El apartamento era pequeño, poco acogedor, y predominaba un olor a moho que sugería un largo abandono. Sin embargo, los pocos muebles y las pertenencias personales estaban limpias y bien organizadas; algunas de las sillas y una pequeña mesa auxiliar eran valiosas antigüedades. El ocupante más llamativo de la minúscula sala de estar era una biblioteca de arce que bien podría haber estado en la Luna, porque parecía un objeto extraterrestre en este espacio modesto y sin pretensiones. La mayoría de los libros colocados en los estantes versaban sobre finanzas y trataban sobre temas como la política monetaria internacional o complejas teorías de inversión.
La única luz de la habitación la suministraba una lámpara de pie colocada junto a un sofá. El pequeño círculo luminoso delineaba la silueta del hombre alto y estrecho de hombros que estaba sentado allí, con los ojos cerrados como si estuviera dormido. El reloj de su muñeca marcaba las cuatro de la mañana. Las perneras del pantalón gris oscuro rozaban los zapatos negros con borlas impecablemente lustrados. Los tirantes verdes resaltaban sobre la pechera blanca almidonada. El cuello de la camisa estaba desabrochado y las puntas de la pajarita colgaban alrededor del cuello. La gran cabeza calva era como un segundo plano, porque lo primero que llamaba la atención era la espesa barba gris acero que enmarcaba el rostro ancho surcado por profundas arrugas. Sin embargo, cuando el hombre abrió bruscamente los ojos, todas las demás características físicas se convirtieron en secundarias; los ojos eran de color avellana, muy penetrantes; parecían ocupar todo el espacio de las órbitas mientras contemplaban la habitación.
Entonces el dolor sacudió al hombre, que se llevó las manos a su costado izquierdo, pero en realidad el dolor estaba ahora por todas partes. No obstante, su origen había sido el lugar que ahora él atacaba con una feroz aunque fútil venganza. Apenas podía respirar mientras se le contraía el rostro.
Deslizó una mano hasta el aparato sujeto en el cinturón. Con la forma y el tamaño de un walkman, era en realidad una bomba CADD conectada a un catéter Groshing oculto debajo de la camisa y cuyo otro extremo estaba insertado en el pecho. El dedo encontró el botón correcto y el microordenador en el interior de la bomba descargó inmediatamente una muy potente dosis de analgésicos en una cantidad muy superior a la que suministraba automáticamente a intervalos regulares a lo largo del día. A medida que la mezcla analgésica entraba directamente en el torrente sanguíneo, el dolor fue disminuyendo hasta desaparecer del todo. Pero volvería; siempre volvía.
El hombre se echó hacia atrás, exhausto, el rostro sudoroso, la camisa empapada de sudor. Dio gracias a Dios por poder manejar la bomba a voluntad. Tenía una tolerancia extraordinaria al dolor, porque su fuerza mental podía superar fácilmente cualquier malestar físico, pero la bestia que le devoraba las entrañas le había introducido en un nuevo nivel de angustia física. Por un momento se preguntó qué llegaría primero: la muerte o la derrota más absoluta de las drogas frente al enemigo. Rezó para que ganara la muerte.
Fue tambaleándose hasta el baño y se miró en el espejo. En ese momento, se echó a reír. Las carcajadas casi histéricas aumentaron de volumen hasta parecer que estallarían a través de las delgadas paredes del apartamento, y entonces el estallido incontrolable se transformó en sollozos y en un vómito. Unos minutos más tarde, después de cambiarse de camisa, Lieberman estaba otra vez delante del espejo, ocupado en hacerse el nudo de la corbata. Le habían avisado de los violentos cambios de humor. Sacudió la cabeza.
Siempre se había cuidado. Hacía gimnasia con regularidad, no fumaba, no bebía, controlaba su dieta. Ahora, a sus juveniles sesenta y dos años, no viviría para ver los sesenta y tres. Este hecho lo habían confirmado tantos especialistas que, finalmente, incluso el enorme deseo de vivir de Lieberman había renunciado. Pero no se iría por la puerta falsa. Le quedaba una carta por jugar. Sonrió al darse cuenta repentinamente de que la inminencia de la muerte le daba una maniobrabilidad que no había tenido en vida. Sería una verdadera ironía que una carrera distinguida como la suya acabara con una nota innoble. Pero las sacudidas que acompañarían a su desaparición compensaban ese punto. ¿A él qué le importaba? Entró en el pequeño dormitorio y se tomó un momento para contemplar las fotografías encima de la mesa. Notó las lágrimas que amenazaban con desbordarse y salió del cuarto muy rápidamente.
Lieberman abandonó el apartamento a las cinco y media en punto, bajó en el pequeño ascensor hasta la planta baja y salió a la calle, donde un Crown Victoria, con matrículas oficiales de un blanco resplandeciente a la luz de la farola, estaba aparcado junto al bordillo con el motor en marcha. El chófer se apresuró a bajar del coche y abrió la puerta para que subiera. Se llevó la mano a la gorra en un respetuoso saludo a su estimado pasajero y, como de costumbre, no recibió respuesta. En unos segundos, el coche había desaparecido.
Más o menos a la misma hora que el coche de Lieberman entraba en el acceso a la autopista, el Mariner L800 salía del hangar en el aeropuerto internacional Dulles preparado para el vuelo sin escalas a Los Ángeles. Acabados los controles de mantenimiento, se procedería a abastecer de combustible al avión de cincuenta y cinco metros de longitud. Western Airlines subcontrataba las operaciones de carga de combustible. El camión cisterna estaba aparcado debajo del ala de estribor. En el L800 la configuración estándar tenía los depósitos de combustible en cada ala y en el fuselaje. El panel de combustible debajo del ala, ubicado aproximadamente a un tercio del fuselaje, estaba abierto y la larga manguera serpenteaba por el interior del ala hasta la válvula de toma. Esta única válvula servía para trasvasar el combustible hasta los tres tanques a través de una serie de colectores. El encargado de la operación, con guantes y un mono mugriento, controlaba la manguera mientras el combustible de alto octanaje entraba en los depósitos. El hombre contempló sin prisas la creciente actividad alrededor del aparato: estibaban las sacas de correos y la carga, los carros con las maletas cruzaban lentamente la pista procedentes de la terminal. Satisfecho de que nadie le observaba, el hombre utilizó una mano para rociar la parte expuesta del depósito de combustible, alrededor de la válvula de toma, con una sustancia contenida en un rociador de plástico. El metal del depósito brillaba en la parte rociada. Un examen más a fondo hubiera revelado un leve empañamiento de la superficie metálica, pero dicho examen no se realizaría. Incluso el capitán, en la revisión previa al vuelo, nunca descubriría esta pequeña sorpresa agazapada en el interior de la enorme máquina.
El hombre guardó el pequeño rociador de plástico en uno de los bolsillos del mono. Del otro bolsillo sacó un objeto rectangular y plano, y metió la mano en el interior del ala. Cuando la retiró estaba vacía. Acabada la operación de carga, desenganchó la manguera, la cargó, en el camión y cerró la tapa del panel de combustible. El camión se alejó para cargar combustible en otro avión. El hombre miró por encima del hombro al L800 sólo por un instante y siguió adelante. Su turno terminaba a las siete de la mañana. No pensaba quedarse ni un segundo más.
El Mariner L800 de casi cien toneladas despegó de la pista y ascendió fácilmente entre la capa de nubes. El L800, un jet de un solo pasillo equipado con dos turbinas Rolls-Royce, era la aeronave técnicamente más avanzada, aparte de las pilotadas por los aviadores de la fuerza aérea norteamericana.
El vuelo 3223 llevaba ciento setenta y cuatro pasajeros y siete tripulantes a bordo. La mayoría de los pasajeros estaban en sus asientos, entretenidos en la lectura de periódicos y revistas, mientras el avión continuaba la ascensión sobre los campos de Virginia para alcanzar la altura de crucero de once mil seiscientos metros. El ordenador de navegación había establecido la duración del vuelo a Los Ángeles en cinco horas y cinco minutos.
Uno de los pasajeros de primera clase leía el Wall Street Journal. Se acariciaba la abundante barba color gris acero mientras su mirada alerta recorría velozmente las páginas de información financiera. En la clase turista, otros pasajeros permanecían en silencio, algunos con los brazos cruzados sobre el pecho, otros con los ojos semícerrados; muchos leían. En un asiento, una anciana pasaba las cuentas del rosario, mientras sus labios rezaban en silencio.
En el momento en que el L800 alcanzó la altitud de crucero y se niveló, el capitán saludó al pasaje por los altavoces mientras las azafatas comenzaban la rutina habitual, una rutina que súbitamente quedó interrumpida.
Todas las cabezas se volvieron cuando el destello rojo apareció en el lado derecho del avión. Los ocupantes de los asientos de ventanilla de aquel lado contemplaron horrorizados cómo el ala derecha se retorcía, la cubierta metálica se desgarraba y los remaches saltaban. En cuestión de segundos dos terceras partes del ala se desprendieron, llevándose con ellas la turbina de estribor. Como venas amputadas, los conductos hidráulicos y los cables partidos se sacudieron enloquecidos por el viento de proa mientras el combustible del tanque destrozado rociaba el fuselaje.
El L800 efectuó un brusco giro hacia la izquierda y quedó en posición invertida, provocando un desastre en la cabina. En el interior del fuselaje, todos y cada uno de los seres humanos gritaban dominados por el terror mientras el avión se movía por el cielo como una hoja arrastrada por el viento, completamente fuera de control. Los pasajeros salieron despedidos de los asientos. Para la mayoría el corto viaje hasta el techo resultó mortal. Se escuchaban los alaridos de dolor cuando las pesadas maletas -vomitadas desde las bodegas, abiertas cuando las ondas de choque, provocadas por la presión del aire, hicieron saltar los mecanismos de cierre- chocaban contra la carne humana.
La anciana abrió la mano y el rosario cayó al suelo, que ahora era el techo del avión. La mujer mantenía los ojos bien abiertos, pero se veían tranquilos. Ella era una de las afortunadas. El infarto la había salvado de los próximos minutos de terror total.
Los aviones a reacción comerciales equipados con dos motores tienen la garantía de volar con un solo motor. Pero ningún avión puede volar con una sola ala. La capacidad de vuelo del aparato había desaparecido. El L800 entró en una barrena mortal.
En la cabina de mando, los pilotos luchaban con los controles mientras el avión averiado caía en picado entre las nubes como una lanza a través de un mar de espuma. Aunque no conocían las características específicas de la catástrofe, sabían muy bien que el aparato y los que estaban a bordo corrían un peligro mortal. Mientras intentaban frenéticamente recuperar el control de la aeronave, los dos pilotos rezaban en silencio para no colisionar con ningún otro avión en la caída. «¡Dios mío!» El capitán miró incrédulo cómo el altímetro continuaba una carrera imparable hacia el cero. Ni los sistemas de vuelo más avanzados del mundo ni las más excepcionales habilidades de pilotaje podían invertir la tremenda certidumbre a que se enfrentaban cada uno de los seres humanos encerrados en el proyectil destrozado. Todos iban a morir en cuestión de segundos. Como ocurre en casi todas las catástrofes aéreas, los dos pilotos serían los primeros en abandonar este mundo; los demás a bordo del vuelo 3223 los seguirían una fracción de segundo más tarde.
Lieberman mantenía la boca abierta en una expresión atónita mientras se sujetaba a los brazos del asiento. A medida que el morro del avión se ponía en posición vertical, Lieberman se encontró mirando cabeza abajo el respaldo del asiento que tenía delante como si estuviese en lo más alto de una enloquecida montaña rusa. Por desgracia para él, Arthur Lieberman permanecería consciente hasta el preciso instante en que al avión chocara contra el objeto inmóvil hacia el cual se desplomaba. Su desaparición del mundo de los vivos ocurriría varios meses antes de lo esperado y sin cumplir con los planes previstos. A medida que el avión comenzaba el descenso final, una palabra escapó de los labios de Lieberman. Aunque era un monosílabo, fue emitido en un alarido continuo que se oía por encima de todos los demás terribles sonidos que inundaban la cabina:
– ¡Noooo!