Capítulo 56

Bill Patterson miró a su hija mientras conducía por las calles, ahora cubiertas de nieve, que se había hecho mucho más intensa en la última media hora.

– ¿Me estás diciendo que ese tipo de tu oficina debía enviarme un paquete a mí para que yo te lo guardara? ¿Una copia de un disquete de ordenador que Jason te envió? -Sidney asintió con un gesto-. ¿Y no sabes lo que es?

– Está cifrado, papá. Ahora tengo la contraseña de acceso, pero tenía que esperar a recibir el paquete. -¿Y no llegó? ¿Estás segura? El tono de voz de Sidney sonó exasperado.

– Llamé a los de FedEx. No tienen registrada la recogida de ningún paquete. Luego llamé a su casa y me contestó la policía. Oh, Dios. – Sidney se estremeció al pensar en el posible destino que hubiera podido correr Jeff Fisher-. Si algo le ha sucedido a Jeff…

– Bueno, ¿has probado con el contestador automático de tu casa? Quizá haya llamado y dejado un mensaje.

Sidney se quedó con la boca abierta ante la brillante sencillez de la sugerencia de su padre.

– ¡Dios mío! ¿Cómo no se me ocurrió pensar en eso? -Porque llevas dos días huyendo para salvar la vida. Por eso. La voz de su padre sonó malhumorada. Se inclinó y tomó la escopeta que había dejado en el suelo.

Sidney introdujo el Cadillac en una gasolinera y se detuvo cerca de una cabina telefónica. Corrió hasta el teléfono. La nieve caía con tanta intensidad y rapidez que ni siquiera se dio cuenta de la furgoneta que pasaba de largo ante la estación, daba la vuelta por una carretera lateral efectuaba un giro y esperaba a que ella regresara a la carretera principal! Sidney introdujo su tarjeta telefónica y marcó su número de teléfono. Pareció transcurrir toda una eternidad hasta que el contestador automático se puso en marcha. Había un montón de mensajes. De sus hermanos, de otros miembros de la familia, de amigos que se habían enterado de lo ocurrido por las noticias y la llamaban haciéndole preguntas, mostrándose enfadados, ofreciéndole su apoyo. Esperó con creciente impaciencia mientras sonaban los mensajes. Entonces, contuvo la respiración ante el sonido de una voz familiar que llegó a sus oídos.

«Hola, Sidney, soy tu tío George. Martha y yo estaremos en Canadá esta semana. Disfrutaremos mucho, aunque hace bastante frío. Os envié a ti y a Amy los regalos de Navidad, tal como os dije que haría. Pero os llegarán por correo, porque no pudimos llegar a tiempo a la condenada Federal Express, y no queríamos esperar. Procura estar a la espera. Lo enviamos en primera clase, por correo certificado, así que tendrás que firmar para recibirlos. Espero que se trate de lo que deseabas. Te queremos mucho y esperamos volver a verte pronto. Un beso a Amy de nuestra parte.»

Sidney colgó lentamente el teléfono. No tenía unos tíos que se llamaran George y Martha, pero no había ningún misterio en aquella llamada telefónica. Jeff Fisher había fingido bastante bien la voz de un anciano. Sidney regresó al coche corriendo y se metió dentro. Su padre la miró intensamente.

– ¿Te llamó?

Sidney asintió con un gesto, al tiempo que ponía el coche en marcha y lo lanzaba hacia delante con un chirrido de ruedas, lo que impulsó a su padre contra el respaldo del asiento.

– ¿Adonde demonios vamos ahora con tanta rapidez?

– A la oficina de Correos.

La oficina de Correos de Bell Harbor se hallaba situada en pleno centro de la ciudad, y la bandera de Estados Unidos ondeaba de un lado a otro, impulsada por el fuerte viento. Sidney se detuvo junto a la acera y su padre se bajó del coche. Entró en el edificio y salió al cabo de un par de minutos, agachando la cabeza para introducirse en el interior del coche. Venía con las manos vacías.

– Todavía no ha llegado el correo del día.

– ¿Estás seguro? -le preguntó Sidney mirándolo fijamente.

– Jerome es jefe de la oficina desde que tengo uso de razón -asintió él-. Dijo que volviera a probar hacia las seis. Mantendrá la oficina abierta para nosotros. Pero sabes que quizá no venga en el correo de hoy si Fisher lo envió hace sólo dos días.

Sidney golpeó ferozmente el volante con las dos manos, antes de apoyar cansadamente la cabeza sobre él. Su padre le colocó suavemente una mano sobre el hombro.

– Sidney, ese paquete acabará por llegar aquí. Sólo espero que el contenido de ese disquete contribuya a librarte de esta pesadilla.

Sidney se volvió a mirarlo, con el rostro pálido y los ojos hinchados.

– Tiene que ser así, papá. Tiene que ser así -dijo con el tono de voz dolorosamente quebrado.

«¿Y si no llegaba? No, no podía pensar eso.» Se apartó el cabello de la cara, puso el coche en marcha y avanzó.

La furgoneta blanca esperó un par de minutos antes de salir a la calzada y seguirlos.

– No puedo creerlo -rugió Sawyer.

Jackson lo miró con una clara expresión de frustración.

– Lo único que puedo decirte, Lee, es que hay una ventisca. El National, el Dulles y el BWI están cerrados. También se han cerrado los aeropuertos Kennedy, La Guardia y Logan, y lo mismo sucede con Newark y Philly. Se han interrumpido los vuelos en todo el país. Y toda la costa Este parece haberse convertido en Siberia. En la oficina no están dispuestos a permitir que un avión vuele con este tiempo.

– Ray, tenemos que llegar a Bell Harbor. Deberíamos estar allí ahora mismo. ¿Qué me dices del tren?

– Los de Amtrak todavía están dejando la vía expedita. Además, he comprobado que el tren no llega hasta allí. Tendríamos que tomar un autobús para recorrer el último tramo. Y, con este tiempo, seguro que están cerrados algunos tramos de la autopista interestatal. Además, no todo es autopista. Tendríamos que tomar algunas carreteras secundarias. Estamos hablando de por lo menos quince horas.

Sawyer parecía estar a punto de explotar.

– Todos ellos podrían estar muertos en una hora, así que no digamos lo que podría suceder en quince horas.

– No tienes necesidad de recordármelo. Si pudiera extender los brazos y echar a volar, lo haría ahora mismo. Pero, maldita sea, no puedo hacerlo -replicó Jackson, enojado.

Sawyer se tranquilizó rápidamente.

– Está bien. Lo siento, Ray. -Se sentó-. ¿Has podido conseguir la ayuda de los locales?

– He hecho algunas llamadas. La oficina más cercana está en Boston. A unas cinco horas de distancia. Y con este tiempo, ¿quién sabe? Hay pequeñas agencias en Portland y Augusta. Les he dejado mensajes, pero no he recibido contestación por el momento. La policía estatal podría ser una posibilidad, aunque probablemente tendrán mucho trabajo con los accidentes de tráfico.

– ¡Mierda! -Sawyer sacudió la cabeza, desesperado, y tamborileó con los dedos sobre la mesa, impaciente-. Un avión es la única forma. Tiene que haber alguien dispuesto a volar con esta tormenta.

– Quizá un piloto de combate. ¿Conoces a alguno? -preguntó sarcásticamente Ray.

Sawyer pegó un bote en su asiento.

– Pues claro que sí.

La furgoneta negra se detuvo cerca de un pequeño hangar en el aeropuerto del condado de Manassas. La nevada era tan intensa que resultaba difícil ver más allá de unos cuantos centímetros de distancia. Media docena de miembros del equipo de rescate de rehenes, todos ellos fuertemente armados y vestidos de negro, siguieron a Sawyer y Jackson. Portaban rifles de asalto y echaron a correr en fila hacia el avión que les esperaba sobre la pista, con los motores ya en marcha. Los agentes subieron velozmente al Saab turbopropulsado. Sawyer se instaló junto al piloto, mientras Jackson y los miembros del equipo se ponían los cinturones de seguridad, en los asientos de atrás.

– Confiaba en volver a verte antes de que terminara todo esto, Lee -le gritó George Kaplan por encima del rugido de los motores, sonriente.

– Demonios, no olvido a mis amigos, George. Además, eres el único hijo de puta lo bastante loco como para atreverse a volar con un tiempo como éste.

Sawyer miró por la ventanilla del Saab. Lo único que vio extenderse ante él fue un enorme manto blanco. Se volvió a mirar a Kaplan, que se ocupaba de los controles, mientras el avión rodaba hacia la pista de despegue. Una máquina quitanieves acababa de despejar una corta franja de la pista, pero ésta volvía a cubrirse rápidamente de nieve. Ningún otro avión funcionaba con aquel tiempo porque el aeropuerto estaba oficialmente cerrado. Y todas las personas sensatas hacían caso de aquella orden.

Al fondo, Ray Jackson abrió unos ojos como platos y se sujetó al asiento mientras observaba fijamente por la ventanilla las infernales condiciones del tiempo. Miró a uno de los miembros del equipo de rescate de rehenes.

– Estamos como cabras, ¿lo sabías?

Sawyer se volvió en su asiento y sonrió burlonamente.

– Eh, Ray, sabes que puedes quedarte aquí si quieres. Ya te contaré la juerga cuando regrese.

– ¿Quién demonios cuidaría entonces de tu sucio trasero? -le replicó Jackson.

Sawyer se echó a reír y se volvió a mirar a Kaplan. La sonrisa del agente se tornó en una repentina expresión de recelo.

– ¿Conseguirás que este trasto despegue del suelo? -le preguntó.

– Prueba a volar a través del napalm para ganarte la vida. Entonces sabrás lo que es bueno -dijo Kaplan con una sonrisa burlona.

Sawyer logró devolverle una débil sonrisa, pero observó lo intensamente concentrado que estaba Kaplan en los mandos, y cómo observaba continuamente las ráfagas de nieve. Finalmente, la mirada de Sawyer se detuvo en la vena palpitante situada en la sien derecha del piloto. Emitió un profundo suspiro, se abrochó el cinturón de seguridad todo lo apretadamente que pudo y se sujetó al asiento con ambas manos, mientras Kaplan hacía avanzar el regulador de potencia. El avión cobró rápidamente velocidad, dando tumbos y balanceándose a lo largo de la pista nevada. Sawyer miró hacia delante. Los focos del avión iluminaron un campo de tierra que indicaba el final de la pista; se acercaba hacia ellos a toda velocidad. Mientras el avión forcejeaba contra la nieve y el viento, se volvió de nuevo para mirar a Kaplan. La mirada del piloto registraba constantemente lo que tenía por delante, y luego se deslizó brevemente sobre su panel de instrumentos. Cuando Sawyer volvió a mirar hacia delante, el estómago se le subió a la garganta. Estaban al final de la pista. Los dos motores del Saab funcionaban a toda potencia, pero parecía como si eso no fuera a ser suficiente.

En la parte de atrás, Ray Jackson y cada uno de los miembros del equipo, cerraron los ojos. Una oración silenciosa se escapó por entre los labios de Kay Jackson al pensar en otro campo de tierra donde un avión había terminado su existencia, junto con las vidas de todos los que llevaba a bordo. De repente, el morro del avión se elevó hacia el cielo y el aparato despegó de la pista. Un sonriente Kaplan se volvió a mirar a Sawyer, que estaba más pálido que un minuto antes.

– ¿Lo ves? Ya te dije que sería fácil.

Mientras se elevaban continuamente a través del cielo, Sawyer tocó la manga de Kaplan.

– La pregunta que te voy a hacer ahora puede parecerte un poco prematura, pero cuando lleguemos a Maine, ¿disponemos de algún lugar donde aterrizar con este trasto?

Kaplan asintió con un gesto.

– Hay un aeropuerto regional en Portsmouth, pero eso está a dos horas en coche de Bell Harbor. Comprobé los mapas mientras cumplimentaba el plan de vuelo. Hay un aeródromo militar abandonado a diez minutos de Bell Harbor. Me puse en contacto con la policía estatal para asegurarme de que tuvieran disponible transporte para nosotros.

– ¿Has dicho «abandonado»?

– Todavía se encuentra en condiciones de uso, Lee. Lo mejor de todo es que no tenemos que preocuparnos por el tráfico aéreo, gracias al tiempo. Vamos a poder dirigirnos directamente hacia allí.

– ¿Quieres decir que nadie está tan loco como nosotros?

– De todos modos -asintió Kaplan con una sonrisa-, la mala noticia es que no hay torre operativa en ese aeródromo. Dependeremos de nosotros mismos para aterrizar, aunque nos van a colocar luces a lo largo de la pista. No te preocupes, estas cosas las he hecho muchas veces.

– ¿Con un tiempo como éste?

– Bueno, siempre hay una primera vez para cada cosa. Mira, este avión es tan sólido como una roca, y la instrumentación es de primera clase. No nos pasará nada.

– Si tú lo dices…

A varios miles de pies de altura, el avión se bamboleaba de un lado a otro, azotado por la nieve y los fuertes vientos. Una repentina ráfaga de aire pareció detener en seco el avance del Saab. Todos los que iban a bordo contuvieron al mismo tiempo la respiración cuando el avión se estremeció ante el asalto del viento y luego, repentinamente, descendió varios cientos de pies, antes de encontrarse con otra ráfaga. El avión se ladeó, casi se detuvo y volvió a caer, esta vez a mayor distancia. Sawyer miró por la ventanilla. Lo único que veía era todo blanco: nieve y nubes; en realidad, no sabía lo que era. Había perdido por completo el sentido de la orientación y de la elevación. Tenía la impresión de que la tierra firme podía encontrarse a unos pocos metros de distancia, acercándose a ellos demasiado rápidamente. Kaplan se volvió a mirarlo, con semblante serio.

– Está bien, lo admito. Esto está bastante feo. Aguantad, muchachos. Vamos a subir a diez mil pies de altura. Este frente tormentoso es bastante fuerte, pero no será tan profundo. Veamos si puedo conseguiros un viaje más suave.

Durante los minutos siguientes sucedió más de lo mismo, mientras el avión se elevaba y descendía y, ocasionalmente, se desplazaba de costado. Finalmente, atravesaron el manto de nubes y emergieron a un cielo claro que se oscurecía rápidamente. Al cabo de un minuto más, el avión adoptó un vuelo nivelado y suave rumbo hacia el norte.

Desde un aeródromo privado en una zona rural situada a unos sesenta kilómetros al oeste de Washington, otro avión privado, este de propulsión a chorro, se había elevado en el cielo, unos veinte minutos antes de que lo hicieran Sawyer y sus hombres. Volando a treinta y dos mil pies de altura y al doble de la velocidad del Saab, el avión podría llegar a Bell Harbor en la mitad del tiempo que tardarían en llegar allí los hombres del FBI.

Pocos minutos después de las seis de la tarde, Sidney y su padre se detuvieron ante la oficina de Correos de Bell Harbor. Bill Patterson entró en el edificio y esta vez salió llevando un paquete. El Cadillac se alejó después a toda velocidad. Patterson abrió un extremo del paquete y miró en su interior. Encendió la luz interior del coche para poder ver mejor. Sidney se volvió a mirarlo.

– ¿Y bien?

– En efecto, es un disquete.

Sidney se relajó ligeramente. Se metió la mano en el bolsillo para extraer el papel donde tenía anotada la contraseña. Su rostro palideció cuando los dedos se introdujeron por el gran boquete abierto en el bolsillo y, por primera vez, se dio cuenta de que se le había desgarrado el interior de la chaqueta, incluido el bolsillo. Detuvo el coche y rebuscó frenéticamente en todos los demás bolsillos.

– ¡Oh, Dios mío! Esto es increíble. -Golpeó el asiento con los puños-. ¡Maldita sea!

– ¿Qué ocurre, Sid? -le preguntó su padre, tomándola por una mano.

Ella se derrumbó sobre el asiento.

– Llevaba anotada la contraseña en un papel que guardaba en la chaqueta. Ahora ha desaparecido. Seguramente la perdí en la casa, cuando aquel tipo hacía todo lo posible por clavarme un cuchillo.

– ¿No la recuerdas?

– Es demasiado larga, papá. Y todo son números.

– ¿Y no la tiene nadie más?

Sidney se humedeció los labios, con un gesto nervioso.

– Lee Sawyer la tiene. -Comprobó automáticamente el espejo retrovisor y volvió a poner el coche en marcha-. Puedo tratar de ponerme en contacto con él.

– Sawyer. ¿No es ese tipo corpulento que vino a casa?

– Sí.

– Pero el FBI te anda buscando. No puedes comunicarte con él.

– Papá, no te preocupes. Está de nuestra parte. Aguanta.

Giró para entrar en una gasolinera y se detuvo ante una cabina telefónica. Mientras su padre montaba guardia en el coche, con la escopeta preparada, Sidney marcó el número de la casa de Sawyer. Mientras esperaba su respuesta vio una furgoneta blanca que entraba en la gasolinera. Llevaba placas de matrícula de Rhode Island. La miró recelosa durante un momento y luego se olvidó por completo de ella cuando un coche de policía con dos guardias de tráfico del estado de Maine entró también en la gasolinera. Uno de ellos se bajó del coche. Se quedó petrificada cuando el policía miró hacia donde ella se encontraba. Luego, entró en el edificio de la gasolinera, donde también se vendían bocadillos y refrescos. Sidney dio rápidamente la espalda al otro policía y se subió el cuello del abrigo. Un minuto más tarde se encontraba de regreso en el coche.

– Santo Dios, cuando vi llegar a la policía creí que me iba a dar un ataque -dijo Patterson, que casi jadeaba.

Sidney puso el coche en marcha y abandonó el lugar lentamente. El policía estaba todavía en el interior de la gasolinera. Probablemente, habría ido a tomarse un café, imaginó.

– ¿Lograste hablar con Sawyer?

Sidney negó con un gesto de la cabeza.

– Dios mío, esto es increíble. Primero tengo el disquete y no la contraseña. Luego, consigo la contraseña y pierdo el disquete. Ahora, vuelvo a recuperarlo y he vuelto a perder la contraseña. Creo que me estoy volviendo majareta.

– ¿Dónde conseguiste esa contraseña?

– Del archivo de correo electrónico de Jason, en America Online. ¡Oh, Dios mío!

Se enderezó de pronto en el asiento.

– ¿Qué ocurre ahora?

– Puedo volver a acceder a ese mensaje guardado en el correo electrónico de Jason. -Sidney se derrumbó de nuevo en el asiento-. No, para eso necesito un ordenador.

Una sonrisa se extendió sobre el rostro de su padre.

– Tenemos uno.

Ella giró rápidamente la cabeza hacia él.

– ¿Qué?

– He traído conmigo mi ordenador portátil. Ya sabes cómo consiguió Jason que me enganchara con esto de los ordenadores. Tengo mi Rolodex, mi cartera de inversiones, juegos, recetas y hasta información médica guardada en él. También tengo una cuenta abierta con America Online, con el software instalado. Y además, tiene un módem incorporado.

– Papá, eres maravilloso -dijo ella, besándolo en la mejilla.

– Sólo hay un problema.

– ¿Cuál?

– Que está en la casa de la playa, junto con todo lo demás.

Sidney se dio una palmada en la frente.

– ¡Maldita sea!

– Bueno, vayamos a por él.

Ella negó con un violento gesto de la cabeza.

– Nada de eso, papá. Es demasiado arriesgado.

– ¿Por qué? Estamos armados hasta los dientes. Hemos despistado a quienes te seguían, fueran quienes fuesen. Probablemente, creerán que hemos abandonado la zona hace tiempo. Sólo tardaré un momento en conseguirlo y luego podemos regresar al motel, conectarlo y conseguir la contraseña.

– No sé, papá -dijo Sidney, vacilante.

– Mira, no sé lo que piensas tú, pero yo quiero ver lo que hay en este chisme. -Sostuvo el paquete en alto-. ¿Tú no?

Sidney se volvió a mirar el paquete y se mordió un labio. Finalmente, encendió el intermitente y se dirigió hacia la casa de la playa.

El avión de propulsión a chorro atravesó la capa de nubes bajas y se detuvo en el aeropuerto privado. Las extensas instalaciones situadas frente a las costas de Maine habían sido en otro tiempo el lugar de retiro veraniego de uno de los reyes del robo. Ahora se habían convertido en un destino solicitado entre las gentes acomodadas. Toda la zona se hallaba desierta en diciembre, donde sólo se efectuaban trabajos semanales de mantenimiento, a cargo de una empresa local. Al no haber nada en varios kilómetros a la redonda, su aislamiento era precisamente uno de sus principales atributos. Apenas a trescientos metros de distancia de la pista, el Atlántico rugía y aullaba. Del avión descendió un grupo de personas de aspecto ceñudo, que fueron recibidas por un coche que les esperaba para conducirlas a la mansión, situada a un minuto de distancia. El avión giró y rodó hacia el extremo opuesto de la pista. Una vez allí se abrieron de nuevo sus puertas y otro hombre descendió y se dirigió andando rápidamente hacia la mansión.

Sidney forcejeaba con el Cadillac y se abría paso por la carretera nevada. Las máquinas quitanieves habían pasado varias veces por la dura superficie, pero estaba claro que la madre naturaleza les ganaba la partida. Incluso el gran Cadillac se balanceaba sobre la superficie desigual. Sidney se volvió hacia su padre.

– Papá, esto no me gusta. Deberíamos ir a Boston. Podemos estar allí en cuatro o cinco horas. Nos reuniremos con mamá y Amy y mañana por la mañana encontraremos otro ordenador.

El rostro de su padre adoptó una expresión muy tenaz.

– ¿Con este tiempo? La autopista estará probablemente cerrada. Demonios, si la mayor parte del estado de Maine cierra en esta época del año. Ya casi estamos allí. Tú te quedas en el coche, dejando el motor en marcha, y yo regresaré antes de que puedas contar hasta diez.

– Pero papá…

– Sidney, no hay nadie por los alrededores. Estamos solos. Me llevaré la escopeta. ¿Crees que alguien puede intentar algo? Limítate a esperar en la carretera. No entres en el camino de acceso, así no nos quedaremos atrapados por la nieve.

Sidney consintió finalmente e hizo lo que se le decía. Su padre salió del coche, se inclinó y con una sonrisa en el rostro, le dijo:

– Empieza a contar hasta diez.

– ¡Date prisa, papá!

Observó angustiada mientras su padre avanzaba sobre la nieve, con la escopeta en la mano. Luego, empezó a escudriñar la calle. Probablemente, su padre tenía razón. Al mirar el paquete que contenía el disquete, lo tomó y se lo guardó en el bolso. No estaba dispuesta a perderlo de nuevo. Se sobresaltó de repente cuando una luz se encendió en la casa. Luego, contuvo la respiración. Su padre necesitaba ver por dónde se movía. Ya casi lo habían conseguido. Un minuto más tarde miró de nuevo hacia la casa en el momento en que se cerraba la puerta delantera y unos pasos se aproximaban al coche. Su padre había sido rápido.

– ¡Sidney! -Ladeó la cabeza de golpe y miró horrorizada mientras su padre salía precipitadamente a la terraza del segundo piso-. ¡Corre!

En el cegador blanco de la nieve, pudo ver unas manos que sujetaban a su padre y lo tiraban rudamente al suelo. Le oyó gritar de nuevo contra el viento y luego ya no lo volvió a oír. Unos faros se encendieron y la deslumbraron. Al darse media vuelta para mirar por el parabrisas, la furgoneta blanca ya casi se le había echado encima. Tuvo que haber avanzado hasta ese momento con las luces apagadas.

Entonces vio a la figura siniestra junto al coche y observó horrorizada cómo el cañón de una ametralladora empezaba a elevarse hacia su cabeza. Con un solo movimiento, apretó el dispositivo de cierre automático de las puertas, puso marcha atrás y apretó el acelerador. Al tiempo que se arrojaba de lado sobre el asiento, una ráfaga de ametralladora barrió la parte delantera del Cadillac, haciendo añicos la ventanilla del pasajero y la mitad del parabrisas. El extremo delantero del pesado vehículo se deslizó de lado bajo el repentino impulso, chocó contra carne humana y envió por los aires al que había disparado, en medio de un remolino de nieve. Finalmente, las ruedas del Cadillac se abrieron paso por entre las capas de nieve, se agarraron sobre el asfalto y el vehículo saltó hacia atrás. Cubierta por fragmentos de cristal, Sidney se enderezó en el asiento, tratando de controlar el coche que giraba, al tiempo que observaba la furgoneta que seguía avanzando sobre ella. Retrocedió a lo largo de la calle hasta que pasó ante el cruce que se alejaba de la playa. Luego, cambió la marcha, apretó el acelerador y coleteó a través del cruce. El coche se lanzó hacia delante, dejando tras de sí una estela de nieve, sal y gravilla. Al poco tiempo se encontró avanzando por la carretera, con la nieve y el viento aullando a través de las múltiples aberturas del Cadillac. Miró por el espejo retrovisor. Nada. ¿Por qué no la seguían? Casi se contestó inmediatamente a su propia pregunta, al tiempo que su mente empezaba a funcionar aceleradamente. Porque ahora tenían a su padre.

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