Viajando en un coche alquilado, la señora Patterson y Amy se dirigían a Boston, donde permanecerían durante unos pocos días. A pesar de haberlo discutido hasta casi el amanecer, Sidney no había logrado convencer a su padre de que las acompañara. Había permanecido despierto durante toda la noche en la habitación del motel, limpiando cada mota de polvo y suciedad de su Remington de doce cartuchos, con la mandíbula firmemente apretada y la mirada reconcentrada, mientras Sidney deambulaba de un lado a otro de la habitación, argumentando su postura.
– ¿Sabes que eres realmente imposible, papá? -le dijo ahora, mientras regresaban hacia Bell Harbor en el coche de su padre.
El abollado Land Rover había sido remolcado hasta un garaje para que lo repararan. Sin embargo, suspiró de alivio al reclinarse contra el asiento. En estos momentos, precisamente, no deseaba estar sola.
Su padre miró resueltamente por la ventanilla. El que persiguiera a su hija, fuera quien fuese, tendría que matarlo a él antes de poder llegar hasta ella. «Llevad cuidado, duendes y fantasmas, porque papá ha vuelto.»
La furgoneta blanca que los seguía avanzaba a más de medio kilómetro por detrás de ellos, a pesar de lo cual no tenía dificultad alguna para seguirle la pista al Cadillac. Uno de los ocho hombres que ocupaban la furgoneta no estaba precisamente de muy buen humor.
– Primero permites que Archer envíe un correo electrónico, y luego dejas que se te escape su esposa. No puedo creer que hayas cometido tantos errores.
Richard Lucas sacudió la cabeza y miró colérico a Kenneth Scales, sentado junto a él. Llevaba la boca y el antebrazo fuertemente vendados, y la nariz, aunque se la había vuelto a encajar con sus propias manos, aparecía enrojecida e hinchada. Scales se volvió a mirar a Lucas.
– Puedes creerlo.
La voz baja que brotó por entre la boca vendada transmitía un tono lo suficientemente amenazador como para que hasta el duro Lucas parpadeara y cambiara rápidamente de rumbo. El jefe de seguridad interna de Tritón se adelantó en su asiento.
– Está bien, no sirve de nada hablar de lo que ya ha pasado -se apresuró a decir.
– Jeff Fisher, el experto en ordenadores de Tylery Stone, tenía una copia del contenido del disco en su propio disco duro. El directorio de archivos de el ordenador de Fisher demuestra que alguien accedió a él en el mismo momento en que estaba en el bar. Tuvo que haber conseguido otra copia de ese modo. Pequeño y astuto hijo de puta. Anoche mantuvimos una conversación con la camarera del bar. Ella le entregó a Fisher un sobre certificado dirigido a Bill Patterson, en Bell Harbor, Maine. Es el padre de Sidney Archer. Viene para acá, de eso puedes estar seguro, y tenemos que conseguirlo por encima de todo. ¿Entendido?
Los otros seis hombres de rostros ceñudos que ocupaban la furgoneta asintieron con gestos. Cada uno de ellos tenía un tatuaje en el dorso de la mano, que representaba una estrella atravesada por una flecha. Era la insignia de un antiguo grupo de mercenarios al que todos ellos habían pertenecido, un grupo formado con las vastas heces que dejara tras de sí la extinta guerra fría. Como antiguo agente de la CIA, a Lucas le había resultado relativamente fácil restablecer los viejos lazos, con el atractivo de unos cuantos dólares.
– Dejaremos que Patterson recoja ese paquete, esperaremos a que lleguen a una zona aislada y luego nos echaremos sobre ellos, con dureza y rapidez. -Miró a su alrededor-. Hay una prima de un millón de dólares por cabeza si lo conseguimos. -Las miradas de los hombres se encendieron, relucientes. Luego, Lucas se volvió a mirar al séptimo hombre-. ¿Lo has entendido, Scales?
Kenneth Scales no se molestó en mirarlo. Extrajo el cuchillo, señaló con la punta hacia la parte delantera de la furgoneta y habló lentamente con la boca herida.
– Puedes conseguir tu disquete. Yo me ocupo de esa mujer. Y añadiré a su viejo sin cobrar nada extra.
– Primero el paquete. Luego podrás hacer todo lo que quieras -dijo Lucas, enojado.
Scales no dijo nada. Mantuvo la mirada fija hacia delante. Lucas se dispuso a decir algo, pero luego se lo pensó mejor y guardó silencio. Se reclinó en el asiento y se pasó una mano nerviosa por el escaso cabello.
Durante los veinte minutos que tardó hasta Alexandria, Jackson marcó tres veces el número de Fisher desde el teléfono del coche, pero no obtuvo respuesta.
– ¿Crees entonces que ese tipo estaba ayudando a Sidney con la contraseña? -preguntó Jackson mientras observaba el río Potomac que serpenteaba junto a ellos mientras descendían hacia el aparcamiento de la GW.
Sawyer se volvió a mirarle.
– Según los registros de vigilancia, Sidney Archer vino aquí la noche de los asesinatos en Tylery Stone. Lo comprobé con ellos. Fisher es el mago de los ordenadores de Tylery Stone.
– Sí, pero parece que no está en casa.
– En su casa puede haber muchas cosas que nos ayuden, Ray.
– No recuerdo que dispongamos de una orden de registro, Lee.
Sawyer giró por Washington Street y cruzó el centro de la vieja ciudad de Alexandria.
– Los detalles, Ray. Siempre te quedas empantanado en los detalles.
Jackson emitió un bufido y guardó silencio.
Se detuvieron delante de la casa de Fisher, bajaron del coche y subieron rápidamente por los escalones. Una mujer joven, cuyo cabello oscuro se ondulaba bajo la ventisca, les llamó al bajarse de su propio coche.
– No está en casa.
Sawyer se volvió a mirarla.
– No sabrá usted por casualidad dónde está ahora, ¿verdad?
Bajó los escalones y se acercó a la mujer, que en ese momento sacaba del coche un par de bolsas llenas de comestibles. Sawyer la ayudó y luego le presentó sus credenciales oficiales. Jackson hizo lo propio. La mujer les miró, con una expresión confusa.
– ¿El FBI? No creía que llamaran al FBI por un simple caso de allanamiento de morada.
– ¿Allanamiento de morada, señorita…?
– Oh, lo siento… Amanda, Amanda Reynolds. Vivimos aquí desde hace un par de años y es la primera vez que hemos tenido a la policía en esta manzana. Robaron todo el equipo de informática de Jeff.
– Supongo que ya ha hablado con la policía, ¿verdad?
Ella le miró sumisamente.
– Nos instalamos aquí procedentes de Nueva York. Allí, si no se encadena el coche a un ancla, ha desaparecido por la mañana. Una se mantiene vigilante. Pero ¿aquí? -Sacudió la cabeza con pesar-. Sin embargo, sigo sintiéndome como una idiota. Estaba convencida de haber dejado atrás todo eso. Simplemente, no pensé que una cosa así pudiera suceder en una zona como ésta.
– ¿Ha visto recientemente al señor Fisher?
El ceño de la mujer se arrugó.
– Oh, hace por lo menos tres o cuatro días. Con un tiempo tan miserable como éste, todo el mundo se queda en casa.
Le dieron las gracias y se dirigieron en el coche a la comisaría de policía de Alexandria. Una vez que preguntaron por el robo ocurrido en la casa de Jeff Fisher, el sargento de servicio pulsó unas pocas teclas en su ordenador.
– Sí, así es. Fisher. De hecho, yo mismo estaba de servicio la noche que lo trajeron. -El sargento miró fijamente la pantalla, recorriendo parte del texto con sus huesudos dedos, mientras Sawyer y Jackson intercambiaban miradas de desconcierto-. Llegó aquí en un estado de gran nerviosismo, asegurando que unos tipos le seguían. Pensamos que había tomado unas cuantas copas de más. Le sometimos a una prueba de alcoholemia; no estaba bebido, aunque olía a cerveza. Lo mantuvimos aquí esa noche, sólo para estar seguros. Fue presentado ante el juzgado al día siguiente, le dieron una fecha para el juicio y se marchó.
Sawyer miró fijamente al hombre.
– ¿Quiere decir que Jeff Fisher fue detenido?
– Así es.
– ¿Y que al día siguiente se produjo un robo en su casa?
El sargento de servicio asintió con la cabeza y se apoyó sobre el mostrador.
– Yo diría que fue una combinación de mala suerte.
– ¿Describió a las personas que lo seguían? -preguntó Sawyer.
El sargento miró al agente del FBI como si también pretendiera hacerle una prueba de alcoholemia.
– Nadie lo seguía.
– ¿Está seguro? -El sargento hizo rodar los ojos en sus órbitas y sonrió-. Está bien, acaba de decir que no estaba borracho y, sin embargo, ¿lo encerró aquí esa noche? -preguntó Sawyer, al tiempo que colocaba ambas manos sobre el mostrador.
– Bueno, ya sabe cómo son algunos de esos tipos. A veces, las pruebas no funcionan con ellos. Se meten en el coleto todo un paquete de doce latas y el analizador del aliento da como resultado uno punto cero uno. De todos modos, Fisher conducía y actuaba como un loco. Nos pareció mejor ponerlo a buen recaudo durante la noche. Si estaba ebrio, al menos pudo dormir aquí la mona.
– ¿Y él no se opuso?
– Demonios, no. Dijo que no había estado nunca en la cárcel y le pareció que eso podía ser una experiencia refrescante. -El sargento sacudió su cabeza calva-. ¿No le parece que eso confirma que estaba fuera de sus cabales? ¡Nada menos que refrescante!
– ¿No tiene usted idea de dónde se encuentra ahora?
– Demonios, ni siquiera pudimos encontrarlo para decirle que habían forzado la entrada en su casa. Como ya le he dicho, se le llevó ante el juzgado y se le indicó una fecha para el juicio. Su paradero sólo me importará en el caso de que no se presente.
– ¿Alguna otra cosa que se le ocurra? -preguntó Sawyer con una expresión de decepción.
El sargento tamborileó con los dedos sobre el mostrador y miró fijamente hacia un punto indeterminado del espacio. Luego negó con la cabeza. Finalmente Sawyer se volvió a mirar a Jackson y ambos se dispusieron a marcharse.
– Está bien, gracias por su ayuda.
Se encontraban ya cerca de la puerta cuando el hombre pareció salir de su trance.
– El tipo me entregó un paquete para que lo enviara por correo. ¿Se lo puede creer? Bueno, es cierto que llevo uniforme, pero ¿tengo aspecto de ser un cartero?
– ¿Un paquete?
Sawyer y Jackson regresaron de inmediato junto al mostrador.
El sargento movió la cabeza, mientras recordaba el incidente.
– Le dije que podía hacer una llamada telefónica y él me preguntó si antes de hacerla no podía enviar un paquete por correo. Me dijo que ya tenía puestos los sellos y que me lo agradecería mucho.
El sargento se echó a reír, y Sawyer lo miró fijamente.
– En cuanto al paquete…, ¿lo envió usted?
El sargento dejó de reír y miró a Sawyer con ojos parpadeantes.
– ¿Qué? Sí, lo introduje en ese buzón que hay ahí. No fue ningún problema para mí y me imaginé que de ese modo ayudaba al tipo.
– ¿Qué aspecto tenía el paquete?
– Bueno, no era una carta. Era uno de esos sobres marrones acolchados, ya sabe.
– Como los que tienen burbujas por dentro -sugirió Jackson.
– Eso es -asintió el sargento señalándolo con un dedo-. Pude notarlo a través de la envoltura exterior.
– ¿Qué tamaño tenía?
– Oh, no era muy grande. Aproximadamente así de ancho y así de largo -contestó el sargento al tiempo que indicaba con sus huesudas manos un espacio de veinte por quince centímetros-. Se enviaba por correo de primera clase, con acuse de recibo.
Sawyer volvió a colocar las dos manos sobre el mostrador y miró al sargento, con el corazón latiéndole un poco más de prisa.
– ¿Recuerda la dirección del paquete? ¿El remitente o adónde iba dirigido?
El hombre reanudó su tamborileo con los dedos.
– No recuerdo quién lo enviaba; imaginé que sería el mismo Fisher. Pero iba dirigido a algún lugar de…, ah, Maine, eso es, de Maine. Lo sé porque mi esposa y yo estuvimos de vacaciones por esa zona hace un año. Si tiene la ocasión, debería ir usted también. El paisaje es impresionante. Gastará su Kodak, de eso puede estar seguro.
– ¿A qué parte de Maine? -preguntó Sawyer, que hacía esfuerzos por mostrarse paciente.
– Creo que a alguna parte terminada en Harbor o algo así -contestó finalmente el hombre, tras pensárselo un poco.
Las esperanzas de Sawyer se derrumbaron. Desde el fondo de sus recuerdos se le ocurrió pensar en por lo menos media docena de ciudades en Maine que llevaran ese nombre.
– ¡Vamos, piense!
El sargento abrió mucho los ojos.
– ¿Acaso ese paquete contenía droga? ¿Es ese Fisher un traficante? Me pareció que había algo extraño en él. ¿Por eso están tan interesados los federales?
Sawyer negó con la cabeza, con una expresión de cansancio.
– No, no tiene nada que ver con eso. Mire, ¿recuerda al menos a quién se le enviaba el paquete?
El hombre pensó durante un rato y finalmente negó con la cabeza.
– Lo siento, muchachos, no lo recuerdo.
– ¿Le dice algo el apellido Archer? -preguntó Jackson entonces-. ¿Iba dirigido a alguien con ese apellido?
– No, eso lo recordaría. Uno de nuestros agentes tiene ese apellido.
Jackson le entregó su tarjeta.
– Está bien, si se le ocurre alguna otra cosa, sea lo que sea, llámenos inmediatamente. Es muy importante.
– Desde luego, así lo haré. En seguida. Pueden contar con ello.
Jackson tocó a Sawyer en la manga.
– Vámonos, Lee.
Se dirigieron hacia la salida. El sargento regresó a su trabajo. De repente, Sawyer se giró en redondo y su dedo índice señaló a través de la habitación, como una pistola apuntada directamente hacia el sargento, con la imagen de una pegatina de un lugar de vacaciones en Maine firmemente instalada en su mente.
– ¡Patterson! -exclamó.
El sargento levantó la mirada, asombrado.
– ¿Iba dirigido el paquete a alguien llamado Patterson, en Maine? -preguntó Sawyer.
La mirada del sargento se iluminó y luego chasqueó los dedos.
– Eso es, Bill Patterson.
Pero la sonrisa se borró de su rostro en cuanto vio a los dos agentes del FBI salir de estampida de la comisaría.