Capítulo 17

Un guardia de seguridad escoltó a Lee Sawyer a través del enorme vestíbulo del Marriner Eccles Building, en Constitution Avenue, sede del consejo de administración de la Reserva Federal. Sawyer pensó que el lugar estaba a tono con el inmenso poder de su ocupante. Llegaron al segundo piso y caminaron por el pasillo hasta llegar a una puerta maciza. El escolta llamó y del interior les llegó una voz: «Adelante». El agente entró en el despacho. Las estanterías hasta el techo, los muebles oscuros y las molduras creaban un ambiente sombrío. Las pesadas cortinas estaban echadas. La luz de una lámpara de pantalla verde formaba un círculo sobre la mesa forrada de cuero. El olor a puro lo impregnaba todo. Sawyer casi veía las volutas de humo gris en el aire como apariciones fantasmales. Le recordaba los despachos académicos de algunos de sus viejos profesores universitarios. El fuego que chisporroteaba en el hogar proveía luz y calor a la habitación.

Sawyer se despreocupó de todos estos detalles y fijó su atención en el hombre corpulento sentado al otro lado de la mesa que se giró en el sillón para mirar al visitante. El rostro ancho y sanguíneo albergaba unos ojos azul claro ocultos detrás de los párpados casi cerrados por la piel floja y las cejas más gruesas que Sawyer hubiese visto. El pelo era blanco y abundante, la nariz ancha con la punta más roja que el resto de la cara. Por un momento, Sawyer pensó risueño que se encontraba delante de Santa Claus.

El hombretón se levantó y la voz sonora y educada flotó a través de la habitación para envolver a Lee Sawyer.

– Agente Sawyer, soy Walter Burns, vicepresidente del consejo de administración de la Reserva Federal.

Sawyer se acercó para estrechar la manaza. Burns era de su misma estatura pero pesaba como mínimo cincuenta kilos más. Se sentó en la silla que le señaló Burns. El agente se fijó que Burns se movía con una agilidad que era bastante frecuente en hombres tan corpulentos.

– Le agradezco la atención de recibirme, señor.

Burns observó al agente del FBI con una mirada penetrante.

– A la vista de que el FBI está involucrado en este asunto, supongo que la caída de aquel avión no se debió a un fallo mecánico o algún otro problema similar.

– En estos momentos, estamos comprobando todas las posibilidades. Todavía no hemos descartado ninguna, señor Bums -contestó Sawyer con el rostro impasible.

– Me llamo Walter, agente Sawyer. Creo que podemos permitirnos el placer de emplear nuestros nombres de pila dado que ambos formamos parte de un sistema un tanto díscolo, conocido como el gobierno federal.

– Mi nombre es Lee -dijo el agente con una sonrisa.

– ¿En qué puedo ayudarlo, Lee?

El estrépito de la lluvia helada contra los cristales resonó en la habitación y una sensación gélida pareció invadir el ambiente. Burns se levantó para acercarse a la chimenea al tiempo que le indicaba a Sawyer que arrimara la silla. Mientras Burns echaba al fuego unas astillas guardadas en un cubo de latón, Sawyer abrió la libreta y repasó por encima algunas notas. Cuando Burns volvió a sentarse, Sawyer estaba preparado.

– Me doy cuenta de que mucha gente no sabe qué hace la Reserva Federal. Me refiero a las personas fuera de los mercados financieros.

Burns se frotó un ojo y a Sawyer le pareció oír una risita.

– Si yo fuera un apostador, no dudaría en apostar a que más de la mitad de la población de este país ignora la existencia del Sistema de la Reserva Federal, y que nueve de cada diez no tiene idea de cuál es nuestro propósito. Debo confesar que este anonimato me resulta muy reconfortante.

Sawyer hizo una pausa para después inclinarse hacia el hombre mayor.

– ¿Quién se beneficiaría con la muerte de Arthur Lieberman? No me refiero personalmente, sino al aspecto profesional. Como presidente de la Reserva.

Burns abrió los párpados hasta donde pudo, que no era mucho.

– ¿Insinúa que alguien voló aquel avión para matar a Arthur? Si no le molesta que se lo diga, me parece un poco rebuscado.

– No digo que sea ese el caso. No hemos descartado ninguna posibilidad, de momento. -Sawyer hablaba en voz baja, como si temiera que alguien pudiera oírle-. La cuestión es que he revisado la lista de pasajeros y su colega era el único personaje a bordo. Si fue un sabotaje, entonces el primer motivo sería matar al presidente de la Reserva.

– O que fuese un atentado terrorista y que a Arthur le tocara la desgracia de estar a bordo.

– Si lo consideramos un sabotaje -señaló Sawyer-, entonces no creo que la presencia de Lieberman en el avión sea una coincidencia.

Burns se estiró en el sillón y acercó los pies a la chimenea.

– ¡Dios mío! -exclamó por fin con la mirada puesta en el fuego.

Aunque parecía más propio de su persona verle vestido con traje y chaleco y una cadena de reloj sobre la panza, su vestuario -americana de pelo de camello, suéter azul oscuro de cuello redondo, camisa blanca con botones en el cuello, pantalón gris y mocasines negros- no desentonaba con su corpulencia. Sawyer se fijó en que los pies eran muy pequeños en relación al tamaño. Ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos. Por fin Sawyer rompió el silencio.

– Supongo que no es necesario advertirle que todo lo que le he dicho es estrictamente confidencial.

Burns volvió la cabeza para mirar al agente del FBI.

– Guardar secretos es lo mío, Lee.

– Por lo tanto, volvamos a mi pregunta: ¿quién se beneficia?

Burns se tomó su tiempo para pensar la respuesta.

– La economía de Estados Unidos es la más grande del mundo. Por lo tanto, allí donde va Estados Unidos, van todos los demás. Si un país hostil quisiera dañar nuestra economía o provocar un descalabro en los mercados financieros mundiales, cometer una atrocidad como ésta podría conseguir ese efecto. No dudo que los mercados sufrirán una conmoción tremenda si resulta que su muerte fue premeditada. -El vicepresidente meneó la cabeza entristecido-. Nunca pensé que viviría para ver ese día.

– ¿Hay alguien en este país que quisiera ver muerto al presidente de la Reserva? -preguntó Sawyer.

– Desde que existe la Reserva se le han atribuido teorías conspirativas tan tremendas que no me cabe ninguna duda de que hay un puñado de personas en este país que se las creen a pies juntillas aunque sean inverosímiles.

– ¿Teorías conspirativas? -Sawyer entornó los párpados.

Burns tosió y después se aclaró la garganta ruidosamente.

– Hay quienes creen que la Reserva es una herramienta de la oligarquía mundial para mantener a los pobres en su lugar. O que recibimos órdenes de un selecto grupo de banqueros internacionales. Incluso me han contado una teoría según la cual somos servidores de seres extraterrestres infiltrados en los más altos cargos del gobierno. Por cierto, mi partida de nacimiento pone Boston, Massachusetts.

– Caray, vaya locura.

– Exacto. Como si una economía de siete billones de dólares que emplea a más de cien millones de personas pudiera ser dirigida en secreto por un puñado de banqueros.

– ¿Así que alguno de estos grupos podría haber conspirado para matar al presidente como represalia por una supuesta corrupción o injusticia?

– Verá, hay pocas instituciones gubernamentales tan malinterpretadas y temidas por puro desconocimiento como el consejo de administración de la Reserva Federal. Cuando usted mencionó la posibilidad, dije que era rebuscada. Después de pensarlo unos minutos, debo decir que mi reacción inicial no fue la correcta. Pero volar un avión… -Burns volvió a menear la cabeza.

– Quisiera saber algo más de los antecedentes de Lieberman -preguntó el agente en cuanto acabó de escribir unas notas.

– Arthur Lieberman era un hombre de una inmensa popularidad en los principales círculos financieros. Durante años fue uno de los grandes ejecutivos de Wall Street antes de ingresar en la función pública. Arthur llamaba a las cosas por su nombre y, por lo general, no se equivocaba en sus juicios. Con una serie de maniobras magistrales, sacudió a los mercados financieros casi desde el momento en que asumió la presidencia. Les demostró quién era el jefe. -Burns hizo una pausa para echar otro leño al fuego-. De hecho, dirigió la Reserva de la manera que me agrada pensar que lo hubiese hecho yo de haber tenido la oportunidad.

– ¿Tiene alguna idea sobre quién podría suceder a Lieberman?

– No.

– ¿Ocurrió algo inusual en la Reserva antes del viaje a Los Ángeles?

Burns se encogió de hombros.

– Tuvimos la reunión del FOMC el quince de noviembre, pero eso es algo normal.

– ¿El FOMC?

– Federal Open Market Committee [Comité Federal de Mercado Abierto]. Es la junta que establece la política de la entidad.

– ¿Qué hacen en las reuniones?

– A grandes rasgos, los siete miembros de la junta de gobernadores y los presidentes de cinco de los doce bancos de la Reserva Federal estudian los datos financieros pertinentes sobre la economía, y deciden si hay que tomar alguna medida respecto a la masa monetaria y los tipos de interés.

– O sea que cuando la Reserva sube o baja los tipos, eso afecta a toda la economía. La contrae o la expande, ¿es así?

– Al menos es lo que creemos -replicó Burns, sarcástico-. Aunque nuestras acciones no siempre han tenido los resultados que pretendíamos.

– ¿Así que no pasó nada extraño en la reunión?

– No.

– De todos modos, ¿podría informarme de lo que se dijo y quién lo dijo? Quizá le parezca irrelevante, pero encontrar el motivo nos ayudaría muchísimo a rastrear al que hizo esto.

– Imposible. -La voz de Burns subió una octava-. Las deliberaciones son absolutamente confidenciales y no se pueden divulgar. Ni a usted ni a nadie.

– Walter, no quiero insistir, pero con el debido respeto, si algo que se dijo en esa reunión es relevante para la investigación del FBI, esté seguro de que nos haremos con ella.- Sawyer le miró a los ojos hasta que Burns bajó la mirada.

– Se distribuye un breve informe sobre las minutas de la reunión entre las seis y las ocho semanas después de celebrada -dijo Burns con voz pausada-, pero sólo después de celebrarse la siguiente. El resultado de las reuniones, se hayan tomado decisiones o no, se comunican a los medios informativos el mismo día.

– Leí en el periódico que los tipos de interés no han variado.

Burns frunció los labios mientras observaba a Sawyer.

– Así es, no reajustamos los tipos de interés.

– ¿Cómo ajustan los tipos?

– En realidad, hay dos tipos de interés que son controlados directamente por la Reserva. El Federal Funds Rate, que es el interés interbancario, o sea el interés que los bancos cobran a los otros bancos que piden dinero para hacer frente a los requerimientos de reservas. Si ese interés baja o sube, casi inmediatamente bajarán o subirán todos los intereses que cobran los bancos en sus operaciones. La Reserva fija el tope en las reuniones de la FOMC. Después el New York Federal Reserve Bank, a través de su bolsa de valores interior, vende o compra obligaciones del Estado, lo que a su vez restringe o expande el dinero disponible a los bancos, y asegura el mantenimiento del tipo de interés. A eso le llamamos sumar o restar liquidez. Así fue como Arthur cogió al toro por los cuernos: ajustando el tipo de interés interbancario de una manera que el mercado no podía anticipar. El segundo tipo de interés es el tipo de descuento, el interés que le cobra la Reserva a los bancos por los préstamos. Pero este tipo va vinculado a préstamos que se consideran de emergencia; por lo tanto, se lo conoce como la «ventanilla de la última esperanza». Los bancos que acuden a ella con demasiada frecuencia son sometidos a inspecciones, porque eso se considera como un signo de debilidad en los círculos bancarios. Por ese motivo, la mayoría de los bancos prefieren pedirse dinero entre ellos a un interés un poco más alto, ya que no hay ninguna crítica a esa vía de financiación.

Sawyer decidió enfocar el tema desde otro ángulo.

– De acuerdo. ¿Lieberman había actuado de forma extraña últimamente? ¿Le preocupaba alguna cosa? ¿Sabe si había recibido alguna amenaza?

Burns meneó la cabeza.

– ¿El viaje a Los Ángeles era algo normal?

– Muy normal. Arthur tenía una reunión con Charles Tiedman, presidente del banco de la Reserva Federal en San Francisco. Visitaba a todos los presidentes, y además él y Charles eran viejos amigos.

– Un momento. Si Tiedman es presidente del banco en San Francisco, ¿por qué Lieberman iba a Los Ángeles?

– Allí hay una sucursal de la Reserva. Además, Charles, y su esposa viven en Los Ángeles y Arthur iba a alojarse en su casa.

– Pero ¿no se había visto con Tiedman en la reunión de noviembre?

– Así es. Pero el viaje de Arthur a Los Ángeles estaba dispuesto con mucha antelación. Fue sólo una coincidencia que ocurriera inmediatamente después de la reunión del FOMC. Sin embargo, sé que estaba ansioso por hablar con Charles.

– ¿Sabe la razón?

– Tendrá que preguntárselo a Charles.

– ¿Alguna cosa más que pueda ayudarme?

Burns consideró la pregunta durante unos instantes, y después volvió a menear la cabeza.

– No recuerdo nada en el pasado personal de Arthur que pueda haber conducido a esta abominación.

– Le agradezco la información, Walter -dijo Sawyer mientras se levantaba y le tendía la mano a Burns.

En el momento en que Sawyer se daba la vuelta, Burns le sujetó del hombro.

– Agente Sawyer, la información que manejamos en la Reserva es tan enormemente valiosa que la más mínima filtración puede representar unos beneficios increíbles para algunas personas sin escrúpulos. Supongo que con los años me he vuelto muy reservado precisamente para evitar algo así.

– Lo comprendo.

Burns apoyó una mano regordeta sobre la puerta cuando el agente que acababa de abrocharse el abrigo se disponía a salir.

– ¿Qué? ¿Ya tiene algún sospechoso?

El agente miró a Burns por encima del hombro.

– Lo siento, Walter, en el FBI también tenemos secretos.

Henry Wharton, sentado detrás de su mesa, golpeaba nervioso la moqueta con la punta del zapato. El socio gerente de Tylery Stone era bajo de estatura, pero un gigante en conocimientos legales. Bastante calvo y con un bigotito gris, era el retrato típico del socio principal de un gran bufete. Después de representar durante treinta y cinco años a la élite de las empresas norteamericanas, no era fácil de intimidar. Pero si había alguien capaz de intentarlo, era el hombre que tenía delante.

– ¿Así que eso fue todo lo que dijo? ¿Que no sabía que su marido estaba en el avión? -preguntó Wharton.

Nathan Gamble se miró las manos con los ojos entrecerrados. Después miró a Wharton y el abogado se sobresaltó.

– Eso fue lo único que le pregunté.

– Comprendo. -Wharton meneó la cabeza apenado-. Cuando hablé con ella estaba destrozada. Pobrecita. Semejante choque, una cosa como ésa, tan inesperada. Y…

Wharton se interrumpió al ver que Gamble se levantaba para ir hasta la ventana detrás de la mesa del abogado. El magnate contempló el panorama de Washington iluminado por el sol del mediodía.

– Se me ha ocurrido, Henry, que te corresponde a ti hacer más preguntas.

Puso una mano sobre el hombro de Wharton y lo apretó con suavidad.

– Sí, sí -asintió Wharton-. Entiendo tu posición.

Gamble se acercó a la pared del lujoso despacho donde estaban colgados numerosos diplomas de las universidades más prestigiosas.

– Muy impresionante. Yo no acabé el instituto. -Miró al abogado por encima del hombro-. No sé si lo sabías.

– No lo sabía -dijo Wharton en voz baja.

– Pero creo que, a pesar de eso, no me ha ido tan mal.

Gamble encogió los hombros.

– Y que lo digas. Has triunfado en toda la línea.

– Caray, empecé sin nada, y probablemente acabaré de la misma manera.

– Es difícil de creer.

Gamble se tomó un momento para enderezar uno de los diplomas. Se volvió otra vez hacia Wharton.

– Pasemos a los detalles. Creo que Sidney Archer sabía que su marido estaba en aquel avión.

– ¿Piensas que te mintió? -Wharton le miró atónito-. No te ofendas, Nathan, pero no me lo creo.

Gamble volvió a sentarse. Wharton iba a añadir algo más, pero el otro le hizo callar con una mirada.

– Jason Archer -dijo el millonario- trabajaba en un gran proyecto: organizar todos los archivos financieros de Tritón para el trato con CyberCom. El tipo es un maldito genio de la informática. Tenía acceso a todo. ¡A todo! -Gamble señaló con un dedo por encima de la mesa. Wharton, nervioso, se frotó las manos pero continuó callado-. Ahora bien, Henry, tú sabes que necesito ese trato con CyberCom, al menos es lo que me dice todo el mundo.

– Una unión absolutamente brillante -opinó Wharton.

– Algo así. -Gamble sacó un puro y se tomó unos momentos para encenderlo. Lanzó una bocanada de humo hacia una esquina de la mesa-. En cualquier caso, por un lado tengo a Jason Archer, que conoce todo mi material, y por el otro tengo a Sidney Archer, que dirige mi equipo de negociadores. ¿Me sigues?

Wharton frunció el entrecejo desconcertado.

– Me temo que no, yo…

– Hay otras compañías que quieren a CyberCom tanto como yo. Pagarían lo que sea para conocer los términos de mi acuerdo. Si los consiguen, me joderían vivo. Y no me gusta que me follen, al menos de esa manera. ¿Me comprendes?

– Sí, desde luego, Nathan. Pero…

– Y también sabes que una de las compañías que quiere meterle mano a CyberCom es RTG.

– Nathan, si estás sugiriendo que…

– Tu bufete también representa a RTG -le interrumpió el otro.

– Nathan, ya sabes que nos hemos ocupado de eso. Este bufete no está representando a RTG en su oferta por CyberCom en ningún aspecto.

– Philip Goldman todavía es socio de aquí, ¿no? Y todavía es el principal abogado de RTG, ¿verdad?

– Desde luego. No podíamos pedirle que se marchara. Sólo se trataba de un conflicto entre clientes y uno que ha sido más que sobradamente compensado. Philip Goldman no está trabajando con RTG en su oferta por CyberCom.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo -afirmó Wharton sin vacilar.

Gamble se alisó la pechera de la camisa.

– ¿Tienes vigilado a Goldman las veinticuatro horas del día, le has pinchado los teléfonos, lees su correspondencia, sigues a sus socios?

– No, claro que no.

– Entonces, no puedes estar seguro de que no trabaja para RTG y en contra de mí, ¿verdad?

– Tengo su palabra -replicó Wharton-. Y tenemos algunos controles.

Gamble jugó con el anillo que llevaba en uno de los dedos.

– En cualquier caso, no puedes saber en qué están metidos tus otros socios, incluida Sidney Archer, ¿no es así?

– Ella es una de las personas más íntegras que conozco, por no mencionar que es una mente brillante -afirmó Wharton, enfadado.

– Sin embargo, ella no tenía ni puñetera idea de que su marido viajaba en un avión a Los Ángeles, donde da la casualidad que RTG tiene la oficina central. Eso es mucha coincidencia, ¿no te parece?

– No puedes culpar a Sidney por las acciones de su marido.

Gamble se quitó el puro de la boca y con un gesto parsimonioso se limpió un resto de ceniza de la solapa de la chaqueta.

– ¿Cuánto le facturas al año a Tritón, Henry? ¿Veinte millones, cuarenta? Puedo conseguir la cifra exacta cuando regrese a la oficina. Ronda esa cantidad, ¿no? -Gamble se puso de pie-. Tú y yo nos conocemos desde hace años. Conoces mi estilo. Si alguien cree que puede aprovecharse de mí, se equivoca. Quizá me llevará algún tiempo, pero si alguien me apuñala, se lo devuelvo por partida doble. -Gamble dejó el puro en un cenicero, apoyó las manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante hasta poner la cara a un palmo del rostro de Wharton-. Si pierdo CyberCom porque mi propia gente me ha vendido, cuando salga a por los responsables seré como el Misisipí cuando se desborda. Habrá muchas víctimas potenciales, la mayoría personas inocentes, pero no me preocuparé en averiguar cuáles son. ¿Me comprendes? -Gamble hablaba en voz baja y tranquila, pero, de todas maneras, Wharton sintió como si le hubiesen dado un puñetazo.

Wharton tragó saliva mientras miraba los ojos brillantes del magnate.

– Sí, creo que sí.

Gamble se puso el abrigo y recogió la colilla del puro.

– Que pases un buen día, Henry. Cuando hables con Sidney, dale recuerdos míos.

Era la una de la tarde cuando Sidney salió del aparcamiento del Boar's Head y se dirigió otra vez a la Ruta 29. Pasó por delante del viejo Memorial Gymnasium, donde en otros tiempos se había agotado haciendo gimnasia y jugando a tenis entre clase y clase de derecho. Metió el coche en el aparcamiento del Córner, uno de los centros comerciales favoritos de los estudiantes, donde había numerosas librerías, restaurantes y bares.

Entró en una cafetería, pidió un café y compró un ejemplar del Washington Post. Ocupó una de las mesas de madera y echó una ojeada a los titulares. Casi se cayó de la silla.

El titular ocupaba toda la plana como correspondía a la importancia de la noticia: EL PRESIDENTE DE LA RESERVA FEDERAL, ARTHUR LlEBERMAN, MUERTO EN UN ACCIDENTE AÉREO. Junto al titular había una foto de Lieberman. Sidney se sorprendió ante la mirada penetrante del hombre.

Leyó el artículo en un santiamén. Lieberman había sido uno de los pasajeros del vuelo 3223. Viajaba todos los meses a Los Ángeles para entrevistarse con Charles Tiedman, presidente del banco de la Reserva en San Francisco. El fatídico vuelo de la Western Airlines había sido uno de esos viajes habituales. Gran parte del artículo glosaba la ilustre carrera financiera de Lieberman y el respeto que le había dispensado el mundo económico. Por cierto, la noticia oficial de la muerte no se había comunicado hasta ahora, porque el gobierno estaba haciendo todo lo posible para evitar el pánico en la comunidad financiera. A pesar de ello, las bolsas de todo el mundo habían comenzado a bajar. El artículo concluía con la noticia de que el funeral tendría lugar el domingo siguiente en Washington.

Había más información sobre el accidente aéreo en las páginas interiores. No se había descubierto nada nuevo, y el NTSB continuaba con las investigaciones. Se tardaría más de un año en averiguar por qué el vuelo 3223 había acabado en un campo de maíz y no en la pista del aeropuerto de Los Ángeles. El tiempo, un fallo mecánico, un sabotaje y mil cosas más estaban siendo estudiadas, pero por ahora no había nada concreto.

Sidney se acabó el café, dejó el periódico a un lado y sacó el teléfono móvil del bolso. Marcó el número de la casa de sus padres y habló durante un rato con su hija. Costaba que Amy dijera algo, porque todavía le daba vergüenza hablar por teléfono. Después, habló con sus padres. A continuación, llamó a su casa y escuchó los mensajes del contestador automático. Había muchos, pero uno destacaba por encima de todos los demás: el de Henry Wharton. Tylery Stone le había dado generosamente todo el tiempo que hiciera falta para enfrentarse a la catástrofe personal, aunque Sidney estaba convencida de que no tendría bastante con el resto de su vida. La voz de Henry había sonado preocupada, incluso nerviosa. Ella sabía lo que significaba: Nathan Gamble le había hecho una visita.

Se apresuró a marcar el número del bufete y le pasaron con el despacho de Wharton. Hizo todo lo posible para controlar los nervios mientras esperaba que él cogiera el teléfono. Wharton podía ser implacable o un gran consejero, dependiendo de si se contaba con su favor o no. El había sido siempre uno de los grandes partidarios de Sidney. Pero ¿y ahora? Respiró con fuerza cuando él se puso al aparato.

– Hola, Henry.

– Sid, ¿cómo estás?

– Si quieres que te diga la verdad, bastante aturdida.

– Quizás eso sea lo mejor. Por ahora. Lo superarás. Te puede parecer que no, pero lo conseguirás. Eres fuerte.

– Gracias por el apoyo, Henry. Siento mucho haberte dejado en la estacada. Con todo el asunto de CyberCom por medio.

– Lo sé, Sidney. No te preocupes.

– ¿Quién se ha hecho cargo? -Quería evitar meterse de cabeza en el tema de Gamble.

Wharton tardó unos momentos en contestar. Cuando lo hizo, su voz era mucho más baja.

– Sid, ¿qué opinas de Paul Brophy?

La réplica la pilló por sorpresa, pero le proporcionó un alivio. Quizás estaba en un error y Gamble no había hablado con Wharton.

– Me gusta Paul, Henry.

– Sí, sí, lo sé. Es un tipo agradable, trae buenos clientes y conoce el oficio.

– ¿Quieres saber si sirve para llevar las negociaciones con CyberCom?

– Como sabes, ha participado en todo hasta ahora. Pero las cosas están en otro nivel. Quiero mantener limitado el número de abogados. Ya sabes por qué. No es ningún secreto que puede haber un conflicto de intereses con Goldman como representante de RTG. No quiero la menor insinuación de conflicto. También quiero gente en el equipo que aporte cosas al proceso. Quiero saber tu opinión sobre él en esas circunstancias.

– ¿Esta conversación es confidencial?

– Absolutamente.

Sidney contestó con autoridad, satisfecha de estar analizando algo que no tuviera que ver con su pérdida personal.

– Henry, sabes tan bien como yo que este tipo de acuerdos son como partidas de ajedrez. Tienes que calcular cinco o diez jugadas por anticipado. Y no hay segunda oportunidad. A Paul le espera un futuro brillante en la firma, pero no tiene la amplitud de visión ni la atención por el detalle. No encaja en el equipo que negocia los últimos tramos de la compra de CyberCom.

– Gracias, Sidney, es lo mismo que pensaba yo.

– Henry, no creo que mis comentarios sean nada extraordinarios. ¿Por qué lo consideraron?

– Digamos que manifestó un interés muy grande por encabezar el equipo. No es difícil adivinar la razón. Sería una medalla de honor para cualquiera.

– Ya veo.

– Voy a encargarle el asunto a Roger Egert.

– Es un experto en adquisiciones de primera fila.

– Hasta ahora ha complementado muy bien tu trabajo en el tema. Creo que sus palabras exactas fueron: «Estoy en la posición perfecta». -Wharton hizo una pausa-. Me desagrada tener que pedírtelo, Sidney, de verdad.

– ¿Qué, Henry? -Sidney oyó el suspiro.

– Verás, me había prometido a mí mismo que no lo haría, pero resulta que eres indispensable. -Volvió a interrumpirse.

– Henry, por favor, ¿qué es?

– ¿Podrías tomarte un momento para hablar con Egert? Lo tiene casi todo controlado, pero unos minutos de charla contigo sobre los aspectos estratégicos y prácticos serían valiosísimos. No te lo pediría, Sidney, si no fuera de vital importancia. De todos modos, tendrías que hablar con él para darle el código de acceso al archivo del ordenador central.

Sidney cubrió el micrófono del teléfono con la mano y suspiró. Henry no lo hacía con mala intención, pero el negocio estaba por encima de todo lo demás.

– Le llamaré hoy mismo, Henry.

– No me olvidaré de este favor, Sidney.

Sidney salió del café porque había muchas descargas estáticas que dificultaban la comunicación. En el exterior, el tono de Wharton había cambiado un poco.

– Esta mañana recibí la visita de Nathan Gamble.

Sidney dejó de caminar y se apoyó contra la pared de ladrillos del café. Cerró los ojos y apretó los dientes hasta que le dolieron.

– Me sorprende que haya esperado tanto, Henry.

– Digamos que estaba un poco inquieto, Sid. Está firmemente convencido de que le mentiste.

– Henry, sé que esto pinta mal. -Sidney vaciló y entonces decidió decir la verdad-. Jason me dijo que tenía una entrevista para un nuevo trabajo en Los Ángeles. Era obvio que no quería que Tritón se enterara. Me hizo jurar que guardaría el secreto. Por eso no se lo dije a Gamble.

– Sid, tú eres la abogada de Tritón. No hay secretos…

– Venga, Henry, estamos hablando de mi marido. Que quisiera cambiar de trabajo no iba a perjudicar a Tritón. Y no tenía un contrato vinculante.

– En cualquier caso, Sidney, y me duele decirlo, pero no creo que hayas ejercido tu mejor juicio en el asunto. Gamble me insinuó con mucha insistencia sus sospechas de que Jason estaba robando secretos de la empresa.

– ¡Jason jamás haría eso!

– Ésa no es la cuestión. Es como lo ve el cliente. Mentirle a Gamble no ayuda al asunto. ¿Sabes lo que le pasaría a la firma si retira la cuenta de Tritón? Y no creas que no lo haría. -La voz de Wharton sonaba cada vez más alta.

– Henry, cuando Gamble quiso llamar a Jason, no tuve más de dos segundos para decidir.

– Entonces, por Dios bendito, ¿por qué no le dijiste a Gamble la verdad? Como has dicho, a él no le hubiera importado.

– ¡Porque unos segundos más tarde descubrí que mi marido había muerto!

Ninguno de los dos dijo nada, pero la tensión era evidente.

– Ahora ha pasado algún tiempo -le recordó Wharton-. Si no querías decírselo a ellos, podrías haber confiado en mí. Me hubiera hecho cargo del tema por ti. En cualquier caso, creo que todavía podré arreglar las cosas. Gamble no puede acusarnos a nosotros porque tu marido quisiera cambiar de trabajo. No estoy muy seguro de que Gamble quiera que lleves sus asuntos en el futuro. Quizá resulte beneficioso que te tomes unos días. Ya se calmará. Lo llamaré ahora mismo.

– No puedes contarle a Gamble lo de la entrevista de trabajo, Henry -dijo Sidney con una voz apenas audible. Notaba como si un puño gigantesco le estuviese oprimiendo el pecho.

– ¿Qué has dicho?

– No puedes contárselo.

– ¿Te importaría decirme por qué?

– Porque descubrí que Jason no tenía ninguna entrevista con otra compañía. Al parecer… -hizo una pausa para contener un sollozo-… me mintió.

Cuando Wharton volvió a hablar, su tono apenas disimulaba el enojo.

– No sé cómo decirte el daño irreparable que esta situación puede provocar y que quizá ya ha provocado.

– Henry, no sé lo que está pasando. Te he contado todo lo que sé, que no es mucho.

– ¿Qué se supone que debo decirle a Gamble? Espera una respuesta.

– Échame la culpa a mí, Henry. Dile que no estoy localizable. Que no devuelvo las llamadas. Que estás trabajando en el tema y que yo no volveré al despacho hasta que tú llegues al fondo del asunto.

Wharton consideró la propuesta durante unos segundos.

– Supongo que funcionaría. Al menos, de momento. Te agradezco que asumas la responsabilidad de la situación, Sidney. Sé que no es culpa tuya, pero la firma no debe sufrir. Esta es mi preocupación principal.

– Lo comprendo, Henry. Mientras tanto, haré todo lo posible por descubrir qué está pasando.

– ¿Crees que podrás? -Dadas las circunstancias, Wharton se sintió obligado a plantear la pregunta, aunque estaba seguro de la respuesta.

– ¿Tengo otra elección, Henry?

– Te deseamos toda la suerte del mundo, Sidney. Llama si necesitas cualquier cosa. En Tylery Stone somos una gran familia. Nos ayudamos los unos a los otros.

Sidney apagó el teléfono y lo guardó en el bolso. Las palabras de Wharton le habían hecho mucho daño, pero quizás ella se comportaba como una ingenua. Ella y Henry eran colegas y amigos hasta cierto punto. La conversación telefónica había resaltado la superficialidad de la mayoría de las relaciones profesionales. Mientras uno era productivo, no causaba problemas y engordaba la cuenta de resultados, no había ninguna pega. Ahora, convertida en viuda con una hija, debía procurar que su carrera de abogada no acabara bruscamente. Tendría que añadir este problema a todos los demás.

Siguió por la acera de ladrillos, atravesó Ivy Road y se dirigió hacia el famoso edificio Rotunda de la universidad. Cruzó también por los prados del campus, donde vivían los estudiantes de élite alojados en cuartos que habían cambiado muy poco desde los tiempos de Thomas Jefferson y que contaban con las chimeneas como única fuente de calefacción. La belleza del campus siempre la había encantado. Ahora, apenas se fijó. Tenía muchas preguntas, y era el momento de conseguir algunas respuestas. Se sentó en la escalera del Rotunda y una vez más sacó el teléfono del bolso. Marcó un número. El teléfono sonó dos veces.

– Tritón Global.

– ¿Kay? -preguntó Sidney.

– ¿Sid?

Kay Vincent era la secretaria de Jason. Una mujer cincuentona y regordeta, que había adorado a Jason y que incluso había hecho de canguro para Amy en varias ocasiones. A Sidney le había caído bien desde el principio. Ambas compartían opiniones comunes sobre la maternidad, el trabajo y los hombres.

– Kay, ¿cómo estás? Lamento no haberte llamado antes.

– ¿Cómo estoy? Oh, Dios, Sidney, lo siento mucho. Terriblemente.

Sidney oyó cómo el llanto comenzaba a ahogar la voz de la mujer mayor.

– Lo sé, Kay, lo sé. Ha sido todo tan repentino. Ha…

Se le quebró la voz, pero entonces se armó de valor. Tenía que averiguar varias cosas, y Kay Vincent era la fuente más honesta a la que podía recurrir.

– Kay, tú sabías que Jason se iba a tomar unos días libres.

– Así es. Dijo que pintaría la cocina y arreglaría el garaje. Llevaba una semana hablando de lo que haría.

– ¿Nunca te mencionó el viaje a Los Ángeles?

– No. Me quedé de piedra cuando oí que él estaba en el avión.

– ¿Alguien te ha hablado de Jason?

– Muchísima gente. Todo el mundo lo lamenta.

– ¿Qué me dices de Quentin Rowe?

– Ha estado aquí varias veces -Kay hizo una pausa y después preguntó-: Sid, ¿a qué vienen tantas preguntas?

– Kay, esto tiene que quedar entre tú y yo, ¿vale?

– De acuerdo -asintió Kay sin muchas ganas.

– Creía que Jason iba a Los Ángeles para una entrevista de trabajo con otra compañía porque eso fue lo que me dijo. Ahora acabo de descubrir que no era cierto.

– ¡Dios mío!

Mientras Kay digería la noticia, Sidney arriesgó otra pregunta.

– Kay, ¿hay alguna razón para que Jason mintiera? ¿Se comportaba como siempre en el trabajo?

Esta vez la pausa fue bastante larga. Sidney se movió inquieta en los escalones. El frío de los ladrillos comenzaba a entumecerle las nalgas. Se levantó bruscamente.

– Sid, tenemos unas normas muy estrictas respecto a hablar sobre asuntos de la compañía. No quiero meterme en líos.

– Lo sé, Kay. Soy una de las abogadas de Tritón, no lo olvides.

– Verás, esto es un poco diferente. -De pronto, la voz de Kay desapareció de la línea. Sidney se preguntó si habría cortado, pero entonces reapareció la voz-. ¿Puedes llamarme esta noche? No quiero hablar de esto en horas de trabajo. Estaré en casa alrededor de las ocho. ¿Tienes el número?

– Lo tengo, Kay. Gracias.

Kay Vincent colgó sin decir nada más.

Jason casi nunca hablaba con Sidney de su trabajo en Tritón, aunque ella, como abogada de Tylery Stone, estaba inmersa en numerosos temas relacionados con la compañía. Su marido se tomaba muy en serio las responsabilidades éticas de su posición. Siempre había tenido mucha trabajo en no poner a Sidney en una situación comprometida. Al menos hasta ahora. La joven caminó a paso lento hasta el aparcamiento.

Pagó al encargado y se encaminó hacia el coche. Se volvió de pronto pero el hombre ya había desaparecido a la vuelta de la esquina. Sin perder ni un segundo se dirigió a la calle paralela al garaje y echó una ojeada. No había nadie a la vista. Sin embargo, había numerosas tiendas y podía haber entrado en cualquiera.

Lo había sorprendido mirándola mientras ella estaba sentada en los escalones del Rotunda. El hombre estaba detrás de uno de los árboles. Atenta a su conversación con Kate, lo había descartado como un tipo que la observaba por las razones más obvias. Era alto, alrededor del metro ochenta, delgado y vestido con un abrigo azul. Las gafas oscuras y el cuello del abrigo levantado ocultaban sus facciones. Llevaba un sombrero marrón, aunque Sidney alcanzó a ver que tenía el pelo claro, quizá rubio rojizo. Por un momento, se había preguntado si la paranoia acababa de sumarse a su cada vez más larga lista de problemas. Ahora no tenía tiempo para preocuparse del desconocido. Tenía que volver a casa. Al día siguiente iría a buscar a su hija. Entonces recordó que su madre había mencionado el funeral de Jason. Ya se habrían ocupado de todos los detalles. Entre todo el misterio que rodeaba el último día de su marido, el recuerdo del funeral le hizo sentir otra vez la terrible realidad: Jason estaba muerto. No tenía importancia cómo la había engañado, o las razones por las que lo había hecho. Él ya no estaba. Sidney emprendió el regreso a casa.

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