Capítulo 53

Bill Patterson miró el reloj del tablero de instrumentos y se desperezó. Viajaban hacia el sur, y se encontraban unas dos horas al norte de Bell Harbor. Junto a él, su esposa dormía plácidamente. Había sido un viaje mucho más largo de lo esperado hasta el mercado. Sidney Archer estaba equivocada. No se habían detenido durante el viaje a Bell Harbor, y llegaron a la casa de la playa apenas poco antes de la tormenta. Tras dejar el equipaje en la habitación del fondo, salieron a buscar comida antes de que empeorara la tormenta. Ya no quedaba nada en el mercado de Bell Harbor, de modo que se vieron obligados a dirigirse hacia el norte, a la tienda de comestibles mucho más grande de Port Vista. En el trayecto de regreso, vieron cortado su camino por un camión tanque accidentado. La noche anterior la habían pasado muy incómodamente en un motel.

Patterson se volvió a mirar hacia el asiento de atrás; Amy también dormitaba, con su pequeña boca formando un círculo perfecto. Patterson observó la fuerte nevada que caía ahora e hizo una mueca. Afortunadamente, no se había enterado de las últimas noticias en las que se proclamaba que su hija era una fugitiva de la justicia. Ya estaba lo bastante preocupado tal como estaban las cosas. En su ansiedad, se mordió las uñas hasta que le sangraron y tenía acidez de estómago. Desearía estar protegiendo ahora a Sidney, como había hecho fielmente cuando ella no era más que una niña. Por aquel entonces, los fantasmas y los duendes habían sido sus principales preocupaciones. Tenía que suponer que los actuales eran mucho más peligrosos. Pero Amy, al menos, estaba con él. Que Dios se apiadara de la persona que tratara de causarle algún daño a su nieta. «Y que Dios esté contigo, Sidney.»

Ray Jackson permaneció de pie, en silencio, junto a la puerta del atestado despacho de Sawyer. Tras su mesa de despacho, Lee Sawyer se hallaba inmerso en el estudio de un expediente. Delante de él, sobre el calentador, había una jarra de café llena, y al lado una comida a medio consumir. Jackson no podía recordar la última ocasión en que aquel hombre había fallado en su trabajo. No obstante, Sawyer había estado recibiendo crecientes presiones, internamente, desde el director del FBI hacia abajo, de la prensa y desde la Casa Blanca hasta Capítol Hill. Demonios, si a todos les parecía tan condenadamente fácil, ¿por qué no se echaban a la calle y trataban de resolver el caso?

– Hola, Lee.

Sawyer se sobresaltó.

– Hola, Ray. Hay una jarra de café recién hecho en el calentador. Sírvete tú mismo.

Jackson se sirvió una taza y se sentó.

– Se dice por ahí que estás soportando presiones desde arriba por este caso.

– Eso va incluido en el sueldo -replicó Sawyer con un encogimiento de hombros.

– ¿Quieres hablar de ello? -preguntó Jackson, acomodado en una silla, junto a él.

– ¿De qué hay que hablar? Muy bien, todo el mundo quiere saber quién está detrás del avión que se estrelló. Yo también. Y también quiero saber un montón de cosas más. Deseo saber, por ejemplo, quién utilizó a Joe Riker como blanco, quién mató a Steve y a Ed Page. Quiero saber quién hizo saltar por los aires a esos tres tipos de la limusina. Quiero saber dónde está Jason Archer.

– ¿Y Sidney Archer?

– Sí, y también Sidney Archer. Y no voy a descubrir nada si me dedico a escuchar a toda la gente que se presenta con un montón de preguntas y ninguna respuesta. Y hablando de eso, ¿tienes alguna para mí? Me refiero a las respuestas.

Jackson se levantó y cerró la puerta del despacho de Sawyer.

– Según su médico, Arthur Lieberman no tenía el virus del sida.

– Eso es imposible -explotó Sawyer-. Ese tipo miente.

– No lo creo así, Lee.

– ¿Por qué demonios no lo crees?

– Porque me mostró el expediente médico de Lieberman. -Sawyer se reclinó en la silla, atónito, y Jackson continuó-: Cuando pregunté al tipo, pensé que todo iba a ser tal y como tú y yo hablamos, que su expresión nos lo diría todo, porque estaba convencido de que ese hombre no iba a enseñarme el expediente mientras no le presentara una orden judicial. Pero lo hizo, Lee. No es nada malo que su médico demuestre que Lieberman no tenía el virus. Lieberman era una especie de fanático de la salud. Se hacía exámenes médicos anuales, tomaba toda clase de medidas preventivas y se sometía a numerosos análisis. Como parte de los exámenes físicos, a Lieberman se le practicaron análisis rutinarios para detectar la presencia del sida. El médico me mostró los resultados desde 1990 hasta el pasado año. Todos ellos eran negativos, Lee. Yo mismo lo pude comprobar.

Sidney cerró por un momento los ojos inyectados en sangre, se tumbó en la cama de sus padres y respiró profundamente. Con gran esfuerzo, tomó una decisión. Sacó la tarjeta del bolso y la miró fijamente durante un rato. Experimentaba la abrumadora necesidad de hablar con alguien. Y, por una serie de razones, decidió que tenía que ser con él. Se dirigió hacia donde estaba el Land Rover y marcó cuidadosamente el número.

Sawyer acababa de abrir la puerta de su apartamento cuando oyó sonar el teléfono. Lo tomó, al mismo tiempo que se quitaba el abrigo.

– ¿Dígame?

La línea permaneció en silencio durante un momento, y Sawyer ya se disponía a colgar cuando escuchó una voz procedente del otro extremo. Sawyer sujetó el teléfono con las dos manos y dejó que el abrigo le cayera al suelo. Permaneció de pie, rígidamente, en medio del salón.

– ¿Sidney?

– Hola -dijo la voz, tenue, pero firme.

– ¿Dónde está? -preguntó Sawyer casi de forma automática, aunque en seguida lo lamentó.

– Lo siento, Lee, esto no es una lección de geografía.

– Está bien, está bien. -Sawyer se sentó en su gastado sillón reclinable-. No necesito saber dónde está. Pero ¿se encuentra a salvo?

Sidney casi se echó a reír.

– Supongo que razonablemente a salvo, pero no es más que una suposición. Estoy armada, si es que eso puede suponer una diferencia. -Hizo una breve pausa, antes de añadir-: Vi las noticias en la televisión.

– Sé que usted no les mató, Sidney.

– ¿Cómo…?

– Sólo confíe en mí sobre eso.

Sidney emitió un profundo suspiro cuando el recuerdo de aquella noche horrorosa acudió de nuevo a su mente.

– Siento mucho no habérselo dicho cuando llamé la otra vez. Yo… no podía hacerlo.

– Cuénteme lo que ocurrió esa noche, Sidney.

Sidney guardó silencio, debatiendo consigo misma si debía colgar o no. Sawyer percibió sus dudas.

– Sidney, no estoy en el edificio Hoover. No puedo seguir la pista de la llamada para encontrarla. Y, además, resulta que estoy de su parte. Puede hablar conmigo durante todo el tiempo que quiera.

– Está bien. Es usted el único en quien confío. ¿Qué quiere saber?

– Todo. Sólo tiene que empezar desde el principio.

Sidney tardó unos cinco minutos en volver a contar los acontecimientos ocurridos aquella noche.

– ¿No vio usted al que disparó?

– Llevaba un pasamontañas que le cubría la cara. Creo que fue el mismo tipo que trató de matarme más tarde. Confío al menos que no haya dos tipos por ahí con unos ojos así.

– ¿En Nueva York?

– ¿Qué?

– El guardia de seguridad, Sidney. Fue asesinado.

– Sí. En Nueva York -asintió Sidney frotándose la frente.

– Pero, en definitiva ¿se trataba de un hombre?

– Sí, a juzgar por su constitución y por lo que pude ver de sus características faciales a través del pasamontañas. Además, dejó al descubierto la parte inferior del cuello. Pude ver algunos pelos de la barba.

Sawyer quedó impresionado por su capacidad de observación, y así se lo dijo.

– Una tiende a recordar hasta los detalles más pequeños cuando cree estar a punto de morir.

– Sé a qué se refiere. Yo mismo me he encontrado en esa situación. Mire, encontramos la cinta, Sidney. ¿Su viaje a Nueva Orleans?

Sidney miró a su alrededor, en el interior en penumbras del Land Rover y del garaje.

– De modo que todo el mundo sabe…

– No se preocupe por eso. En la cinta, su esposo parecía estar alterado y nervioso. Contestaba a algunas de sus preguntas, pero no a todas.

– Sí, estaba muy angustiado. Sentía pánico.

– ¿Cómo fueron las cosas cuando habló por teléfono con él en Nueva Orleans? ¿Qué impresión le causó entonces? ¿Era diferente o el mismo?

Sidney entrecerró los ojos y reflexionó.

– Diferente -contestó finalmente.

– ¿Cómo? Explíquemelo con la mayor exactitud que pueda.

– Bueno, no me pareció nervioso. En realidad, habló con un tono de voz casi monótono. Me dijo que no podía decir nada, que la policía estaba alerta. Se limitó a darme instrucciones y luego colgó. Fue un monólogo más que una conversación. Yo no dije nada.

Sawyer suspiró.

– Quentin Rowe está convencido de que usted estaba en el despacho de Jason, en Tritón, después de que se estrellara el avión. ¿Es así? -Sidney guardó silencio- Sidney, en realidad me importa un bledo que estuviera allí o no. Pero si estaba sólo deseo hacerle una pregunta sobre algo que pudo haber hecho mientras se encontraba allí. -Sidney continuaba silenciosa-. ¿Sidney? Mire, es usted la que me ha llamado. Hace un momento dijo que confiaba en mí, aunque comprendo que en estas circunstancias no quiera confiar en nadie. No se lo recomendaría, pero puede colgar ahora mismo el teléfono y tratar de continuar sola.

– Estaba allí -dijo ella con voz serena.

– Está bien. Rowe mencionó la existencia de un micrófono en el ordenador de Jason.

– Lo golpeé accidentalmente -dijo Sidney con un suspiro-. Se dobló. No pude volver a ponerlo bien.

Sawyer se reclinó en el asiento.

– ¿Utilizó Jason el dispositivo microfónico del ordenador? ¿Tenía, por ejemplo, uno en casa?

– No. Podía teclear mucho más rápidamente de lo que era capaz de hablar. ¿Por qué?

– Entonces, ¿por qué tenía un micrófono en su ordenador de trabajo?

Sidney pensó en ello por un momento.

– No lo sé. Creo que era algo bastante reciente. Debía de tenerlo sólo desde hacía unos pocos meses, quizá algo más. Los he visto en otras oficinas de Tritón, si es que eso le ayuda en algo. ¿Por qué?

– Ya llegaré a eso, Sidney, sólo tenga un poco de paciencia con alguien viejo y cansado. -Sawyer se tironeó del labio superior-. Cuando habló con Jason, las dos veces en que lo hizo, ¿estuvo segura de que se trataba de él?

– Pues claro que era él. Conozco la voz de mi esposo.

El tono de voz de Sawyer fue pausado y firme, como si tratara de grabar en Sidney aquellas palabras.

– No le he preguntado si estaba segura de que era la voz de su esposo. -Hizo una breve pausa, respiró un momento y continuó-: Le he preguntado si estaba segura de que se trataba de su esposo en las dos ocasiones.

Sidney se quedó petrificada. Cuando finalmente encontró su propia voz, ésta surgió como un susurro furioso.

– ¿Qué está sugiriendo?

– Escuché su primera conversación con Jason. Tiene razón, parecía sentir pánico y respiraba pesadamente. Mantuvieron ustedes una verdadera conversación. Pero ahora me dice que la segunda vez él parecía diferente, y que no mantuvieron una verdadera conversación. El se limitó a hablar, y usted a escuchar. No detectó ningún pánico. Muy bien, conocemos ahora la existencia de ese micrófono en el despacho de Jason, algo que él no utilizaba nunca. Si nunca lo usaba, ¿por qué lo tenía?

– Yo… ¿qué otra razón podría haber?

– Un micrófono, Sidney, se utiliza para grabar cosas. Sonidos…, voces.

Sidney apretó el teléfono celular con tal fuerza que la mano se le enrojeció.

– ¿Quiere decir…?

– Lo que quiero decir es que estoy convencido de que en ambas ocasiones escuchó la voz de su esposo por el teléfono, de acuerdo. Pero creo que lo que escuché la segunda vez fue una compilación de palabras de su esposo, extraídas de las grabaciones tomadas con el micrófono, pues estoy bastante seguro de que ése era su propósito. Había una grabadora.

– Eso no es posible. ¿Por qué?

– Todavía no sé por qué. Pero, en todo caso, parece bastante claro. Eso explica por qué su segunda conversación con él fue tan diferente. Supongo que el vocabulario que empleó la segunda vez fue bastante ordinario, ¿verdad? -Sidney no le contestó-. ¿Sidney?

Sawyer oyó un sollozo desde el otro lado de la línea.

– Entonces…, ¿cree usted…, está convencido de que Jason… ha muerto?

Sidney hizo esfuerzos por contener las lágrimas. Ya había pasado por una ocasión en la que creyó que su esposo había muerto, sólo para descubrir repentinamente que estaba vivo. O eso fue lo que creyó. Las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas, mientras contemplaba la idea de lamentar de nuevo la pérdida de su esposo.

– No tengo forma de saber eso, Sidney. El estar convencido de que se utilizó la voz grabada de Jason, porque no fue la voz real, me induce a pensar que él no estaba presente para decir por sí mismo lo que tuviera que decir. Pero no lo sé. Dejémoslo así por el momento.

Sidney colgó el teléfono y se llevó las manos a la cabeza. Ahora le temblaban las extremidades, como olmos jóvenes bajo una ventisca.

Alarmado, Sawyer habló con tono preocupado por el teléfono.

– ¿Sidney? ¿Sidney? No cuelgue, por favor. ¿Sidney?

La comunicación se había interrumpido, y Sawyer colgó con un golpe.

– ¡Maldita sea! ¡Hijo de puta!

Transcurrió un minuto. Sawyer fue de un lado a otro, por el pequeño salón. Cada vez más enfurecido, terminó por lanzar un puñetazo contra la pared, con tal fuerza que abrió un boquete en ella. Saltó hacia el teléfono cuando éste volvió a sonar.

– ¿Dígame? -preguntó con voz temblorosa por la expectativa.

– Está bien, no hablemos más sobre si Jason se encuentra… vivo, ¿de acuerdo? -dijo la voz de Sidney, desprovista de toda emoción.

– De acuerdo -asintió Sawyer, serenando la voz.

Se sentó e hizo una pausa, tratando de decidir qué línea de interrogatorio debía seguir.

– Lee, ¿por qué querría alguien grabar la voz de Jason en Tritón y luego utilizarla para comunicarse conmigo?

– Sidney, si supiera la respuesta a eso estaría dando saltos mortales de alegría por el pasillo. Dijo que recientemente se habían instalado micrófonos en una serie de despachos. Eso significa que cualquiera de la empresa habría podido conectar su micrófono con una grabadora. O quizá uno de los competidores de Tritón podría haberlo hecho de algún modo. Quiero decir, si sabía usted que él no utilizaba el micrófono, otras personas también lo sabrían. Lo que sí sé es que ya no está en su despacho. Quizá tenga algo que ver con los secretos que supuestamente vendió a RTG.

Sawyer se frotó el cráneo mientras elegía las preguntas adicionales que deseaba plantearle. Ella se le adelantó.

– Sólo que pensar que Jason vendía secretos a RTG no parece tener ahora ningún sentido.

– ¿Por qué no? -preguntó Sawyer, extrañado, levantándose.

– Porque Paul Brophy trabajaba también en el acuerdo con la CyberCom. Estuvo presente en todas las sesiones estratégicas. Llegó incluso a hacer un intento por asumir el papel dirigente en la transacción. Ahora sé que Brophy trabajaba con Goldman y RTG para conocer la postura negociadora final de Tritón y darles así esa ventaja. No sabría mucho más que Jason sobre la postura de regateo de Tritón. Las condiciones exactas del trato se mantenían físicamente en Tylery Stone, no en Tritón.

– ¿Quiere decir…? -empezó a preguntar Sawyer con los ojos muy abiertos.

– Sólo estoy diciendo que, puesto que Brophy trabajaba para RTG, no habrían necesitado para nada a Jason.

Sawyer volvió a sentarse y lanzó un juramento por lo bajo. En ningún momento se le había ocurrido establecer esa conexión.

– Sidney, los dos vimos un vídeo de su esposo transmitiendo información a un grupo de hombres en un almacén de Seattle, el mismo día en que se estrelló el avión. Si no les pasaba información sobre el acuerdo con CyberCom, ¿qué demonios estaba haciendo?

Sidney se estremeció, llena de frustración.

– ¡No lo sé! Lo único que sé es que cuando Brophy fue apartado de las sesiones finales del acuerdo, trataron de chantajearme por ello. Yo fingí estar de acuerdo. Mi verdadero plan consistía en acudir a las autoridades. Pero entonces subimos a aquella limusina. -Sidney se estremeció-. El resto ya lo sabe usted.

Sawyer se metió una mano en el bolsillo y extrajo un cigarrillo. Se sujetó el teléfono bajo la barbilla mientras lo encendía.

– ¿Ha descubierto alguna otra cosa?

– Hablé con Kay Vincent, la secretaria de Jason. Me dijo que el otro gran proyecto en el que Jason trabajaba, aparte del de CyberCom, era en una integración de los archivos de seguridad de Tritón.

– ¿Archivos de seguridad grabados? ¿Es eso importante? -preguntó Sawyer.

– No lo sé, pero Kay me dijo que Tritón había entregado datos financieros a CyberCom. El mismo día en que se estrelló el avión -dijo Sidney, que parecía exasperada.

– ¿Qué tiene eso de insólito? Al fin y al cabo, estaban cerrando un acuerdo.

– Ese mismo día, Nathan Gamble me pegó una bronca fenomenal en Nueva York porque no quería entregar esos datos a la CyberCom.

Sawyer se frotó la frente.

– Eso no tiene ningún sentido. ¿Cree usted que Gamble sabía que los datos se entregaron?

– No lo sé. Bueno, en realidad no puedo estar segura de eso. -Sidney hizo una pausa. El frío húmedo empezaba a resultarle doloroso-. De hecho, pensé que el acuerdo con la CyberCom podía saltar por los aires debido a la negativa de Gamble.

– Bueno, puedo asegurarle que eso no sucedió así. Hoy mismo asistí a la conferencia de prensa en la que se anunció el acuerdo. Gamble sonreía como un gato de Cheshire.

– Una vez cerrado el acuerdo con CyberCom, comprendo que se sintiera muy feliz.

– No puedo decir lo mismo por lo que se refiere a Quentin Rowe.

– Forman realmente una extraña pareja.

– Tiene razón. Como Al Capone y Ghandi. -Sidney respiró profundamente sobre la boquilla del receptor, pero no dijo nada-. Sidney, sé que esto no le va a gustar, pero se lo voy a decir de todos modos. Estaría usted mucho mejor si viniera. Podemos protegerla.

– Quiere decir que me meterían en la cárcel, ¿no es eso? -preguntó con un tono de voz amargo.

– Sidney, yo sé que no mató usted a nadie.

– ¿Puede demostrarlo?

– Creo que puedo.

– ¿Lo cree? Lo siento, Lee. Aprecio realmente ese voto de confianza, pero me temo que no es lo bastante bueno para mí. Sé muy bien cómo se han ido acumulando las pruebas, y cuál es la percepción que tiene el público de las cosas. Arrojarían la llave por la alcantarilla.

– Podría usted correr verdadero peligro ahí fuera. -Sawyer pasó lentamente los dedos por el escudo del FBI sujeto a su cinturón-. Mire, dígame dónde está y acudiré a recogerla. No irá nadie más. Ni mi compañero, ni nadie. Sólo yo. Para llegar hasta usted, tendrían que hacerlo pasando a través de mí. Mientras tanto, podríamos tratar de pensar juntos sobre todo esto.

– Lee, es usted un agente del FBI. Hay una orden de búsqueda y captura contra mí. Su deber oficial es detenerme y ponerme a buen recaudo en cuanto me vea. Además, ya me ha encubierto en una ocasión.

Sawyer tragó saliva con dificultad. En su mente, un par de cautivadores ojos color esmeralda empezaron a difuminarse para convertirse en la luz de un tren que se abalanzaba directamente sobre él.

– Digamos entonces que eso forma parte de mi deber no oficial.

– Y si se descubre, su carrera habrá terminado. Además, podrían enviarlo también a la cárcel.

– Ya soy un chico mayor, así que estoy dispuesto a correr ese riesgo. Le doy mi palabra de que sólo acudiría yo. -Su tono de voz tembló con un entusiasmo contenido. Sidney no pudo decir nada-. Sidney, estoy totalmente de su parte. Yo…, sólo quiero que esté bien, ¿de acuerdo?

– Le creo, Lee -dijo Sidney con la voz entrecortada-. Y no puede imaginarse lo mucho que eso significa para mí. Pero tampoco voy a permitir que destroce su vida. Tampoco quiero tener eso sobre mi conciencia.

– Sidney…

– Tengo que marcharme ahora, Lee.

– ¡Espere! No lo haga.

– Intentaré ponerme en contacto de nuevo.

– ¿Cuándo?

Sidney miró directamente a través del parabrisas, con el rostro repentinamente rígido y los ojos muy abiertos.

– No… estoy segura -dijo vagamente.

Luego, cortó la comunicación.

Sawyer colgó el teléfono y rebuscó en el bolsillo del pantalón el paquete de Malboro. Encendió otro cigarrillo. Utilizó la mano ahuecada a modo de cenicero mientras iba de un lado a otro del salón. Se detuvo, midió con los dedos el agujero del tamaño de un puño que había hecho en la pared y pensó seriamente en hacer otro igual. En lugar de eso, se dirigió hacia la ventana y miró, completamente desesperado, hacia la gélida noche de diciembre.

En cuanto Sidney regresó a la casa, el hombre surgió de entre las oscuras sombras del garaje. El aliento se le congeló en el gélido ambiente. Abrió la puerta del Land Rover. Al encenderse las luces interiores del vehículo, los mortales ojos azules relucieron como joyas horriblemente talladas bajo la débil luz. Las manos enguantadas de Kenneth Scales registraron el coche, pero no encontraron nada de interés. Tomó entonces el teléfono celular y marcó el botón de rellamada. El teléfono sonó una sola vez antes de que la voz animada de Lee Sawyer le llegara desde el otro lado. Scales sonrió y escuchó el tono urgente del agente del FBI, que evidentemente creía que Sidney Archer volvía a llamarlo. Luego, Scales desconectó la llamada, cerró el coche sin hacer ruido y subió la escalera que conducía a la casa. De una vaina de cuero que llevaba colgada del cinturón, extrajo la finísima hoja de estilete que había utilizado para matar a Edward Page. Se habría podido ocupar de Sidney Archer cuando ella bajó del Land Rover, pero no sabía si estaría armada. Ya la había visto matar con un revólver. Además, su método para matar se basaba en la más completa sorpresa de sus víctimas.

Recorrió el primer piso, buscando la chaqueta de cuero que llevaba Sidney, pero no la encontró. Había dejado el bolso sobre el mostrador, pero lo que él buscaba no estaba allí dentro. Empezó a subir la escalera que conducía al segundo piso. Se detuvo y ladeó la cabeza. Por encima del rugido del viento, el sonido que llegó hasta sus oídos, procedente del segundo piso, le hizo sonreír de nuevo. Era el sonido del agua llenando la bañera. En esta fría y cruda noche invernal, en la rústica Maine, la única ocupante de la casa se preparaba para tomar un agradable baño relajante y tranquilizador. Avanzó en silencio escalera arriba. La puerta del dormitorio, en lo alto del rellano, estaba cerrada, pero pudo escuchar con claridad el sonido del agua en el cuarto de baño adjunto. Entonces, el sonido se apagó. Esperó unos segundos más y se imaginó a Sidney Archer metiéndose en la bañera, permitiendo que el agua caliente reconfortara su agotado cuerpo. Avanzó unos pasos hacia la puerta del dormitorio. Scales conseguiría primero la contraseña y luego se ocuparía durante un rato de la dueña de la casa. Si no conseguía encontrar lo que andaba buscando, le prometería que la dejaría con vida a cambio de su secreto, y después la mataría. Se preguntó por un momento qué aspecto tendría desnuda aquella atractiva abogada. Por lo que había podido ver, llegó a la conclusión de que sería muy bueno. Y ahora ya no tenía ninguna prisa. Había sido un viaje muy largo y agotador desde la costa Este hasta Maine. Se merecía un poco de relajación, pensó, mientras se regodeaba con lo que estaba a punto de suceder.

Scales se situó al lado de la puerta, de espaldas contra la pared, con el cuchillo preparado, y colocó una mano sobre el pomo, haciéndolo girar sin efectuar el menor ruido.

No fue tan silencioso el atronador disparo que desintegró la puerta e incrustó varios trozos de la bala explosiva de la Magnum en su antebrazo izquierdo. Lanzó un grito y se arrojó escalera abajo, rodando atléticamente sobre sí mismo, para caer virtualmente de pie, mientras se sujetaba el brazo ensangrentado. Miró rápidamente hacia arriba, en el momento en que Sidney Archer, completamente vestida, salía precipitadamente del dormitorio. Apretó de nuevo el gatillo y él apenas si tuvo tiempo de lanzarse a un lado, apartándose, antes de que otro disparo alcanzara el lugar donde se encontraba un instante antes. La casa estaba casi totalmente a oscuras, pero si volvía a moverse, ella podría localizar su posición. Se acurrucó detrás del sofá. Lo delicado de su situación era evidente. En algún momento, Sidney Archer se arriesgaría a encender una luz y la capacidad mortífera de la escopeta devastaría rápidamente todo lo que se encontrara en la habitación, incluido él mismo.

Sin dejar de respirar con serenidad, sujetó el cuchillo con la mano buena, miró a su alrededor y esperó. El brazo le producía terribles pinchazos; Scales estaba mucho más acostumbrado a causar daño que a recibirlo. Oyó los pasos de Sidney, que bajaban con precaución la escalera. Estaba seguro de que la escopeta oscilaba de un lado a otro para cubrir la zona. Desde la oscuridad que lo envolvía, asomó con mucha precaución la cabeza por encima del respaldo del sofá. Su mirada se fijó instantáneamente en ella. Se encontraba a mitad de la escalera. Estaba tan concentrada en localizarlo, que no vio un trozo de la puerta del dormitorio que había caído sobre uno de los escalones. Al depositar el peso de su cuerpo sobre él, el trozo se deslizó y los dos pies se levantaron en el aire. Lanzó un grito y cayó rodando por la escalera, mientras la escopeta se estrellaba contra la barandilla. Saltó de su escondite en un instante. Cuando los dos rodaron sobre el suelo de madera dura, golpeó la cabeza de Sidney. Ella pateó furiosamente contra su pecho y las costillas, con sus pesadas botas. Luego, se retorció salvajemente, apartándose en el instante en que él golpeaba con el cuchillo. El cuchillazo falló por poco y le desgarró el interior de la chaqueta, en lugar de su carne. Un objeto blanco, que había estado en el bolsillo de Sidney, se desprendió a causa del impacto y cayó al suelo.

Sidney consiguió apoderarse de la escopeta y lanzó un golpe horrible contra la cara de Scales, con la culata de la sólida Winchester, rompiéndole la nariz y varios dientes frontales. Atónito, Scales dejó caer el cuchillo y retrocedió por un momento. Luego, furioso, agarró la escopeta y se la arrebató de una fuerte sacudida, volviéndola de inmediato contra una aturdida Sidney Archer. Llena de pánico, ella se arrojó a varios pasos de distancia, pero seguía encontrándose a tiro. El dedo de Scales apretó el gatillo, pero el cañón del arma permaneció en silencio. La caída por la escalera y el forcejeo que le siguió tuvo que haber dañado el arma. Sidney, con la cabeza a punto de estallarle de dolor a causa del golpe anterior, se alejó desesperadamente, a rastras. Con una mueca maligna en su rostro, Scales arrojó a un lado el arma ahora inútil y se incorporó. De la boca desgarrada y de la nariz rota le brotaba la sangre que le manchaba la camisa. Recogió el cuchillo del lugar donde había caído y avanzó con una mirada asesina hacia Sidney. Al levantar la hoja para golpear a Sidney, el revólver de nueve milímetros le apuntó directamente. Pero una fracción de segundo antes de disparar, él efectuó un asombroso salto acrobático que le hizo caer al otro lado de la mesa del comedor. Ella mantuvo apretado el gatillo, colocando el arma en fuego automático. Las balas trazaron un dibujo explosivo a través de la pared, mientras intentaba desesperadamente seguir el camino seguido por Scales en su improvisada huida. Scales golpeó con dureza el suelo de madera, y el impulso lo envió contra la pared, con la cabeza por delante. Tras rebotar el torso hacia un lado, después del impacto con la pared, se derrumbó entre las patas de una ornamentada cómoda de caoba. Las delgadas patas de caoba se rompieron como cerillas de madera y el pesado mueble se derrumbó sobre él, vertiendo su contenido sobre el suelo de la habitación cuando los cajones salieron volando en la caída. Después de eso, Scales no volvió a moverse.

Sidney se levantó de un salto, cruzó la cocina a toda velocidad, tomó el bolso que había dejado sobre el mostrador y bajó rápidamente la escalera que conducía al garaje. Unos momentos más tarde, la puerta del garaje estallaba en astillas hacia el exterior y el Land Rover se abría paso a través de la brutal apertura, efectuaba un giro de 180 grados en el camino de acceso a la casa y desaparecía en plena ventisca.

Mientras avanzaba rápidamente por la carretera, Sidney se estremeció al recordar el temor que le había recorrido todo el cuerpo cuando observó el aliento gélido en un rincón del garaje.

Al mirar ahora por el retrovisor, observó un par de luces. El corazón le dio un vuelco al ver el gran Cadillac que aparecía en el camino de acceso a la casa que acababa de abandonar. La sangre le desapareció repentinamente de la cara. ¡Oh, Dios mío! Sus padres acababan de llegar, y el momento no habría podido ser peor. Hizo girar de nuevo el Land Rover, atravesando un remolino de nieve, y regresó a toda velocidad hacia la casa de sus padres. Entonces, su problemática situación se vio complicada al ver otro par de faros que bajaban por la carretera, desde la misma dirección por la que habían llegado sus padres. Observó con creciente temor el sedán blanco que descendía por la calle, con sus ruedas aplastando lentamente las huellas dejadas por el Cadillac. Era la misma gente que había seguido a sus padres desde Virginia. Con tantas cosas como ocurrían, se había olvidado por completo de ellos. Sidney apretó a fondo el acelerador del Land Rover. Tras patinar un momento sobre la nieve, el sistema de tracción a las cuatro ruedas se agarró al pavimento y los engranajes impulsaron aquel pequeño tanque hacia delante, como si fuera una bala de cañón. Al abalanzarse sobre el sedán, Sidney vio reaccionar al conductor. Se llevó una mano al interior de la chaqueta. Pero llegó tarde por una fracción de segundo. Ella pasó volando, dirigiéndose hacia la casa de sus padres, dio un volantazo para atravesarse en el camino y se estrelló de costado con un crujido metálico contra el vehículo más pequeño, empujándolo con la fuerza de su impulso sobre la deslizante calzada y arrojándolo por una escarpada zanja. El airbag del Land Rover se infló. Con un esfuerzo enfurecido, Sidney lo arrancó de la barra de dirección y, con un manotazo, puso la marcha atrás. Se pudo escuchar con claridad el sonido del metal al liberarse, cuando los dos vehículos se desacoplaron.

Sidney hizo girar su cuatro por cuatro y luego miró fijamente, con incredulidad. Su repentino ataque se había ocupado de quien quiera que siguiera a sus padres. Pero también había tenido otro resultado. Observó consternada cómo el Cadillac de sus padres giraba por Beach Street y regresaba a gran velocidad hacia la carretera 1. Sidney apretó de nuevo el acelerador y se lanzó tras ellos.

El hombre salió con dificultades del coche y contempló fijamente, conmocionado, el vehículo que desaparecía rápidamente de su vista.

Sidney vio las luces de posición del Cadillac justo delante de ella. En este tramo, la carretera 1 sólo tenía dos carriles. Se situó detrás de sus padres e hizo sonar el claxon varias veces. El Cadillac aceleró inmediatamente. Probablemente, sus padres estaban ahora tan asustados que no se detendrían ni siquiera en el caso de que vieran a un coche patrulla de la policía, y mucho menos ante un lunático que hacía sonar el claxon de un vehículo abollado. Sidney contuvo momentáneamente la respiración y luego giró hacia el carril contrario de la carretera, apretó a fondo el acelerador y se situó junto al coche de sus padres. Vio reaccionar a su padre al darse cuenta de que el Land Rover aparecía a su izquierda. El Cadillac patinó de un lado al otro a medida que cobraba velocidad, y Sidney tuvo que mantener el acelerador pisado a fondo para no perder terreno, ya que el dañado Land Rover respondía con lentitud. A medida que Sidney ganaba terreno con firmeza, Bill Patterson situó el voluminoso Cadillac en medio de la calzada de dos carriles, para impedir que su perseguidor le adelantara. Sidney bajó la ventanilla y tuvo que introducir casi la mitad de su vehículo en el arcén de tierra y gravilla. Menos mal que no habían limpiado todavía las carreteras, pues en tal caso no habría tenido arcén en el que encontrar apoyo. En el momento en que se inclinaba hacia el asiento del pasajero del Cadillac, su padre efectuó un nuevo giro a la derecha, para obligar a Sidney a salirse por completo de la carretera. Mientras el Land Rover rebotaba y se balanceaba sobre el escabroso terreno, Sidney miró el velocímetro; marcaba casi ciento treinta kilómetros por hora. El temor le recorrió cada uno de los nervios de su cuerpo. Estaba a punto de salirse de la carretera. Miró hacia delante. Llegaban a una pronunciada curva. Apretó el acelerador a fondo. Sólo le quedaban unos pocos segundos.

– ¡Mamá! -gritó, inclinándose todo lo que pudo por la ventanilla del conductor, al mismo tiempo que trataba de controlar el Land Rover. Respiró profundamente y volvió a gritar con toda la fuerza de sus pulmones, como si en ello le fuera la vida-: ¡Mamá!

Vio cómo su madre miraba a través de la nieve que azotaba el coche, con los ojos abiertos y aterrorizados, y Sidney observó finalmente una expresión de reconocimiento y alivio en ellos. Su madre se volvió rápidamente hacia su padre. El Cadillac redujo inmediatamente la velocidad y permitió que Sidney regresara a la calzada, por delante de ellos. Con el rostro y el cabello cubiertos de nieve, Sidney les hizo señas con una mano para que la siguieran. Envueltos en un torbellino blanco casi cegador, los dos vehículos avanzaron rápidamente por la carretera.

Después de aproximadamente una hora, se alejaron de la carretera por una salida. Diez minutos más tarde el Land Rover y el Cadillac se detuvieron en el aparcamiento de un motel. Lo primero que hizo Sidney Archer en cuanto se detuvo fue saltar de la furgoneta, echar a correr hacia el coche de sus padres, abrir la portezuela de atrás y tomar a su hija entre sus brazos. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Sidney, tan ferozmente como la nieve. Tomó los dedos de su dormida hija como si quisiera transmitirle la promesa de no volver a abandonarla nunca más. Amy no tenía forma de saber lo cerca que había estado de perder esta noche a su madre. ¿Y si la hoja se hubiera desviado un par de centímetros en la otra dirección? Pero eso era algo que la pequeña nunca sabría. Sidney Archer, sin embargo, lo sabía muy bien y el solo hecho de pensarlo la indujo a apretarse a su hija contra el pecho con todas las fuerzas de su cuerpo dolorosamente convulso. Bill Patterson rodeó el coche y le dio un fuerte abrazo de oso. Su cuerpo corpulento también temblaba después de esta última pesadilla. Su esposa se les unió y formaron un pequeño círculo, abrazados estrechamente, permaneciendo todos en silencio. Aunque la nieve pronto les cubrió las ropas, no se amilanaron por ello; simplemente, se sostenían los unos a los otros.

El hombre logró sacar su vehículo del terraplén y luego corrió hacia la casa de los Patterson, donde todo estaba en silencio. Un minuto más tarde la casa ya no estuvo en silencio, mientras la cómoda parecía alzarse lentamente del suelo y luego era arrojada violentamente hacia un lado, con ruido y astillamiento de la madera. Scales se incorporó dolorido, ayudado por su colega. El aspecto de su rostro maltrecho dejaba ver bien a las claras que Sidney Archer había tenido mucha suerte de no hallarse ahora al alcance de sus manos asesinas. Al retroceder para recuperar su cuchillo, observó el trozo de papel que Sidney había dejado caer: el mensaje de Jason por correo electrónico. Scales lo recogió y lo estudió durante un momento. Cinco minutos más tarde, él y su compañero se dirigían hacia el coche dañado. Scales tomó el teléfono celular y marcó un número de marcación rápida. Había llegado el momento de pedir refuerzos.

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