XLIII

La última misión de Jean-Pierre Émile Roger Feuillet fue adquirir un nuevo teléfono móvil. Luego, Adamsberg se liberó con alivio de aquella identidad en la ducha de Clémentine. Con cierta pesadumbre también. No es que se sintiera vinculado a aquel ser algo comprimido, pero le parecía una desvergüenza dejar que se diluyera en un hilillo de agua blanca aquel Jean-Pierre Émile que tan inapreciables servicios le había prestado. Le rindió pues un breve homenaje antes de recobrar su pelo castaño, su silueta y su tez habituales. Quedaba la calva y sería necesario disimularla hasta que el pelo volviera a crecer.

Seis semanas de plazo, un inmenso margen de libertad cedido por Brézillon pero un estrechísimo plazo para acosar al diablo o a su propio demonio.

Desalojarlo de sus antiguos refugios, había dicho Mordent, quitar el polvo a sus desvanes, taparle sus escondrijos, echar llave a los viejos baúles y los chirriantes armarios del fantasma. Es decir, colmar el vacío de sus investigaciones entre la muerte del juez y el asesinato de Schiltigheim. Aquello no le ayudaría a localizar su nuevo refugio, pero ¿quién sabe si el juez no iba a visitar, de vez en cuando, sus antiguos desvanes?

Exponía esta cuestión mientras cenaba con Clémentine y Josette, ante la chimenea: no esperaba que Clémentine le proporcionase sugerencias técnicas, pero escuchar a la anciana le relajaba y, tal vez por capilaridad, le fortalecía.

– ¿Es importante? -preguntó Josette con su vocecilla vacilante-. ¿Lo de esas viviendas? ¿Esas moradas del pasado?

– Eso creo -respondió Clémentine en lugar de Adamsberg-. Tiene que conocer todos los lugares donde vivió el monstruo. Los rincones de las setas son siempre los mismos, no cambian.

– Pero ¿es importante? -repitió Josette-. ¿Para el comisario?

– Ya no es comisario -cortó Clémentine-. Por eso está aquí, Josette, eso es lo que dice.

– Cuestión de vida o muerte -dijo Adamsberg sonriendo a la frágil Josette-. Su cabeza o la mía.

– ¿Hasta ese punto?

– Hasta ese punto. Y no puedo seguir su rastro con la nariz por todo el país.

Clémentine sirvió autoritariamente pastel de sémola con uvas. Y una ración doble obligatoria para Adamsberg.

– Y, si lo comprendo bien, no puede ya poner a sus hombres en el asunto -dijo tímidamente Josette.

– Te he dicho que ya no es nada -dijo Clémentine-. No tiene ya hombres. Está solo.

– Me quedan dos agentes, a título oficioso. No puedo asignarles una misión, tengo los movimientos bloqueados por todas partes.

Josette parecía reflexionar construyendo una casita con su porción de pastel.

– Bueno, Josette -dijo Clémentine-, si tienes una idea no dejes que se enmohezca. Nuestro muchacho sólo tiene seis semanas.

– ¿Es de confianza? -preguntó Josette.

– Come en nuestra mesa. No hagas preguntas tontas.

– Es decir -prosiguió Josette, ocupada aún en levantar su vacilante edificio de sémola-, que tiene que desplazarse y desplazarse. Si el comisario no puede ya moverse, si es una cuestión de vida o muerte…

Se interrumpió.

– Así es Josette -declaró Clémentine-. Restos de su educación, no podemos hacer nada. Los ricos charlan como caminan, con precauciones. Hierven de miedo. Bueno, ahora eres pobre, Josette, de modo que habla.

– Es posible desplazarse de un modo distinto que con las piernas -dijo Josette-. Eso es lo que quería decir. Y más deprisa y más lejos.

– ¿Cómo? -le preguntó Adamsberg.

– Con el teclado. Si se trata de encontrar viviendas, por ejemplo, puede recurrir a la red.

– Ya lo sé, Josette -respondió con amabilidad Adamsberg-. Por Internet. Pero las viviendas que estoy buscando no están a disposición del público. Están ocultas, son secretas, subterráneas.

– Sí -vaciló Josette-. Pero yo estaba hablando de la red subterránea. De la red secreta.

Adamsberg guardó silencio, no estaba seguro de comprender las palabras de Josette. Clémentine lo aprovechó para servir un vaso de vino.

– No, Clémentine, desde aquella borrachera ya no bebo.

– Oiga, ¿no va usted a coger una alergia además? Un vaso en la mesa es obligado.

Y Clémentine sirvió. Josette golpeaba los precarios muros de su casa de sémola, empotrando unas uvas como si fueran ventanas.

– ¿La red secreta, Josette? -preguntó con dulzura Adamsberg- ¿Por ahí viaja usted?

– Josette va a donde quiere por sus subterráneos -declaró Clémentine-. Y a veces está en Hamburgo y otras en Nueva York.

– ¿Pirata informático? -preguntó Adamsberg, pasmado-. ¿Hacker?

– Hackera, eso es -confirmó Clémentine con satisfacción-. Josette roba a los gordos y da a los flacos. Por los túneles. Tiene que beber ese vaso, Adamsberg.

– ¿Esos eran, Josette, las «transferencias» y los «repartos»? -preguntó Adamsberg.

– Sí -dijo ella encontrando, con rapidez, su mirada-. Nivelo.

Josette estaba hundiendo ahora una uva en el tejado para que representara la chimenea.

– ¿Y adónde van los fondos malversados?

– A una asociación, y a mi salario.

– ¿De dónde toma los fondos?

– Un poco por todas partes. De donde los escondan las grandes fortunas. Entro en las cajas de caudales y hago una punción.

– ¿Sin rastros?

– Sólo he tenido un problema en diez años, hace tres meses, porque tuve que actuar con prisas. Por eso estoy en casa de Clémentine. Hago desaparecer mis pasos, casi he terminado ya.

– Apresurarse no sirve de nada -dijo Clémentine-. Pero con él es especial, sólo tiene seis semanas. No hay que olvidarlo.

Adamsberg miraba estupefacto a aquel pirata, a aquel hacker encorvado a su lado, una mujercita de edad avanzada y flaca, de gestos temblorosos. Y que se llamaba Josette.

– ¿Dónde lo aprendió?

– La cosa viene sola cuando tienes destreza. Clémentine me dijo que estaba usted en un lío. Y, por Clémentine, si puedo prestarle algún servicio…

– Josette -interrumpió Adamsberg-, ¿sería usted capaz de entrar en los ficheros de un notario, por ejemplo? ¿De consultar sus expedientes?

– Es una base -respondió la voz frágil-. Si están informatizados, claro.

– ¿Averiguará sus códigos? ¿Desactivará sus barreras? ¿Como si saltara un muro?

– Sí -dijo modestamente Josette.

– En cierto modo, como un fantasma -resumió Adamsberg.

– Bien habrá que hacerlo -dijo Clémentine-. Porque lo que lleva encima es un maldito fantasma. Y hay que ver cómo se ha agarrado. Josette, no juegues con la comida, no es que a mí me moleste, pero a mi padre no le habría gustado.


Sentado con las piernas cruzadas y los pies desnudos en el viejo sofá de flores, Adamsberg sacó su nuevo teléfono para llamar a Danglard.

– Perdón -le dijo Josette-, ¿llama usted a un amigo seguro? ¿La línea es segura, entonces?

– Es nuevo, Josette. Y llamo a un móvil.

– Es difícil de descubrir pero, si supera los ocho o diez minutos, mejor haría cambiando de frecuencia. Le prestaré el mío, está equipado. Vigile la hora y cambie, pulsando ese botoncito. Le arreglaré el suyo, mañana.

Impresionado, Adamsberg aceptó el aparato trucado de Josette.

– Tengo seis semanas de plazo, Danglard. Arrancadas a la cara oculta de Brézillon.

Danglard emitió un silbido de asombro.

– Pues yo creía que sus dos caras eran de hielo.

– No, había una salida. La tomé. Obtuve un arma, una nueva placa y el levantamiento, parcial y oficioso, de la vigilancia. No garantizo nada por lo que a las escuchas se refiere, y no soy libre de ir de un lado a otro. Si me descubren, Brézillon caerá conmigo. Ahora bien, resulta que confía en mí durante unos días. Además, es un tipo que aplasta su colilla con el pulgar, sin quemarse. En resumen, no puedo comprometerle, no puedo ir a los ficheros.

– ¿Eso significa que voy yo?

– Y también a los archivos. Debemos colmar el vacío entre la muerte del juez y Schiltigheim. Es decir, descubrir los asesinatos con tres heridas de los dieciséis últimos años. ¿Puede encargarse de eso?

– Del Discípulo, sí.

– Envíelo por mail, capitán. Un segundo.

Adamsberg pulsó el botón indicado por Josette.

– Hay un zumbido -dijo Danglard.

– Acabo de cambiar de frecuencia.

– Sofisticado -comentó Danglard-. Un cacharro de mafioso.

– He cambiado de bando y de amistades, capitán. Me adapto.


Avanzada la noche, bajo los edredones algo fríos, Adamsberg miraba las ascuas del fuego en la oscuridad, evaluando las inmensas posibilidades que le abría la presencia, en aquellas paredes, de una vieja pirata electrónica. Intentaba recordar el nombre del notario que se había encargado de la venta de la mansión pirenaica. En su tiempo, lo había sabido. El notario de Fulgence debía de estar obligado, forzosamente, a un silencio absoluto. Algún jurista que, en su juventud, debía de haber cometido alguna irregularidad que Fulgence había ocultado. Y que había caído en el cesto, vasallo del magistrado para toda su vida. Ese nombre, maldición. Veía de nuevo la placa dorada brillando en la fachada de una casa burguesa, cuando había ido a consultar al hombre de leyes sobre la compra de la mansión. Recordaba a un hombre joven, de no más de treinta años. Con suerte, estaría todavía en activo.

La placa dorada se mezclaba, en sus ojos, con el llamear de las brasas. Recordaba un nombre sin alegría, oscuro. Repasó lentamente todas las letras del alfabeto. Desseveaux. Don Jérôme Desseveaux, notario. A quien el juez Fulgence tenía atrapado, con mano férrea, por los cojones.

Загрузка...