El hangar del aeropuerto regional era pequeño. En las paredes estaban colgadas las herramientas; había pilas de cajas por todas partes. Las baterías de focos instaladas en el techo iluminaban el interior con una luz sin sombras. El viento sacudía las paredes metálicas y el ruido del granizo contra la estructura era ensordecedor. El olor de gasolina inundaba el lugar.
Cerca de la entrada, sobre el suelo de cemento, había un enorme objeto metálico. Eran los restos torcidos y muy deformados del ala de estribor del vuelo 3223, con el motor y el soporte intactos. Habían aterrizado en medio de un bosque, directamente encima de un roble centenario de treinta metros de altura, al que había hendido por la mitad. Por un milagro, el combustible no se había incendiado. La mayoría de la carga probablemente se había perdido cuando se habían roto el tanque y los conductos, y el árbol había amortiguado parte del impacto. Los restos habían sido traídos hasta el hangar en un helicóptero.
Un pequeño grupo de hombres estaba junto al ala. Sus alientos formaban nubes de vapor en el aire gélido y las gruesas cazadoras los mantenían calientes. Utilizaban linternas para iluminar los bordes irregulares del ala en el punto donde había sido arrancada del fuselaje. La barquilla que albergaba la turbina de estribor aparecía aplastada en parte y la capota del lado derecho estaba hundida. La revisión del motor había descubierto graves daños en los álabes, una prueba clara de un desequilibrio importante en el flujo de aire mientras la turbina funcionaba. El «desequilibrio» fue fácil de identificar. La turbina se había tragado una gran cantidad de restos que habían roto las palas y detenido el motor aunque había continuado sujeto al fuselaje.
La atención de los hombres reunidos junto al ala se centraba en el lugar donde se había separado del fuselaje. Los bordes irregulares aparecían quemados y ennegrecidos y, lo más importante, el metal se torcía hacia fuera, como reventado, con cortes y picaduras en la plancha. Las causas que podían provocar estas señales no eran muchas y, entre ellas, el estallido de una bomba parecía la más probable. Cuando Lee Sawyer había visto el ala, lo primero que había llamado su atención era esa zona.
George Kaplan meneó la cabeza con una expresión de disgusto.
– Tienes razón, Lee. Los cambios en el metal sólo pueden haber sido provocados por una onda expansiva tremenda pero de muy corta duración. Algo explotó aquí dentro. Es para cabrearse. Instalamos detectores en los aeropuertos para que ningún cabrón pueda meter un arma o una bomba a bordo, y ahora esto. ¡Joder!
Lee Sawyer se acercó un poco más y se arrodilló junto al borde del ala. Aquí estaba él, a punto de cumplir los cincuenta años, con casi veinticinco de servicio en el FBI, y una vez más le tocaba revisar los catastróficos resultados de la locura humana.
Había trabajado en el desastre de Lockerbie, una investigación de proporciones gigantescas que había conseguido atrapar a los culpables a partir de las pruebas microscópicas obtenidas de los restos del vuelo 103 de Pan American. En las explosiones aéreas las pistas nunca eran «grandes». Al menos eso era lo que el agente especial Sawyer había creído hasta ahora.
Paseó la mirada por los restos sin perder detalle antes de fijarse una vez más en el hombre de la NTSB.
– Así, a primera vista, ¿cuáles te parecen las explicaciones más probables, George?
Kaplan se rascó la barbilla con expresión ausente.
– Sabremos mucho más cuando recuperemos las cajas negras, pero tenemos un resultado claro: el ala se desprendió del avión. Sin embargo, estas cosas no suceden porque sí. No estamos muy seguros de cuándo ocurrió, pero el radar indicó que una parte grande del avión, ahora sabemos que fue el ala, se desprendió en pleno vuelo. Desde luego, cuando ocurrió no había ninguna posibilidad de recuperación. La primera explicación sería algún tipo de fallo estructural por culpa de un diseño defectuoso. Pero el L800 es lo más nuevo en aeronáutica y el fabricante es uno de los líderes del sector, así que las posibilidades de esa clase de fallo son tan remotas que no perdería el tiempo en investigarlo. Después tenemos la fatiga del metal. Pero este avión apenas si había hecho dos mil ciclos: despegues y aterrizajes; era prácticamente nuevo. Además, de los accidentes por fatiga del metal que hemos visto en el pasado la parte afectada siempre era el fuselaje porque, al parecer, la constante contracción expansión de la cabina por la presurización y despresurización de la cabina contribuye al problema. Las alas no están presurizadas. Así que eliminemos la fatiga del metal. Echemos una ojeada a las condiciones ambientales. ¿Un rayo? Los aviones son alcanzados por rayos mucho más de lo que la gente cree. Sin embargo, los aviones están equipados para ese problema, y como el rayo necesita un contacto en tierra para hacer daño en serio, lo más que le puede pasar a un avión en vuelo son algunas quemaduras en la cubierta. Además, no se han recibido informes de rayos en la zona durante la mañana del accidente. ¿Pájaros? Muéstrame un pájaro que vuele a doce mil metros de altura y que sea lo bastante grande como para arrancarle un ala a un L800 y ya hablaremos. Y tampoco chocó contra otro avión. De eso estoy seguro.
La voz de Kaplan iba subiendo de tono con cada palabra. Hizo una pausa para recuperar el aliento y una vez más echó una ojeada a los restos.
– Y todo esto ¿dónde nos lleva, George? -preguntó Sawyer con voz calmosa.
Kaplan miró a su amigo y suspiró.
– Ahora consideremos un posible fallo mecánico o un fallo estructural ajeno al diseño. Las catástrofes aéreas por lo general surgen de dos o más fallos que se producen casi al mismo tiempo. Escuché la grabación de las comunicaciones entre el piloto y la torre de control. El capitán envió un mensaje de auxilio varios minutos antes de estrellarse, aunque quedó claro que no sabía qué había pasado. El radiofaro de respuesta del avión continuó rebotando las señales de radar hasta el impacto; por lo tanto, sabemos que algunos de los sistemas eléctricos funcionaron hasta entonces. Pero digamos que una de las turbinas se incendió al mismo tiempo que se producía una fuga de combustible. La mayoría supondría que con la fuga de combustible y la turbina en llamas habría una explosión y adiós el ala. O quizá no se llegó a producir la explosión, aunque por lo que se ve sí la hubo. El fuego habría ablandado el larguero hasta que se partió y el ala se desprendió. Eso tal vez explicaría lo que suponemos que le pasó al vuelo 3223, al menos en este momento. -Kaplan no parecía muy convencido.
– ¿Pero? -le preguntó Sawyer.
Kaplan se frotó los ojos. Su rostro reflejaba la frustración que sentía.
– No hay ninguna prueba de que la maldita turbina funcionara mal. Excepto por los daños obvios causados por el impacto contra el suelo y los desechos que se tragó de la explosión inicial, nada me induce a creer que un fallo de la turbina tuviera algo que ver con el accidente. Si hubo un incendio en la turbina, los procedimientos normales indican cortar el suministro de combustible al motor averiado y después cortarle la corriente. Las turbinas del L800 están equipadas con detectores de fuego automáticos y sistemas de extinción. Y, lo que es más importante, están montadas bajas, de forma que las llamas no lleguen a las alas o el fuselaje. Así que incluso si se producen dos catástrofes al unísono, una turbina incendiada y la fuga de combustible, las características del aparato y las condiciones ambientales reinantes a una altura de doce mil metros y a una velocidad de ochocientos kilómetros por hora, asegurarían que ambas no se uniesen. -Tocó el ala con la punta del pie-. Lo que digo es que no me jugaría la paga a que una turbina defectuosa tumbó a este pájaro. Hay algo más.
Kaplan se arrodilló una vez más junto al borde dentado del ala.
– Como ya te he dicho, hay una prueba clara de una explosión. Cuando revisé el ala por primera vez, pensaba en algún tipo de artefacto explosivo improvisado. Podría ser Semtex conectado a un temporizador o a un altímetro. El avión llega a una altura determinada y la bomba estalla. La explosión rompe la cubierta, de inmediato se produce la rotura de los remaches. Con un viento de centenares de kilómetros por hora, el ala se rompe por el punto más débil, con la misma facilidad con que te bajas la cremallera de la bragueta. Cede el larguero, y adiós. Caray, el peso de la turbina en esta sección del ala garantiza el resultado. -Hizo una pausa, al parecer con el propósito de estudiar más a fondo la parte interior del ala-. La cuestión es que tengo la impresión de que no utilizaron el detonante típico.
– ¿Por qué? -preguntó Sawyer.
Kaplan señaló en el interior del ala la parte visible del depósito de combustible cerca del panel de control. Iluminó el punto con la linterna.
– Mira esto.
Se veía con toda claridad un agujero bastante grande. Alrededor de la perforación había unas manchas marrón claro y el metal aparecía ondulado y con burbujas.
– Ya las vi antes -dijo Sawyer.
– No hay manera de que un agujero como éste se pudiera hacer solo. Y en cualquier caso, lo hubiesen visto en la revisión previa antes de que despegara el avión -señaló Kaplan.
Sawyer se calzó los guantes antes de tocar el metal.
– Quizá se produjo durante la explosión.
– Si fue así, es el único lugar donde ocurrió. No hay otras marcas como éstas en esta sección del ala, aunque hay combustible por todas partes. Eso excluye la explosión como causa. Pero creo que pusieron algo en la pared del tanque de combustible. -Kaplan hizo una pausa y se frotó las manos, nervioso-. Creo que pusieron algo con toda intención para hacer el agujero.
– ¿Un ácido corrosivo? -preguntó el agente especial.
– Te apuesto una cena a que eso será lo que encontraremos, Lee. Los depósitos de combustible están hechos con una estructura de aleación de aluminio consistente en los largueros de delante y atrás y las partes superior e inferior del ala. El grosor de las paredes varía alrededor de la estructura. Hay varios ácidos capaces de corroer sin problemas una aleación blanda como ésta.
– Vale, es ácido; pero tuvo que ser un ácido de acción lenta, y depende de la hora en que lo pusieran, para que el avión tuviera tiempo de elevarse.
– Eso es -respondió Kaplan-. El radiofaro de respuesta envía continuamente la altitud del avión al control de tráfico aéreo. Sabemos que el aparato había alcanzado la altitud de crucero unos minutos antes de la explosión.
– El tanque se perfora en algún punto durante el vuelo -añadió Sawyer, que continuaba con su razonamiento-. El combustible se derrama. Muy inflamable y explosivo. Entonces, ¿qué lo encendió? Quizá la turbina no estaba en llamas, pero ¿qué me dices del calor que desprende?
– Ni hablar. ¿Sabes el frío que hace a doce mil metros de altura? Ríete de Alaska. Además, la cubierta del motor y los sistemas de refrigeración disipan casi todo el calor que sale de la turbina. Y puedes estar bien seguro de que el calor que genera no irá a parar al interior del ala. Recuerda que tienes metido allí dentro un maldito tanque de combustible. Está muy bien aislado. Además, si se produce una fuga, el combustible volará hacia atrás, y no hacia delante, y por debajo del ala donde está la turbina. No, si yo quisiera derribar un avión de esta manera, no me fiaría ni un pelo de utilizar el calor de la turbina como detonador. Me buscaría algo más seguro.
– En el caso de producirse una fuga, ¿no se sellaría automáticamente? -preguntó Sawyer.
– En algunas secciones del tanque la respuesta sería sí. Pero no es así en otras, incluida ésta donde tenemos el agujero.
– De acuerdo, si lo derribaron como tú dices, y ahora mismo creo que tienes razón, tendremos que buscar a todos los que tuvieron acceso al aparato al menos durante las veinticuatro horas anteriores a su último vuelo. Habrá que ir con pies de plomo. Parece un trabajo interno, así que no debemos espantarlo. Si hay alguien más involucrado, quiero pillar hasta el último hijo de puta.
Sawyer y Kaplan volvieron a sus coches. El hombre de la NTSB miró al agente especial.
– Te veo muy dispuesto a aceptar mi teoría del sabotaje, Lee.
Sawyer conocía un factor que hacía mucho más creíble la posibilidad de un atentado.
– Tendremos que conseguir las pruebas -replicó sin mirar a su amigo-. Pero, sí, creo que tienes razón. Pensé lo mismo en cuanto encontraron el ala.
– ¿Por qué diablos haría alguien algo así? Entiendo que los terroristas secuestren o atenten contra un vuelo internacional, pero éste era un maldito vuelo interior. No lo entiendo.
Sawyer le detuvo justo en el momento en que Kaplan iba a subir al coche.
– Quizá te parezca más lógico si quieres matar a un tipo determinado y de una manera espectacular.
– ¿Derribar todo un avión para matar a un tipo? -exclamó Kaplan, incrédulo-. ¿Quién coño estaba a bordo?
– ¿Te suena el nombre de Arthur Lieberman?
Kaplan pensó unos segundos sin resultado.
– Me suena como muy conocido, pero no sé de qué.
– Verás, si fueses un alto ejecutivo de un banco de inversiones, agente de Bolsa, o uno de los congresistas que forman parte del comité de economía y finanzas, lo sabrías. En realidad, era la persona más poderosa de Estados Unidos, quizá del mundo entero.
– Creía que la persona más poderosa de este país era el presidente.
– No -le corrigió Sawyer con una sonrisa severa-. Era Arthur Lieberman, el tipo con la S de Superman en el pecho.
– ¿Quién era?
– Arthur Lieberman era el presidente de la Reserva Federal. Ahora es una víctima de homicidio junto con otras ciento ochenta más. Y tengo la corazonada de que era él el único al que querían matar.