Sidney Archer tocó la bocina impaciente y el coche que tenía delante aceleró para cruzar el semáforo en verde. Echó un vistazo al reloj del tablero. Tarde como siempre. En un movimiento reflejo miró el espejo retrovisor del Ford Explorer. Amy, con el osito Winnie bien sujeto en una de sus pequeñas manos, dormía profundamente en la silla portabebés. Amy tenía el pelo rubio, la barbilla fuerte y la nariz afilada de la madre. Los picaros ojos azules y mucha de su gracia atlética le venían del padre, aunque Sidney Archer había sido en la universidad uno de los pivots del equipo de baloncesto femenino.
Entró en el aparcamiento cubierto y aparcó el coche delante de un edificio de ladrillos de una sola planta. Se apeó, abrió la puerta trasera del Ford y sacó a Amy de la silla sin olvidarse del osito y la bolsa de la niña. Sidney le subió la capucha del abrigo y protegió del viento frío el rostro de su hija con su abrigo. El cartel encima de las puertas de cristal decía: PARVULARIO DEL CONDADO JEFFERSON.
En el interior, Sidney le quitó el abrigo a Amy, aprovechó la ocasión para limpiar los restos de los cereales, y comprobó el contenido de la bolsa antes de entregársela a Karen, una de las puericultoras. El mono blanco de Karen estaba manchado de cera roja en el pecho, y tenía una mancha de lo que parecía mermelada en la manga derecha.
– Hola, Amy. Tenemos unos juguetes nuevos que te encantará probar. -Karen se arrodilló delante de la niña. Amy la miró con su osito en una mano y el pulgar de la otra en la boca.
– Puré de calabacín y zanahoria, zumo y un plátano -dijo Sidney con la bolsa en alto-. Si se porta muy bien le puedes dar unas patatas fritas y una galleta de chocolate. Déjala dormir la siesta un poco más, Karen, ha pasado mala noche.
Karen le ofreció un dedo a Amy para que se sujetara.
– De acuerdo, señora Archer. Amy siempre se porta bien, ¿no es así?
Sidney se agachó para darle un beso a la niña.
– En eso tienes razón. Excepto cuando no quiere comer, dormir o hacer lo que le dicen.
Karen era madre de un niño de la misma edad de Amy. Las dos madres intercambiaron una sonrisa experta.
– Vendré a buscarla alrededor de las siete y media, Karen.
– No hay problema.
– Adiós, mami, te quiero.
Sidney volvió la cabeza y vio a Amy que la despedía agitando la mano. En la distancia, parecía un bulto adorable, y la ternura que provocó en Sidney le hizo olvidar el enfado del desayuno. Respondió afectuosa al saludo.
– Yo también te quiero. Esta noche tomaremos helado de postre. Y estoy segura de que papá llamará por teléfono, ¿vale?
Una sonrisa maravillosa apareció en el rostro de Amy.
Media hora más tarde, Sidney entró en el aparcamiento de su oficina, recogió el maletín, cerró la portezuela del coche de un golpe y corrió hacia el ascensor. El viento helado que soplaba en el aparcamiento subterráneo alegró sus pensamientos. Muy pronto volverían a encender el viejo hogar de piedra en la sala. Le encantaba el olor de la madera al arder; era reconfortante y le hacía sentir segura. La proximidad del invierno le hizo pensar en Navidad. Éste sería el primer diciembre en el que Amy se daría cuenta de que era un tiempo muy especial. Sidney se entusiasmó cada vez más con la proximidad de las vacaciones. Irían a pasar el día de Acción de Gracias con sus padres, pero este año Jason, Sidney y Amy estarían en casa para Navidad. Los tres solos. Delante del fuego con un árbol de Navidad bien grande y una montaña de regalos para su hijita.
Aunque Sidney se había reprochado a sí misma por el retraso, sólo eran las ocho menos cuarto cuando salió del ascensor.
A pesar de su condición de empleada a tiempo parcial, era una de las abogadas más trabajadoras del bufete. Los socios principales de Tylery Stone sonreían cada vez que pasaban por delante de la oficina de Sidney Archer, satisfechos porque sus partes del pastel eran cada vez más grandes gracias a sus esfuerzos. Aunque ellos probablemente creían que la estaban utilizando, Sidney tenía sus propios planes. Este trabajo sólo era un paso intermedio. Siempre podría practicar su profesión; sin embargo, tenía una única oportunidad de ser la madre de Amy mientras ella todavía era pequeña.
La vieja casa de piedra y ladrillo la habían comprado casi a mitad de precio porque necesitaba una rehabilitación a fondo. Los trabajos los habían acabado tras dos años después de feroces discusiones con los subcontratistas. Habían cambiado el Jaguar por el destartalado Ford de seis años. Habían gastado casi todo el dinero de los créditos para estudiantes, y habían reducido los gastos mensuales casi en un cincuenta por ciento a través de muchos sacrificios y sentido común. Dentro de un año los Archer no tendrían deudas.
Volvió a pensar en las primeras horas de la mañana. Las noticias de Jason habían sido una bomba. Pero apenas sí pudo dominar la sonrisa al considerar las posibilidades. Estaba orgullosa de Jason. Él se merecía el éxito más que nadie. Todo indicaba que éste sería un buen año. Tantas noches de trabajar hasta muy tarde… Sin duda, había estado dando los toques finales a su trabajo. ¡Cuántas horas de preocupación innecesaria por su parte! Ahora le sabía mal haberle colgado el teléfono. Se encargaría de recompensarlo cuando él regresara.
Sidney abrió la puerta, recorrió a buen paso el pasillo y entró en su oficina. Comprobó el correo electrónico y no había mensajes urgentes. Llenó el maletín con los documentos que necesitaba para el viaje, recogió los pasajes de avión de la silla donde los había dejado su secretaria y guardó el ordenador portátil en la funda. Dictó un montón de instrucciones en el buzón de voz para su secretaria y los cuatro abogados del bufete que colaboraban con ella en diversos asuntos. Con paso vacilante por el peso que cargaba entró en el ascensor.
Sidney presentó su billete en la mesa de embarque de USAir en el aeropuerto Nacional y unos minutos más tarde se acomodaba en su butaca en un Boeing 737. Confiaba en que el avión despegara puntual para el viaje de cincuenta y cinco minutos escasos al aeropuerto La Guardia en Nueva York. Por desgracia, se tardaba casi lo mismo para ir en coche desde el aeropuerto a la ciudad que para atravesar los trescientos setenta kilómetros que separaban la capital de la nación de la capital del mundo financiero.
El vuelo, como de costumbre, estaba lleno. Mientras se sentaba, se fijó en que el asiento contiguo lo ocupaba un hombre mayor vestido con un anticuado traje a rayas con chaleco. Una corbata roja con el nudo ancho contrastaba con la pechera almidonada de la camisa blanca. Sobre los muslos tenía una vieja cartera de cuero. Las manos delgadas y nerviosas se abrían y cerraban mientras él miraba a través de la ventanilla. Pequeños mechones de pelo blanco asomaban por debajo de los lóbulos de las orejas. El cuello de la camisa le bailaba alrededor del cuello delgado y flácido como trozos de papel despegado de la pared. Sidney observó las gotas de sudor que perlaban el labio superior y la sien izquierda.
El avión inició la carrera hacia la pista principal. El ruido de los alerones que se colocaban en la posición de despegue pareció calmar al hombre, que se volvió hacia Sidney.
– Eso es lo único que quiero escuchar -afirmó con una voz profunda y el deje de los que han pasado toda su vida en el sur.
– ¿Cómo es eso? -preguntó Sidney con curiosidad.
– Me aseguro de que no se olviden de bajar los malditos alerones para que esta cosa se levante del suelo -respondió él al tiempo que señalaba el exterior-. ¿Recuerda aquel avión en Detroit? -Pronunció la palabra como si en realidad fueran dos-. Los malditos pilotos se olvidaron de poner los alerones en la posición correcta y mataron a todos los que iban a bordo excepto a aquella niñita.
Sidney miró a través de la ventanilla por un momento.
– Estoy segura de que los pilotos lo tienen muy presente -señaló.
Sidney suspiró para sus adentros. Lo que menos necesitaba era estar sentada junto a un pasajero nervioso. Volvió a ocuparse de sus notas y echó un vistazo rápido a su presentación antes de que las azafatas hicieran que todos guardaran sus pertenencias debajo de los asientos. En cuanto la vio aparecer guardó los papeles en el maletín y lo metió debajo del asiento que tenía delante. Miró a través de la ventanilla las aguas oscuras y turbulentas del Potomac. Las bandadas de gaviotas que sobrevolaban el río parecían a los lejos como trozos de papel arrastrados por el viento. El capitán anunció por el intercomunicador que el avión de USAir era el siguiente en la cola de despegue.
Unos segundos más tarde, el avión realizó un despegue impecable. Viró a la izquierda para evitar la zona de vuelo prohibido por encima del Capitolio y la Casa Blanca, y comenzó el ascenso hacia la altitud de crucero.
El avión se niveló al llegar a los diez mil metros de altura y las azafatas pasaron con el carrito de bebidas. Sidney se hizo con una taza de té y una bolsa de cacahuetes salados. El hombre mayor no quiso beber nada y siguió mirando nervioso a través de la ventanilla.
Sidney recogió el maletín dispuesta a aprovechar la siguiente media hora. Se arrellanó en el asiento y sacó algunos papeles del maletín. Mientras comenzaba a leerlos observó que el anciano no dejaba de mirar el exterior; el cuerpo tenso saltaba con cada brinco del aparato, atento a cualquier sonido anormal que anunciara la catástrofe. Las venas le abultaban en el cuello y se le veían los nudillos blancos de la presión que ejercían las manos contra los brazos del asiento. La expresión de Sidney se suavizó. Estar asustado ya era bastante malo y la sensación de estar solo en el miedo complicaba las cosas. Tendió una mano y le palmeó el brazo al tiempo que sonreía. Él volvió la cabeza y respondió a la sonrisa, con un poco de vergüenza.
– Los pilotos han hecho este vuelo centenares de veces. Estoy segura de que se conocen todos los trucos -comentó ella con voz tranquila.
El sonrió una vez más y se frotó las manos para devolverles la circulación.
– Tiene toda la razón, señora.
– Sidney, Sidney Archer.
– Yo me llamo George Beard. Mucho gusto, Sidney.
Se dieron un fuerte apretón de manos.
Beard miró de pronto las nubes desgarradas. La luz del sol era muy fuerte. Bajó hasta la mitad la cortina de la ventanilla.
– Llevo tantos años volando que lo lógico sería estar acostumbrado.
– Puede ser una experiencia dura para cualquiera, George, por mucho que la repita -comentó Sidney en un tono comprensivo-. Pero no tan terrible como los taxis que tendremos que coger para ir a la ciudad.
Ambos se rieron. Entonces Beard dio un saltito cuando el avión entró en otra bolsa de aire y su rostro adquirió una vez más un tono ceniciento.
– ¿Viaja a menudo a Nueva York, George?
Sidney intentó que no se separaran sus miradas. En el pasado nunca le habían preocupado los medios de transporte. Pero desde que había tenido a Amy, sentía una ligera aprensión cuando subía a un avión o a un tren, e incluso cuando conducía el coche. Observó el rostro de Beard mientras el hombre volvía a ponerse tenso con los saltos del avión.
– George, no pasa nada. Sólo es una pequeña turbulencia.
Él inspiró con fuerza y, por fin, la miró a los ojos.
– Estoy en la junta directiva de un par de compañías con sede en Nueva York. Tengo que ir allí dos veces al año.
Sidney echó una ojeada a los documentos y de pronto recordó una cosa. Frunció el entrecejo. Había un error en la página cuatro. Tendría que corregirlo cuando llegara a la ciudad. George Beard le tocó el brazo.
– Supongo que hoy no nos pasará nada. Me refiero a que ¿cuántas veces se producen dos catástrofes en un mismo día? Dígamelo.
Sidney, preocupada, no le respondió en el acto. Por fin se volvió hacía él con los ojos entrecerrados.
– ¿Perdón?
Beard se inclinó hacia ella en una actitud confidencial.
– A primera hora de la mañana tomé el puente aéreo desde Richmond. Llegué al Nacional sobre las ocho. Oí a dos pilotos que hablaban. No me lo podía creer. Estaban nerviosos, se lo juro. Caray, yo también lo hubiera estado.
El rostro de Sidney reflejó su confusión.
– ¿De qué está hablando?
Beard se inclinó un poco más.
– No sé si esto ya es del conocimiento público, pero mi audífono funciona mucho mejor con las pilas nuevas, así que aquellos tipos quizá pensaron que no podía oírles. -Hizo una pausa teatral y miró atentamente a su alrededor antes de mirar otra vez a Sidney-. Esta mañana hubo un accidente aéreo. No hay supervivientes. -Las cejas blancas y gruesas se movían como la cola de un gato.
Por un instante, todos los órganos importantes de Sidney parecieron dejar de funcionar.
– ¿Dónde?
– No pude oírlo. -Beard meneó la cabeza-. Sin embargo, era un reactor, uno bastante grande. Al parecer, se cayó sin más. Supongo que por eso los tipos estaban tan nerviosos. No saber por qué es terrible, ¿verdad?
– ¿Sabe la compañía?
– No, pero no tardaremos en saberlo. -Volvió a menear la cabeza-. Lo dirán en la televisión cuando lleguemos a Nueva York. Llamé a mi esposa desde el aeropuerto para decirle que estaba bien. Demonios, ella ni siquiera se había enterado, pero no quería que se preocupara cuando dieran la noticia en la televisión.
Sidney miró la corbata roja del viejo. De pronto la vio como una enorme herida sangrante en la garganta. Las posibilidades… No, era imposible. Meneó la cabeza y miró al frente. Delante tenía la solución rápida a su preocupación. Metió la tarjeta de crédito en la ranura del asiento que tenía delante, cogió el auricular del teléfono y marcó el número del mensáfono SkyWord de Jason. No tenía el número de su nuevo teléfono móvil; de todas maneras, él acostumbraba a desconectar el teléfono en los vuelos. Las azafatas le habían llamado la atención en dos ocasiones por recibir llamadas telefónicas en vuelo. Sidney rogó a Dios que su marido se hubiera acordado de llevar el mensáfono. Miró la hora. En estos momentos estaría volando por el Medio Oeste, pero como la transmisión se hacía vía satélite, el mensáfono recibiría la llamada sin inconvenientes. Sin embargo, él no podría responder a la llamada desde el teléfono del avión porque el 737 en el que viajaba ella no estaba equipado con la tecnología adecuada. Así que dejó el número de la oficina. Esperaría diez minutos y llamaría a la secretaria.
Pasaron los diez minutos y llamó a la oficina. La secretaria cogió el teléfono a la segunda llamada. No, su esposo no había llamado. Ante la insistencia de Sidney, la secretaria comprobó el buzón de voz. Tampoco había ningún mensaje. La secretaria no estaba enterada de ningún accidente aéreo. Sidney se preguntó si George Beard no habría interpretado mal la conversación de los pilotos. Probablemente el hombre se había imaginado todo tipo de catástrofes, pero ella necesitaba estar segura. Se esforzó hasta recordar el nombre de la compañía en la que volaba su marido. Llamó a información y consiguió el número de United Airlines. Por fin consiguió hablar con una empleada que le confirmó que la compañía tenía un vuelo matutino de Dulles a Los Ángeles pero que no tenía información sobre ningún accidente aéreo. La mujer parecía estar poco dispuesta a discutir el tema por teléfono y Sidney colgó llena de nuevas dudas. Después llamó a American y, luego, a Western Airlines. No consiguió hablar con ninguna de las dos compañías. Las líneas estaban permanentemente ocupadas. Lo intentó otra vez, con el mismo resultado. Notó un entumecimiento por todo el cuerpo. George Beard le tocó el brazo.
– Sidney… señora, ¿está bien?
Sidney no contestó. Continuó con la mirada perdida en el vacío, ajena a todo excepto al pensamiento obsesivo de salir la primera del avión en cuanto aterrizaran.