Sidney, que apenas se maquillaba, dedicó esta vez mucho tiempo a hacerlo con todo detalle. Se había encerrado en uno de los reservados del lavabo de señoras en Penn Station y sostenía en una mano la caja de pinturas. Había llegado a la conclusión de que el asesino no pensaría que había regresado aquí. Se encasquetó un sombrero tejano de cuero y bajó el ala sobre la frente. Después recogió la bolsa donde había guardado las prendas manchadas de sangre -que irían a parar a un contenedor de basuras- y salió del lavabo. Ahora iba vestida con una variedad de prendas que había tardado casi todo el día en comprar: pantalones tejanos muy ceñidos, botas vaqueras puntiagudas de color beige, una camisa de algodón blanca y una cazadora bomber negra. Pintarrajeada como una puta y con aquel atuendo, no se parecía en nada a la abogada de aspecto conservador que había sido hasta hacía poco, y a la que la policía no tardaría en buscar bajo acusación de asesinato. Se aseguró de que el revólver estuviera bien oculto en un bolsillo interior. Las leyes sobre armas en Nueva York eran de las más estrictas del país.
Cogió un tren de cercanías y al cabo de media hora se apeó en Stamford Connecticut, en una de las muchas urbanizaciones que satisfacían el deseo de los trabajadores neoyorquinos de vivir fuera del torbellino metropolitano. Otros veinte minutos de viaje en taxi la dejaron delante de una encantadora casa de ladrillos blancos y persianas negras en una zona residencial de lujo. En el buzón estaba pintado el nombre PATTERSON. Sidney le pagó al taxista, pero en lugar de ir hacia la puerta principal rodeó la casa para dirigirse al garaje. Junto a la puerta de éste había un comedero de madera para pájaros. Sidney miró en derredor antes de meter la mano en el comedero y comenzar a revolver entre los granos hasta que llegó al fondo. Cogió el juego de llaves que había allí, fue hasta la puerta trasera de la casa y entró. Su hermano, Kenny, y su familia estaban en Francia. Era un joven brillante, que dirigía una editorial independiente de mucho prestigio, pero tenía muy mala memoria. En muchísimas ocasiones no había podido entrar en ninguna de las casas que había tenido por haberse olvidado las llaves. Por este motivo, guardaba unas de repuesto en el comedero, algo conocido por el resto de la familia.
La casa era antigua, bien construida y mejor decorada, con grandes habitaciones y muebles cómodos. Sin perder un segundo, Sidney entró en un pequeño estudio y se acercó a un armario de roble que abrió con otra llave. Se tomó un momento para contemplar la impresionante variedad de escopetas, rifles y pistolas guardadas en el mueble. Por fin se decidió por una escopeta de repetición Winchester 1300 Defender del calibre doce. El arma era relativamente ligera -pesaba unos tres kilos- y utilizaba proyectiles Magnum de tres pulgadas capaces de detener cualquier cosa de dos piernas. Metió varias cajas de proyectiles en una bolsa de municiones que sacó de un cajón del armario. Después miró la colección de pistolas. No confiaba mucho en la potencia de un 32. Probó varias pistolas para ver cuál le resultaba más cómoda. Entonces sonrió complacida cuando empuñó a su vieja conocida: la Smith amp; Wesson Slim Nine. Cogió la pistola y una caja de balas del nueve, las metió en la misma bolsa de municiones y cerró el armario. Se hizo con unos prismáticos que había en un estante y salió del estudio.
Corrió escaleras arriba para ir al dormitorio principal, donde pasó varios minutos escogiendo prendas de su cuñada. No tardó mucho en llenar una maleta con ropa de abrigo y zapatos. De pronto recordó una cosa. Encendió el televisor del dormitorio y cambió de canales hasta encontrar una emisora de noticias. Ofrecían el resumen de las principales noticias, y aunque lo esperaba, se le cayó el alma a los pies cuando vio aparecer su rostro junto a una imagen de la limusina. La crónica era breve pero terrible, porque la pintaba como a una asesina. Se llevó otra sorpresa en el momento en que la pantalla se dividió en dos y junto a su cara apareció una foto de Jason. Parecía cansado, y ella se dio cuenta de que era la foto de la tarjeta de seguridad de Tritón. Al parecer, los medios encontraban muy atractivo el enfoque de la pareja criminal. Sidney contempló su rostro en la pantalla. Ella también parecía cansada, con el pelo peinado con raya en medio y aplastado contra la cabeza. Llegó a la conclusión de que Jason y ella tenían aspecto de culpables aunque no lo fueran. Pero en aquel momento, la mayoría del país los tomaría por criminales, una versión actualizada de Bonnie y Clyde.
Se levantó con las piernas temblorosas y llevada por un impulso repentino entró en el baño, donde se quitó la ropa y se metió en la ducha. La visión de la limusina le había hecho recordar que todavía llevaba encima restos de aquellos horribles momentos. Había cerrado la puerta con llave y dejado la cortina de la bañera abierta. Se duchó con el revólver al alcance de la mano. El agua caliente le quitó el frío de los huesos. Por casualidad se vio en el pequeño espejo sujeto en la pared de la ducha y se estremeció ante la visión de su rostro macilento. Se sentía cansada y vieja. Agotada física y mentalmente, y el cuerpo sufría las consecuencias. Entonces apretó los dientes y se abofeteó. No podía renunciar. Ella formaba un ejército de uno, pero osado y valiente. Tenía a Amy. Su hija era algo que nunca nadie le podría arrebatar.
Acabó de ducharse, se vistió con prendas abrigadas y fue al trastero para coger una linterna. De pronto se le había ocurrido que la policía visitaría a todos sus familiares y amigos. Llevó la maleta, las armas y las municiones hasta el garaje, donde estaba el Land Rover Discovery azul oscuro de su hermano, uno de los vehículos más resistentes del mercado. Metió la mano debajo del guardabarros izquierdo y sacó un juego de llaves del coche. Su hermano era algo increíble. Desconectó el complejo sistema de alarma; hizo una mueca ante el sonido discordante de la alarma al desactivarse. Dejó la escopeta en la parte trasera y la tapó con una manta. Las pistolas estaban en la bolsa que ocultó debajo del asiento delantero. No había cargado ninguna de las armas, pero lo haría en cuanto llegara a su destino.
Puso el motor en marcha, apretó el botón del mando a distancia para abrir la puerta del garaje y salió marcha atrás. Después de mirar a un lado y otro de la calle para ver si había algún transeúnte o vehículos, maniobró en el jardín para dar la vuelta y salió a la carretera. Aceleró a medida que dejaba atrás el tranquilo vecindario.
En menos de veinte minutos había llegado a la interestatal 95. Había mucho tráfico y tardó un poco más de la cuenta en salir de Connecticut. Atravesó Rhode Island y rodeó Boston a la una de la mañana. El Land Rover estaba equipado con un teléfono móvil; sin embargo, después de los comentarios de Jeff Fisher, no se atrevía a utilizarlo. Además, ¿a quién iba a llamar? Hizo una parada en New Hampshire para tomar un café y poner gasolina. Nevaba con fuerza, pero el Land Rover no tenía problemas; el ruido de los limpiaparabrisas le ayudaba a mantenerse despierta. Así y todo, a las tres de la mañana, daba tantas cabezadas que tuvo que detenerse en un área de servicio. Metió el Land Rover entre dos enormes camiones semirremolque, cerró las puertas, se tendió en el asiento trasero con una pistola en la mano y se quedó dormida.
El sol ya estaba alto cuando abrió los ojos. Desayunó deprisa y al cabo de unas horas ya había dejado atrás Portsmouth, Maine. Dos horas más tarde llegó a la salida que buscaba y abandonó la autopista. Ahora estaba en la nacional 1. En esta época del año el tráfico era muy escaso y tenía la carretera casi para ella sola.
En medio de la nevada vio el cartel que anunciaba: Bell Harbor, población 1.650 habitantes. Durante su infancia, la familia había pasado muchos veranos maravillosos en este pacífico pueblo: magníficas playas abiertas, helados y bocadillos suculentos en los mil y un bares y restaurantes, representaciones de teatro, largos paseos en bicicleta y caminatas por Granite Point, donde se podía contemplar muy de cerca el tremendo poder del océano en las tardes ventosas. Ella y Jason soñaban con poder comprar algún día una casa cerca de la de sus padres. Habían esperado con ansia el momento de pasar los veranos aquí, y contemplar a Amy corriendo por la playa y haciendo agujeros en la arena como había hecho Sidney veinticinco años antes. Eran pensamientos muy agradables. Todavía confiaba en poder convertirlos en realidad. Pero ahora mismo no parecía ni remotamente posible.
Condujo hacia el océano y aminoró la marcha cuando dobló hacia el sur por Beach Street. La casa de sus padres era un edificio grande de dos plantas, construido en madera con ventanas de gablete y balcones a todo lo ancho de la casa por el lado marítimo y el de la calle. Tenía un garaje en la planta baja. El viento se encajonaba entre las casas veraniegas; era tan fuerte que sacudía el Land Rover, que pesaba dos toneladas. Sidney no recordaba haber estado nunca en Maine en esta época del año. El cielo estaba plomizo. Cuando miró la inmensa extensión oscura del Atlántico se dio cuenta de que era la primera vez que veía nevar sobre el océano.
Disminuyó todavía más la velocidad en cuanto avistó la casa de sus padres. Todas las demás viviendas de la calle estaban vacías. En invierno, Bell Harbor era lo más parecido a una ciudad fantasma. Además, la fuerza policial en esta época del año se reducía a un único agente. Si el hombre que había matado a tres personas en una limusina en Washington y la había seguido hasta Nueva York decidía venir a buscarla aquí, sin duda no tendría ningún problema para acabar con el solitario representante de la ley. Cogió la bolsa de municiones y sacó un cargador para la pistola. Entró en el camino particular y se apeó. No había ninguna señal de la presencia de sus padres. Sin duda se habían demorado por culpa del mal tiempo. Metió el Land Rover en el garaje y cerró la puerta. Descargó sus cosas y las subió por las escaleras interiores hasta la casa.
No podía saber que la nevada había cubierto las huellas frescas en el jardín. Tampoco entró en el dormitorio donde estaban apiladas numerosas maletas. Cuando entró en la cocina se perdió la ocasión de ver el coche que pasó lentamente por delante de la casa y siguió su camino.
En las instalaciones de pruebas del FBI el ritmo era febril. Una técnica con bata blanca que daba vueltas en torno a la limusina invitó con un gesto a Sawyer y Jackson a que la siguieran. La puerta trasera del lado izquierdo estaba abierta. Habían trasladado los cadáveres al depósito. Junto al vehículo había un ordenador con una pantalla de veintiuna pulgadas. La joven comenzó a teclear las órdenes mientras hablaba. Ancha de caderas, con una preciosa piel morena y una boca generosa, Liz Martin era una de las mejores y más trabajadoras ratas de laboratorio del FBI.
– Antes de retirar físicamente cualquier rastro, repasamos el interior con el Luma-lite, como tú querías, Lee. Encontramos algunas cosas interesantes. También filmamos en vídeo el interior del vehículo mientras hacíamos el examen y lo metimos en el sistema. Así lo podréis seguir mejor. -Dio unas gafas a cada uno de los agentes y se puso unas ella-. Bienvenidos al espectáculo; las gafas son para que veáis mejor. -Sonrió-. Lo que hacen es filtrar las diferentes longitudes de onda que puedan haber aparecido durante el examen y que podrían oscurecer la filmación.
Se encendió la pantalla. La imagen mostraba el interior de la limusina. Estaba muy oscuro, una condición necesaria para usar el Luma-lite. La prueba que se hacía con un láser muy potente convertía en visibles muchas cosas de la escena del crimen.
Liz movió el ratón y los agentes esperaron mientras la flecha se movía por la pantalla.
– Empezamos utilizando una sola fuente de luz, sin usar reactivos. Buscábamos la fluorescencia intrínseca y después pasamos a una serie de polvos y tinturas.
– Dijiste que habías encontrado algunas cosas interesantes, ¿no es así? -El tono de Sawyer sonó un poco impaciente.
– Algo lógico en un espacio cerrado como éste, si tienes en cuenta lo que pasó. -La joven miró por un segundo la limusina mientras llevaba la flecha del ratón hasta lo que parecía el asiento trasero del vehículo. Apretó unas cuantas teclas más y aparecieron primero unas cuadrículas y a continuación la imagen señalada fue aumentando hasta resultar visible. Sin embargo, del hecho de ser visible a ser identificable distaba un abismo.
– ¿Qué coño es eso? -preguntó Sawyer.
Parecía un hilo de algún tipo pero, ampliado como estaba, tenía el grosor de un lápiz.
– En términos sencillos, una fibra. -Liz apretó una tecla y el objeto apareció en una imagen tridimensional-. Por lo que se ve, diría que es lana, animal, auténtica, nada de sintética, y de color gris. ¿Les recuerda algo?
Jackson chasqueó los dedos.
– Sidney Archer vestía una chaqueta aquella mañana. -De color gris.
– Así es -afirmó Sawyer.
Liz volvió a mirar la pantalla y asintió pensativa.
– Una chaqueta de lana. Encaja bastante bien.
– ¿Dónde la has encontrado exactamente, Liz? -preguntó Sawyer.
– En el lado izquierdo del asiento trasero, en realidad un poco más hacia el centro. -Con el ratón trazó una línea en la pantalla que medía la distancia desde el punto donde estaba la fibra hasta el extremo izquierdo del asiento trasero-. Sesenta y siete centímetros y medio hasta el borde del asiento, y diecisiete y medio contando del asiento hacia arriba. Con esa ubicación parece lógico que proceda de una chaqueta. También recogimos algunas fibras sintéticas junto a la puerta del lado izquierdo. Corresponden a las prendas que vestía el hombre muerto que ocupaba esa posición. -Se volvió otra vez hacia la pantalla-. No nos hizo falta el láser para encontrar las otras muestras. Se veían con toda claridad. -Cambió la pantalla y Liz empleó el ratón para señalar varios pelos.
– Deja que lo adivine -dijo Sawyer-. Largo y rubio. Natural, no teñido. Encontrados muy cerca de la fibra.
– Muy bien, Lee, todavía podremos hacer un buen científico de ti. -Liz sonrió complacida-. Después utilizamos un leucocristal violeta para identificar la sangre. Como te puedes imaginar, encontramos litros. El trazado de la dispersión es muy evidente y en realidad muy explicativo en este caso, una vez más debido a las pequeñas dimensiones de la escena del crimen.
Los agentes miraron la pantalla donde ahora el interior de la limusina resplandecía en una infinidad de lugares. Por un momento pareció como si estuvieran en el interior de una mina y las pepitas de oro brillaran en cada grieta. Liz señaló varias manchas con la flecha.
– Mi conclusión es que el caballero encontrado en el suelo del asiento trasero estaba o bien sentado mirando hacia atrás o con el rostro vuelto en parte hacia la ventanilla del lado derecho. La herida estaba muy cerca de la sien derecha. La dispersión de sangre, huesos y tejidos fue considerable. El asiento trasero está cubierto con los restos.
– Sí, pero aquí hay un hueco muy evidente. -Sawyer señaló el lado izquierdo del asiento trasero.
– Efectivamente, tienes buen ojo -afirmó Liz. Volvió a utilizar la línea para medir-. Encontramos las muestras distribuidas con bastante uniformidad en el asiento trasero. Eso me lleva a creer que la víctima -consultó las notas que tenía junto al ordenador-, Brophy, se había vuelto hacia su izquierda. Eso dejaría la zona de la herida, la sien derecha, directamente frente al asiento trasero, lo que explicaría la abundante dispersión en el asiento trasero.
– Como la metralla de un mortero -comentó Sawyer con un tono seco.
– No es un término técnico, pero no está mal para un lego, Lee. -Liz enarcó las cejas y después añadió-: Sin embargo, en la mitad izquierda del asiento prácticamente no hay restos, no hay sangre, tejidos o fragmentos de huesos en casi un metro veinte. ¿Por qué? -Miró a los dos agentes como una maestra que espera que sus alumnos comiencen a levantar las manas.
– Sabemos que una de las víctimas estaba sentado en el extremo del lado izquierdo: Philip Goldman -respondió Sawyer-. Lo encontraron allí. Pero era un tipo de constitución normal. No podía ocupar tanto lugar. Por el tamaño del hueco, los pelos y la fibra que has recogido, debemos suponer que había otra persona sentada junto a Goldman.
– Yo también lo interpreté de esa manera -señaló Liz-. La herida de Goldman debió echar una buena cantidad de residuos. Y una vez más, nada en el asiento a su lado. Eso refuerza la conclusión de que había alguien más sentado allí y que recibió toda la rociada. Una muy poco agradable. Si me hubiese tocado a mí, me habría estado en la bañera una semana, toco madera.
– Chaqueta de lana, pelo rubio… -comenzó a decir Jackson.
– Y esto -le interrumpió Liz, que señaló la pantalla. Todos miraron mientras cambiaba la imagen. Una vez más vieron el asiento trasero. El cuero aparecía roto en varios lugares. Tres líneas paralelas iban de adelante a atrás hasta un punto muy cerca de donde habían encontrado a Goldman. Casi en la mitad de las líneas había un objeto solitario. Los agentes miraron a Liz.
– Eso es parte de una uña. No hemos tenido tiempo para hacer un análisis de ADN, pero es evidente que pertenece a una mujer.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Jackson.
– No es tan complicado, Ray. Es una uña larga, atendida por una manicura y pintada. No es algo habitual en los hombres.
– Ah.
– Las líneas paralelas en el cuero…
– Rasguños -afirmó Sawyer-. Ella arañó el asiento y rasgó el cuero.
– Eso es. Sin duda, la mujer estaba dominada por el pánico -dijo Liz.
– No es de extrañar -señaló Jackson.
– ¿Alguna cosa más, Liz? -preguntó Sawyer.
– Oh, sí. Muchas. Huellas dactilares. Utilizamos MDB, un compuesto que es muy bueno para la fluorescencia de las huellas latentes cuando se usa un láser. También usamos una lente azul con el Luma-lite. Conseguimos muy buenos resultados. Eliminamos las huellas de las tres víctimas. Sus huellas estaban por todas partes. Es comprensible. Sin embargo, encontramos unas cuantas parciales, incluida una que coincide con los rasguños, algo que parece lógico. Y encontramos una que tiene un interés especial.
– ¿A qué te refieres? -le preguntó Sawyer, que olisqueó como un sabueso.
– Las ropas de Brophy estaban muy manchadas de sangre y otros residuos procedentes de la herida. El hombro derecho estaba cubierto de sangre. Parece lógico porque la hemorragia de la herida en la sien derecha debió ser intensa. Encontramos huellas de todos los dedos de una mano en la sangre del hombro derecho.
– ¿Cómo se explica eso? ¿Alguien intentó darle la vuelta? -preguntó Sawyer, intrigado.
– No, yo diría que no, aunque no tengo ninguna prueba para negarlo. Sin embargo, tengo el presentimiento, a juzgar por la huella de la palma de la mano, de que alguien, y sé que esto suena bastante raro dadas las circunstancias, que alguien intentó pasar por encima de él, o por lo menos que se encaramó sobre el tipo. Los dedos tan juntos, el ángulo de la palma y algunas cosas más sugieren con fuerza que eso fue lo que ocurrió.
– ¿Trepó por encima de él? -El tono de Sawyer no podía ser más escéptico-. Eso es mucho imaginar, ¿no crees, Liz? No puedes saberlo sólo por las huellas, ¿verdad?
– No baso mis conclusiones sólo en eso. También encontramos esto. -Señaló otra vez la pantalla donde ahora se veía una cosa extraña. Un dibujo o una forma, mejor dicho, dos. El fondo oscuro hacía difícil entender lo que estaban viendo.
– Esta es una toma del cadáver de Brophy -les explicó Liz-. Está boca abajo en el suelo. Lo que vemos es la espalda. La marca que aparece en el medio quedó impresa en una mancha de sangre.
Jackson y Sawyer se acercaron a la pantalla y forzaron la vista en un intento por descubrir qué era aquella imagen. No lo consiguieron y miraron a la experta.
– Es una rodilla. -Liz amplió la imagen hasta llenar toda la pantalla-. La rodilla humana deja una marca inconfundible, sobre todo cuando se dispone de un fondo maleable como la sangre. -Apretó otra tecla y apareció otra imagen distinta-. También está esto.
Sawyer y Jackson miraron la pantalla. Esta vez no tuvieron dificultades para identificarla.
– La huella de un zapato, el tacón -dijo Jackson.
– Sí -replicó Sawyer, poco convencido-, pero ¿qué necesidad tenía de trepar por encima de un tipo muerto, ensuciarse de sangre y no sé qué más, y dejar huellas por todas partes, cuando sencillamente podía abrir la puerta izquierda y salir? Me refiero a la persona que probablemente estaba sentada junto a Goldman en el lado izquierdo.
Jackson y Liz intercambiaron una mirada. No tenían la respuesta adecuada. Liz se encogió de hombros y sonrió.
– Señores, son ustedes los que cobran una pasta. Yo sólo soy una rata de laboratorio.
– Me encantaría tener otras cincuenta como tú, Liz -afirmó Jackson.
Ella le agradeció el cumplido con otra sonrisa.
Todos se quitaron las gafas.
– ¿Supongo que ya habrás pasado las huellas por la máquina? -le preguntó Sawyer.
– Caray, lo siento, me olvidé de lo más importante. Todas las huellas, la que vimos en la pantalla, en el arma homicida, las que están en la limusina, las del piso octavo y las del ascensor son de la misma persona.
– Sidney Archer -dijo Jackson.
– Así es -asintió Liz-. La oficina donde nos llevó el rastro de sangre también era la suya.
Sawyer se acercó a la limusina y miró en el interior. Le hizo una seña a los otros dos para que se acercaran.
– Muy bien, por lo que sabemos hasta ahora, podemos suponer que Sidney Archer estaba sentada aquí. -Señaló un punto ligeramente a la izquierda del centro del asiento trasero.
– Parece lógico si nos basamos en lo que hemos descubierto. El dibujo de la dispersión de la sangre, la fibra y las huellas lo corroboran -manifestó la técnica.
– Vale. Si ahora miramos el lugar donde acabó el cuerpo, es probable que Brophy estuviera sentado mirando hacia atrás. Según tú, pudo volver la cabeza y eso justificaría la cantidad de residuos en el asiento trasero.
– Sí. -Liz asintió mientras seguía la reconstrucción de Sawyer.
– Tampoco hay ninguna duda de que la herida de Brophy fue de contacto. ¿Más o menos a qué distancia? -Sawyer señaló el espacio entre el asiento delantero y trasero en la parte de atrás.
– No hace falta adivinar -dijo Liz. Fue hasta la mesa, cogió una cinta métrica y volvió al vehículo. Con la ayuda de Jackson midió el espacio. Liz miró el resultado y frunció el entrecejo al descubrir adonde quería ir a parar Sawyer con su análisis-. Un metro noventa y cinco desde el centro de un asiento al otro.
– Vale. Si nos basamos en la ausencia de residuos en el asiento trasero, Archer y Goldman estaban sentados aquí, con las espaldas bien apoyadas en el respaldo, ¿estás de acuerdo? -Liz y Jackson asintieron-. Muy bien. Entonces ¿es posible que Sidney Archer, si estaba con la espalda apoyada en el respaldo, pudiera producir una herida de contacto en la sien derecha de Brophy?
– No, a menos que los brazos le lleguen hasta el suelo cuando camina.
– ¿No podría ser que Brophy se inclinara hacia delante, muy cerca, y ella sacara y le disparase? -le preguntó Sawyer a Liz-. Digamos que el cuerpo cayó sobre ella, pero ella lo aparta y el tipo acaba en el suelo. ¿Es factible que ocurriera así?
– Si él estaba inclinado hacia delante -contestó Liz después de pensar unos instantes- hasta casi caerse del asiento y teniendo en cuenta la separación entre los dos asientos, el tirador tendría que haber hecho lo mismo. Digamos que tendrían que haberse encontrado en el medio para que fuera posible la herida de contacto. Pero si el tirador está inclinado hacia delante las trayectorias de dispersión hubieran sido diferentes. La espalda del tirador no apoyada en el respaldo. Incluso si el cuerpo de Archer recibió la mayor parte de los residuos, sería muy poco probable que algunos no hubiesen acabado en el asiento detrás de ella. Para que ella permaneciera apoyada en el respaldo cuando disparó, Brophy casi tendría que haber estado sentado en su falda. Eso no parece muy lógico ¿verdad?
– Efectivamente. Hablemos ahora de la herida de Goldman. Ella está sentada al lado izquierdo de Goldman, ¿vale? ¿No crees que entonces el orificio de entrada tendría que estar en la sien derecha y no en el medio de la frente?
– Él podría haberse vuelto para mirarla… -comenzó a decir Liz, pero se interrumpió-. No es posible, porque entonces las trayectorias de dispersión no tendrían sentido. Está claro que Goldman miraba hacia delante cuando le alcanzó la bala. Pero podría ser posible, Lee.
– ¿De veras? -Sawyer acercó una silla, se sentó, sostuvo un arma imaginaria en la mano derecha, movió el brazo y apuntó hacia atrás como si fuera a disparar en la frente a alguien sentado a su izquierda mientras la persona miraba al frente-. Bastante incómodo, ¿no?
– Mucho -asintió Jackson.
– Y la cosa se complica todavía más, muchachos. Sidney Archer es zurda. ¿Lo recuerdas, Ray? Sostenía la taza de café con la izquierda, la vimos empuñar la pistola con la izquierda. Zurda. -Sawyer repitió la actuación, pero esta vez sosteniendo el arma imaginaria con la izquierda. Tuvo que contorsionar el cuerpo hasta una posición ridícula.
– Es imposible -señaló Jackson-. Tendría que haberse dado la vuelta y mirarlo de frente para producirle una herida como ésa. Hizo eso o bien se descoyuntó el brazo. Nadie podría disparar una pistola de esa manera.
– Por lo tanto, si Archer es la tiradora, tuvo que matar al chófer en el asiento delantero, saltar al asiento trasero, liquidar a Brophy, algo que ya hemos demostrado que no hizo, y después, aparentemente, disparar contra Goldman utilizando un ángulo de tiro antinatural, de hecho imposible. -Sawyer se levantó de la silla y meneó la cabeza.
– Tus objeciones no están mal, Lee, pero no se pueden negar las pruebas que ratifican la presencia de Archer en la escena del crimen -dijo Liz.
– Estar en la escena del crimen y ser la autora de los crímenes son dos cosas muy distintas, Liz -replicó Sawyer con un tono brusco. Liz pareció dolida por el reproche del agente. Sawyer le formuló una última pregunta en el momento en que salían del laboratorio-: ¿Ya tienes el resultado de las pruebas de residuos de pólvora?
– No sé si recuerdas que el laboratorio de armas de fuego ya no hace pruebas de residuos de pólvora, porque los resultados no aportaban nada importante. Sin embargo, como tú pediste las pruebas, nadie protestó. Si me das un minuto, Sawyer, les preguntaré. -Esta vez, Liz empleó un tono frío pero Sawyer no pareció darse cuenta mientras miraba el suelo con aire malhumorado.
Liz se acercó a su mesa y cogió el teléfono. Por su parte, Sawyer miró la limusina como si quisiera hacerla desaparecer. Jackson observó a su compañero, preocupado.
– El resultado es negativo -le informó Liz a Sawyer-. Ninguna de las víctimas disparó un arma o tuvo en la mano un arma disparada en las seis horas anteriores a la muerte.
– ¿Estás segura? ¿No hay error posible? -preguntó Sawyer con el entrecejo fruncido.
El rostro de Liz mostró una expresión agria.
– Mi gente conoce su oficio, Lee. La prueba de residuos de pólvora es algo sencillo, aunque ya no lo hacemos porque un resultado positivo no siempre es acertado; hay demasiadas sustancias que en la práctica pueden dar un positivo falso. Sin embargo, la pistola tuvo que producir una cantidad de residuos bastante elevada, y el resultado fue negativo. Creo que podemos aceptarlo como bueno. Claro que podían llevar guantes.
– Ninguno de los muertos llevaba guantes -señaló Jackson.
– En efecto -asintió Liz, que miró a Sawyer, triunfante.
– ¿Encontraron más huellas en la pistola? -preguntó Sawyer sin hacer caso del tono.
– Una huella parcial de un pulgar. Correspondía a Parker, el chófer.
– ¿Nada más? -insistió Sawyer-. ¿Estás segura?
Liz permaneció en silencio. Su expresión era respuesta suficiente.
– Vale, así que la huella de Parker estaba borrosa. ¿Qué pasa con las de Archer? ¿Eran claras?
– Que yo recuerde, eran bastante claras. Aunque había algunas manchadas. Me refiero a la culata, el gatillo y el seguro. Las huellas en el cañón eran muy claras.
– ¿En el cañón? -Sawyer lo dijo casi para sí mismo. Miró a Liz-. ¿Ya tenemos el informe de balística? Me interesan mucho las trayectorias.
– En estos momentos están haciendo las autopsias. No tardaremos en tener los resultados. Les pedí que me avisaran. Seguramente te llamarán a ti primero, pero si no lo hacen te llamaré en cuanto los reciba. Supongo que querrás cerciorarte de que no han cometido ningún error -añadió Liz con un tono de sarcasmo.
– Gracias, Liz. Me has ayudado mucho.
El tono sarcástico del agente no pasó inadvertido para Liz y Jackson. Ensimismado, con los hombros caídos, Sawyer se alejó lentamente.
Jackson se quedó un momento más con Liz. La técnica se volvió hacia el agente.
– ¿Qué coño le pasa, Ray? Nunca me había tratado de esta manera.
Jackson permaneció en silencio hasta que por fin encogió los hombros.
– Pues la verdad, Liz, no sé qué contestarte -dijo, y siguió a su compañero.