XLII

El jefe de división Brézillon estaba suntuosamente alojado en la avenida de Breteuil y no regresaba a su casa antes de las seis o las siete. Y se sabía de buena fuente, es decir, por la Sala de los Chismes, que su mujer pasaba el otoño bajo la lluvia de Inglaterra. Si había en toda Francia un lugar donde la pasma no buscaría al fugitivo, era precisamente allí.

Adamsberg entró tranquilamente en el apartamento, con su ganzúa, a las cinco y media. Se instaló en un opulento salón con las paredes cargadas de libros, derecho, administración, pasmerío y poesía. Cuatro centros de interés bien determinados, muy bien separados en las estanterías. Seis estantes de poesía, mucho más abundante que en casa del cura del pueblo. Hojeó los tomos de Hugo, procurando no dejar restos de base de maquillaje en las preciosas encuadernaciones. Buscando aquella hoz arrojada al campo de estrellas. Un campo que ahora había localizado por encima de Detroit, aunque sin haber podido encontrar la hoz. Simultáneamente recitaba para sí el discurso que había preparado para el jefe de división, una versión en la que apenas creía, o en la que no creía ni un ápice, pero era la única que podía convencer a su superior. Se repetía en voz baja frases enteras, procurando enmascarar los vacíos de sus dudas y adoptar el tono de la sinceridad.


La llave giró en la cerradura menos de una hora más tarde y Adamsberg dejó el libro sobre sus rodillas. Brézillon dio un verdadero respingo, e hizo ademán de soltar un grito cuando vio a un desconocido Jean-Pierre Émile Roger Feuillet plantado en su salón. Adamsberg se puso un dedo en los labios y, acercándose a él, le tomó suavemente del brazo y le acompañó hasta el sillón que estaba frente al suyo. El jefe de división estaba más estupefacto que asustado, sin duda porque el aspecto de Jean-Pierre Émile era poco alarmante. Por efecto de la sorpresa, también, que le arrebató las palabras por unos instantes.

– Shtt, señor. Evitemos el jaleo. Eso sólo podría perjudicarle.

– Adamsberg -dijo Brézillon, reaccionando ante el sonido de su voz.

– Llegado de muy lejos por el placer de una entrevista.

– Eso no va a resultar tan sencillo, comisario -dijo Brézillon, dueño otra vez de sí mismo-. ¿Ve usted este timbre? Lo pulso y llegan los muchachos en paquetes de doce dentro de dos minutos.

– Concédame esos dos minutos antes de pulsarlo. Fue usted jurista, debe escuchar los testimonios de ambas partes.

– ¿Dos minutos con un asesino? Es usted muy exigente, Adamsberg.

– Yo no maté a la muchacha.

– Todos dicen eso, ¿no es cierto?

– Pero no todos tienen un topo en su equipo. Alguien entró en mi casa la antevíspera de su visita, con la copia de mi llave que se queda en la Brigada. Alguien consultó las carpetas sobre el juez y se interesó por ellas desde antes de mi primer viaje.

Agarrándose a su dudoso relato, Adamsberg hablaba rápidamente, consciente de que Brézillon le daría poco tiempo y de que debía conmoverlo muy deprisa. Aquel ritmo de elocución no le convenía y tropezaba con las palabras como un corredor que acelera y tropieza con las piedras.

– Alguien sabía que yo tomaba el sendero de paso. Sabía que tenía una amiguita allí. Alguien la mató al modo del juez y puso mis huellas en el cinturón, dejó la prueba en el suelo y no en el agua helada. Son demasiados indicios, señor. El expediente está demasiado completo, sin claroscuros. ¿Ha visto usted alguna vez algo semejante?

– O es la lamentable verdad. Era su amiguita, eran las huellas de sus manos, era su borrachera. El sendero que usted tomaba y su obsesión con el juez.

– No es una obsesión, es un asunto policial.

– Según usted. Pero ¿quién nos dice que no es usted un enfermo, Adamsberg? ¿Debo recordarle el asunto Favre? Peor aún, y signo de un mayor extravío: ha borrado usted de su mente esa noche asesina.

– ¿Y cómo lo han sabido? -preguntó Adamsberg inclinándose hacia Brézillon-. Sólo Danglard estaba al corriente y no dijo nada. ¿Cómo lo han sabido?

Brézillon frunció el ceño y se aflojó el nudo de la corbata.

– Sólo otra persona podía saber que yo había perdido la memoria -prosiguió Adamsberg, copiando la frase de su adjunto-. La que me la arrebató. Prueba de que no estoy solo en el asunto ni en el sendero.

Brézillon se levantó pesadamente, tomó un cigarrillo de su anaquel y volvió a sentarse. Indicio de un atisbo de interés por el jefe de división, de un momentáneo olvido del timbre de alarma.

– También mi hermano había perdido la memoria, como todos los que fueron detenidos después de los crímenes del juez. Leyó usted los expedientes, ¿no es cierto?

El jefe inclinó la cabeza encendiendo su grueso cigarrillo, sin filtro, algo parecido a los de Clémentine.

– ¿Alguna prueba?

– Ninguna.

– Todo lo que tiene usted, como defensa, es un juez muerto desde hace dieciséis años.

– El juez o su discípulo.

– Pura quimera.

– Las quimeras merecen un poco de atención, como las figuras poéticas -aventuró Adamsberg. Ganarse al hombre por su otra faceta. ¿Acaso un poeta pulsa sin vacilar un timbre de alarma?

Brézillon, arrellanado ahora en su gran sillón, exhaló una bocanada e hizo una mueca.

– La GRC -dijo, pensativo-. Lo que no me gusta, Adamsberg, es el procedimiento. Le convocaron como auxiliar, y lo creí. No me gusta que me mientan y tiendan trampas a uno de mis hombres. Método perfectamente ilícito. Légalité me engañó con falsos motivos. Una extradición antes de hora y una estafa jurídica.

El orgullo y la rectitud profesional de Brézillon lastimados por el cepo del superintendente. Adamsberg no había pensado en este elemento favorable.

– Ciertamente -añadió Brézillon-, Légalité me aseguró que sólo más tarde había descubierto las pruebas de la acusación.

– Eso es falso. Había constituido ya su expediente.

– Desleal -dijo Brézillon con una expresión desdeñosa-. Pero huyó usted de la justicia y no espero semejante actitud por parte de uno de mis comisarios.

– No he huido de la justicia porque no se había puesto en marcha. No se había hecho acusación alguna, no se me leyeron mis derechos. Era libre aún.

– Jurídicamente exacto.

– Era libre de estar harto, libre de desconfiar y de partir.

– Con maquillaje y documentación falsa, comisario.

– Llamémoslo una experiencia necesaria -improvisó Adamsberg-. Un juego.

– Juega usted a menudo con Retancourt?

Adamsberg se interrumpió, pues la imagen del cuerpo a cuerpo turbaba su pensamiento.

– Sólo cumplió con su misión de protección. Le obedeció a usted estrictamente.

Brézillon aplastó la colilla con una presión del pulgar. Un padre cinquero y una madre planchadora, imaginó Adamsberg, como los padres de Danglard. Un origen del que nadie puede renegar pese al terciopelo de los sillones, una especie de nobleza de espada que se lleva en el ojal y a la que se honra al elegir los cigarrillos y con el rudo movimiento de un pulgar.

– ¿Qué espera de mí, Adamsberg? -prosiguió el jefe de división frotándose el dedo-. ¿Que crea en su palabra? Demasiadas pruebas contra usted. Su visita a este domicilio es un leve punto a su favor. Como el hecho de que Légalité conociera su amnesia. Dos puntos, muy tenues.

– Si me entrega usted, la credibilidad de su Brigada caerá conmigo. Es un escándalo que podría evitarse si yo tuviera las manos libres.

– ¿Para que declare la guerra al Ministerio y a la GRC?

– No. Sólo pido que se levante la vigilancia policial.

– ¿Sólo eso? Piense que he firmado acuerdos.

– Que tiene usted el poder de evitar. Certificando que estoy en territorio extranjero. Seguiré escondido, evidentemente.

– ¿Es seguro el lugar?

– Sí.

– ¿Qué más?

– Un arma. Una placa nueva con otro nombre. Dinero para sobrevivir. Que Retancourt se reintegre en la Brigada.

– ¿Qué estaba usted leyendo? -preguntó Brézillon señalando el pequeño libro de cuero.

– Buscaba Booz dormido.

– ¿Por qué?

– Por dos versos.

– ¿Cuáles?

– «¿Qué Dios, qué segador del eterno estío, había, alejándose, arrojado negligentemente aquella hoz de oro en el campo de estrellas?»

– ¿Quién es la hoz de oro?

– Mi hermano.

– ¿O usted mismo, ahora? La hoz no es sólo la bondadosa luna. También corta. Puede cortar una cabeza, un vientre, ser dulce o cruel. Una pregunta, Adamsberg, ¿no duda de usted mismo?

Por el modo en que Brézillon se inclinó hacia delante, Adamsberg consideró que aquella banal pregunta era decisiva. De su respuesta dependía la extradición o las manos libres. Vaciló. Como era lógico, Brézillon desearía una gran seguridad que le pusiera a salvo de problemas. Pero Adamsberg barruntaba una expectativa de mayor magnitud.

– Sospecho de mí a cada segundo -respondió.

– Es la mejor garantía de un hombre y de una lucha auténtica -enunció con sequedad Brézillon, apoyándose de nuevo en el respaldo-. A partir de esta noche, queda usted libre, armado e invisible. No para la eternidad, Adamsberg. Seis semanas. Transcurrido este tiempo, volverá usted aquí, a esta habitación y a este sillón. Y la próxima vez, llame antes de entrar.

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