Sidney aprovechó el tiempo que había estado sola en la casa para revisar hasta el último rincón, impulsada por una fuerza que no acababa de identificar. Estuvo sentada durante horas junto a la ventana de la cocina dedicada a repasar los años de matrimonio. Todos los detalles, incluso los más nimios, surgieron de las profundidades de su subconsciente. En ocasiones había esbozado una sonrisa al recordar algún episodio divertido. Sin embargo, esos instantes habían sido muy breves, y habían estado seguidos de desgarradores sollozos ante la verdad ineludible de que ya no habría más momentos divertidos con Jason.
Por fin salió de su ensimismamiento. Se levantó, subió las escaleras y recorrió a paso lento el pasillo hasta el pequeño estudio de Jason. Observó el parco mobiliario y después se sentó delante del ordenador. Pasó la mano por la pantalla. Jason había querido a los ordenadores desde siempre. Ella sabía usarlos, pero aparte del procesador de textos y el correo electrónico, su conocimiento del mundo de la informática era muy limitado.
Jason utilizaba mucho el correo electrónico y comprobaba el buzón electrónico cada día. Sidney no lo había comprobado desde la catástrofe. Decidió que era el momento de hacerlo. Sin duda, muchos de los amigos de su marido habrían enviado mensajes. Encendió el ordenador y contempló la pantalla mientras desfilaban una serie de números y palabras que, en su mayoría, no significaban nada para ella. La única cifra que reconoció fue el de la memoria disponible. Había muchísima. Jason había preparado el sistema a medida y le sobraba potencia.
Miró la cifra de la memoria disponible. Sorprendida, se dio cuenta de que los tres últimos dígitos, 7, 3 y 0, representaban la fecha de nacimiento de Jason, 30 de julio. Contuvo la respiración para evitar una crisis de llanto. Abrió el cajón de la mesa y curioseó el contenido. Como abogado conocía muy bien todos los documentos y trámites que tendría que atender mientras se arreglaba la herencia de Jason. La mayor parte de sus propiedades eran conjuntas, pero así y todo habría mucho papeleo legal. Todo el mundo tenía que enfrentarse en algún momento a estas cosas, pero le parecía imposible tener que hacerlo de forma tan súbita.
Removió los papeles y los diversos artículos de oficina, hasta que se decidió por coger una cosa. Aunque no lo sabía, era la tarjeta que Jason había dejado antes de irse al aeropuerto. La miró con atención. Parecía una tarjeta de crédito, pero llevaba estampado el nombre de Tritón Global seguido por el de Jason Archer y, por último, las palabras «Código restringido: nivel 6». Frunció el entrecejo. Nunca la había visto antes. Suponía que era algún pase de seguridad, pero no llevaba la foto de su marido. Se la metió en el bolsillo. Era probable que la compañía la reclamara.
Accedió a la línea de America Online, escuchó la voz del ordenador que le anunciaba que tenía cartas en el buzón electrónico. Como había supuesto, había numerosos mensajes de los amigos. Comenzó a leerlos con el rostro bañado en lágrimas hasta que por fin perdió todo el deseo de acabar la tarea y se dispuso a salir del sistema. Dio un salto cuando otra carta electrónica apareció de pronto en la pantalla; iba dirigida a ArchieJW@aol.com, que era la dirección del correo electrónico de su marido. Al instante siguiente había desaparecido, como una idea picara que pasa fugazmente por la cabeza.
Sidney apretó varias teclas de función y volvió a comprobar el buzón electrónico. Frunció el entrecejo al máximo cuando descubrió que estaba completamente vacío. Continuó con la mirada puesta en la pantalla. Comenzó a dominarla la sensación de que se había imaginado todo el episodio. Había sido tan rápido. Se frotó los ojos doloridos y permaneció sentada algunos minutos. Esperaba ansiosa que se repitiera, aunque no entendía el significado. La pantalla permaneció en blanco.
Unos momentos después de que Jason Archer reenviara el mensaje, un nuevo mensaje electrónico fue anunciado por la voz del ordenador: «Tiene correspondencia». Esta vez el mensaje se mantuvo y fue archivado en el buzón. Sin embargo, este buzón no estaba en la vieja casa de piedra y ladrillo, ni tampoco en el despacho de Sidney en las oficinas de Tylery Stone. No había tampoco nadie en la casa para leerlo. El mensaje tendría que esperar.
Sidney se levantó y salió del estudio. Por alguna razón, la súbita aparición del mensaje en la pantalla le había dado una esperanza absurda, como si Jason estuviera intentando comunicarse con ella, desde el lugar donde había ido a dar después de que el reactor se estrellara contra el suelo. ¡Estúpida!, se dijo a sí misma. Eso era imposible.
Una hora más tarde, después de otra crisis de llanto, con el cuerpo deshidratado, cogió una foto de Amy. Tenía que cuidar de sí misma. Amy la necesitaba. Abrió una lata de sopa, encendió la cocina, calentó la sopa, la echó en un bol junto con un poco de concentrado de carne y se la llevó a la mesa. Consiguió tragar unas cuantas cucharadas mientras miraba las paredes de la cocina que Jason pensaba pintar aquel fin de semana, después de que ella se lo pidiera mil veces. Allí donde miraba, la sacudía un nuevo recuerdo, un estremecimiento de culpa. No podía ser de otra manera. Todo en este lugar contenía algo de ellos, algo de él.
Notaba el paso de la sopa caliente por el esófago y en el estómago, pero su cuerpo se sacudía como un motor que se quedaba sin combustible. Cogió una botella de Gatorade de la nevera y bebió hasta que cesaron los temblores. No obstante, aunque el cuerpo comenzaba a calmarse, sentía que las fuerzas interiores se acumulaban una vez más.
Se levantó de un salto, entró en la sala y encendió el televisor. Pasó de un canal a otro, y entonces se tropezó con lo inevitable: un informativo en directo desde el lugar del accidente. Se sintió culpable por la curiosidad de contemplar el suceso que le había arrebatado a su marido. Sin embargo, no podía negar que deseaba obtener información sobre la catástrofe, como si verlo desde una posición objetiva pudiese disminuir al menos temporalmente el terrible dolor que la destrozaba.
La periodista estaba cerca del lugar del impacto. Al fondo continuaba el proceso de recogida. Sidney contempló cómo cargaban los restos y los clasificaban en diversas pilas. De pronto, casi se cayó de la silla. Un trabajador acababa de pasar directamente por detrás de la periodista que seguía con su parloteo. La bolsa de lona con las rayas cruzadas casi no presentaba daños, sólo estaba un poco chamuscada y sucia en los bordes. Incluso veía las iniciales en grandes letras de imprenta negras. La bolsa fue a parar a una pila con otras bolsas. Durante un instante terrible, Sidney Archer no se pudo mover. Tenía los miembros paralizados. Al momento siguiente se movía con la velocidad de un torbellino.
Corrió escaleras arriba, se puso un vaquero y un suéter blanco grueso, botas de piel forradas y metió lo imprescindible en una maleta. Al cabo de unos pocos minutos sacaba el Ford del garaje. Por un momento, miró el Cougar convertible aparcado en la otra plaza. Jason lo había mimado durante casi diez años y su vejez siempre había resaltado por sus recuerdos de la felina elegancia del Jaguar. Incluso el Explorer parecía flamante comparado con el Cougar. El contraste siempre le había resultado gracioso. Pero esta noche no fue así. La cegó una nueva crisis de llanto y tuvo que pisar a fondo el freno.
Comenzó a descargar puñetazos contra el salpicadero hasta que un dolor agudo le paralizó los antebrazos. Por fin, apoyó la cabeza en el volante mientras intentaba recuperar el aliento. Pensó que iba a vomitar cuando notó en la garganta el regusto ácido del concentrado de carne, pero se tragó la arcada. Unos segundos después encaraba la calle. Por un instante, miró su casa por el espejo retrovisor. Habían vivido allí durante casi tres años. Una casa maravillosa construida hacía cien años, con habitaciones grandes, molduras, suelo de roble y los suficientes recovecos secretos para que no fuese difícil encontrar un lugar tranquilo donde perderse en una triste tarde de domingo. Les había parecido un lugar fantástico para criar a sus hijos. Habían soñado con hacer tantas cosas… Tantas…
Notó que la amenazaba otro ataque de llanto. Aceleró la marcha y llegó a la carretera. Diez minutos más tarde vio el cartel luminoso rojo y amarillo del McDonald's. Entró en el drive-in y pidió un café largo. Al bajar el cristal de la ventanilla se encontró ante el rostro pecoso de una jovencita larguirucha, con el pelo largo color caoba recogido en una cola de caballo, que con toda seguridad crecería para convertirse en una joven hermosa, como ocurriría con Amy. Sidney deseó que la jovencita todavía tuviera a su padre. Se estremeció una vez más al pensar que Amy había perdido el suyo.
En menos de una hora se dirigía el oeste por la ruta 29, que cruzaba la ondulada campiña de Virginia en un ángulo de casi cuarenta y cinco grados y llegaba al límite con Carolina del Norte. Sidney había viajado multitud de veces por esta carretera cuando iba a la facultad de Derecho de la universidad de Virginia en Charlottesville. Era un trayecto encantador a través de los silenciosos campos de batalla de la Guerra Civil y las viejas granjas familiares que todavía funcionaban. Nombres como Brightwood, Locust Dale, Madison y Montpellier aparecían fugazmente en las señales de tráfico, y Sidney recordó los muchos viajes que ella y Jason habían hecho a Charlottesville para asistir a algún espectáculo. Ahora ninguna parte de la carretera o del campo le ofrecía consuelo.
Continuó viajando. Sidney miró el reloj del salpicadero y se sorprendió al ver que era casi la una de la mañana. Pisó el acelerador y el Ford voló por la carretera desierta. Afuera, la temperatura bajaba cada vez más a medida que el terreno se hacía más alto. El cielo estaba encapotado y la única luz era la de los faros. Subió la calefacción y puso las luces largas.
Una hora más tarde, echó una ojeada al mapa que tenía en el asiento. Se acercaba a la salida. Mantuvo el cuerpo tenso a medida que se aproximaba al punto de destino. Comenzó a contar los kilómetros que faltaban en el odómetro.
Al llegar a Ruckersville se dirigió al oeste. Ahora estaba en el condado de Greene, rústico y rural, muy apartado del ritmo de vida que Sidney conocía y disfrutaba. La cabecera del condado era Standardville, que gracias al cráter del impacto y la tierra quemada aparecía ahora en las pantallas de televisión de medio mundo.
Sidney salió de la carretera y miró a su alrededor para saber dónde estaba. Estaba rodeada por la oscuridad del campo. Encendió la luz interior y se acercó el mapa a la cara. Buscó las referencias y continuó por una desviación durante un par de kilómetros hasta llegar a una curva poblada de olmos, arces y robles gigantescos, más allá de la cual se extendía un campo de cultivo.
Al final de la carretera, estaba aparcado un coche de la policía junto a un buzón torcido y oxidado. A la derecha del buzón comenzaba un camino de tierra con setos a cada lado. A lo lejos la tierra parecía brillar como una enorme cueva fosforescente.
Había encontrado el lugar.
A la luz de los faros vio que nevaba. Cuando se acercó un poco más, se abrió la puerta del coche patrulla y un agente vestido con un chaquetón naranja fosforescente salió del vehículo. Caminó hasta el Ford, iluminó con la linterna la placa de la matrícula y después hizo un recorrido por el resto del Explorer antes de detenerse en la ventanilla del conductor.
Sidney inspiró con fuerza, apretó el botón y bajó el cristal.
El rostro del agente apareció a la altura de su hombro. Llevaba un bigote salpicado de gris y las comisuras de los ojos aparecían marcadas de arrugas. Incluso debajo del chubasquero naranja, el tamaño de sus hombros y el pecho resultaba evidente. El agente echó una ojeada al interior del vehículo y después se centró en Sidney.
– ¿Puedo ayudarla, señora? -La voz denunció un cansancio que no sólo era físico.
– Ven… vengo… -Se le quebró la voz. De pronto, se había quedado en blanco. Miró al hombre, movió los labios, pero las palabras no salieron.
El policía aflojó los hombros.
– Señora, hoy ha sido un día muy largo. He tenido que habérmelas con un montón de gente que se ha dejado caer por aquí que en realidad no tendrían que haber venido. -Hizo una pausa y miró el rostro de Sidney-. ¿Se ha perdido? -Su tono indicaba con toda claridad que no creía que se hubiera desviado del rumbo previsto.
Sidney consiguió menear la cabeza. El miró su reloj.
– Las furgonetas de la televisión se han ido a Charlottesville hace cosa de una hora. Se fueron a dormir. Le sugiero que haga usted lo mismo. Podrá ver y leer todo lo que quiera en la televisión y en los periódicos, créame. -Se apartó de la ventanilla, como una señal de que había acabado la conversación-. ¿Sabrá encontrar el camino de vuelta?
Sidney asintió. El policía se llevó la mano al ala del sombrero al tiempo que caminaba hacia su coche. La joven dio la vuelta y comenzó a alejarse. Sólo había recorrido unos metros cuando miró por el espejo retrovisor, y entonces pisó el freno. El extraño resplandor la llamaba. Se apeó del todoterreno, fue hasta la parte de atrás para coger el abrigo y se lo puso.
El policía, al ver que se acercaba, salió del coche patrulla. Tenía el chubasquero mojado por la humedad de la nieve. El pelo rubio de Sidney se cubrió con los copos a medida que arreciaba la tormenta.
Antes de que el policía abriera la boca, Sidney levantó una mano.
– Me llamo Sidney Archer. Mi marido, Jason Archer… -Sintió que le fallaba la voz; era la consecuencia de las palabras que iba a pronunciar. Se mordió el labio muy fuerte, y después añadió-: Estaba en el avión. La compañía aérea se ofreció a traerme, pero decidí venir por mi cuenta. No sé muy bien por qué, pero lo hice.
El policía la miró, con una mirada mucho menos desconfiada; las puntas del bigote se doblaron como las ramas de un sauce llorón, los hombros erguidos se hundieron.
– Lo siento, señora Archer, de verdad que lo siento. Las otras familias ya han estado por aquí. No se quedaron mucho. Los tipos de la comisión aérea no quieren ver a nadie por aquí en estos momentos. Volverán mañana para recorrer la zona en busca… en busca de… -Se interrumpió y miró al suelo.
– Sólo he venido a ver… -También a ella se le quebró la voz. Miró al agente. Sidney tenía los ojos rojos, las mejillas hundidas, la frente congelada en una columna de arrugas. Aunque era alta, parecía una niña enfundada en un abrigo que le fuera grande, los hombros encorvados, las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos, como si ella también estuviese a punto de desaparecer como Jason.
La incomodidad del policía resultaba evidente. Miró primero el camino, después los zapatos y luego otra vez a ella.
– Espere un momento, señora Archer. -Se metió en el coche y a continuación asomó la cabeza-. Suba, señora, no se quede bajo la nieve. Suba antes de que pille alguna cosa.
Sidney entró en el coche patrulla. Olía a tabaco y a café rancio. Un ejemplar de la revista People estaba metido en la separación entre los dos asientos. Había una pequeña pantalla del ordenador de a bordo. El policía bajó el cristal de la ventanilla e iluminó con el reflector la parte trasera del Ford; a continuación, escribió algo en el teclado y observó un momento la pantalla antes de mirar a Sidney.
– Acabo de escribir su número de matrícula. Tengo que confirmar su identificación, señora. No es que no la crea. No creo que haya venido hasta aquí en mitad de la noche sólo a pasar el rato. Lo sé, pero tengo que cumplir las normas.
– Lo comprendo.
En la pantalla apareció la información solicitada. El policía le echó un vistazo, cogió una hoja con una lista de nombres y la repasó. Miró a Sidney de reojo con una expresión de incomodidad.
– ¿Dijo que Jason Archer era su marido?
Sidney asintió despacio. ¿Era? La palabra le sonó atroz. Notó que las manos comenzaban a temblarle incontroladas, y la vena en la sien izquierda latió más deprisa.
– Tengo que asegurarme. Había otro Archer en el avión. Un tal Benjamín Archer.
Por un momento recuperó la esperanza, pero enseguida volvió a la realidad. No había ningún error. Si lo hubiese habido, Jason la hubiese llamado. Él había estado en aquel avión. Por mucho que ella lo deseara, era la verdad. Miró hacia las luces distantes. Él estaba allí ahora. Seguía allí. Carraspeó.
– Tengo una foto donde se me puede identificar. -Abrió la cartera y se la dio al agente.
El policía miró el carné de conducir y entonces vio la foto de Jason, Sidney y Amy, tomada hacía un mes. La contempló durante unos segundos. Luego se apresuró a devolverle la cartera.
– No necesito comprobar nada más, señora Archer. Hay un par de agentes apostados en el camino un poco más adelante -señaló a través de la ventanilla y un batallón de la Guardia Nacional estaba disperso por todas partes-.Todavía hay unos cuantos tipos de Washington dando vueltas, por eso hay tantas luces -Miró a Sidney-. No puedo abandonar mi puesto, señora Archer. -El policía se miró las manos. Ella siguió la mirada. Vio la alianza en la mano izquierda, el dedo tan gordo que era imposible sacar la sencilla sortija de oro sin tener que cortárselo. El agente frunció los párpados y una lágrima brilló en su mejilla. De pronto desvió la mirada, se nevó la mano a la cara y después la bajó.
Arrancó el motor y puso el coche en marcha. Miró a su acompañante.
– Comprendo que esté aquí, pero le recomiendo que no se quede mucho, señora Archer. No es…, bueno, no es un lugar para estar. -El coche patrulla se bamboleó por los baches del camino. El agente mantenía la mirada puesta en las luces lejanas-. Hay un diablo en el infierno y un dios en el cielo, y si bien el diablo se ha salido con la suya con ese avión, todos los pasajeros están ahora mismo con el Señor, todos ellos. Créame, y no deje que nadie le diga otra cosa.
Sidney asintió casi sin darse cuenta. Deseaba de todo corazón que fueran ciertas.
A medida que se acercaban a las luces, Sidney sintió que su mente se alejaba cada vez más.
– Había una bolsa de lona con rayas azules entrecruzadas. Era de mi marido. Tenía sus iniciales: JWA. Se la compré para un viaje que hicimos hace varios años. -Sidney sonrió por un momento al recordarlo-. En realidad se trató de una broma. Habíamos discutido y era la bolsa más fea que encontré en la tienda. Y resultó que estaba encantado. -Se volvió bruscamente y vio la mirada de sorpresa del policía-. La vi en la televisión. Ni siquiera parecía dañada. ¿Hay alguna posibilidad de que pueda verla?
– Lo siento, señora Archer. Ya se han llevado todo lo recogido. El camión vino hace cosa de una hora para llevarse la última carga del día.
– ¿Sabe dónde va?
– Da lo mismo que lo sepa o no. -El policía meneó la cabeza-. No le dejarían acercarse. Supongo que se la devolverán cuando concluya la investigación. Pero por la pinta que tiene éste, podrían tardar años. Lo siento.
Por fin el coche se detuvo a unos pasos de otro agente. El policía salió del coche y mantuvo una breve conversación con su colega; un par de veces señaló el coche patrulla donde estaba Sidney, que no podía apartar la mirada de las luces.
Se sobresaltó cuando el agente asomó la cabeza por la ventanilla.
– Señora Archer, puede bajar.
Sidney abrió la puerta y se apeó del vehículo. Miró por un instante al otro agente, que asintió nervioso, con una mirada de dolor. Al parecer, el dolor reinaba por doquier. Estos hombres hubieran preferido estar en casa con sus familias. Aquí sólo había muerte; estaba en todas partes. Parecía pegarse a sus prendas como la nevada.
– Señora Archer, cuando esté lista para marcharse, dígaselo a Billy y él me avisará por la radio. Yo vendré a recogerla.
Mientras él caminaba de regreso al coche, Sidney lo llamó.
– ¿Cómo se llama?
– Eugene, señora. Agente Eugene McKenna.
– Gracias, Eugene.
El policía asintió y acercó la mano al ala del sombrero.
– Por favor, no se quede mucho tiempo, señora Archer.
Billy la llevó hacia las luces con la mirada fija al frente. Sidney no sabía qué le había dicho el agente McKenna a su colega, pero notaba la angustia que emanaba de su cuerpo. Era un hombre delgado como un junco, joven, unos veinticinco años, pensó Sidney, y parecía nervioso y asqueado.
Al cabo de unos minutos de marcha se detuvieron. Sidney vio a las personas que caminaban despacio por la zona. Había barreras y cintas de plástico amarillas de la policía por todas partes. A la luz de los focos, contempló el terreno devastado. Semejaba un campo de batalla en el que la tierra hubiera sufrido una tremenda herida. El agente le tocó el brazo.
– Señora, tiene que quedarse por aquí. Esos tipos de Washington no quieren ver a nadie rondando por aquí. Tienen miedo de que alguien tropiece, ya sabe, que revuelva las cosas. -Inspiró con fuerza-. Hay cosas por todas partes, señora. ¡Por todas partes! Nunca había visto nada como esto y espero no volver a verlo en toda mi vida. -Una vez más miró a lo lejos-. Cuando esté lista, estaré allá. -Señaló en la dirección por donde habían venido y se marchó.
Sidney se arrebujó en el abrigo y se quitó la nieve del pelo. Sin darse cuenta avanzó unos pasos, se detuvo, y volvió a avanzar. Vio las paletadas de tierra que volaban por el aire para formar nuevos montículos alrededor del agujero. Ella lo había visto mil veces en la televisión. El cráter de impacto. Decían que el avión entero estaba ahí dentro, y aunque sabía que era cierto, le resultaba imposible creerlo.
El cráter de impacto. Jason también estaba allí. Era un pensamiento tan enquistado, tan desgarrador, que en lugar de sumirla en otra crisis de histeria, sencillamente la incapacitó. Cerró los ojos con fuerza y los volvió abrir. Los lagrimones rodaron por sus mejillas, y ella no se molestó en enjugarlos.
No esperaba volver a sonreír nunca más.
Incluso cuando se obligó a pensar en Amy, en la maravillosa niña que le había dejado Jason, consiguió que un rastro de felicidad disipara un poco la pena. Mantuvo la mirada al frente sin hacer caso del viento helado que la sacudía y le lanzaba el pelo sobre el rostro.
Mientras miraba, un grupo de maquinaria pesada entró en el cráter, envueltos en las nubes negras de los tubos de escape y el sonido agudo de los motores. Las excavadoras y las palas mecánicas atacaron el pozo con más fuerza. Levantaban enormes cantidades de tierra y la volcaban en los camiones, que iban y venían por rutas marcadas en el terreno ya explorado. Ahora se imponía la velocidad por encima de todo lo demás, incluso a riesgo de ocasionar más daños a los restos del aparato. Lo que todos estaban desesperados por conseguir eran las cajas negras. Eso era más importante que preocuparse por convertir un fragmento de un par de centímetros en algo mucho más pequeño.
Sidney advirtió que la nieve comenzaba a cuajar; otra preocupación añadida para los investigadores, pensó, al verles correr de aquí para allá con sus linternas, y que sólo se detenían para clavar banderitas en la tierra que se cubría de blanco. Cuando se acercó un poco más, distinguió las figuras vestidas de caqui de la Guardia Nacional que vigilaban sus sectores, con los fusiles al hombro, aunque sin dejar de mirar hacia el cráter. Como un poderoso imán, el lugar del accidente atraía la atención de todos. Al parecer, el precio que había que pagar por las innumerables alegrías de la vida era la amenaza constante de una muerte súbita e inexplicable.
Dio otro paso y el pie tropezó con algo cubierto por la nieve. Se agachó para ver qué era, y recordó las palabras del policía joven: «Hay cosas por todas partes. ¡Por todas partes!». Se detuvo por un instante, pero luego continuó buscando con la curiosidad innata de los seres humanos. Un momento más tarde, corría a trompicones como un pelele descoyuntado por el camino de tierra mientras lloraba a moco tendido.
No vio al hombre hasta que se lo llevó por delante. Los dos cayeron al suelo, él tan sorprendido como ella, o quizá más.
– Joder -gruñó Lee Sawyer, que cayó de culo sobre un montículo, sin aire en los pulmones. Sidney, en cambio, se levantó de un salto y continuó la enloquecida carrera. Sawyer la siguió hasta que se le trabó la rodilla, una vieja secuela de la persecución de un atlético ladrón de bancos durante más de veinte largas manzanas sobre pavimento. «¡Eh!», le gritó mientras avanzaba a la pata coja y se masajeaba la rodilla. Alumbró con la linterna en dirección a la mujer.
Sidney Archer volvió la cabeza y él alcanzó a ver su perfil en el arco de luz. Por una fracción de segundo captó la expresión de terror en sus ojos. Después ella desapareció.
Sawyer regresó a paso lento al lugar donde la había visto por primera vez. Alumbró el suelo con la linterna. ¿Quién demonios era ella y qué estaba haciendo aquí? Entonces encogió los hombros. Probablemente era una vecina curiosa de la zona que había visto algo que ahora deseaba no haber visto. Un minuto más tarde, la linterna de Sawyer confirmó sus sospechas: Se agachó para recoger un zapatito de niña. Parecía diminuto e indefenso en su manaza. Sawyer miró hacia el lugar por donde había desaparecido Sidney y soltó un fuerte suspiro. Su corpachón comenzó a temblar sacudido por una furia descontrolada mientras contemplaba el terrible agujero en la tierra. Luchó por dominar el ansia de gritar a todo pulmón. Eran contadas las ocasiones a lo largo de su carrera en las que Lee Sawyer había deseado negar a las personas que había detenido la oportunidad de ser juzgadas por sus iguales. Esta era una de esas ocasiones. Rezó para que el día que encontrara a los responsables de este horrendo acto de violencia, ellos intentaran algo, cualquier cosa que le diera la más mínima ocasión de evitarle al país el coste y todo el circo informativo que produciría un juicio de esta clase. Se metió el zapatito en un bolsillo del abrigo y, renqueando, se alejó para ir a hablar con Kaplan. Era hora de volver a la ciudad. Tenía una cita en Washington por la tarde. La investigación de Arthur Lieberman debía comenzar.
El agente McKenna miró ansioso a Sidney mientras la ayudaba a apearse del coche patrulla.
– Señora Archer, ¿está segura de que no quiere que llame a alguien para que venga a buscarla?
Sidney, blanca como un papel, con los miembros convulsos, las manos y las ropas sucias de tierra por la caída, meneó la cabeza con fuerza.
– ¡No! ¡No! -Se apoyó contra el coche. Le temblaban los brazos y los hombros, pero al menos había conseguido recuperar el equilibrio. Cerró la puerta del vehículo y comenzó a caminar con paso vacilante hacia el Ford. Vaciló y entonces se volvió. El agente McKenna, junto al coche, la miraba con atención.
– ¿Eugene?
– ¿Sí, señora?
– Tenía usted razón. No es un lugar para quedarse mucho tiempo. -Pronunció las palabras con el tono hueco de alguien que ha perdido totalmente el espíritu. Se volvió una vez más, caminó hasta el Ford y entró en el coche.
El agente Eugene McKenna asintió despacio. La nuez prominente se movió rápidamente arriba y abajo mientras él intentaba dominar las lágrimas. Abrió la puerta del coche patrulla y se desplomó en el asiento. Cerró la puerta para que el ruido de los sollozos no fuera más allá.
Mientras Sidney emprendía el camino de regreso, sonó el teléfono móvil que tenía a su lado. El ruido totalmente inesperado le produjo tal sobresalto que estuvo a punto de perder el dominio del Explorer. Miró el aparato con una expresión de incredulidad. Nadie sabía dónde estaba. Echó un vistazo a su alrededor como si alguien la estuviese vigilando desde la oscuridad. Los árboles desnudos eran los únicos testigos de su viaje de regreso a casa. Por lo que ella sabía, era la única persona viva a la redonda. Extendió una mano y, lentamente, cogió el teléfono.