Capítulo 52

Sidney observó con los prismáticos el tramo de calle frente a la casa de sus padres y después miró la hora. Oscurecía deprisa. Meneó la cabeza incrédula. ¿El reparto de FedEx podía haberse demorado por el mal tiempo? Las nevadas en la costa de Maine acostumbraban a ser muy fuertes, pero debido a la proximidad del mar, la nieve se convertía en aguanieve, haciendo la conducción muy peligrosa cuando se congelaba. ¿Y dónde estaban sus padres? El problema consistía en que no tenía manera de comunicarse con ellos mientras estuvieran de viaje. Sidney fue hasta el Land Rover, cogió el teléfono móvil y llamó a Federal Express. Le dio a la operadora los nombres y las direcciones del remitente y el destinatario. Escuchó el ruido de las teclas del ordenador y después se quedó boquiabierta al recibir la respuesta.

– ¿Quiere decir que no tienen constancia del envío?

– No, señora. Según nuestros registros, no recibimos el paquete.

– Pero eso es imposible. Tienen que tenerlo. Sin duda, debe haber algún error. Por favor, compruébelo otra vez. -Sidney esperó impaciente mientras se repetía todo el proceso. La respuesta fue la misma.

– Señora, quizá tendría usted que llamar al remitente para comprobar si envió el paquete.

Sidney colgó, fue a buscar el número de Fisher en la agenda que estaba en el bolso, volvió al Land Rover y lo marcó. No creía que Fisher estuviera allí -sin duda había seguido al pie de la letra las advertencias de Sidney-, pero probablemente llamaría al contestador automático para enterarse de los mensajes. Le temblaban las manos. ¿Y si Jeff no había podido enviar el paquete? La visión del arma que le apuntaba en la limusina apareció en su mente. Brophy y Goldman. Las cabezas reventadas. La sangre, los sesos y las esquirlas de hueso encima de ella. Por un momento, llevada por la desesperación, apoyó la cabeza en el volante.

El teléfono sonó tres veces y entonces lo atendieron. Sidney se preparó para dejar un mensaje en el contestador cuando una voz dijo: «Hola».

Sidney comenzó a hablar pero se interrumpió al descubrir que la voz al otro lado de la línea correspondía a una persona real.

– ¿Hola? -repitió la voz.

Sidney vaciló un momento y después decidió seguir adelante.

– Jeff Fisher, por favor.

– ¿De parte de quién?

– Soy una amiga.

– ¿Sabe usted dónde está? Necesito encontrarle con urgencia -dijo la voz.

A Sidney se le erizaron los pelos de la nuca.

– Por favor, ¿con quién hablo?

– Soy el sargento Rogers del departamento de Policía de Alexandria.

Sidney cortó la comunicación en el acto.

En el interior de la casa de Jeff Fisher se habían producido algunos cambios drásticos desde que Sidney Archer había estado allí. El más importante era que no quedaba ni una sola pieza del equipo informático ni los archivadores. En pleno día, los vecinos habían visto un camión de mudanzas. Uno de ellos incluso había hablado con los empleados. Creyó que todo estaba en orden. Fisher no había mencionado la intención de mudarse, pero los empleados se habían comportado con la normalidad más absoluta. Se habían tomado su tiempo para empaquetar las cosas, llevaban las órdenes para el traslado, hasta habían hecho una pausa para fumarse un cigarrillo. Sólo después de que se fueran, los vecinos comenzaron a sospechar. El vecino de al lado entró en la casa para ver si todo estaba en orden y descubrió que aparte del equipo informático no se habían llevado nada más. Fue entonces cuando llamaron a la policía.

El sargento Rogers se rascó la cabeza. El problema estaba en que nadie sabía dónde encontrar a Jeff Fisher. Llamaron al trabajo, a los amigos y a la familia en Boston. Nadie le había visto en los últimos dos días. El sargento Rogers se llevó otra sorpresa durante la investigación. Fisher había estado detenido en la comisaría de Alexandria acusado de conducción temeraria. Había pagado la fianza y después de comunicarle la fecha del juicio, lo habían dejado en libertad. Aquella había sido la última vez que alguien había visto a Jeff Fisher. Rogers acabó de escribir su informe y se marchó.

Sidney subió las escaleras de dos en dos, entró en el dormitorio y cerró la puerta con llave. Recogió la escopeta que estaba sobre la cama, metió un cartucho en la recámara y se sentó en el suelo en el rincón más alejado, con la escopeta apuntando a la puerta. Lloraba a lágrima viva mientras movía la cabeza en un gesto de incredulidad. Nunca tendría que haber metido a Jeff en este asunto.

Sawyer estaba en su despacho del edificio Hoover cuando le llamó Frank Hardy. El agente le comentó los últimos acontecimientos y sobre todo su conclusión, después de examinar las pruebas del forense, de que Sidney Archer no había matado a Goldman y Brophy.

– ¿Crees que pudo ser Jason Archer? -preguntó Hardy.

– Eso no tiene ningún sentido.

– Tienes razón. Sería correr un riesgo demasiado grande.

– Además me niego a creer que fuera capaz de endosarle los asesinatos a su esposa. -Sawyer hizo una pausa mientras pensaba en la próxima pregunta-. ¿Sabes alguna cosa de RTG?

– Es lo que iba a contarte. El presidente, Alan Porcher, no está disponible para hacer comentarios. Todos se muestran muy sorprendidos. El relaciones públicas de la empresa ha distribuido una nota en la que niega rotundamente cualquier implicación.

– ¿Qué hay de las negociaciones con CyberCom?

– En eso al menos tenemos buenas noticias. Los asesinatos y la presunta vinculación de RTG han hecho que CyberCom acepte encantada la oferta de Tritón Global. Para última hora de esta tarde, han convocado una conferencia de prensa para anunciar el acuerdo. ¿Quieres asistir?

– Quizá. Nathan Gamble debe estar contentísimo.

– Y que lo digas. Dejaré en recepción un par de pases para visitantes por si tú y Jackson queréis venir. Será en las oficinas centrales.

– Creo que nos veremos allí, Frank -contestó Sawyer después de una pausa.

Sawyer y Jackson, con los pases de color amarillo sujetos a la solapa, entraron en la enorme sala que estaba a rebosar.

– Caray, esto debe ser importantísimo -exclamó Jackson mientras contemplaba la multitud de reporteros, industriales, inversores y gente del ramo.

– El dinero siempre lo es, Ray. -Sawyer cogió dos tazas de café del bufé instalado a un lado de la sala y le dio una a su compañero. Sawyer se irguió al máximo para mirar por encima de las cabezas de los presentes.

– ¿Buscáis a alguien? -preguntó Hardy, que apareció en aquel momento.

– Sí, estamos buscando a algún pobre -replicó Jackson, sonriente-. Pero creo que nos hemos equivocado de sitio.

– En eso tienes razón, pero no me negarás que resulta excitante.

Jackson asintió y después señaló a la legión de reporteros.

– ¿Que una compañía compre a otra es una noticia tan importante?

– Ray, es algo más que eso. En este momento, no se me ocurre ninguna otra empresa en Estados Unidos cuyo potencial supere al de CyberCom.

– Pero si CyberCom es tan especial, ¿para qué necesitan a Tritón?

– Con Tritón se unen a un líder mundial y cuentan con los miles de millones de dólares que necesitan para producir, comercializar y expandir su línea de productos. El resultado será que dentro de un par de años, Tritón dominará como lo hacían IBM y General Motors, incluso más. Calculan que el noventa por ciento de la información mundial pasará por los sistemas informáticos creados por el grupo empresarial que se funda ahora.

Sawyer bebió un trago de café mientras meneaba la cabeza.

– Maldita sea, Frank, eso no deja mucho espacio para los demás. ¿Qué pasará con ellos?

Hardy esbozó una sonrisa cuando escuchó la pregunta.

– Verás, esto es el capitalismo. La supervivencia de los más fuertes proviene de la ley de la selva. Seguro que habrás visto los documentales de National Geographic. Los animales que se devoran los unos a los otros, luchan por sobrevivir. No es un espectáculo agradable. -Hardy miró hacia el estrado donde se ultimaban los preparativos-. Está a punto de comenzar, chicos -añadió-. Tengo reservados asientos casi en la primera fila. Vamos.

Hardy los guió entre la muchedumbre hasta un sector acordonado que ocupaba las tres primeras filas junto al estrado. Sawyer miró a los ocupantes de un grupo de sillas ubicadas a la izquierda. Quentin Rowe estaba allí. Hoy iba un poco mejor vestido, pero a pesar de tener centenares de millones en el banco, al parecer no tenía ni una sola corbata. Charlaba muy animado con tres personas vestidos con mucha discreción. Sawyer supuso que eran gente de CyberCom. Hardy pareció adivinarle el pensamiento y le dijo quiénes eran.

– De izquierda a derecha, el presidente ejecutivo, el director financiero y el director de operaciones de CyberCom.

– ¿Y dónde está el gran jefe? -preguntó Sawyer.

Hardy señaló hacia el estrado. Nathan Gamble, vestido con mucha elegancia y una sonrisa de oreja a oreja, subió a la tarima por el lado derecho y se ubicó delante del podio. La multitud se apresuró a ocupar sus asientos y reinó un silencio expectante, como si Moisés acabara de llegar del monte Sinaí con las tablas de la ley. Gamble sacó las hojas de su discurso y comenzó a leerlo con mucho vigor. Sawyer sólo escuchaba alguna frase suelta. Toda su atención estaba puesta en Quentin Rowe. El joven miraba a Gamble con cara de pocos amigos. El tema central del discurso de Gamble era el dinero, los enormes beneficios que se conseguirían con el dominio del mercado. Una estruendosa salva de aplausos rubricó las palabras de Gamble, y Sawyer reconoció que el hombre era un vendedor nato. Entonces Quentin Rowe ocupó su lugar ante el podio. Cuando Gamble pasó a su lado camino de su asiento, intercambiaron una sonrisa que no podía ser más falsa.

Rowe centró sus palabras en el incalculable potencial positivo que las dos compañías ofrecerían al mundo. Ni una sola vez tocó el tema del dinero. Sawyer lo consideró lógico, porque Gamble había agotado el tema. El agente miró a Gamble, que no prestaba la menor atención a las palabras de su socio Estaba muy entretenido charlando con sus colegas de CyberCom. En un momento dado, Rowe advirtió el intercambio y, por un segundo, perdió el hilo del discurso. Sus palabras sólo merecieron un cortés aplauso. Sawyer juzgó que para esta gente el dinero importaba más que el bienestar del mundo.

Después de escuchar las palabras de los ejecutivos de CyberCom, los nuevos socios posaron para el retrato de familia. Sawyer se fijó en que Gamble y Rowe no llegaron a mantener contacto físico en ningún momento. Mantenían a la gente de CyberCom entre ellos. Quizá por eso les entusiasmaba tanto la operación; ahora disponían de una zona neutral.

Los directivos bajaron del estrado para mezclarse con la muchedumbre y de inmediato se vieron asediados a preguntas. Gamble sonreía y saludaba haciendo gala de su mejor humor, seguido por la gente de CyberCom. Sawyer vio que Rowe se separaba del grupo para ir hasta el bufé, donde se sirvió una taza de té que se fue a tomar a un rincón más tranquilo.

Sawyer tiró de la manga de Jackson y los dos agentes fueron hacia donde estaba Rowe. Hardy los dejó para ir a escuchar a Gamble.

– Bonito discurso.

Rowe alzó la mirada y descubrió que tenía delante a Sawyer y Jackson.

– ¿Cómo? Ah, muchas gracias.

– Mi compañero, Ray Jackson.

Rowe y Jackson se saludaron.

Sawyer miró al numeroso grupo que rodeaba a Gamble.

– Al parecer le gustan las candilejas.

Rowe bebió un sorbo y se secó los labios con mucha delicadeza.

– Su forma de enfocar los negocios y su limitado conocimiento de lo que hacemos encanta a los reporteros -comentó con desdén.

– Personalmente, me gustó lo que dijo sobre el futuro -manifestó Jackson, que se sentó junto a Rowe-. Mis hijos están muy metidos en la informática, y tiene toda la razón cuando dijo que ofrecer un mayor acceso a la educación, sobre todo a los pobres, significa mejores empleos, menos delincuencia y un mundo mejor. Comparto su opinión.

– Muchas gracias. Yo también lo creo. -Rowe miró a Sawyer y sonrió-. Aunque me parece que su compañero no opina lo mismo.

Sawyer, que había estado atento a la multitud, le miró con una expresión dolida.

– Eh, que yo estoy en favor de todo lo positivo. Sólo pido que no me quiten el papel y el lápiz. -Sawyer señaló con la taza de café al grupo de CyberCom-. Se lleva bien con esa gente, ¿verdad?

– Así es -respondió Rowe, más animado-. No son tan progresistas como yo, pero están muy lejos de la postura de Gamble: el-dinero-es-lo-único-que-cuenta. Creo que aportarán a este lugar un equilibrio muy necesario. Aunque ahora tendremos que soportar a los abogados reclamando su libra de carne mientras preparan los documentos finales.

– ¿Tylery Stone? -preguntó Sawyer.

– Efectivamente.

– ¿Los mantendrá a su servicio después de que acaben las negociaciones?

– Eso tendrá que preguntárselo a Gamble. Es lo que le toca como presidente de la compañía. Ahora si me perdonan, caballeros, tengo que irme. -Rowe dejó la silla y se alejó deprisa.

– ¿Qué mosca le ha picado? -le preguntó Jackson a Sawyer.

Sawyer se encogió de hombros.

– Más que mosca creo que es una avispa. Si fueras socio de Nathan Gamble lo entenderías mejor.

– ¿Y ahora qué?

– Ve a buscar otra taza de café y alterna un poco, Ray. Intentaré hablar con Rowe un poco más. -Sawyer se perdió en la muchedumbre y Jackson se encaminó hacia el bufé.

Sawyer tardó más de la cuenta en abrirse paso entre los invitados, y cuando volvió a ver a Rowe, éste dejaba la sala. El agente se disponía a seguirlo pero en ese instante alguien le tiró de la manga.

– ¿Desde cuándo un burócrata del gobierno se interesa por lo que ocurre en las grandes finanzas? -le preguntó Gamble.

Sawyer miró una vez más hacia la puerta; Rowe ya había desaparecido. El agente se volvió hacia Gamble.

– No hay que desaprovechar ninguna ocasión cuando se trata de dinero. Bonito discurso. Me emocionó.

Gamble soltó una estruendosa carcajada.

– Y una mierda. ¿Quiere algo más fuerte? -Señaló el vaso de Sawyer.

– No, gracias, estoy de servicio. Además, es un poco temprano para mí.

– Esto es una fiesta, señor agente del FBI. Acabo de anunciar el mejor y más grande negocio de mi vida. Yo diría que es un buen motivo para emborracharse, ¿no le parece?

– Si le apetece… No es mi negocio.

– Nunca se sabe -replicó Gamble, provocador-. Vamos a caminar.

Gamble guió a Sawyer a través del estrado, y siguieron por un pasillo hasta una pequeña habitación. El empresario se sentó en un sillón y sacó un puro del bolsillo.

– Si no se quiere emborrachar, al menos fume conmigo.

Sawyer aceptó la invitación y los dos hombres encendieron los puros.

Gamble sacudió lentamente la cerilla como si fuera una banderita antes de aplastarla con la suela del zapato. Miró a Sawyer con atención entre las nubes de humo.

– Hardy me ha dicho que piensa trabajar con él.

– Si quiere saber la verdad, no es algo que me quite el sueño.

– Hay cosas mucho peores.

– Con toda franqueza, Gamble, no creo que me hayan ido mal las cosas.

– ¡Mierda! -exclamó Gamble con una sonrisa-. ¿Cuánto gana al año?

– Eso no es asunto suyo.

– Tranquilo. Yo le diré cuánto gano. Venga, dígamelo.

Sawyer hizo girar el puro entre los dedos antes de darle una chupada. En sus ojos apareció una expresión risueña.

– De acuerdo, gano menos que usted. Eso le dará más o menos una idea.

Gamble se rió.

– ¿Por qué le interesa saber cuál es mi sueldo?

– La cuestión es que no me interesa. Por lo que sé de usted y sabiendo lo que suele pagar el gobierno, estoy seguro de que no es bastante.

– ¿Y? Incluso si ese fuera el caso, no es su problema.

– Mi trabajo no es tener problemas sino resolverlos. Para eso están los presidentes, Sawyer. Miran el cuadro general, o al menos se supone que lo hacen. Venga, ¿qué me dice?

– ¿Qué quiere que le diga?

Gamble le dio una chupada al puro con una expresión de picardía.

De pronto, Sawyer se dio cuenta de adonde quería ir a parar Gamble.

– ¿Me está ofreciendo un empleo?

– Hardy dice que usted es el mejor. Yo sólo contrato a los mejores.

– ¿Cuál es exactamente el cargo que quiere que ocupe?

– Jefe de seguridad, ¿cuál si no?

– Creía que Lucas tenía ese trabajo.

Gamble se encogió de hombros.

– Yo me ocuparé de él. Además, él forma parte de mi servicio personal. Por cierto, a él le cuadrupliqué el sueldo del gobierno. Pienso ser todavía más generoso con usted.

– Por lo que veo, culpa a Lucas por lo que ocurrió con Archer.

– Alguien tiene que ser el responsable. ¿Qué me dice?

– ¿Qué pasa con Hardy?

– Ya es mayorcito. ¿Quién dice que no puede pujar por sus servicios? Si acepta trabajar para mí, quizás a él no lo necesite mucho.

– Frank es un buen amigo mío. No pienso hacer nada que le perjudique. Yo no actúo de esa manera.

– No crea que por eso se va a hundir en la miseria. Ha ganado mucho dinero y casi todo mío. Pero bueno, usted sabrá lo que hace.

– Si quiere que le diga la verdad -dijo Sawyer mientras se levantaba-, no creo que usted y yo lleguemos a sobrevivimos el uno al otro.

– Es probable que en eso tenga usted toda la razón -señaló Gamble.

Al salir del cuarto, Sawyer se encontró frente a frente con Richard Lucas, que estaba apostado junto a la puerta.

– Hola, Rich, desde luego, no paras ni un minuto.

– Es parte de mi trabajo -contestó Lucas con un tono brusco.

– Bueno, para mí es usted de los que van para santos. -Sawyer señaló con la cabeza hacia la habitación donde Gamble fumaba el puro y se alejó.

Sawyer acababa de llegar a su despacho cuando sonó el teléfono.

– ¿Sí?

– Es Charles Tiedman, Lee.

– Pásame la llamada. -Sawyer apretó el botón que apagaba el piloto rojo del teléfono-. Hola, Charles.

– Lee, le llamo para responder a su pregunta -dijo el banquero con un tono seco pero cortés.

El agente buscó en su libreta hasta dar con la página donde tenía apuntados los puntos más importantes de su anterior conversación con Tiedman.

– Usted iba a averiguar las fechas en que Lieberman varió los tipos.

– No quería enviárselas por correo ni por fax. Aunque técnicamente es algo del dominio público no estaba muy seguro de quién podía verlas aparte de usted. No hay ninguna necesidad de remover las cosas sin motivo.

– Lo comprendo. -«Dios, estos tipos de la Reserva están obsesionados con el secreteo», pensó Sawyer-. Ya puede dictármelas.

El agente oyó el carraspeo de Tiedman.

– Los tipos se cambiaron en cinco ocasiones. El primer cambio se produjo el diecinueve de diciembre de 1990. Los demás ocurrieron el 28 de febrero del año siguiente, el veintiséis de septiembre de 1992, el quince de noviembre del mismo año y, el último, el dieciséis de abril de 1993.

Sawyer acabó de escribir las fechas antes de formular una pregunta.

– ¿Cuál fue el efecto neto después de las cinco variaciones?

– El efecto neto fue subir medio punto el tipo de interés de los fondos de la Reserva. Sin embargo, la primera bajada fue de un punto y la última subida de cero setenta y cinco.

– Supongo que eso debe ser mucho de una vez.

– Si fuésemos militares discutiendo sistemas de armamento, un punto equivale a una bomba atómica.

– Tengo entendido que si alguien pudiera saber por anticipado las decisiones de la Reserva sobre los tipos, se haría archimillonario.

– En realidad -manifestó Tiedman-, saber por anticipado las acciones de la Reserva respecto a los tipos de interés es, a todos los efectos y propósitos, algo inútil.

«Madre de Dios.» Sawyer cerró los ojos, se dio una palmada en la frente y echó la silla hacia atrás hasta que estuvo a punto de caerse. Quizá lo mejor fuera pegarse un tiro con su vieja pistola y acabar para siempre con este sufrimiento.

– Perdone la expresión, pero entonces ¿a qué coño viene tanto secreto?

– No me malinterprete. Las personas inescrupulosas pueden aprovecharse de mil maneras con el conocimiento de las deliberaciones de la Reserva. Sin embargo, tener una información previa de las acciones de la Reserva no es una de ellas. El mercado tiene una legión de expertos dedicados exclusivamente a estudiar la Reserva y que conocen tan bien su trabajo que siempre saben por anticipado si vamos a bajar o a subir los tipos y en qué porcentaje. El mercado siempre sabe lo que haremos. ¿Lo ha entendido bien?

– Muy bien. -Sawyer exhaló un suspiro. De pronto se irguió en la silla-. ¿Qué pasa si el mercado se equivoca?

El tono de Tiedman demostró que estaba muy complacido con la pregunta.

– Ah, ese es un asunto completamente distinto. Si el mercado se equivoca, entonces se pueden producir terribles cambios en el panorama financiero.

– Por lo tanto, si alguien sabe por anticipado que se producirá una variación por sorpresa, se embolsaría una bonita suma, ¿no es así?

– Yo diría que bastante más. Cualquiera con información anticipada sobre una variación de tipos por sorpresa podría ganar millones de millones segundos después de anunciarse la decisión de la Reserva. -La respuesta de Tiedman dejó a Sawyer sin habla. Se enjugó la frente y silbó por lo bajo-. Existen muchísimas maneras de hacerlo, Lee, y donde más se gana es con los contratos en eurodólares que se negocian en el mercado monetario internacional de Chicago. La ventaja es de miles a uno. También está la bolsa. Cuando suben los tipos, la bolsa baja y al revés, así de sencillo. Se pueden ganar miles de millones si acierta, o perderlos si se equivoca. -Sawyer siguió sin decir palabra-. Lee, creo que todavía le queda una pregunta pendiente.

Sawyer sujetó el teléfono con la barbilla mientras se apresuraba a tomar unas notas.

– ¿Sólo una? Tengo un centenar.

– Creo que esa pregunta hará superfluas todas las demás.

Aunque Tiedman parecía jugar con él, Sawyer advirtió en el fondo un tono muy severo. Se obligó a pensar. Casi soltó un grito cuando se dio cuenta de cuál era la pregunta esperada.

– ¿Las fechas que me dio, cuando variaron los tipos, fueron todas «sorpresas» para el mercado?

La respuesta del banquero se hizo esperar.

– Sí -contestó por fin, y Sawyer casi notó la tensión que llegaba desde el otro lado de la línea-. En realidad, fueron las peores sorpresas para los mercados financieros, porque no ocurrieron como resultado de las reuniones habituales de la Reserva, sino por las acciones unilaterales de Arthur como presidente de la Reserva.

– ¿Podía subir los tipos por su cuenta?

– Sí, la junta puede otorgar ese poder al presidente. Se ha hecho a menudo a lo largo de los años. Arthur abogó mucho por conseguirlo. Lamento no habérselo dicho antes. No me pareció importante.

– Olvídelo -dijo el agente-. Y con esas variaciones de tipos, quizás alguien consiguió más millones que estrellas hay en el cielo.

– Sí -susurró Tiedman-. Sí. También está la realidad de que otros perdieron al menos la misma cantidad de dinero.

– ¿Qué quiere decir?

– Verá, si usted tiene razón sobre que a Arthur lo chantajeaban para manipular los tipos, los pasos extremos que dio, variar los tipos hasta en un punto de una sola vez, eso me lleva a creer que se pretendía hacer daño a otros.

– ¿Por qué?

– Porque si la meta sólo era beneficiarse de un ajuste en los tipos, no hacía falta una variación tan grande para conseguirlo, siempre que la variación, arriba o abajo, fuera una sorpresa para los mercados. Sin embargo, si se quiere hundir las inversiones de otros que anticiparon un cambio en otra dirección, un ajuste de un punto en sentido inverso es catastrófico.

– Caray. ¿Hay alguna manera de averiguar quién se llevó los palos?

– Lee, con las complejidades de los movimientos de dinero en la actualidad, ninguno de los dos viviríamos lo suficiente para averiguarlo.

Tiedman hizo una pausa muy larga: Sawyer no sabía qué más preguntar. Cuando el banquero volvió a hablar, su voz sonó de pronto muy cansada.

– Hasta que hablé con usted, nunca consideré la posibilidad de que la relación de Arthur con Steven Page pudiera haber sido utilizada para hacer semejante cosa. Ahora me parece bastante obvio.

– Recuerde que no tenemos ninguna prueba de que hubiera sido víctima de un chantaje.

– Mucho me temo que nunca conseguiremos saber la verdad -señaló Tiedman-. Y menos con Steven Page muerto.

– ¿Sabe si Lieberman se reunió con Page en su apartamento?

– No creo que lo hiciera. Arthur me comentó una vez que había alquilado una casita en Connecticut. Y me advirtió que nunca lo mencionara delante de su esposa.

– ¿Cree que era donde Page y Lieberman se citaban?

– Tal vez.

– Le diré adonde quiero ir a parar con todo esto. Steven Page dejó una considerable fortuna cuando murió. Varios millones.

– No lo comprendo -afirmó el banquero, atónito-. Recuerdo que Arthur me comentó más de una vez que Steven siempre estaba corto de dinero.

– Sin embargo, no hay ninguna duda de que murió siendo un hombre muy rico. Me pregunto si Lieberman pudo haber sido la fuente de su riqueza.

– Es muy poco probable. Como le acabo de decir, Arthur creía que Steven distaba mucho de ser una persona adinerada. Además, me parece imposible que Arthur pudiera transferir grandes cantidades a Steven Page sin que se enterara su esposa.

– Entonces, ¿por qué correr el riesgo de alquilar una casa? ¿No podrían haberse citado en el apartamento de Page?

– Lo único que le puedo decir es que nunca me habló de que hubiera visitado el apartamento de Page.

– Bueno, quizá la casita fue idea de Page.

– ¿Por qué lo dice?

– Si Lieberman no le dio a Page el dinero, algún otro lo hizo. ¿No cree que Lieberman hubiera sospechado algo si entraba en el apartamento de Page y encontraba un Picasso en la pared? ¿No hubiera querido saber de dónde provenía el dinero?

– Desde luego.

– En realidad, estoy seguro de que Page no chantajeó a Lieberman. Al menos, no directamente.

– ¿Cómo puede estar seguro?

– Lieberman tenía una foto de Page en el apartamento. No creo que guardara la foto de un chantajista. Además, encontramos un montón de cartas. Eran cartas románticas, sin firma. Era obvio que Lieberman le tenía aprecio.

– ¿Cree que Page las escribió?

– Hay una forma de saberlo. Usted era amigo de Page. ¿Tiene alguna muestra de su escritura?

– Todavía conservo varias cartas manuscritas que me escribió cuando trabajaba en Nueva York. Se las mandaré. -Tiedman hizo una pausa y Sawyer le oyó escribir una nota-. Lee, usted ha demostrado cómo Page no pudo robarle el dinero. Entonces, ¿dónde consiguió su fortuna?

– Piénselo. Si Page y Lieberman mantenían una relación, eso sería un excelente material para el chantaje, ¿no le parece?

– Desde luego.

– ¿No podría ser que alguien, una tercera persona, alentara a Page para que mantuviera una relación con Lieberman?

– Pero si los presenté yo. Espero que no me esté acusando de ser el autor de esta horrible conspiración.

– Usted los presentó, pero eso no significa que Page y el que lo financiaba no ayudaran a que ocurriera. Se movían en los círculos apropiados, hacían campaña de los méritos de Page.

– Continúe.

– Page y Lieberman se gustan. La tercera persona quizá cree que Lieberman llegará algún día a presidir la Reserva Federal. Así que Page y su patrocinador se toman su tiempo. El patrocinador le paga a Page para que mantenga el romance, y mientras tanto, se preocupan de documentar al máximo toda la relación.

– De modo que Steven Page fue parte de un montaje. Nunca llegó a interesarse de verdad por Arthur. No me lo puedo creer. -El tono del banquero reflejó su profunda tristeza.

– Entonces Page descubre que es seropositivo y al parecer se suicida.

– ¿Al parecer? ¿Tiene usted dudas sobre su muerte?

– Soy un poli, Charles, dudo hasta del Papa. Steven Page está muerto pero su cómplice sigue por allí. Lieberman se convierte en presidente de la Reserva, y abracadabra, comienza el chantaje.

– Pero ¿y la muerte de Arthur?

– Verá, su comentario sobre que parecía feliz aún teniendo cáncer me dio una pista.

– ¿Cuál?

– Que estaba a punto de decirle al chantajista que se largara con viento fresco y que iba a denunciar todo el asunto.

– Suena bastante lógico -comentó Tiedman, nervioso.

– No le ha mencionado a nadie lo que hemos hablado, ¿verdad? -le preguntó Sawyer en voz baja.

– No, a nadie.

– Siga así, y no baje la guardia.

– ¿Qué es lo que está insinuando? -De pronto la voz de Tiedman sonó un poco ahogada.

– Sólo le estoy recomendando que tenga muchísimo cuidado y que no hable con nadie, con ninguno de los miembros de la junta, incluidos Walter Burns, su secretaria, sus ayudantes, su esposa y sus amigos, de este asunto.

– ¿Me está diciendo que cree que estoy en peligro? Me resulta algo muy difícil de creer.

– Estoy seguro de que Arthur Lieberman pensaba lo mismo -replicó Sawyer con un tono grave.

Charles Tiedman cogió un lápiz de la mesa y lo apretó con tanta fuerza que lo partió en dos.

– Puede estar seguro de que seguiré su consejo al pie de la letra.

Muy asustado, Tiedman colgó el teléfono.

Sawyer se recostó en la silla y deseó poder fumarse otro cigarrillo mientras pensaba a toda máquina. Era obvio que alguien le había estado pagando a Steven Page. Pensó en un motivo: pescar a Lieberman. La pregunta que necesitaba responder ahora era: ¿quién? Y después estaba la más importante de todas: ¿quién había matado a Steven Page? Sawyer estaba convencido, a pesar de las pruebas en contra, de que Steven Page había sido asesinado. Cogió el teléfono.

– ¿Ray? Soy Lee. Quiero que llames otra vez al médico particular de Lieberman.

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