XXIX

La cantidad de trabajo que le aguardaba en la Brigada aquel jueves por la mañana, con cinco altas pilas de papeles, estuvo a punto de hacerle huir a lo largo del Sena; aunque éste le pareciese humildemente raquítico ante el poderoso Outaouais, el paseo le tentaba mucho más que la limpieza de los expedientes. «Lipiar», decía Clémentine. «Lipiar» lentejas, «lipiar» expedientes.

Su primer gesto fue colgar en el tablón de anuncios una postal del Outaouais haciendo rugir sus cascadas entre hojas rojas. Retrocedió y evaluó el efecto, que le pareció tan lamentable que la quitó de inmediato. Una imagen no es capaz de aportar el viento gélido, el estruendo de las aguas, el furioso graznido del boss de las ocas marinas.

«Lipió» los expedientes durante todo el día: controló, firmó, seleccionó, se enteró de los casos que habían caído sobre la Brigada durante la quincena. Un tipo había aporreado a otro en el bulevar Ney y se le había meado encima para ponerle la guinda. «La cagarías meándote en el cadáver, man.» Agarraría al tipo por las narices, y bien agarrado, gracias a su meada. Adamsberg firmó los informes de sus tenientes y dejó el trabajo para hacer una visita a la máquina de café, por lo de tomarse un solo. Mordent bebía un chocolate, encaramado en uno de los altos taburetes, como un gran pajarraco gris sobre una chimenea.

– Me he permitido seguir un poco su asunto en las Nouvelles d'Alsace -dijo secándose los labios-. Vétilleux está en preventiva, el juicio se celebrará dentro de tres meses.

– No fue él, Mordent. Traté por todos los medios de convencer a Trabelmann, pero ni por ésas, no me cree. Nadie.

– ¿No tienes pruebas suficientes?

– Ni una sola. El asesino es una especie de espectro y hace años ya que galopa entre brumas.

No iba a confiarle a Mordent que había muerto y perder así la confianza de sus hombres, uno tras otro. «No intentes que te crean», había dicho Sanscartier.

– ¿Y cómo piensa hacerlo? -preguntó Mordent, interesado.

– Esperando un nuevo crimen e intentando saltar sobre él antes de que se desvanezca.

– Qué mediocre -comentó Mordent.

– Evidentemente. Pero ¿cómo hace uno para agarrar a un fantasma?

Curiosamente, Mordent pensó en la cuestión. Adamsberg se acomodó en un taburete contiguo, con las piernas colgando en el vacío. Había ocho de esos altos taburetes atornillados a lo largo de la pared de la Sala de los Chismes, y Adamsberg pensaba a menudo que si ocho de ellos se instalaban allí al mismo tiempo tendrían todo el aspecto de un batallón de golondrinas en un hilo eléctrico a la espera de emprender el vuelo. Caso que no se había dado aún.

– ¿Cómo? -insistió Adamsberg.

– I-rri-tán-do-le -declaró Mordent.

El comandante hablaba siempre de un modo muy pausado, separando exageradamente las sílabas, haciendo más hincapié aún, a veces, en una de ellas, como un dedo eternizándose en una tecla de piano. Un ritmo de elocución entrecortado y lento, que perturbaba la impaciencia de muchos pero que convenía al comisario.

– ¿Más concretamente?

– En las historias, una familia se instala en una casa encantada. Hasta entonces, el fantasma del lugar se mantiene tranquilo y no jode a na-die.

Estaba claro que no sólo a Trabelmann le gustaban los cuentos. A Mordent también. A todo el mundo quizás, incluso a Brézillon.

– ¿Y luego? -preguntó Adamsberg, que se sirvió un segundo solo, a causa de la diferencia horaria, y volvió a encaramarse a su percha.

– Luego, los recién llegados i-rri-tan al fantasma. ¿Por qué? Porque tras-la-dan, limpian los armarios, sacan los viejos baúles, vacían el desván, le expulsan de su lugar. En resumen, le echan de sus escondrijos. Sí, le roban su secreto más ín-ti-mo.

– ¿Qué secreto?

– Bueno, siempre el mismo: su falta o-ri-gi-nal, su primer crimen. Pues si no hubiera una falta gravísima, el tipo no estaría condenado a recorrer la choza durante tres siglos. Emparedamiento de la esposa, fratricidio, ¿qué sé yo? La clase de asunto que produce fantasmas, vamos.

– Es cierto, Mordent.

– Luego, acorralado, privado de su refugio, el fantasma se enfada. Y ahí comienza todo. Se muestra, se venga, en fin, se vuelve alguien. A partir de entonces, puede empezar el combate.

– Por el modo en que habla de ello, lo cree. ¿Conoce alguno?

Mordent sonrió y se pasó la mano por la calva.

– Es usted el que habla de fantasmas. Yo sólo le cuento una historia. Es divertida. E interesante, además. En el fondo de los cuentos hay siempre algo muy pesado. Limo, un limo eterno.

El lago Pink cruzó por el pensamiento de Adamsberg.

– ¿Qué limo? -preguntó.

– Una verdad tan cruda que sólo se osa decirla disfrazándola de cuento. Todo está detrás de castillos con ropas del color del tiempo, espectros y asnos que cagan oro.

Mordent se divertía y lanzó su vaso a la basura.

– Todo estriba en no equivocarse al descifrar, y en apuntar bien.

– Irritarle, cerrar sus escondrijos, expulsar el pecado original.

– Es más fácil decirlo que hacerlo. ¿Ha leído usted mi informe sobre el cursillo quebequés?

– Leído y firmado. Se podría decir que estuvo usted allí. ¿Sabe quién hace guardia en la puerta de los cops quebequeses?

– Sí. Una ardilla.

– ¿Quién se lo ha dicho?

– Estalère. Es lo que más le ha deslumbrado. ¿Lo hacía de buen grado o por la fuerza?

– ¿Estalère?

– No, la ardilla.

– De buen grado, por vocación. También se encaprichó de una rubia y su trabajo se vio así perturbado.

– ¿Estalère?

– No, la ardilla.


Adamsberg volvió a su mesa, con la imaginación ocupada con los comentarios de Mordent. Vaciar los armarios, expulsar, acorralar, provocar. Irritar al muerto. Detectar con el láser la falta o-ri-gi-nal. Vaciarlo todo, sacarlo todo. Vasta empresa digna de un héroe de leyenda y en la que había fracasado durante catorce años. Sin caballo, sin espada, sin armadura.

Y sin tiempo. La emprendió con el segundo montón de expedientes. Al menos, esa obligación justificaba que no le hubiera dirigido aún la palabra a Danglard. Se preguntaba cómo gestionar ese nuevo mutismo. El capitán le había presentado sus excusas, pero el hielo seguía siendo sólido. Adamsberg había escuchado el parte meteorológico internacional, por la mañana, impulsado por cierta nostalgia. Las temperaturas en Ottawa seguían oscilando entre menos ocho grados de día y menos doce por la noche. El deshielo no estaba a la vista.


Sujeto a su segundo montón, el comisario sentía, al día siguiente, una leve turbación que susurraba en él como un insecto atrapado en su cuerpo, que zumbaba entre sus hombros y su vientre. Una sensación bastante familiar. Nada que ver con el malestar que le había atacado cuando el juez reapareció como un torpedo. No, era sólo aquel insecto zumbando, una nadería que golpeaba aquí y allá como una contrariedad malhumorada que exigiera su atención. De vez en cuando, sacaba su ficha de cartulina, a la que había añadido las sugerencias de Mordent referentes al mejor modo de irritar a los fantasmas. Y la recorría, con los ojos hechos manteca, como había dicho el barman de La Esclusa.

Un leve dolor de cabeza le lanzó hacia la máquina de café, alrededor de las cinco. Bien, se dijo Adamsberg frotándose la frente, tengo al insecto por las dos alas. La trompa de la noche del 26 de octubre. No era la trompa lo que zumbaba sino aquellas jodidas dos horas y media de olvido. La pregunta aparecía de nuevo, vibrante. ¿Qué coño había podido hacer todo aquel tiempo en el sendero de paso? ¿Y qué podía importarle aquel minúsculo fragmento de vida que escapaba? Había clasificado la brizna que faltaba en el anaquel de su porosa memoria, por empapamiento alcohólico. Pero, era evidente, aquella clasificación no le agradaba y la brizna que faltaba no dejaba de abandonar su anaquel para venir a acosarle, discretamente.

¿Por qué?, se preguntaba Adamsberg removiendo su café. ¿Acaso la idea de haber perdido una parcela de su vida le contrariaba, como si le hubieran mutilado sin preguntarle su opinión? ¿O era que la simple explicación del alcohol no le convencía? ¿O, más grave aún, es que lo que había podido decir o hacer durante aquellas horas borradas le preocupaba? ¿Por qué? Aquella preocupación le parecía tan absurda como alarmarse por las palabras pronunciadas durante el sueño. ¿Qué más había podido hacer que tambalearse con el rostro lleno de sangre, caer, dormir y retomar la senda, a cuatro patas? ¿Por qué no? Nada más. Pero el insecto vibraba. ¿Para tocarle las narices o por alguna razón precisa? De aquellas horas olvidadas no conservaba ninguna imagen, pero sí una sensación. Y, se atrevió a formular, una sensación de violencia. Debía de ser la rama que le había golpeado. Pero ¿podía guardarle rencor a una rama que, por su parte, no había bebido ni una sola gota? ¿A un enemigo pasivo y sobrio? ¿Podía decirse que la rama le había violentado? ¿O era a la inversa?


En vez de regresar a su despacho, fue a sentarse en la esquina de la mesa de Danglard y tiró el vaso vacío al fondo de la papelera.

– Danglard, tengo un insecto metido en el cuerpo.

– ¿Sí? -dijo prudentemente Danglard.

– Aquel domingo 26 de octubre -prosiguió lentamente Adamsberg-, la noche en que me dijo que yo era un verdadero gilipollas, comisario, ¿la recuerda?

El capitán asintió con un gesto y se preparó para el enfrentamiento. Adamsberg, evidentemente, iba a vaciar el saco de los truenos, como decían en la GRC, y el saco era pesado. Pero el resto del discurso no tomó la dirección prevista. Como de costumbre, el comisario le sorprendía por donde no lo esperaba.

– Aquella misma noche, me di con una rama en el sendero. Un golpe violento, un mazazo. Ya lo sabe usted.

Danglard asintió. El hematoma en la frente era muy visible aún, untado con la pomada amarilla de Ginette.

– Lo que no sabe es que, después de nuestra conversación, me largué directamente a La Esclusa con la intención de emborracharme. Y lo hice con rigor hasta que el atento barman me echó a la calle. Yo desvariaba sobre mi abuela y él estaba harto.

Danglard asintió discretamente, sin saber adónde quería llegar Adamsberg.

– Cuando tomé el sendero, iba de un árbol a otro y por eso no supe evitar la rama.

– Comprendo.

– Usted no sabe tampoco que, cuando recibí el golpe, eran las once de la noche, no más tarde. Me encontraba casi a la mitad del recorrido, probablemente no muy lejos de la obra. Donde están replantando los pequeños arces.

– De acuerdo -dijo Danglard, que nunca había deseado meterse por aquel camino silvestre y que ensuciaba.

– Cuando desperté, había llegado a la salida. Me arrastré hasta el edificio, le dije al guarda que había habido una pelea entre los puercos y una pandilla.

– ¿Qué le molesta? ¿La purga?

Adamsberg movió lentamente la cabeza.

– Lo que usted no sabe es que entre la rama y mi despertar transcurrieron dos horas y media. Lo supe por el guarda. Dos horas y media para un camino que, en tiempo normal, yo habría recorrido en media hora.

– Bien -resumió Danglard, con la misma voz neutra-. Digamos, por lo menos, que fue un recorrido difícil.

Adamsberg se inclinó levemente hacia él.

– Del que no guardo el menor recuerdo -martilleó-. Nada. Ni una imagen, ni un ruido. Dos horas y media en el sendero sin que yo sepa nada de nada. Un blanco absoluto. Y estábamos a doce grados bajo cero. No permanecí sin sentido dos horas. Me habría congelado.

– El golpe -propuso Danglard-, la rama.

– No hay traumatismo craneal. Ginette lo comprobó.

– ¿El alcohol? -sugirió tranquilamente el capitán.

– Evidentemente. Por eso le consulto.

Danglard se irguió, sintiéndose en su terreno, y aliviado por evitar el combate.

– ¿Qué había bebido usted? ¿Lo recuerda?

– Lo recuerdo todo hasta la rama. Tres whiskies, cuatro copas de vino y un buen trago de coñac.

– Buena mezcla y generosas dosis, pero he visto cosas peores. Sin embargo, su cuerpo no está acostumbrado y hay que tenerlo en cuenta. ¿Cuáles eran sus síntomas, por la noche y al día siguiente?

– Como si no tuviera piernas. A partir de la rama, también. Casco de acero, vómitos, vientre slac, la cabeza dando vueltas, vértigos de toda clase.

El capitán hizo una pequeña mueca.

– ¿Qué es lo que le mosquea, Danglard?

– Hay que tener en cuenta el hematoma. Nunca había estado, a la vez, borracho y sin sentido. Pero, con el golpe en la frente y el desvanecimiento que debió de seguirle, la amnesia alcohólica es muy probable. Nada nos dice que no caminara usted, arriba y abajo por aquel sendero, durante dos horas.

– Y media -completó Adamsberg-. Está claro que caminé. Sin embargo, cuando desperté estaba de nuevo en el suelo.

– Caminar, caer, deambular. Hemos recogido muchos tipos como una cuba que, de pronto, se derrumbaban entre nuestros brazos.

– Lo sé, Danglard. Y, sin embargo, esta historia me confunde.

– Es comprensible. Ni siquiera a mí, y sabe dios que estaba acostumbrado, me resultaron nunca agradables esas horas que faltan. Siempre preguntaba a los que habían estado bebiendo conmigo para saber lo que había dicho y hecho. Pero cuando estaba solo, como usted aquella noche, sin nadie que pudiera informarme, el disgusto por aquella pérdida duraba entonces mucho tiempo.

– ¿Es cierto?

– Es cierto. La impresión de haber perdido algunos peldaños de tu vida. Te sientes atrapado, desposeído.

– Gracias, Danglard, gracias por echarme una mano.


Los montones de expedientes disminuían poco a poco. Consagrándoles el fin de semana, Adamsberg esperaba estar listo el lunes para retomar terreno y tridente. El incidente del sendero había despertado en él una necesidad irracional, la de deshacerse urgentemente de su antiguo enemigo, que acababa siempre arrojando su sombra sobre el menor de sus actos, sobre los zarpazos de un oso, sobre un lago inofensivo, sobre un pez, sobre una banal borrachera. El Tridente metía sus puntas por todas las fisuras del casco.

Se incorporó de pronto y volvió a entrar en el despacho de su adjunto.

– Danglard, ¿y si yo no hubiera empinado el codo como un bruto para olvidar al juez o al nuevo padre? -dijo omitiendo a propósito a Noëlla de la lista de sus tormentos-. ¿Y si todo hubiera surgido desde que el Tridente emergió de la tumba? ¿Y si hubiera empinado el codo para vivir lo que vivió mi hermano, la bebida, el camino del bosque, la amnesia? ¿Por mimetismo? ¿Para encontrar un camino y reunirme con él?

Adamsberg hablaba con voz entrecortada.

– ¿Por qué no? -respondió Danglard, evasivo-. Un deseo de fundirse con él, el encuentro, una necesidad de seguir sus pasos. Pero eso en nada cambia los acontecimientos de aquella noche. Colóquelo en el cajón «trompa y vómitos» y olvídelo.

– No, Danglard, creo que esto lo cambia todo. El río ha roto su dique y la embarcación hace aguas. Tengo que seguir la corriente, empezar por ahí, dominarla antes de que me arrastre. Y luego colmar, achicar.

Adamsberg permaneció dos largos minutos de pie, reflexionando silenciosamente ante la preocupada mirada de Danglard. Luego se marchó arrastrando los pies hasta su despacho. A falta de Fulgence en persona, ya sabía por dónde comenzar.

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