Lee Sawyer miraba a través de la ventana de su pequeño apartamento en Washington Sureste. Durante el día, desde la ventana del dormitorio, se alcanzaba a ver la cúpula de Union Station. Pero todavía faltaba media hora para el amanecer. Sawyer había regresado a casa después de investigar la muerte del gasolinero sobre las cuatro y media de la mañana. Había estado diez minutos debajo del chorro de la ducha bien caliente para relajar los músculos tensos y despejarse. Después se había preparado una cafetera, además de un par de huevos fritos, una loncha de jamón que tendría que haber tirado hacía una semana y unas cuantas tostadas. Puso todo en una bandeja y se lo llevó a la sala, donde se sentó a comer. Sólo encendió la lámpara de mesa porque en la penumbra pensaba más tranquilo. Mientras el viento sacudía las ventanas, Sawyer contempló la disposición de su sencillo hogar. Hizo una mueca. ¿Hogar? Este no era su verdadero hogar, aunque llevaba aquí más de un año. Su hogar estaba en los suburbios de Virginia, en una calle arbolada; una casa de dos niveles, un garaje para dos coches y una barbacoa de ladrillos en el patio trasero. Este pequeño apartamento donde comía y, de vez en cuando, dormía, era el único lugar que podía permitirse después del divorcio. Pero no era ni nunca sería su hogar, a pesar de los pocos efectos personales que había traído, en su mayoría fotos de sus cuatro hijos que le miraban desde todas partes. Cogió una de las fotos, la de su hija Meg, o Meggie, como la llamaban todos. Rubia y bien parecida, había heredado de su padre la estatura, la nariz fina y los labios llenos. Su carrera como agente del FBI había despegado cuando ella era una niña, y él había estado en la carretera durante casi toda su adolescencia. Las consecuencias habían sido terribles. Ahora no se hablaban. Al menos, ella no le hablaba. Y él, mayor como era, y a pesar del trabajo que hacía, tenía demasiado miedo para volver a intentarlo. Además, ¿de cuántas maneras se podía decir «lo lamento»?
Lavó los platos, limpió el fregadero y metió la ropa sucia en la bolsa para la tintorería. Echó una ojeada para ver si faltaba hacer algo más. En realidad, no había nada. Sonrió cansado. Sólo pretendía pasar el rato. Miró la hora. Casi las siete. Dentro de muy poco saldría para la oficina. Aunque tenía un horario de trabajo, estaba allí casi todo el día. No era difícil de entender. Ser agente del FBI era prácticamente lo único que le quedaba. Siempre habría otro caso. ¿No era eso lo que le había dicho su esposa aquella noche? La noche en que se había deshecho su matrimonio. Ella había tenido toda la razón, siempre habría otro caso. Al final, ¿qué más podía él pedir o esperar? Aburrido de esperar, se puso el sombrero, metió el arma en la cartuchera y bajó las escaleras en busca del coche.
A unos cinco minutos en coche desde el apartamento de Sawyer se alzaba la sede central del FBI en la avenida Pensilvania, entre las calles Nueve y Diez, noroeste. Allí trabajaban unos siete mil quinientos de los veinticuatro mil empleados de la institución. De estos siete mil quinientos, sólo alrededor de mil eran agentes especiales, el resto eran técnicos y personal de apoyo. En una de las salas de conferencias estaba sentado un agente especial de alto rango. Otros miembros del FBI ocupaban la mesa, muy atareados en repasar documentos y archivos en sus ordenadores portátiles. Sawyer se tomó un momento para echar una ojeada y estirar los músculos.
Estaban en el Strategic Information Operationes Center [Centro de Operaciones de Informaciones Estratégicas] o SIOC. Se trataba de un sector de acceso restringido compuesto por un grupo de habitaciones separadas con tabiques de cristal y protegido contra todo tipo de espionaje electrónico; se utilizaba como puesto de mando para las operaciones más importantes del FBI. En una pared había un grupo de relojes que marcaban las diferentes zonas horarias. En otra había una batería de monitores de televisión. El SIOC contaba con líneas de comunicación directas con la sala de situación de la Casa Blanca, la CIA y una multitud de agencias federales de seguridad. Carecía de ventanas y era un lugar muy tranquilo, donde se planeaban las grandes investigaciones. Una pequeña cocina suministraba alimentos y bebidas para el personal durante las largas jornadas de trabajo. En estos momentos, preparaban café. Al parecer, la cafeína y la actividad cerebral iban de la mano.
Sawyer miró a David Long, un veterano de la división de explosivos del FBI que estudiaba ensimismado un archivo. A la izquierda de Long, se encontraba Herb Barracks, de la delegación de Charlottesville, la oficina del FBI más cercana al lugar del accidente. Junto a él estaba un agente de la oficina de Richmond, la oficina más próxima al escenario de la catástrofe. Frente a ellos, se encontraban dos agentes de la oficina del área metropolitana de Washington, instalada en Buzzard Point, que, hasta finales de los años ochenta, sólo había sido la oficina de la capital, aunque después le habían incorporado la oficina de Alexandria, Virginia.
Lawrence Malone, director del FBI, se había marchado una hora antes después de recibir toda la información sobre el asesinato de Robert Sinclair, hasta hacía poco uno de los gasolineros de Vector Fueling Systems y ahora ocupante del depósito de cadáveres. Sawyer estaba convencido de que el Sistema de Identificación Automática de Huellas Digitales les diría que el difunto señor Sinclair tenía otro nombre. Los conspiradores, en un plan tan grande como parecía ser éste, nunca utilizaban los nombres verdaderos para conseguir un trabajo que más tarde les permitiría derribar a un avión.
Habían asignado más de doscientos cincuenta agentes a la investigación del atentado contra el vuelo 3223. Seguían todas las pistas, interrogaban a los familiares de las víctimas y realizaban las averiguaciones más minuciosas de todas las personas que pudieran tener un motivo y la oportunidad para sabotear al reactor de Western Airlines. Sawyer suponía que Sinclair había hecho el trabajo sucio, pero no quería correr el riesgo de pasar por alto a un cómplice en el aeropuerto.
La prensa había divulgado algunos rumores sobre la posibilidad de que el avión hubiese sido saboteado, pero el primer reconocimiento oficial sobre el atentado contra el aparato de Western Airlines se publicaría en la edición del día siguiente del Washington Post. El público exigiría respuestas y las reclamaría ya. A Sawyer le parecía muy bien, sólo que los resultados nunca se conseguían tan rápido como uno deseaba; de hecho, casi nunca era así.
El FBI había seguido la pista de Vector en cuanto los hombres del NTSB encontraron aquella inusitada prueba en el cráter. Después fue sencillo confirmar que Sinclair había sido el gasolinero del vuelo 3223. Ahora, Sinclair también estaba muerto. Alguien se había asegurado de que no tuviera la oportunidad de decirles por qué había saboteado el avión.
David Long miró a Sawyer.
– Tenías razón, Lee. Era una versión muy modificada de uno de esos elementos de calefacción portátiles. La última moda en encendedores para cigarrillos. Nada de llamas, sólo un calor muy intenso suministrado por un alambre de platino, algo bastante invisible.
– Sabía que lo había visto antes. ¿Recuerdas el incendio en el edificio de Hacienda el año pasado? -respondió Sawyer.
– Eso es. De todos modos, esta cosa es capaz de suministrar unos mil grados centígrados. Y no le afecta el viento ni el frío, incluso si está empapado de combustible. Un suministro de combustible para cinco horas, preparado de tal forma que, si por algún motivo se apagara, volvería a encenderse automáticamente. Estaba sujeto por un lado con un imán. Es la forma más sencilla y eficaz de hacerlo. El combustible sale cuando se perfora el tanque. Tarde o temprano acabará por ponerse al alcance de la llama, y entonces estalla. -Meneó la cabeza-. Muy ingenioso. Lo llevas en el bolsillo; incluso si lo detectan, por fuera parece un maldito mechero. -Long buscó entre los papeles mientras los otros agentes le miraban con atención. Arriesgó otra opinión-: No les hizo falta un reloj ni un altímetro. Calcularon el tiempo por la acción corrosiva del ácido. Sabían que estaría en el aire cuando estallase. Un vuelo de cinco horas les daba tiempo más que suficiente.
– Kaplan y su equipo encontraron las cajas negras. La funda estaba rota, pero la cinta se conservaba en bastantes buenas condiciones. Las conclusiones preliminares indican que la turbina de estribor, y los controles que pasan por esa sección del ala, se separaron del avión segundos después de que la caja negra registrara un sonido extraño. Ahora están haciendo los análisis de sonido. No hubo ningún cambio drástico de presión en la cabina, así que la explosión no se produjo en el interior del fuselaje, algo lógico porque ahora sabemos que el sabotaje se cometió en el ala. Antes de eso, todo funcionaba bien: ningún problema en los motores, altitud de vuelo correcta, control de movimientos de superficie normales. Pero en cuanto las cosas comenzaron a ir mal, no tuvieron ninguna oportunidad.
– ¿Las conversaciones de los pilotos dan alguna pista? -preguntó Long.
– Ninguna. Los gritos, la llamada de socorro. El avión cayó a plomo diez mil metros con la turbina izquierda funcionando a toda potencia. ¿Quién sabe si en esas condiciones permanecieron conscientes? -Hizo una pausa y después añadió con un tono solemne-: Esperemos que no.
Ahora que estaba claro que el aparato había sido derribado por un acto de sabotaje, el FBI se hizo cargo oficialmente de la investigación. Debido a las complejidades del caso y el enorme desafío logístico que planteaba, el cuartel general del FBI sería la base de operaciones y Sawyer, que se había destacado por su trabajo en el atentado de Lockerbie, estaría a cargo de la investigación. Pero este atentado era distinto: había ocurrido en el espacio aéreo norteamericano, había abierto un cráter en territorio nacional. Dejaría que otros se encargaran de las conferencias de prensa y de los comunicados. Él prefería hacer su trabajo en la sombra.
El FBI dedicaba grandes recursos humanos y financieros a infiltrarse en las organizaciones terroristas que funcionaban en Estados Unidos, y de esta manera descubrir y abortar los planes de destrucción en nombre de alguna causa política o religiosa. El atentado contra el vuelo 3223 había sido una absoluta sorpresa. La inmensa red del FBI no había tenido ni la más mínima información de que se estuviese preparando algo así. Ocurrido el desastre, Sawyer tendría que dedicarse en cuerpo y alma a la búsqueda de los culpables para llevarlos ante la justicia.
– Bueno, ya sabemos lo que pasó en el avión -dijo el agente. Ahora sólo tenemos que encontrar el motivo y quienes estén involucrados. Comenzaremos por el motivo. ¿Qué has podido averiguar de Arthur Lieberman, Ray?
Raymond Jackson era el compañero de Sawyer. Había jugado al fútbol en el equipo de la universidad de Michigan antes de colgar las botas y renunciar a una carrera en la NFL para ingresar en el FBI. El joven negro de un metro ochenta de estatura, hombros anchos, mirada inteligente y voz suave, abrió su libreta.
– Tengo muchísima información. Para empezar, el tipo era un enfermo terminal. Cáncer de páncreas. En la última fase. Le quedaban quizá seis meses. Sólo quizá. Habían interrumpido todo el tratamiento. Al tipo lo tenían sometido a dosis masivas de calmantes. Utilizaba la solución de Schlesinger, una combinación de morfina y estimulantes, probablemente cocaína. Le habían instalado una de esas unidades portátiles que suministran las drogas directamente al torrente sanguíneo.
En el rostro de Sawyer apareció una expresión de asombro. Walter Burns y sus secretos.
– ¿Al presidente de la Reserva le quedaban seis meses de vida y nadie lo sabía? ¿De dónde has sacado la información?
– Encontré un frasco de drogas de quimioterapia en el botiquín del apartamento. Entonces fui directamente a la fuente. Su médico personal. Le dije que estábamos haciendo una investigación de rutina. En la agenda de Lieberman aparecían muchas visitas al médico. Algunas en el Johns Hopkins y otra en la clínica Mayo. Mencioné la medicación que había encontrado. El médico se puso nervioso. Le sugerí sutilmente que si no le decía toda la verdad al FBI se vería con la mierda hasta el cuello. Cuando mencioné una citación judicial, se vino abajo. Pensó que si el paciente estaba muerto, no se quejaría.
– ¿Qué me dices de la Casa Blanca? Tenían que saberlo.
– Si están jugando limpio con nosotros, ellos tampoco sabían nada. Hablé con el jefe de gabinete sobre el pequeño secreto de Lieberman. Me dio la impresión de que al principio no me creía. Tuve que recordarle que FBI son las siglas de fidelidad, bravura e integridad. También le envié una copia del historial clínico. Dicen que el presidente se subía por las paredes.
– No deja de ser interesante -opinó Sawyer-. Me imaginaba a Lieberman como a un dios de las finanzas. Firme como una roca. Sin embargo, se olvida de mencionar que está a punto de palmarla de cáncer y dejar al país colgado. Eso no tiene mucho sentido.
– Sólo te informo de los hechos. -Jackson sonrió-. Tienes razón respecto a la capacidad de ese tipo. Era una leyenda. Sin embargo, en lo personal, estaba casi arruinado.
– ¿Qué quieres decir?
Jackson pasó unas cuantas hojas de la libreta hasta dar con la que buscaba. Después se la pasó a Sawyer y continuó con el informe.
– Lieberman se divorció hace unos cinco años después de veinticinco de matrimonio. Al parecer, era un chico malo que le hacía el salto a su mujer. El momento no podía ser peor. Estaba a punto de presentarse en la audiencia del Senado para el cargo en la Reserva. La esposa le amenazó con divulgarlo a la prensa. Según me han dicho, Lieberman ambicionaba el puesto, y si no hacía algo lo perdería. Para quitarse el problema, Lieberman le dio todo lo que tenía a su ex. Ella murió hace un par de años. Para complicar todavía más las cosas, dicen por ahí que su amante tenía gustos caros. El cargo en la Reserva da mucho prestigio, pero no pagan lo que en Wall Street, ni de lejos. La cuestión es que Lieberman estaba de deudas hasta las orejas. Vivía en un apartamento miserable en Capítol Hill mientras intentaba salir de un agujero del tamaño del cañón del Colorado. El montón de cartas de amor que encontramos en el apartamento al parecer son de ella.
– ¿Qué se ha hecho de la novia?
– No lo sé. No me sorprendería que se hubiera largado en cuanto se enteró de que el filón tenía cáncer.
– ¿Tienes alguna idea de su paradero?
– Por lo que se sabe, hace algún tiempo que desapareció del mapa. Hablé con algunos colegas de Lieberman en Nueva York. Me la describieron como una mujer hermosa pero tonta perdida.
– Quizá sea una pérdida de tiempo, pero averigua algo más de ella, Ray.
Jackson asintió.
– ¿Se comenta algo en el Congreso sobre quién sucederá a Lieberman? -le preguntó Sawyer a Barracks.
– La opinión es unánime: Walter Burns.
Sawyer se quedó de piedra al escuchar la respuesta. Miró a Barracks, y después escribió «Walter Burns» en la libreta. En el margen añadió: «Gilipollas» y a continuación la palabra «sospechoso» entre interrogantes.
– Al parecer -dijo cuando acabó de escribir-, nuestro amigo Lieberman pasaba por una mala racha. Entonces, ¿para qué matarle?
– Hay muchísimas razones -señaló Barracks-. El presidente de la Reserva es el símbolo de la política monetaria norteamericana. Es un bonito objetivo para cualquier mierda de país tercermundista con un monstruo verde a las espaldas. O puedes escoger entre una docena de grupos terroristas especializados en atentados contra aviones.
– Ningún grupo se ha adjudicado la responsabilidad de la acción.
– Dales tiempo -exclamó Barracks-. Ahora que hemos confirmado que fue un atentado, los que lo hicieron llamarán. Hacer estallar un avión en pleno vuelo como una declaración política es el sueño de todos esos gilipollas.
– ¡Maldita sea!
Sawyer descargó el puño como un martillazo contra la mesa, se levantó y comenzó a pasearse de una punta a la otra de la sala, con el rostro enrojecido. Parecía como si cada diez segundos pasara por su cabeza una imagen del cráter de impacto. Añadido a ello, estaba la todavía más terrible visión del zapatito chamuscado que había tenido en la mano. Había acunado a cada uno de sus hijos al nacer con su manaza. Podía haber sido cualquiera de ellos ¡Cualquiera de ellos! Sabía que la visión no desaparecería de su mente mientras viviera.
Los demás agentes le miraban preocupados. Sawyer tenía la reputación de ser uno de los agentes más brillantes del FBI. Después de veinticinco años de ver cómo otros seres humanos trazaban un camino rojo a través del país, él seguía enfocando cada caso con el mismo celo y rigor del primer día. Por lo general prefería el análisis sereno y objetivo a las grandes declaraciones; sin embargo, la mayoría de los agentes que habían trabajado con él a lo largo de los años tenían muy claro que su temperamento estaba sujeto por el canto de una uña. Dejó de caminar y miró a Barracks.
– Hay un problema con esa teoría, Herb -dijo con voz serena.
– ¿Cuál es?
Sawyer se apoyó en una de las paredes de cristal y cruzó los brazos.
– Si eres un terrorista que pretende conseguir publicidad, metes una bomba en un avión, cosa que, todo hay que decirlo, no es muy difícil en un vuelo interior, y haces volar el avión en mil pedazos. Cuerpos que caen, que atraviesan los techos de las casas interrumpiendo el desayuno de los norteamericanos. No hay ninguna duda de que fue una bomba. -Sawyer hizo una pausa y miró los rostros de los agentes-. Este no es el caso, caballeros.
Sawyer reanudó sus paseos. Todas las miradas siguieron sus movimientos.
– El avión estaba casi intacto en la caída. Si el ala derecha no se hubiera partido, también estaría en aquel cráter. No olviden el detalle. Al gasolinero de Vector le pagaron para que saboteara el avión. Un trabajo subrepticio realizado por un norteamericano que, por lo que sabemos, no estaba vinculado a ningún grupo terrorista. Me costaría mucho trabajo creer que los terroristas de Oriente Próximo admitan norteamericanos en sus filas para que hagan el trabajo sucio.
»Tenemos la avería en el tanque de combustible, pero eso podía haber sido causado por la explosión y el fuego. El ácido se había consumido casi del todo. Un poco más de calor y no hubiéramos encontrado nada. Kaplan ha confirmado que no hacía falta que el ala se desprendiera del fuselaje para que el avión se estrellara. La turbina de estribor fue destruida por la ingestión de restos; el fuego y la explosión cortaron varias conducciones básicas de los controles hidráulicos, y la aerodinámica del ala, incluso si hubiese permanecido intacta, estaba destruida. Por lo tanto, si no hubiésemos encontrado el encendedor en el cráter, todo este asunto habría sido atribuido a un espantoso fallo mecánico. Y no se equivoquen, ha sido un milagro que encontraran el encendedor.
»Sumen todo esto, y ¿qué tenemos? Al parecer, alguien que hace estallar un avión, pero no quiere que se vea de esa manera. No es algo propio del típico terrorista. Pero entonces el cuadro se hace más confuso. La lógica funciona al revés. Primero, el gasolinero acaba cosido a balazos. Tenía las maletas hechas, el disfraz a medias y entonces su jefe decidió un cambio de planes. Segundo, tenemos a Arthur Lieberman en el mismo vuelo. -El agente miró a Jackson-. El hombre iba a Los Ángeles todos los meses, como un reloj, la misma compañía aérea, el mismo vuelo, ¿correcto?
Jackson asintió lentamente con los ojos casi cerrados. Todos los demás se inclinaban hacia delante sin darse cuenta mientras seguían los razonamientos de Sawyer.
– Por lo tanto, las posibilidades de que el tipo estuviera en ese vuelo por accidente son tan pocas que ya las podemos descartar. Si lo miramos fríamente, Lieberman era el objetivo, a menos que nos hayamos saltado algo muy gordo. Ahora unamos las dos cosas. Primero, nuestros terroristas quieren hacerlo pasar como un accidente, y después pelan al gasolinero. ¿Por qué?
Sawyer miró a los presentes como si esperara una respuesta. David Long fue el primero en responder.
– No podían arriesgarse. Quizá las posibilidades eran que pasara como un accidente, o quizá no. No podían esperar hasta que los periódicos aclararan el detalle. Tenían que cargarse al tipo inmediatamente. Además, si el plan original era que el tipo se largara, el hecho de no aparecer por el trabajo hubiera despertado sospechas. Incluso ni no pensáramos en el sabotaje, la desaparición del tipo nos habría llevado en esa dirección.
– De acuerdo -dijo Sawyer-. Pera si querías que el rastro acabara allí, ¿por qué no presentar al gasolinero como un fanático? Descerrajarle un tiro en la sien, dejar el arma y un nota de suicidio llena de frases anti norteamericanas y hacernos creer que era un solitario. No, lo llenas de agujeros y dejas pruebas de que el tipo estaba a punto de huir, para que nos enteremos de que hay otros implicados. ¿A qué demonios viene buscarte esos problemas?
Sawyer se rascó la barbilla mientras los demás intentaban aclararse. El agente especial miró a Jackson.
– ¿Alguna novedad del forense sobre el tipo muerto?
– Ha prometido prioridad máxima. No tardaremos en recibir el informe.
– ¿Ha aparecido alguna cosa más en el apartamento del tipo?
– Hay algo que no ha aparecido, Lee.
– Los documentos de identificación, ¿no?
– Sí. Un tipo que está listo para darse el piro después de hacer volar un avión no se larga con su propia identidad. Si esto estaba planeado, seguro que tenía documentos falsos preparados.
– Es cierto, Ray, pero quizá los tenía ocultos en otra parte.
– Quizá se los llevó el asesino -señaló Barracks.
– Eso es más lógico -dijo Sawyer.
En aquel momento, se abrió la puerta y entró Marsha Reid. Baja de estatura y con aspecto maternal, con el pelo canoso cortado muy corto y con las gafas colgadas de una cadena sobre el vestido negro, era una de las principales expertas en huellas digitales del FBI. Reid había rastreado a algunos de los peores criminales del planeta a través del esotérico mundo de los arcos, las curvas y las espirales.
Marsha saludó a los presentes con un gesto, tomó asiento y abrió la carpeta que traía.
– Los resultados de la máquina, recién sacados del horno -dijo con un tono práctico salpicado de humor-. Robert Sinclair se llamaba en realidad Joseph Philip Riker, reclamado en Texas y Arkansas por asesinato y tenencia de armas de fuego. Su ficha tiene tres páginas de largo. Su primer arresto fue por robo a mano armada a la edad de dieciséis años. El último por asesinato en segundo grado. Cumplió una condena de siete años. Salió en libertad hace cinco. Desde entonces, ha estado implicado en numerosos crímenes, incluidos dos asesinatos por encargo. Un hombre muy peligroso. Le perdieron el rastro hará cosa de dieciocho meses. Desde entonces, ni pío. Hasta ahora.
Todos los agentes mostraron una expresión de incredulidad.
– ¿Cómo un tipo como ése consiguió un trabajo de gasolinero de aviones? -preguntó Sawyer, asombrado.
– Hablé con la gente de Vector -dijo Jackson-. Es una compañía de prestigio. Sinclair, mejor dicho Riker, sólo llevaba con ellos un mes. Tenía unas recomendaciones excelentes. Había trabajado en varias compañías de abastecimiento de combustible de aviones en el noroeste y en el sur de California. Comprobaron sus antecedentes, a nombre de Sinclair, desde luego. Todo en orden. Se quedaron tan asombrados como todos los demás.
– ¿Y qué me dices de las huellas digitales? Tuvieron que comprobarlas. Eso les hubiera dicho quién era el tipo en realidad.
Reid miró a Sawyer.
– Eso depende de quién le tomó las huellas, Lee -dijo con autoridad-. Se puede engañar a un técnico que no sea muy bueno, y tú lo sabes. Hay materiales sintéticos que jurarías que es piel. Puedes comprar huellas en la calle. Súmalo todo y tienes a un asesino convertido en un ciudadano respetable.
– Y si al tipo lo buscaban por todos esos otros crímenes -intervino Karracks-, es probable que tuviera una cara nueva. Te apuesto lo que quieras a que la cara que está en el depósito no coincide con la de los carteles de «Se busca».
– ¿Cómo es que Riker acabó cargando el combustible del vuelo 3223? -le preguntó Sawyer a Jackson.
– Hace una semana pidió que le pasaran al turno de noche: de doce a siete. La hora de despegue del vuelo 3223 eran las siete menos cuarto. La misma hora todos los días. Los registros indican que el avión fue cargado a las cinco y cuarto, o sea en el turno de Riker. La mayoría del personal no se presenta voluntario a ese turno, así que Riker lo consiguió casi por defecto.
– ¿Y dónde está el verdadero Robert Sinclair? -preguntó Sawyer.
– Lo más probable es que esté muerto -contestó Barracks-. Sinclair asumió su identidad.
Nadie hizo ningún otro comentario hasta que Sawyer planteó una pregunta inesperada.
– ¿Y si Robert Sinclair nunca existió?
Incluso Reid se mostró intrigada. Sawyer analizó su propia pregunta con una actitud pensativa.
– Hay muchos problemas cuando se asume la identidad de una persona real. Viejas fotos, compañeros de trabajo o amigos que aparecen de pronto y descubren la tapadera. Hay otra manera de hacerlo. -Sawyer frunció el entrecejo y apretó los labios mientras pensaba-. Tengo la corazonada de que habrá que repasar todos los pasos que dieron los de Vector cuando comprobaron los antecedentes de Riker. Dedícate a eso, Ray, ahora mismo.
Jackson asintió mientras tomaba nota en su libreta.
– ¿Estás pensando lo mismo que yo? -le preguntó Reid a Sawyer.
– No sería la primera vez que una persona se lo inventa todo. El número de la Seguridad Social, la historia laboral, los domicilios anteriores, las fotos, las cuentas bancadas, los certificados de estudios, los números de teléfono falsos, referencias. -Miró a Reid-. Incluso las huellas digitales, Marsha.
– Entonces hablamos de unos tipos muy sutiles -replicó la mujer.
– Nunca lo he dudado, señora Reid -dijo el agente. Miró a los demás-. No quiero apartarme del procedimiento habitual, así que continuaremos con las entrevistas a las familias de las víctimas, pero no desperdiciaremos mucho tiempo en eso. Lieberman es la clave de todo este asunto. -De pronto, pasó a otro tema-. ¿La acción rápida funciona bien? -le preguntó a Jackson.
– Perfectamente.
La acción rápida era la versión del FBI del trabajo de campo, y Sawyer la había empleado con éxito en el pasado. La premisa de la acción rápida era crear algo parecido a una cámara de compensación electrónica para las informaciones, pistas y denuncias anónimas involucradas en una investigación que de otra manera estarían desordenadas y confundidas. Con una investigación integrada y con un acceso a la información casi en tiempo real, las posibilidades de éxito eran muchísimo mayores.
La acción rápida para el vuelo 3223 había sido albergada en un depósito de tabaco abandonado en las afueras de Standardsville. En lugar de hojas de tabaco apiladas hasta el techo, el edificio acogía ahora la última palabra en ordenadores y equipos de telecomunicación atendidos por docenas de agentes que trabajaban por turnos metiendo información en las gigantescas bases de datos las veinticuatro horas del día.
– Necesitamos de todos los milagros que podamos conseguir. E incluso eso no será suficiente. -Sawyer permaneció en silencio por un momento y después añadió-: ¡A trabajar!