Capítulo 46

Destinatario: Yo no.

Fecha: 261195 08:41:52 EST

De:ArchieKW2

Para: ArchieJW2

Querido Otro Archie: Cuida tu mecanografía. Por cierto, ¿te envías cartas a ti mismo muy a menudo? El mensaje es un poco melodramático pero la contraseña es bonita. Quizá podamos hablar de claves. Me han dicho que una de las mejores es la racalmilgo del Servicio Secreto. Nos vemos en el ciberespacio.

Ciao.

Mensaje enviado:

Remitente: Yo no.

Fecha: 191195 10:30:06 PST

De:ArchieJW2

Para: ArchieKW2

sid todo mal todo al revés/disquete en correo 099121.19822.29629.295111.3961 4 almacén seattleconsigueayudaurgenteyo


Sidney contempló la pantalla del ordenador mientras su mente alternaba entre el entusiasmo y el desconsuelo. Su suposición era correcta. Jason había apretado la k en lugar de la j. Gracias, ArchieKW2. Fisher había tenido razón en cuanto a la contraseña: casi treinta caracteres. Daba por hecho que eso era lo que representaban los números: la contraseña.

Se desesperó una vez más cuando vio la fecha del mensaje original. Jason le había suplicado una ayuda urgente. Sidney no hubiera podido hacer nada, pero de todos modos tenía la terrible sensación de haberle fallado. Imprimió el mensaje y se lo guardó en el bolsillo. Al menos ahora podría leer el contenido del disquete y esto volvió a animarla.

De pronto se le disparó la adrenalina al oír que alguien entraba en la biblioteca. Salió del programa y apagó el ordenador. Guardó el disquete en el bolso. Casi sin respirar y con la mano sobre la culata de la pistola esperó atenta a cualquier otro sonido.

Justo cuando oyó un ruido a su derecha, dejó la silla y se movió agachada hacia la izquierda. Llegó a una de las estanterías y se detuvo para espiar entre los libros. Vio la silueta del hombre pero no había luz suficiente para verle la cara. No se atrevió a moverse por miedo a hacer algún ruido. Entonces el desconocido avanzó directamente hacia donde estaba ella. Empuñó la pistola, le quitó el seguro y la sacó de la cartuchera mientras retrocedía. Siempre agachada, se ocultó detrás de uno de los tabiques, los oídos atentos mientras pensaba cómo salir. El problema estaba en que la biblioteca tenía una única puerta. Su única oportunidad era rodear las estanterías intentando mantener la ventaja sobre el intruso, alcanzar la puerta y echar a correr hasta los ascensores en el vestíbulo.

Caminó unos cuantos pasos y esperó; después, repitió el proceso. Debía suponer que el hombre oía sus ruidos pero no con la claridad suficiente para determinar su estrategia. Los pasos a su espalda imitaban sus movimientos casi a la perfección y esto tendría que haber sido suficiente para alertarla. Casi había llegado a la puerta; veía los cristales opacos. Sólo le faltaban unos pasos y echaría a correr. Ahora estaba a un metro y medio de la salida. Apoyada contra la pared, se dispuso a contar hasta tres.

No pasó del uno.

El resplandor de las luces la cegaron. En la fracción de segundo necesario para que las pupilas se enfocaran, el hombre estaba a su lado. Sidney se volvió por instinto y le apuntó con la pistola.

– Dios mío, ¿te has vuelto loca? -gritó Philip Goldman.

Sidney lo miró boquiabierta.

– ¿Qué demonios pretendes rondando por aquí de esta manera? -añadió el hombre-. ¿Y para colmo con una pistola?

Sidney dejó de temblar y se irguió, decidida.

– Soy una asociada de esta empresa, Philip. Tengo todo el derecho a estar aquí -replicó con voz agitada pero con la mirada firme.

– No por mucho tiempo más -comentó Goldman burlón. Sacó un sobre de uno de los bolsillos de la chaqueta-. En realidad, tu presencia aquí le ahorrará a la empresa pagar a un mensajero. -Le tendió el sobre-. Tu cese de la firma. Si tuvieses la bondad de firmarlo ahora mismo, nos evitarías a todos un montón de problemas y salvarías a la firma de una enorme vergüenza.

Sidney no hizo ningún gesto de coger el sobre sino que mantuvo la mirada y la pistola centradas en Goldman.

El abogado jugueteó unos momentos con el sobre antes de mirar el arma.

– ¿Te importaría guardar la pistola? Tu situación ya es bastante comprometida como para seguir añadiendo crímenes a la lista.

– No he hecho nada y tú lo sabes -le espetó Sidney.

– Desde luego. Estoy seguro de que no sabías nada de los nefastos planes de tu amante marido.

– Jason tampoco ha hecho nada malo.

– No pienso discutirlo mientras me apuntas con un arma. ¿Podrías tener la bondad de guardarla?

Sidney vaciló un momento y después comenzó a bajar el arma. Entonces se le ocurrió una cosa. ¿Quién había encendido las luces? Goldman, no.

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, una mano fuerte le sujetó el brazo y le arrebató el arma. Casi al mismo tiempo el atacante la lanzó contra la pared con un violento empujón. Sidney cayó sentada al suelo, aturdida por la fuerza del impacto. Cuando levantó la mirada, vio a un hombretón vestido con el uniforme negro de chófer que le apuntaba a la cabeza con su propia pistola. Detrás del chófer, apareció otro hombre.

– Hola, Sid -dijo Paul Brophy con un tono risueño-. ¿Has recibido alguna otra llamada de tu difunto marido?

Sidney, con las rodillas temblorosas, consiguió levantarse. Se apoyó en la pared mientras intentaba recuperar la respiración.

– Buen trabajo, Parker -le dijo Goldman al hombretón-. Ya puede volver al coche. Bajaremos en unos minutos.

Parker asintió, al tiempo que metía la pistola de Sidney en un bolsillo. Ella se fijó que el chófer iba armado. Desesperada, vio cómo el hombre recogía el bolso que se le había caído durante la refriega y se marchaba.

– ¡Me habéis seguido! -exclamó, furiosa.

– Me gusta saber quién entra y sale de la firma fuera de horas -le contestó Goldman-. Hay un chivato electrónico en el control de entradas al edificio. Me alegré mucho al ver que aparecía tu nombre en el registro a la una y media de la mañana. -Miró las estanterías-. ¿Buscabas información sobre algún tema legal o quizá pretendías seguir el ejemplo de tu marido e intentabas robar algunos secretos?

Sidney le hubiera dado un puñetazo en el rostro pero Brophy fue más rápido y se lo impidió. Goldman no se preocupó.

– Quizás ahora -prosiguió- podemos tratar de negocios.

Sidney intentó cruzar la puerta y, una vez más, Brophy se interpuso en su camino y la obligó a retroceder de un empujón. Sidney lo miró furiosa.

– Pasar de ser miembro de un bufete de primera a ladrón de hotel en Nueva Orleans es todo un cambio, Paul -dijo Sidney, que tuvo el placer de ver cómo se esfumaba la sonrisa de Brophy. Miró a Goldman-. ¿Crees que si me pongo a gritar me oirá alguien?

– Quizá lo hayas olvidado -replicó Goldman con un tono frío-, pero todos los abogados y pasantes se marcharon hoy más temprano para asistir a la conferencia anual de la firma en Florida. No regresarán en varios días. Lamentablemente, debido a unos asuntos urgentes no he podido acompañarles pero me uniré a ellos mañana. Paul está en la misma situación. Todos los demás están allí. -Miró la hora-. Por lo tanto, puedes gritar todo lo que quieras. Sin embargo, creo que tienes muchos motivos para trabajar con nosotros.

Sidney miró a los dos hombres con una expresión de furia.

– ¿De qué demonios estás hablando?

– Considero que esta conversación debe desarrollarse en mi despacho -dijo Goldman, que señaló hacia la puerta y después sacó un revólver de pequeño calibre para reforzar la propuesta.

Brophy cerró la puerta con llave. Goldman le entregó el revólver y fue a sentarse detrás de su escritorio. Con un gesto, le indicó a Sidney que se sentara.

– Desde luego, éste ha sido un mes excitante para ti, Sidney. -Sacó otra vez la carta de despido-. Sin embargo, creo que tus recientes excesos han significado que tu relación con esta firma ha llegado a su fin. No me sorprendería que la firma y Tritón decidieran demandarte no sólo por lo civil sino también por lo criminal.

– Me retienes contra mi voluntad a punta de pistola -replicó Sidney sin apartar la mirada de Goldman-, y me dices que me preocupe de una demanda criminal.

– Paul y yo, ambos socios de esta firma, descubrimos a alguien, a un intruso, en la biblioteca de la firma haciendo Dios sabe qué. Intentamos detener al sospechoso y ¿qué hizo? Sacó un arma. Entre los dos conseguimos desarmarla antes de que nadie resultara herido, y ahora retenemos a la intrusa hasta que llegue la policía.

– ¿La policía?

– Así es. Vaya, ¿todavía no he llamado a la policía? Qué despiste. -Goldman levantó el auricular y después se reclinó en el sillón sin marcar el número-. Ah, ahora recuerdo por qué no la llamé. -Su tono era provocador-. ¿Quieres saber la razón? -Sidney permaneció en silencio-. Tú eres especialista en negociaciones. ¿Qué te parece si te propongo un trato? La manera no sólo de permanecer en libertad sino también de conseguir un beneficio económico, algo que te vendrá muy bien ahora que estás en el paro.

– Tylery Stone no es la única firma en la ciudad, Phil.

Goldman hizo una mueca al oír la abreviatura de su nombre.

– Creo que la afirmación no es aplicable a tu caso. Verás, en lo que a ti respecta, no quedan firmas. Ni aquí ni en ningún otro lugar del país, incluso del mundo.

La expresión de Sidney reflejó su desconcierto.

– Piensa un poco, Sid. -Los ojos de Goldman brillaron de satisfacción cuando le devolvió la pelota-. Tu marido es sospechoso de sabotear un avión y provocar la muerte de casi doscientas personas. Además, está claro que robó dinero y secretos valorados en cientos de millones de dólares a un cliente de esta firma. Es obvio que estos crímenes se planearon en un largo período de tiempo.

– Todavía no te he oído mencionar mi nombre en esta ridícula acusación.

– Tenías acceso a las informaciones más secretas de Tritón Global, quizás a algunas que ni siquiera tu marido conocía.

– Eso era parte de mi trabajo. No me convierte en una criminal.

– Como se suele decir en los círculos legales, y está escrito en el código de ética, se debe evitar incluso la «apariencia de algo impropio». Creo que tú has pasado ese límite hace mucho.

– ¿Cómo? ¿Perdiendo a mí marido? ¿Siendo expulsada de mi trabajo sin ninguna prueba? Ya que hablamos de demandas. ¿Qué opinas de Sidney Archer contra Tylery Stone por despido improcedente?

Goldman miró a Brophy y asintió. Sidney volvió la cabeza para mirar al otro. Le tembló la barbilla cuando le vio sacar un magnetófono de bolsillo.

– Estos chismes son utilísimos, Sid -comentó Brophy-. Graban y reproducen con una claridad asombrosa.

Puso en marcha el aparato, y Sidney, después de escuchar un minuto la conversación que había mantenido con su marido, miró otra vez a Goldman.

– ¿Qué demonios quieres?

– Vamos a ver. Supongo que primero debemos establecer el precio de mercado. ¿Cuánto vale esa cinta? Demuestra que le mentiste al FBI. Un delito mayor. Después tenemos la ayuda y ocultamiento de un fugitivo. Complicidad después del hecho. Otra acusación muy grave. La lista de cargos puede ser inacabable. Ninguno de los dos somos abogados criminalistas, pero creo que te haces una idea. El padre desaparecido, la madre en la cárcel. ¿Cuántos años tienes? Trágico. -Meneó la cabeza en una actitud de falsa compasión.

– ¡Que te den por el culo, Goldman! -gritó Sidney, que se levantó hecha una furia-. ¡ Que os den por el culo a los dos!

Sin parar mientes, Sidney se lanzó sobre la mesa y cogió a Goldman por el cuello y lo hubiera estrangulado de no haber sido por Brophy, que acudió en ayuda del hombre mayor.

Goldman, jadeante y con el rostro amoratado, miró a Sidney con odio.

– Si me vuelves a tocar, te pudrirás en la cárcel -dijo con voz ronca.

Sidney dirigió al hombre una mirada salvaje al tiempo que apartaba la mano de Brophy, aunque no se movió porque él seguía apuntándole con el arma. Goldman se arregló la corbata y se pasó la mano por la pechera de la camisa. Cuando habló lo hizo con el mismo tono de confianza de antes.

– A pesar de tu grosera reacción, estoy preparado para ser muy generoso contigo. Si quisieras considerar el asunto con sentido común, aceptarías sin vacilar la oferta que te haré. -Ladeó la cabeza en dirección a la silla.

Sidney, temblorosa y con la respiración agitada, volvió a sentarse.

– Bien -prosiguió Goldman-. Ahora, te resumiré la situación. Sé que hablaste con Roger Egert, que se ha hecho cargo de las negociaciones con CyberCom. Tú estás enterada de la última propuesta de Tritón para la compra de la compañía. Sé que es así. Tú todavía conoces la contraseña para acceder al archivo de las negociaciones grabado en el ordenador central. -Sidney contempló a su interlocutor con una mirada opaca mientras sus pensamientos se adelantaban a las palabras que él iba a pronunciar-. Quiero saber los últimos términos de la propuesta y la contraseña del archivo, como una precaución ante algún cambio de última hora en la postura negociadora de Tritón.

– Los de RTG deben estar desesperados por comprar CyberCom si están dispuestos a pagarte algo más que tus honorarios por violar la confidencialidad de la relación abogado-cliente, sin contar el robo de secretos corporativos.

– A cambio de eso -continuó Goldman impertérrito-, estamos dispuestos a pagarte diez millones de dólares, libres de impuestos, desde luego.

– ¿Para asegurar mi bienestar económico, ahora que estoy en el paro, además de mi silencio?

– Algo así. Desapareces en algún bonito país extranjero, y te dedicas a criar a tu hijita con todo lujo. Se cierra el trato con CyberCom. Tritón Global seguirá con lo suyo. Tylery Stone continuará siendo una firma de prestigio. Nadie saldrá mal parado. ¿La alternativa? En realidad es mucho más desagradable. Para ti. Sin embargo, la cuestión tiempo es vital. Necesito tu respuesta en un minuto. -Miró su reloj y comenzó a contar los segundos.

Sidney se echó hacia atrás en la silla, con los hombros hundidos mientras consideraba rápidamente las pocas posibilidades a su alcance. Si aceptaba, sería rica. Si decía que no, lo más probable es que acabara en la cárcel. ¿Y Amy? Pensó en Jason y en todos los terribles sucesos del mes pasado. Eran más de los que nadie podía soportar en una sola vida. De pronto se puso rígida al ver la expresión triunfal de Goldman, al intuir el gesto burlón de Paul Brophy a sus espaldas.

Tenía muy claro el curso que seguir.

Aceptaría sus términos y después jugaría sus propias cartas. Le daría a Goldman la información que quería, para luego ir directamente a Lee Sawyer y contárselo todo, incluida la existencia del disquete. Intentaría llegar al mejor acuerdo posible al tiempo que denunciaría a Goldman y su cliente. No sería rica y quizá la separarían de su hija si la condenaban a la cárcel, pero no estaba dispuesta a criar a Amy con el soborno de Goldman. Y, lo que era más importante, podría vivir consigo misma.

– Tiempo -anunció Goldman.

Sidney permaneció en silencio.

Goldman meneó la cabeza y cogió el teléfono una vez más. Por fin, con un movimiento casi imperceptible, Sidney asintió. El hombre se levantó con una amplia sonrisa en el rostro.

– Excelente. ¿Cuáles son los términos y la contraseña?

– Mi posición negociadora es un tanto frágil -contestó Sidney-. Primero el dinero, después la información. Si no estás de acuerdo ya puedes marcar.

– Como bien dices -le replicó Goldman-, tu posición es precaria. Sin embargo, precisamente por ese hecho, podemos ser algo flexibles. ¿Por favor? -Señaló la puerta y Sidney lo miró confusa-. Ahora que hemos llegado a un acuerdo, quiero cerrar el trato antes de dejarte ir. Quizá después resultes ser una persona difícil de encontrar.

Mientras Sidney se levantaba y se volvía, Brophy guardó el arma y cuando ella pasó a su lado, el abogado la rozó con el hombro con toda intención y acercó los labios a la oreja de Sidney.

– Después de que te hayas acomodado en tu nueva vida, quizá quieras disfrutar de un poco de compañía. Tendré mucho tiempo libre y tanto dinero que no sabré qué hacer con él. Piénsalo.

Sidney descargó un tremendo rodillazo en la entrepierna de Brophy, derribándolo al suelo.

– Lo acabo de pensar, Paul, y me entran náuseas. Apártate de mí si quieres conservar la poca hombría que te queda.

Sidney se alejó con paso enérgico escoltada por Goldman. Brophy tardó unos segundos en levantarse. Con el rostro pálido y las manos sobre las partes doloridas, los siguió.

La limusina les esperaba en el piso más bajo del garaje junto a los ascensores, con el motor en marcha. Goldman mantuvo la puerta abierta para que entrara Sidney. Brophy, casi sin aliento y todavía con las manos en la entrepierna, fue el último en subir. Se sentó delante de Goldman y Sidney; detrás de él, el cristal oscuro que los separaba del chófer estaba alzado.

– No llevará mucho hacer los arreglos. Sería conveniente que mantuvieras tu actual domicilio hasta que las cosas se calmen un poco. Después te daremos un pasaje para algún destino intermedio. Desde allí podrás enviar a tu hija y vivir feliz por siempre jamás. -El tono de Goldman era francamente jovial.

– ¿Qué pasará con Tritón y la firma? Mencionaste unas demandas -replicó Sidney.

– Creo que eso es algo fácil de arreglar. ¿Para qué iba querer la firma meterse en un pleito largo y vergonzoso? Y Tritón tampoco puede probar nada ¿verdad?

– Entonces, ¿por qué voy a negociar?

Brophy, con el rostro todavía enrojecido, levantó el magnetófono.

– Por esto, putita. A menos que quieras pasar el resto de tu vida en la cárcel.

– Quiero la cinta -dijo Sidney sin perder la calma.

– Eso es imposible por ahora. -Goldman encogió los hombros-. Tal vez más adelante, cuando las cosas hayan vuelto a la normalidad. – El hombre miró el cristal que tenía delante-. ¿Parker? -El cristal descendió-. Parker, ya podemos irnos.

La mano que apareció por el hueco empuñaba un arma. La cabeza de Brophy estalló y el hombre cayó hacia delante sobre el suelo de la limusina. Goldman y Sidney recibieron una lluvia de sangre y otras cosas. Goldman se quedó atónito por un momento.

– ¡Oh, Dios! ¡No! ¡Parker!

La bala le alcanzó la frente y la larga carrera de Philip Goldman como abogado excesivamente arrogante llegó a su fin. El impacto le arrojó hacia atrás y la sangre bañó no sólo su rostro sino también el cristal trasero de la limusina. Después se desplomó sobre Sidney, que chilló horrorizada al ver que el arma le apuntaba. Dominada por el pánico clavó las uñas en el asiento de cuero. Por un instante miró el rostro cubierto por un pasamontañas negro, y después su mirada se clavó en el cañón reluciente que se movía a un metro y medio de su cara. Todos los detalles del arma se grabaron en su memoria mientras esperaba la muerte.

Entonces el arma señaló hacia la puerta derecha de la limusina. Sidney permaneció inmóvil y el pistolero volvió a señalar la puerta con más firmeza. Temblorosa e incapaz de entender lo que pasaba aparte del hecho de que aparentemente no iba a morir, Sidney apartó el cadáver de Goldman y comenzó a pasar por encima del cuerpo de Brophy. Mientras se movía torpemente sobre el abogado muerto, su mano resbaló en un charco de sangre y cayó sobre el difunto. Se levantó como impulsada por un resorte. Al buscar un punto de apoyo, tocó un objeto duro debajo del hombro de Brophy. Instintivamente, cerró los dedos sobre el metal. De espaldas al pistolero, se las arregló para meter el revólver de Brophy en el bolsillo del abrigo sin ser observada.

En el momento de abrir la puerta, algo le golpeó en la espalda. Aterrorizada, volvió la cabeza y vio su bolso, que había caído sobre el cadáver de Brophy después de rebotar contra ella. Entonces vio que la mano desaparecía con el disquete que le había enviado Jason. Se apresuró a coger el bolso, abrió la puerta del todo y cayó sobre el suelo del garaje. Sólo tardó un segundo en levantarse y echar a correr con todas sus fuerzas.

En el interior de la limusina, el hombre se asomó a la parte trasera. A su lado, estaba Parker con un balazo en la sien. El pistolero recogió el magnetófono que estaba sobre el asiento y lo puso en marcha durante unos segundos. Asintió el escuchar las voces. Apagó el aparato, levantó un poco el cadáver de Brophy unos centímetros, metió el magnetófono en el espacio y dejó caer el cuerpo. Guardó el disquete en su mochila. El último detalle fue recoger los tres casquillos de bala. No se lo podía poner demasiado fácil a la poli. Entonces se apeó de la limusina, con la pistola en una bolsa para dejarla en algún lugar apartado, pero no lo bastante como para que la policía no la encontrara.

Kenneth Scales se quitó el pasamontañas. Alumbrados por la luz intensa de los focos del garaje, los letales ojos azules brillaron de satisfacción. Otra noche de trabajo bien hecho.

Sidney apretó el botón del ascensor una y otra vez hasta que abrieron las puertas. Se desplomó contra la pared de la cabina. Tenía la ropa empapada en sangre; la notaba en el rostro y en las manos. Hizo lo imposible para no chillar a voz en grito. Sólo quería quitársela de encima. Con mano temblorosa apretó el botón del piso octavo. No sabía por qué le habían perdonado la vida, pero no iba a esperar a que el asesino cambiara de opinión.

En cuanto entró en el lavabo de señoras y se vio en el espejo, vomitó en el lavabo y después se desplomó, el cuerpo sacudido por los sollozos. Cuando recuperó un poco el control, se lavó lo mejor que pudo y siguió echándose agua caliente en el rostro hasta que cesaron los temblores. Después se quitó del pelo las cosas que no eran suyas.

Salió del lavabo, corrió por el pasillo hasta su oficina y cogió la gabardina que guardaba allí. La prenda ocultaba las manchas de sangre que no había conseguido quitar. Entonces cogió el teléfono y se dispuso a marcar el 911. Con la otra mano empuñó el revólver. Le dominaba la sensación de que en cualquier momento aquella pistola resplandeciente volvería a apuntarle, que el hombre del pasamontañas negro no la dejaría vivir una segunda vez. Ya había marcado dos de los números cuando una visión la inmovilizó: la imagen de la pistola que le apuntaba en la limusina, y después el movimiento del arma que señalaba la puerta. Ahí fue cuando la vio.

La culata. La culata rajada, que se había roto cuando se le había caído al intentar sacarla del armario de su casa. El asesino tenía su pistola. Había asesinado a dos hombres con su pistola.

Otra visión apareció en su cerebro. La cinta con la conversación de Jason con ella. La cinta también estaba allí, con los dos cadáveres. La razón por la que le habían dejado vivir estaba muy clara. Le habían dejado viva para que se pudriera en la cárcel por asesinato. Como una niña asustada, corrió hasta un rincón de la oficina y se sentó en el suelo. Temblaba incontroladamente mientras lloraba y gemía con auténtica desesperación.

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