco. Estoy cansado.

Danglard no advirtió la contradicción, típica de Adamsberg, ni intentó tener la última palabra a cualquier precio. Puesto que Adamsberg deseaba esta última palabra, que la tuviera y se la llevara. No sería un discurso apropiado lo que le sacaría de sus conflictos.


En la Sala del Capítulo, Adamsberg hizo una señal a Noël.

– ¿Lo de Favre? ¿Cómo está?

– Interrogado por el jefe de división y ya listo hasta las conclusiones de la investigación. Su careo se celebrará mañana a las once en el despacho de Brézillon.

– Ya he visto la nota.

– Ningún problema, si no hubiera usted roto la botella. Dado su carácter, no podía saber si tenía usted la intención de utilizar el vidrio contra él.

– Tampoco yo, Noël.

– ¿Cómo?

– Tampoco yo -repitió con calma Adamsberg-. En pleno jaleo, no lo sé. No creo que le hubiera atacado, pero no estoy seguro. El muy cretino me había sacado de mis casillas.

– Carajo, comisario, no le diga a Brézillon esas cosas o está usted jodido. Favre alegará legítima defensa y, por lo que a usted respecta, la cosa podría llegar muy lejos. Falta de credibilidad, poco fiable, ¿se da cuenta?

– Sí, Noël -respondió Adamsberg sorprendido por la solicitud de aquel teniente que, hasta entonces, nunca habría sospechado en él-. Me subo a la parra un poco, últimamente. Tengo un fantasma en los brazos y no es fácil de llevar.

Noël estaba acostumbrado a las incomprensibles alusiones del comisario y lo dejó pasar.

– Ni una palabra a Brézillon -prosiguió, ansioso-. Nada de examen de conciencia ni de introspección. Dígale que rompió la botella para impresionar a Favre. Que iba a tirarla al suelo, por supuesto. Eso es lo que todos creíamos y lo que todos diremos.

El teniente clavó los ojos en Adamsberg, buscando su asentimiento.

– De acuerdo, Noël.

Estrechándole la mano, Adamsberg tuvo la curiosa impresión de que, por un instante, los papeles se habían invertido.

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