Capítulo 16

A las tres de la mañana, hora de Seattle, comenzó a llover una vez más. El guardia refugiado en la pequeña garita acercó las manos y los pies al calefactor. En un rincón de la garita había una gotera; el agua se deslizaba por la pared y formaba un charco en la raída moqueta verde. El guardia miró la hora. Le faltaban cuatro horas para acabar el turno. Se sirvió el resto de café caliente que le quedaba en el termo y deseó estar bien abrigado en su cama. Las naves estaban alquiladas a diferentes compañías. Algunas de ellas estaban vacías, pero todas eran vigiladas por guardias armados las veinticuatro horas del día. La cerca metálica estaba coronada con alambre de espino, pero no era el alambre afilado como una navaja que instalaban en las prisiones. Había cámaras de vídeo ubicadas a intervalos regulares por todo el lugar. Era un lugar difícil de asaltar.

Difícil pero no imposible.

La figura estaba vestida de negro de la cabeza a los pies. Tardó menos de un minuto en escalar la cerca en la parte de atrás, y evitó sin problemas el alambre de espino. Después corrió al amparo de las sombras. El ruido de la lluvia borraba por completo los sonidos de su carrera. En la mano izquierda llevaba sujeto un artilugio electrónico en miniatura que provocaba interferencias. En el camino pasó por delante de tres cámaras de vídeo pero ninguna registró su imagen.

Llegó a la puerta lateral de la nave 22, sacó una ganzúa de la mochila y la metió en la cerradura del candado. Tardó diez segundos en abrirlo.

Subió los escalones metálicos de dos en dos después de echar una ojeada al interior con las gafas de visión nocturna. Entró en un cuarto pequeño y encendió la linterna. Sin perder ni un segundo, abrió el archivador y sacó la cámara de vigilancia. Quitó la cinta de vídeo, la metió en un bolsillo de la mochila, cargó la cámara con otra cinta nueva y la colocó otra vez en el archivador. Cinco minutos más tarde, el intruso se había marchado. El guardia todavía no había acabado su última taza de café.

Amanecía cuando el Gulfstrean V despegó del aeropuerto de Seattle, y en unos minutos subió por encima de los nubarrones de tormenta. La figura vestida de negro llevaba ahora vaqueros y una sudadera, y dormía plácidamente en una de las lujosas butacas, con el pelo oscuro caído sobre el rostro juvenil. Al otro lado del pasillo, Frank Hardy, director de una empresa especializada en seguridad y contraespionaje industrial, leía con atención cada una de las páginas de un informe muy largo. Al alcance de la mano tenía un maletín de metal donde estaba guardada la cinta de vídeo de la cámara del archivador. Una azafata entró en la cabina y le sirvió otra taza de café. Hardy miró el maletín. Frunció el entrecejo y, en un gesto inconsciente, se pasó los dedos por las arrugas de la frente. Después, dejó a un lado el informe, se arrellanó en el asiento y miró a través de la ventanilla. Tenía mucho en qué pensar. En aquel momento no era un hombre feliz. Tensó y destensó los músculos de la barbilla y del vientre mientras el reactor volaba rumbo al este.

El Gulstream alcanzó la altitud de crucero en su vuelo que acabaría en Washington D.C. Los rayos del sol se reflejaron en el distintivo de la compañía pintado en la cola. El águila rampante representaba a una organización sin igual. Era más conocida en el mundo que la Coca-Cola, más temida que la mayoría de las grandes multinacionales que, comparadas con ella, eran viejos dinosaurios que esperaban la llegada inevitable de la extinción. Como un águila, avanzaba intrépida hacia el siglo XXI, extendiéndose por todos los rincones del mundo.

Tritón Global no se conformaba con menos.

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