Capítulo 48

Sidney se levantó del suelo. Un instinto muy fuerte, el de supervivencia, reemplazó a la desesperación y al miedo que la habían dominado hasta ahora. Abrió uno de los cajones de la mesa escritorio y sacó el pasaporte. En más de una ocasión había tenido que realizar viajes urgentes al extranjero por asuntos legales. Pero ahora el motivo era mucho más imperioso: proteger su vida. Entró en la oficina contigua a la suya, que pertenecía a un joven abogado, forofo de los Atlanta Braves; muchos de los objetos que ocupaban una de las estanterías testimoniaban esa lealtad. Cogió la gorra de béisbol, se recogió el cabello y se encasquetó la gorra.

Revisó el contenido del bolso. Se sorprendió al ver que tenía el billetero lleno de billetes de cien dólares del viaje a Nueva Orleans. El asesino los había dejado. Salió del edificio, llamó a un taxi, le indicó al taxista la dirección y se arrellanó en el asiento mientras el vehículo se ponía en marcha. Con mucho cuidado, sacó el revólver del difunto Philip Goldman, lo metió en la cartuchera que le había dado Sawyer y se abrochó la gabardina.

El taxi la dejó delante de Union Station. Sidney sabía que no era imposible pasar el arma por los controles de seguridad del aeropuerto, pero no tendría ningún problema si viajaba en tren. En principio, su plan era sencillo: buscar un lugar seguro donde disponer de tiempo para pensar las cosas con claridad. Pensaba llamar a Lee Sawyer, sólo que lo haría después de salir del país. El problema estaba en que ella había intentado ayudar a su marido. Le había mentido al FBI. Visto en perspectiva había sido una estupidez, pero en aquel momento era lo único que podía hacer. Tenía que ayudar a su marido. Estar a su lado. ¿Y ahora? Su pistola estaba en la escena del crimen; la cinta grabada con la conversación con Jason, también. A pesar de haberse sincerado en parte con Sawyer, ¿qué pensaría ahora el agente? Estaba convencida de que no vacilaría en arrestarla. Por un momento, volvió a hundirse en la desesperación, pero recobró el valor, se subió el cuello de la gabardina para protegerse del viento helado y entró en la estación de ferrocarril.

Compró un pasaje para el siguiente tren expreso con destino a Nueva York. El tren saldría dentro de media hora y la dejaría en Penn Station a las cinco y media de la mañana. Desde allí, cogería un taxi hasta el aeropuerto Kennedy, donde sacaría un pasaje de ida a algún país, todavía no tenía claro cuál. Bajó al último nivel de la estación y sacó más dinero del cajero automático. En cuanto dieran la orden de busca y captura, las tarjetas de crédito quedarían anuladas. De pronto recordó que no llevaba ropa para cambiarse y que tendría que viajar de incógnito. El problema estaba en que ninguna de las tiendas de ropa de la estación seguía abierta a estas horas de la noche. Tendría que comprar lo necesario en Nueva York.

Entró en una cabina de teléfono y consultó su agenda; la tarjeta de Lee Sawyer apareció entre las hojas. La contempló durante un buen rato. ¡Maldita sea! Tenía que hacerlo, se lo debía. Marcó el número de la casa de Sawyer. Al cabo de treinta segundos se puso en marcha el contestador automático. Sidney vaciló por un instante antes de colgar. Marcó otro número. Tuvo la sensación de que habían pasado horas antes de que le respondiera una voz somnolienta.

– Jeff?

– ¿Quién es?

– Sidney Archer.

Sidney oyó el rumor de las sábanas y la manta, mientras Fisher buscaba algo, probablemente el reloj.

– Estuve esperando tu llamada, pero al final me entró sueño.

– Jeff, no tengo mucho tiempo. Ha ocurrido algo terrible.

– ¿Qué? ¿Qué ha pasado?

– Cuanto menos sepas, mejor. -Sidney hizo una pausa para poner orden en sus pensamientos-. Jeff, te daré un número donde me puedes encontrar ahora mismo. Quiero que vayas a un teléfono público y me llames.

– Caray, son… son más de las dos de la mañana.

– Jeff, por favor, haz lo que te pido.

Después de protestar un poco, Fisher asintió.

– Dame unos cincos minutos. ¿Cuál es el número?

No habían pasado los seis minutos cuando sonó el teléfono. Sidney atendió en el acto.

– ¿Estás en una cabina? ¿Me lo juras?

– Sí. Y me estoy pelando de frío. Ahora dime qué quieres.

– Jerry, tengo la contraseña. Estaba en el correo electrónico de Jason. Yo tenía razón; la envió a una dirección equivocada.

– Fantástico. Ahora podemos leer el archivo.

– No, no podemos.

– ¿Por qué?

– Porque perdí el disquete.

– ¿Qué? ¿Cómo es posible?

– Eso no importa. Está perdido y no puedo recuperarlo. -El desconsuelo de Sidney se reflejaba en su voz. Pensó por un momento. Iba a decirle a Fisher que dejara la ciudad por algún tiempo. Si lo ocurrido en el garaje era un aviso, él podía estar en peligro. Se quedó helada al escuchar las palabras de Fisher.

– Chica, estás de suerte.

– ¿De qué hablas?

– No sólo soy un maniático de la seguridad sino que también tengo miedo. He perdido demasiados archivos en el curso de los años por no haber hecho una copia de seguridad en su momento, Sid.

– ¿Me estás diciendo lo que creo que me dices, Jeff?

– Mientras tú estabas en la cocina y yo intentaba descifrar el archivo -hizo una pausa de efecto-, me tomé la libertad de hacer dos copias. Una en el disco duro y otra en un disquete.

La emoción dejó a Sidney sin palabras. Cuando por fin habló, la repuesta hizo sonrojar a Fisher.

– Te quiero, Jeff.

– ¿Cuándo quieres venir para ver qué oculta ese condenado?

– No puedo, Jeff.

– ¿Por qué no?

– Tengo que abandonar la ciudad. Quiero que me envíes el disquete a la dirección que te voy a dar. Quiero que lo mandes por FedEx. Despáchalo a primera hora, Jeff, en cuanto salgas de casa.

– No lo entiendo, Sidney.

– Jeff, me has ayudado mucho, pero no quiero que lo entiendas. No quiero involucrarte más de lo que ya estás. Quiero que vuelvas a casa, recojas el disquete y después te vayas a un hotel. El Hollyday Inn de Oíd Town está cerca de tu casa. Envíame la factura.

– Sid…

– En cuanto abran la oficina de FedEx de Oíd Town, quiero que envíes el paquete -insistió Sidney-. Después llama a la oficina, diles que prolongarás las vacaciones unos días más. ¿Dónde vive tu familia?

– En Boston.

– Perfecto. Vete a Boston y quédate con ellos. Envíame la factura del pasaje. Vuela en primera clase si quieres, pero vete.

– ¡Sid!

– Jeff, tengo que marcharme dentro de un minuto así que no discutas. Tienes que hacer lo que te he digo. Es la única manera de que estés seguro.

– No es una broma, ¿verdad?

– ¿Tienes un lápiz?

– Sí.

Sidney abrió la agenda.

– Anota esta dirección. Envía el paquete allí. -Le dio la dirección de sus padres y el número de teléfono en Bell Harbor, Maine-. Lamento mucho haberte mezclado en todo esto, pero eres la única persona que podía ayudarme. Gracias. -Sidney colgó el auricular.

Fisher colgó el teléfono, miró con atención a su alrededor, corrió hasta el coche y regresó a su casa. Se disponía a aparcar cuando vio una furgoneta negra. Aguzó la mirada y alcanzó a ver a los dos figuras sentadas en el asiento delantero del vehículo. En el acto se le aceleró la respiración. Dio la vuelta en U y se dirigió otra vez hacia el centro de Oíd Town. No miró a los ocupantes de la furgoneta cuando pasó junto a ella. Por el espejo retrovisor vio que el vehículo imitaba su maniobra y lo seguía.

Fisher aparcó delante de un edificio de dos plantas. Miró el cartel luminoso: CYBER@CHAT. Fisher era amigo del dueño e incluso le había ayudado a montar el sistema de ordenadores que ofrecía el local.

El bar estaba abierto toda la noche y con razón. Incluso a esta hora estaba casi lleno. La mayoría de los parroquianos eran estudiantes que no tenían que levantarse temprano para ir al trabajo. Sin embargo, en lugar de una música estruendosa, clientes vocingleros y el ambiente lleno de humo (no se podía fumar porque el humo afectaba a los ordenadores), sólo se escuchaban los sonidos de los juegos de ordenador y las discusiones apasionadas pero siempre en voz baja sobre lo que aparecía en las pantallas. También aquí se ligaba, y los hombres y las mujeres se paseaban en busca de compañía.

Fisher encontró a su amigo detrás de la barra y le pidió ayuda. Después de pasarle con disimulo el papel con la dirección que Sidney le había dictado fue a sentarse delante de uno de los ordenadores mientras el propietario iba a su despacho. Mientras esperaba, Fisher miró a través de la ventana en el momento en que la furgoneta negra aparcaba en un callejón delante mismo del local. El joven volvió a mirar la pantalla.

Una camarera le trajo una botella de cerveza y un plato de cacahuetes. Junto al plato colocó una servilleta de tela. Escondido en los pliegues de la servilleta había un disquete en blanco. Fisher se hizo con el disquete y se apresuró a meterlo en la disquetera. Tecleó su contraseña y se oyó el pitido de la conexión telefónica del módem. En menos de un minuto había conectado con el ordenador de su casa. Tardó treinta segundos en copiar los archivos de Sidney. Volvió a mirar por la ventana. La furgoneta seguía allí.

La camarera se acercó una vez más a la mesa para preguntarle si deseaba algo más. En la bandeja traía un sobre de FedEx con la dirección de Bell Harbor en la etiqueta. Fisher miró por la ventana. Esta vez vio que a unos metros del callejón, dos agentes de policía habían aparcado sus coches y se habían apeado para charlar un rato. En el momento en que la camarera iba a recoger el disquete, cosa que formaba parte del plan pergeñado con el dueño del local, Fisher meneó la cabeza. Acababa de recordar la advertencia de Sidney. No quería involucrar a sus amigos sin necesidad y ahora quizá podría evitarlo. Le susurró algo a la joven, que se marchó con el sobre vacío de vuelta al despacho. Volvió al cabo de un par de minutos con otro sobre. Fisher lo miró y no pudo evitar una sonrisa al ver el franqueo. Su amigo había calculado con mucha generosidad el valor necesario para enviar el paquete certificado y con acuse de recibo; no lo devolverían por franqueo insuficiente. No era tan rápido como el FedEx, pero era la mejor solución dadas las circunstancias. Fisher metió el disquete en el sobre, lo cerró y se lo metió en el bolsillo del abrigo. Después pagó la cuenta y dejó una buena propina para la camarera. Se mojó el rostro y la ropa con un poco de cerveza, y se acabó el resto.

Mientras salía del bar y caminaba hacia el coche, se encendieron los faros y se oyó el ruido del motor que arrancaba. Fisher comenzó a caminar con paso tambaleante al tiempo que cantaba a voz en grito. Los dos policías se volvieron para mirarlo. Fisher les dirigió un efusivo saludo y una reverencia antes de meterse en el coche, ponerlo en marcha y dirigirse en dirección contraria hacia donde estaban los policías.

Cuando pasó junto a los agentes a toda velocidad, los policías subieron a sus coches e iniciaron la persecución. La furgoneta los siguió a una distancia pero dio la vuelta y se alejó en el momento en que los coches de la policía alcanzaron a Fisher. Los agentes no vacilaron en esposarlo y llevarlo a comisaría acusado de conducir borracho.

– Tío, espero que tengas un buen abogado -le dijo uno de los policías.

La respuesta de Fisher fue completamente lúcida y con mucho humor.

– En realidad, conozco a los mejores, agente.

En la comisaría, le tomaron las huellas digitales y le hicieron entregar sus pertenencias personales. Tenía derecho a una llamada telefónica. Antes de llamar, le pidió un favor al sargento de guardia. Un minuto más tarde, Fisher contempló complacido cómo el sargento echaba el paquete en el buzón de la comisaría. El «correo caracol». Si sus amigos informáticos lo vieran. Comenzó a silbar mientras caminaba hacia el calabozo. No era sensato intentar pasarse de listo con un hombre del MIT.

Lee Sawyer se llevó una agradable sorpresa cuando supo que tendría que ir a California para hablar con Charles Tiedman. Había llamado a la Reserva Federal y allí le habían dicho que Tiedman estaba en Washington. Aunque eran casi las tres de la mañana, Tiedman, habituado al horario de la costa Oeste atendió de inmediato la llamada del agente. De hecho, Sawyer tuvo la impresión de que el presidente del banco de la Reserva Federal en San Francisco estaba ansioso por hablar con él.

Se encontraron en el hotel Four Seasons de Georgetown en una habitación privada junto al restaurante del hotel, que estaba cerrado. Tiedman era un hombre pequeño, sesentón, muy bien afeitado y que tenía el hábito de cruzar y descruzar las manos continuamente. Incluso a estas horas de la madrugada, vestía con un discreto traje color gris con chaleco y pajarita. Una elegante cadena de reloj de oro le cruzaba el chaleco. Sawyer se imaginó al atildado banquero con una gorra de fieltro conduciendo un deportivo descapotable. Su aspecto conservador pegaba mucho más con la costa Este que con la Oeste, y Sawyer no tardó en averiguar que Tiedman había pasado muchos años en Nueva York antes de trasladarse a California. Durante los primeros minutos de la entrevista, Tiedman había buscado el contacto visual directo con el agente del FBI, pero ahora mantenía la mirada de sus ojos grises fija en la moqueta.

– Tengo entendido que conocía a Arthur Lieberman muy bien -dijo Sawyer.

– Fuimos juntos a Harvard. Comenzamos a trabajar en el mismo banco. Fui su padrino de bodas, y él de la mía. Era uno de mis más viejos y queridos amigos.

Sawyer aprovechó la oportunidad en el acto.

– El matrimonio acabó en divorcio, ¿verdad?

– Así es -contestó Tiedman, que alzó la mirada.

– De hecho -Sawyer consultó su libreta-, fue más o menos en el mismo momento en que le consideraban como posible presidente de la Reserva.

Tiedman asintió.

– Algo poco oportuno.

– Y que lo diga. -Tiedman se sirvió un vaso de agua de la jarra que tenía en una mesa junto al sillón y bebió un buen trago. Tenía los labios secos y agrietados.

– Me han dicho que el juicio de divorcio se inició de una manera muy agria pero que muy pronto llegaron a un acuerdo y, en realidad, no afectó a su nominación. Supongo que Lieberman tuvo suerte.

– ¿Va en serio eso de que tuvo suerte? -replicó Tiedman, airado.

– Me refiero a que consiguió el cargo. Supongo que usted, como amigo íntimo de Arthur, sabrá mucho más del tema que cualquier otro. -Sawyer dirigió al banquero una mirada interrogativa.

Tiedman permaneció en silencio durante un minuto entero, después exhaló un suspiro, dejó el vaso y se arrellanó en el sillón. Esta vez miró directamente a su visitante.

– Si bien es cierto que se convirtió en presidente de la Reserva, a Arthur le costó todo lo que había ganado durante muchos años de trabajo conseguir solucionar el problema del divorcio, señor Sawyer. No fue justo después de una carrera como la suya.

– Pero el presidente de la Reserva gana un buen dinero. Sé cuánto cobraba. Ciento treinta y tres mil seiscientos dólares al año. No es un sueldo despreciable.

– Quizá no, pero Arthur, antes de asumir el cargo, ganaba centenares de miles de dólares. En consecuencia, tenía gustos caros y algunas deudas.

– ¿Muy elevadas?

La mirada de Tiedman se fijó otra vez en el suelo.

– Digamos que la deuda era un poco más de la que podía permitirse con el sueldo de la Reserva, aunque parezca mucho.

Sawyer pensó en este dato mientras planteaba otra pregunta.

– ¿Qué me puede decir de Walter Burns?

Tiedman miró bruscamente a Sawyer.

– ¿Qué quiere saber?

– Sólo detalles de su historial -contestó Sawyer con un tono inocente.

– No tengo la menor duda de que Burns sucederá a Arthur como presidente -afirmó con aire resignado-. Es lo que toca. Era su fiel seguidor. Walter votaba siempre lo mismo que votaba Arthur.

– ¿Eso estaba mal?

– No siempre.

– ¿Qué quiere decir?

En el rostro del banquero apareció una expresión tajante mientras miraba al agente.

– Significa que nunca es prudente seguir el juego cuando el buen sentido dicta otra cosa.

– O sea que usted no estaba siempre de acuerdo con Lieberman.

– Lo que quiero decir es que los miembros de la junta de la Reserva Federal están en sus cargos para opinar según los dicte su mejor juicio y criterio, y no para asentir con los ojos cerrados a propuestas que tienen poca base en la realidad y que pueden tener consecuencias desastrosas.

– Esa es una afirmación muy seria.

– El nuestro es un trabajo muy serio.

Sawyer consultó las notas de su conversación con Walter Burns.

– Burns dijo que Lieberman cogió al toro por los cuernos desde el principio para conseguir la atención del mercado, para sacudirlo. Por lo que se ve, usted cree que no fue una buena idea.

– Ridícula sería el término más adecuado.

– Si era así, ¿por qué la mayoría la aceptó? -El tono de Sawyer era escéptico.

– Hay una frase que los críticos de las predicciones económicas utilizan con frecuencia. Dele a un economista el resultado que usted quiere, y él encontrará las cifras que lo justifiquen. Esta ciudad está llena de expertos que analizan las mismas cifras y las interpretan de las formas más disparatadas, ya sea el déficit del presupuesto federal, ya sea el superávit de la seguridad social.

– O sea que esos datos pueden ser manipulados.

– Desde luego. Todo depende de quién paga la factura y los fines políticos que se quieran promocionar -afirmó Tiedman con un tono áspero-. Sin duda usted conoce el principio de que por cada acción hay una reacción idéntica y contraria. -Sawyer asintió-. Bien, estoy convencido de que su origen es más político que científico.

– No se ofenda, pero ¿no podría ser que ellos consideraran equivocados sus puntos de vista?

– No soy omnisciente, agente Sawyer. Sin embargo, estoy involucrado íntimamente con los mercados financieros desde hace cuarenta años. He visto economías sanas y otras arruinadas. Mercados en alza y hundidos. He visto a presidentes de la Reserva que llevaban a cabo acciones inmediatas y efectivas cuando se enfrentaban a una crisis y a otros que erraban lamentablemente. Un inoportuno aumento de medio punto en el interés de los fondos de la Reserva puede representar la pérdida de centenares de miles de puestos de trabajo y arruinar sectores enteros de la economía. Es un poder enorme que no se puede ejercer a la ligera. El errático comportamiento de Arthur con los fondos de la Reserva puso en grave peligro el futuro económico de todos los ciudadanos de este país. Yo no estaba equivocado.

– Creía que usted y Lieberman estaban unidos. ¿No le pidió su consejo?

Tiedman, nervioso, se retorció uno de los botones de la chaqueta.

– Arthur acostumbraba a consultarme. A menudo. Dejó de hacerlo durante un período de tres años.

– ¿Fue el período en que jugó a placer con los tipos de interés?

– Llegué a la conclusión, como otros miembros de la junta, que Arthur estaba decidido a pinchar sin piedad a un mercado financiero apático. Pero esa no era la misión de la junta, resultaba demasiado peligroso. Viví los últimos coletazos de la gran depresión. No tengo ningún deseo de repetirlo.

– Nunca me había dado cuenta de que la junta ejerciera tanto poder.

Tiedman lo miró, severo.

– ¿Sabe usted que cuando decidimos subir los tipos conocemos exactamente cuántos negocios irán a la quiebra, cuántas personas perderán su trabajo, cuántos hogares se hundirán en la miseria? Tenemos todos los datos, todo muy bonito y bien presentado. Para nosotros sólo son cifras. Nunca, oficialmente, miramos detrás de los números. Si lo hiciéramos, creo que si lo hiciéramos ninguno de nosotros tendría el estómago para hacer este trabajo. Yo sé que no podría. Quizá si comenzáramos a seguir las estadísticas de suicidios, asesinatos y otros actos criminales, comprenderíamos mejor los vastos poderes que ejercemos sobre nuestros compatriotas.

– ¿Asesinatos? ¿Suicidio? -Sawyer lo miró con cautela.

– Sin duda usted sería el primero en admitir que el dinero es la raíz de todos los males. O quizá mejor dicho, la falta de dinero.

– Caramba, nunca se me ha ocurrido verlo de esa manera. Ustedes tienen el poder de…

– ¿Dios? -Los ojos de Tiedman brillaron-. Somos uno de los secretos mejor guardados del país. Si el ciudadano medio supiera todo lo que podemos hacer y a menudo hemos hecho en el pasado, creo que la gente asaltaría la Reserva y nos encerrarían a todos en las mazmorras, o algo peor. Y quizá tendrían toda la razón.

– ¿Sabe las fechas en que se produjeron los cambios de tipos?

– No lo recuerdo -respondió Tiedman después de pensar unos momentos-. Reconozco que no es fácil decirlo, y menos para un banquero, pero mi memoria para los números ya no es como antes. Sin embargo, puedo conseguirle la respuesta si le interesa.

– Se lo agradecería. ¿Pudo haber algún otro motivo para que Lieberman se volviera loco con los tipos? -Sawyer vio con toda claridad la ansiedad y el miedo reflejados en la expresión del hombre.

– ¿Qué quiere decir?

– Usted dijo que no era propio de él. Y después, de pronto, volvió a la normalidad. ¿No le parece misterioso?

– Supongo que nunca lo consideré desde ese punto de vista. Creo que sigo sin entender lo que pretende decir.

– Se lo diré con toda claridad. Quizá Lieberman manipuló los tipos contra su voluntad.

Tiedman enarcó las cejas, asombrado.

– ¿Cómo podría conseguir nadie que Arthur hiciera algo así?

– Chantaje -contestó Sawyer-. ¿Alguna teoría?

El banquero se rehízo. Respondió al agente con un tono nervioso.

– He escuchado rumores de que Arthur tuvo una relación, hace ya años. Una mujer…

– No lo creo y usted tampoco -le interrumpió Sawyer-. Lieberman le pagó a su esposa para evitar el escándalo y conseguir el cargo en la Reserva, pero no se trataba de una mujer. -El agente se inclinó hacia adelante hasta casi tocar el rostro de Tiedman con el suyo-. ¿Qué puede decirme de Steven Page?

La expresión de Tiedman se congeló, pero sólo por un instante.

– ¿Quién?

– Quizás esto le refresque la memoria. -Sawyer metió la mano en el bolsillo y sacó la foto que Ray Jackson había encontrado en el apartamento de Lieberman. Sostuvo la foto delante de Tiedman.

El banquero cogió la foto con manos temblorosas. Inclinó la cabeza con el entrecejo fruncido. Sin embargo, Sawyer alcanzó a ver el reconocimiento en la mirada del hombre.

– ¿Cuánto hace que estaba enterado de esto? -preguntó Sawyer en voz baja.

Tiedman movió los labios sin emitir ningún sonido. Por fin, le devolvió la foto a Sawyer y bebió otro trago de agua. No miró a Sawyer mientras respondía, y esta vez las palabras fluyeron con más facilidad.

– Yo fui el que los presentó -fue la sorprendente respuesta de Tiedman-. Steven trabajaba en Fidelity Mutual como analista financiero. Por aquel entonces, Arthur todavía era presidente del banco de la Reserva en Nueva York. Muchos colegas a los que respeto proclamaban sus méritos a voz en grito. Era un joven excepcional, con algunas ideas muy interesantes sobre los mercados financieros y el papel de la Reserva en la economía mundial. Era guapo, culto, atractivo; se había graduado entre los primeros de su promoción. Sabía que Arthur le consideraría como una buena aportación a su círculo. Él y Arthur hicieron buenas migas. -Tiedman hizo una pausa.

– ¿Una amistad que se transformó en otra cosa? -le animó Sawyer.

Tiedman asintió.

– ¿Usted ya sabía que Lieberman era homosexual, o al menos bisexual?

– Tenía problemas en su matrimonio. En aquel entonces, no sabía que los problemas surgían de la… confusión sexual de Arthur.

– Al parecer aclaró la confusión. Se divorció.

– No creo que esa fuera la idea de Arthur. Creo que Arthur hubiese estado muy contento manteniendo al menos la fachada de un feliz matrimonio heterosexual. Sé que cada día es mayor el número de personas que se declaran homosexuales, pero Arthur era un hombre muy celoso de su vida privada y la comunidad financiera es muy conservadora.

– Así que la esposa pidió el divorcio. ¿Ella sabía lo de Page?

– ¿Quién? No, creo que no. Pero sí creo que sabía que Arthur tenía una relación, y que no era con una mujer. Creo que por eso el divorcio resultó tan cruel. Arthur tuvo que actuar deprisa antes de que su esposa mencionara el tema a los abogados. Le costó hasta el último penique. Arthur confió esta información como el secreto más íntimo que un amigo le puede revelar a otro. Y sólo se lo puedo decir en los mismos términos.

– Se lo agradezco, Charlie -manifestó Sawyer-. Pero debe comprender que si Lieberman fue la razón para que abatieran aquel avión, debo investigar todas las posibilidades. Sin embargo, le prometo que no utilizaré esta información a menos que tenga un impacto directo en las investigaciones. Si resulta que el tema de Lieberman no está vinculado con el atentado, entonces nadie sabrá nunca lo que me acaba de revelar. ¿Le parece bien?

– Es justo -aceptó Tiedman-. Muchas gracias.

Sawyer advirtió el cansancio de Tiedman y decidió darse prisa.

– ¿Conoce usted las circunstancias de la muerte de Steven Page?

– Lo leí en los periódicos.

– ¿Sabía que era seropositivo?

Tiedman meneó la cabeza.

– Un par de preguntas más. ¿Sabía que Lieberman tenía un cáncer de páncreas en fase terminal? -Tiedman asintió-. ¿Cómo lo llevaba? ¿Se sentía dolido? ¿Desesperado?

El banquero tardó unos momentos en responder. Permaneció sentado en silencio con las manos entrelazadas sobre los muslos. Después miró a Sawyer.

– En realidad, Arthur parecía feliz.

– ¿El tipo era un enfermo terminal y parecía feliz?

– Sé que parece extraño, pero no se me ocurre otra manera de describirlo. Aliviado y feliz.

Sawyer le dio las gracias y se marchó con la mente llena de nuevas preguntas a las que, al menos de momento, no podía responder.

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