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Raphaël Adamsberg encontró el mensaje el viernes por la mañana, un mensaje al que su hermano había llamado «Tierra», por el grito de los marineros, pensó Raphaël, por el grito de los navegantes al descubrir las nebulosas señales de un continente. Tuvo que releer el correo varias veces para atreverse a comprender el sentido de aquella confusa maraña de dragones y vientos, escrita con impaciencia y fatiga, mezclando la oreja del juez, la arena, el matricidio, la edad de Fulgence, la mutilación de Guillaumond, la aldea de Collery, el tridente, el Mah-Jong, la mano de honores. Jean-Baptiste había tecleado con tanta rapidez que se había saltado letras y palabras enteras. En un temblor que llegaba hasta él, transmitido de hermano a hermano, de orilla a orilla, llevado de ola en ola, y que rompía en su refugio de Detroit y desgarraba sin miramientos la red de sombras por la que desplazaba su furtiva vida. No había matado a Lise. Permaneció tendido en su silla, dejando que su cuerpo flotara en aquella ribera, incapaz de descubrir qué sucesión de extrañas piruetas había permitido a Jean-Baptiste exhumar el itinerario de la matanza del juez. De niños, una vez se adentraron tanto en la montaña que ni el uno ni el otro fueron ya capaces de descubrir la aldea, ni siquiera un sendero. Jean-Baptiste había trepado sobre sus hombros. «No llores», le había dicho. «Intentaremos comprender por dónde pasaron los hombres, antes.» Y cada quinientos metros, Jean-Baptiste subía a su espalda. «Por ahí», decía volviendo a bajar.

Eso había hecho Jean-Baptiste. Encaramarse y mirar por dónde había pasado el Tridente, encontrar su sangrienta pista. Como un perro, como un dios, pensó Raphaël. Por segunda vez, Jean-Baptiste le devolvía a la aldea.

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