Capítulo 2

Washington, D.C., Área metropolitana, un mes antes

Jason Archer, con la camisa sucia y el nudo de la corbata torcido, revisaba el contenido de una pila de cajas. A su lado tenía un ordenador portátil. Cada cierto tiempo se detenía, sacaba un papel del montón y con un escáner manual copiaba el contenido en el ordenador. El sudor le goteaba de la nariz. El depósito donde se encontraba era caluroso y sucio. De pronto, una voz le llamó desde algún lugar del amplio recinto. «¿Jason?» Sonaron unos pasos. «Jason, ¿estás aquí?»

Jason se apresuró a cerrar la caja que estaba revisando, cerró la tapa del ordenador y lo ocultó entre el montón de cajas. Unos segundos más tarde apareció un hombre. Quentin Rowe medía un metro setenta de estatura, pesaba unos setenta y cinco kilos, era estrecho de hombros, no llevaba barba y usaba gafas de cristales ovalados. Llevaba el pelo rubio y largo recogido en una coleta. Iba vestido con téjanos y camisa blanca de algodón. La antena de un teléfono móvil asomaba por el bolsillo de la camisa. Tenía las manos metidas en los bolsillos traseros del pantalón.

– Pasaba por aquí. ¿Cómo vas?

Jason se puso de pie y estiró los músculos.

– Va saliendo, Quentin, va saliendo.

– El trato con CyberCom está cada vez más caliente y quieren el informe financiero. ¿Cuánto crees que tardarás? -A pesar de su aspecto despreocupado, a Rowe se le notaba ansioso.

– Una semana, diez días como máximo -respondió Jason con la mirada puesta en las cajas.

– ¿Estás seguro?

Jason asintió y se limpió las manos metódicamente antes de mirar a Rowe.

– No te fallaré, Quentin. Sé lo importante que es CyberCom para ti. Para todos nosotros.

Un estremecimiento culpable sacudió la espalda de Jason, pero su rostro permaneció inescrutable.

– No olvidaremos tus esfuerzos -le prometió Rowe, más tranquilo-. Esto y el trabajo que hiciste con las copias de las cintas es fabuloso. Gamble se mostró muy impresionado, hasta donde él puede entender.

– Creo que será recordado durante mucho tiempo -opinó Jason.

Rowe contempló la pila de cajas con una expresión incrédula.

– Pensar que el contenido de este montón entra tranquilamente en un puñado de disquetes… Qué desperdicio.

– Digamos que Nathan Gamble no es la persona más enterada en informática del mundo -señaló Jason con una sonrisa que Rowe replicó con un bufido-. Sus operaciones de inversión generan un montón de papel, Quentin, y no puedes discutir con el éxito. El hombre ha ganado una fortuna a lo largo de los años.

– Así es, Jason. Esa es nuestra única esperanza, Gamble comprende el dinero. El trato con CyberCom convertirá en enanos a todos los demás. -Rowe miró a Jason con admiración-. Después de este trabajo te espera un gran futuro.

– Eso es exactamente lo que pensaba.

Jason Archer subió al asiento del acompañante del Ford Explorer, y se inclinó a un costado para besar a su esposa. Sidney Archer era alta y rubia. Las facciones muy marcadas se habían suavizado después del nacimiento de su hija. Señaló con la cabeza hacia el asiento trasero. Jason sonrió mientras posaba la mirada en Amy, su hija de dos años que dormía en el sillín con el osito Winnie bien agarrado a su puño.

– Ha sido un día muy largo para ella -dijo Jason mientras se desabrochaba la corbata.

– Para todos -replicó Sidney-. Creía que trabajar a tiempo parcial en un bufete sería un chollo, pero ahora me parece que encajo una semana laboral de cincuenta horas en tres días. -Sacudió la cabeza en un gesto de cansancio y puso el coche en marcha. Detrás de ellos se alzaba el edificio que albergaba las oficinas centrales de Tritón Global, el empleador de su marido y líder tecnológico indiscutible en ramos que iban desde las redes informáticas mundiales al software educativo para niños, y casi todo lo que caía en el medio.

Jason sujetó una de las manos de su esposa y la apretó con ternura.

– Lo sé, Sid. Sé que es duro, pero quizá dentro de poco consiga algo que te permitirá dejar el trabajo de una vez por todas.

– ¿Has diseñado un programa para acertar los números de la lotería? -preguntó ella con una sonrisa.

– Quizás algo mejor aún. -Jason correspondió a la sonrisa de Sid.

– Vale, has conseguido despertar mi atención. ¿De qué se trata?

– Ni hablar. -Jason meneó la cabeza-. No hasta que no esté seguro.

– Jason, no me hagas eso. -La súplica burlona hizo que él sonriera más todavía. Le palmeó la mano.

– Sabes que soy muy bueno guardando secretos, y sé que a ti te encantan las sorpresas.

Ella frenó el coche cuando el semáforo se puso en rojo y se volvió hacia su marido.

– También me gusta abrir los regalos en Nochebuena. Venga, habla.

– Esta vez no, lo siento, de ninguna manera. ¿Qué te parece si esta noche cenamos fuera?

– Soy una abogada muy tenaz, así que no intentes cambiar de tema. Además, cenar fuera no entra en el presupuesto de este mes. Quiero detalles. -Con un ademán juguetón le pinchó en las costillas con un dedo mientras ponía el coche en marcha.

– Pronto, muy pronto, Sid, te lo prometo. Pero ahora no, ¿vale? -De pronto, su tono se había vuelto más serio, como si lamentara haber sacado el tema. Ella le miró. Jason mantenía la mirada fija en la calle. Una sombra de preocupación apareció en el rostro de la joven. En aquel momento, él se volvió, vio la expresión preocupada, apoyó una mano en la mejilla de Sid y le guiñó un ojo-. Cuando nos casamos, te prometí el mundo, ¿no?

– Me has dado el mundo, Jason. -Ella miró a Amy por el espejo retrovisor-. Mucho más que el mundo.

– Te quiero, Sid, más que a nadie -dijo Jason mientras le acariciaba un hombro. Te mereces lo mejor. Algún día te lo daré.

Ella le sonrió; sin embargo, cuando él volvió a mirar a través de la ventanilla, la preocupación reapareció en su rostro.

El hombre estaba inclinado sobre el ordenador, con el rostro casi pegado a la pantalla. Sus dedos machacaban el teclado con tanta fuerza que parecían una batería de martillos en miniatura. Las teclas parecían a punto de desintegrarse ante el feroz ataque. Como un aguacero tropical, las imágenes digitales pasaban por la pantalla a una velocidad que el ojo no podía seguir. En el exterior la oscuridad era total. Una bombilla de poca potencia colgada del techo iluminaba el trabajo del hombre. El sudor le chorreaba por el rostro, aunque la temperatura de la habitación no superaba los veinte grados. Se enjugó el sudor cuando el líquido salado se coló detrás de las gafas y le escoció en los ojos, ya doloridos e inyectados en sangre.

Tan absorto estaba en su trabajo que no se dio cuenta de que la puerta se abría lentamente. Tampoco oyó los pasos de los tres hombres que avanzaron por la mullida alfombra hasta casi tocarle la espalda. Los movimientos eran pausados; la superioridad numérica parecía inspirar una enorme confianza en los intrusos.

Por fin el hombre sentado ante el ordenador se volvió. Comenzó a temblar incontrolablemente, como si previera lo que estaba a punto de sucederle.

Ni siquiera tuvo tiempo de gritar.

Apretaron los gatillos al mismo tiempo y cuando los percutores golpearon las balas, las armas rugieron al unísono.

Jason Archer dio un brinco en el sillón donde se había quedado dormido. El sudor le empapó el rostro mientras la visión de la muerte violenta permanecía en su mente. La maldita pesadilla se negaba a desaparecer. Echó una ojeada a la sala. Sidney dormitaba en el sofá; el murmullo de las voces de la televisión sonaba al fondo. Jason se levantó para cubrir a su esposa con una manta. Después fue a la habitación de Amy. Era casi medianoche. Espió desde la puerta y oyó cómo la pequeña se movía en sueños. Se acercó al borde de la cama y contempló el pequeño cuerpo que se agitaba. Tendría una pesadilla, algo que su padre comprendía muy bien. Jason acarició suavemente la frente de su hija y luego la cogió en brazos para mecerla apretada contra el pecho. Esto normalmente alejaba los temores nocturnos, y al cabo de unos pocos minutos Amy había recuperado la tranquilidad. Jason la metió en la cama bien abrigada y le dio un beso en la mejilla. A continuación fue a la cocina, escribió una nota para su esposa, la dejó en la mesita junto al sofá donde Sidney continuaba dormitando y se dirigió al garaje donde tenía su viejo Cougar convertible.

Mientras salía marcha atrás del garaje, no advirtió que Sidney le miraba desde la ventana del salón con la nota apretada en una mano. En cuanto las luces traseras desaparecieron calle abajo, Sidney se apartó de la ventana y releyó la nota. Su marido regresaba a la oficina para hacer algún trabajo. Volvería a casa en cuanto pudiera. Ella miró el reloj colocado en la repisa de la chimenea. Medianoche. Fue a controlar el sueño de Amy y después puso agua a calentar. De pronto, le fallaron las piernas y se apoyó contra el mostrador de la cocina mientras salía a la superficie una sospecha que hasta ahora había permanecido enterrada. Esta no era la primera vez que se despertaba para ver a su marido sacar el coche del garaje después de dejarle una nota avisándole de que volvía al trabajo.

Preparó el té y entonces, llevada por un impulso, corrió escaleras arriba y entró en el baño. Contempló su rostro en el espejo. Un poco más lleno desde que se casaron. Con movimientos bruscos se quitó el camisón y las bragas. Se miró de frente, de perfil y por último de espaldas. Utilizó un espejo de mano para observar la parte menos favorecida. El embarazo le había dejado algunas huellas; el estómago se había recuperado bastante, pero el trasero había perdido firmeza. ¿Le colgaban los pechos? Las caderas parecían un poco más anchas que antes, algo bastante natural después de dar a luz. Nerviosa, se pellizcó el milímetro extra de piel de debajo de la barbilla, mientras la dominaba una fuerte sensación de angustia. El cuerpo de Jason seguía tan firme como el día que comenzaron a salir. El magnífico físico de su marido y su belleza varonil sólo eran parte de un muy atractivo lote que incluía una inteligencia de primer orden. Este lote resultaba inmensamente sugestivo para todas las mujeres que Sidney conocía y sin duda para muchas más que desconocía. Mientras seguía con el dedo el perfil de la mandíbula soltó una exclamación al darse cuenta de lo que hacía. Ella, una abogada inteligente y muy bien considerada, se estaba examinando a sí misma como un trozo de carne, lo mismo que generaciones enteras de hombres habían hecho con las mujeres. Se puso el camisón. Era atractiva. Jason la amaba. Él iba a la oficina para seguir prosperando. Su carrera avanzaba a pasos de gigante. Muy pronto, los sueños de ambos se convertirían en realidad. El dirigiría su propia empresa; ella se dedicaría por entero a cuidar de Amy y de los otros hijos que esperaban tener. Tenía todo el aspecto de una serie de televisión de los cincuenta, pero así era como lo querían los Archer. Sidney estaba firmemente convencida de que en estos momentos Jason trabajaba al máximo en su oficina para alcanzar esa meta.

Más o menos a la misma hora en que Sidney se iba a la cama, Jason Archer entró en una cabina de teléfono y marcó un número que había memorizado hacía mucho tiempo. La respuesta a la llamada fue inmediata.

– Hola, Jason.

– Oiga, si esto no se acaba pronto no lo conseguiré.

– ¿Otra vez las pesadillas? -El tono del interlocutor sonó comprensivo y dominante al mismo tiempo.

– Lo dice como si fueran y vinieran. En realidad, nunca me abandonan -replicó Jason desabrido.

– Ya no falta mucho. -Esta vez la voz le daba ánimos.

– ¿Está seguro de que no los tengo encima? Noto una sensación extraña, como si todo el mundo me vigilara.

– Eso es normal, Jason, suele pasar. Créame, si fuera a tener problemas nosotros lo sabríamos. Hemos pasado antes por esto.

– Le creo, pero espero no estar equivocado. -La voz de Jason se hizo más tensa- No soy un profesional. Maldita sea, me estoy volviendo loco.

– Lo comprendemos. Aguante un poco más. Como le dije, ya casi está acabado. Unos pocos detalles más y podrá retirarse.

– Oiga, no entiendo por qué no podemos seguir adelante con lo que tengo.

– Jason, no es trabajo nuestro pensar en esas cosas. Necesitamos escarbar un poco más y usted tiene que aceptarlo. Valor. En estos asuntos no somos precisamente niños perdidos en un bosque; lo tenemos todo planeado. Usted cumpla con su cometido y todo irá bien. Todos estaremos bien.

– Pues yo pienso acabarlo esta noche, puede estar seguro. ¿Utilizaremos el mismo sistema de entrega?

– No. Esta vez será una entrega personal.

– ¿Por qué? -preguntó Jason, sorprendido.

– Nos estamos acercando al final y cualquier error puede echar abajo toda la operación. Si bien no tenemos razones para creer que saben lo suyo, no tenemos la completa seguridad de que no nos estén vigilando. Recuerde, aquí todos corremos riesgos. Las entregas son seguras, pero siempre hay un margen de error. Un encuentro cara a cara fuera de la zona con gente nueva elimina ese margen, así de sencillo. Además, será más seguro para usted. Y para su familia.

– ¿Mi familia? ¿Qué demonios tiene que ver con esto?

– No sea estúpido, Jason. Aquí hay mucho en juego. Le explicaron los riesgos desde el principio. Este es un mundo violento. ¿Lo comprende?

– Mire…

– Toda saldrá bien. Sólo tiene que seguir las instrucciones al pie de la letra. Repito, al pie de la letra. -La voz pronunció estas últimas palabras con un énfasis especial-. No se lo ha dicho a nadie, ¿verdad? Mucho menos a su esposa.

– Dígame algo que yo no sepa -replicó Jason, tajante-. ¿Cuáles son los detalles?

– Ahora no. Pronto. Los canales habituales. Aguante, Jason. Ya casi estamos fuera del túnel.

– Sí, vale, esperemos que no se desplome encima de mí.

El comentario provocó una risita y después se cortó la comunicación.

Jason pasó el pulgar por el escáner digital, dijo su nombre en el micrófono instalado en la pared y esperó pacientemente mientras el ordenador comparaba las marcas del pulgar y los registros de voz con los almacenados en su enorme memoria. Sonrió y saludó con un gesto al guardia de seguridad sentado delante de la inmensa consola en medio del vestíbulo de la octava planta. Jason era consciente del nombre TRITON GLOBAL escrito con letras plateadas de treinta centímetros de altura detrás de las anchas espaldas del guardia uniformado.

– Es una pena que no te den la autoridad para dejarme pasar, Charlie. Ya sabes, de un ser humano a otro.

Charlie era un negro corpulento que rondaba los sesenta, calvo y con un ingenio muy agudo.

– Coño, Jason, podrías ser Saddam Hussein disfrazado. En estos tiempos, no te puedes fiar de las apariencias. Por cierto, llevas un suéter muy majo, Saddam. -Charlie se rió-. Además, ¿cómo podría esta compañía enorme y sofisticada confiar en el juicio de un pobre y viejo guardia de seguridad como yo, cuando tienen todos estos artefactos que les dicen quién es quién? Ahora los ordenadores son los amos, Jason. La triste verdad es que lo seres humanos ya no damos la talla.

– Venga, Charlie, no te desanimes. La tecnología tiene su lado bueno. Eh, a ver qué te parece. ¿Qué tal si cambiamos de trabajo durante un rato? Así podrás ver de qué va la cosa. -Jason sonrió.

– Sí, claro, Jason. Yo juego un rato con esos trastos que valen un millón de dólares cada uno y tú husmeas por el vestíbulo cada media hora a ver si hay algún malvado escondido. Ni siquiera te cobraré por dejarte el uniforme. Desde luego, si intercambiamos el trabajo también intercambiaremos el sueldo. No quiero que te pierdas una pasta gansa: siete dólares la hora. Es justo.

– Eres demasiado listo para tu propio bien, Charlie.

Charlie soltó la carcajada y volvió la atención una vez más a los numerosos monitores de televisión instalados en la consola.

La sonrisa desapareció bruscamente del rostro de Jason en el momento en que se abrieron las inmensas puertas. Cruzó el umbral y avanzó por el pasillo al tiempo que sacaba algo del bolsillo de la americana. Era del tamaño y la forma de una tarjeta de crédito y también estaba hecha de plástico.

Jason se detuvo delante de una puerta. Metió la tarjeta en la ranura de la caja metálica atornillada en la puerta. El microchip de la tarjeta se comunicó silenciosamente con su homólogo de la caja. El índice de Jason pulsó cuatro veces en el teclado numérico. Sonó un chasquido. Sujetó la manija, la hizo girar y la puerta de diez centímetros de grosor se abrió hacia el interior oscuro.

Las luces se encendieron y la silueta de Jason se recortó por un segundo en el umbral. Se apresuró a cerrar la puerta; los dos cerrojos gemelos encajaron en los soportes. Le temblaban las manos mientras echaba una ojeada al despacho ordenado y pulcro; el corazón le latía con tanta fuerza que estaba seguro que resonaba por todo el edificio. Ésta no era la primera vez. Se permitió una sonrisa al recordar que sería la última. Daba lo mismo lo que pudiera suceder, se había acabado. Todo el mundo tenía un límite, y esta noche él había llegado al suyo.

Se acercó a la mesa, se sentó y encendió el ordenador. Sujeto al monitor con un largo soporte metálico había un pequeño micrófono para dar órdenes orales. Jason lo apartó impaciente para tener despejada la pantalla del monitor. Con la espalda bien recta, los ojos pegados a la pantalla, las manos listas para teclear, ahora estaba en su elemento. Como un pianista inspirado, sus dedos volaban por el teclado. Miró la pantalla que le daba las instrucciones, unas instrucciones tan conocidas que ya eran pura rutina. Jason marcó cuatro dígitos en el teclado numérico conectado al ordenador; después se inclinó hacia delante y fijó la mirada en un punto en la esquina superior derecha del monitor. Una cámara de vídeo interrogó su iris derecho y transmitió una serie de informaciones únicas contenidas dentro de su ojo a una base central de datos, que, a su vez, comparó la imagen del iris con las otras treinta mil almacenadas en la memoria. Todo el proceso tardó cuatro segundos. Acostumbrado como estaba a los constantes progresos de la tecnología, incluso Jason meneaba la cabeza de vez en cuando al ver cómo funcionaban las cosas. Los escáneres de iris también se utilizaban para controlar la productividad laboral. Jason hizo una mueca. En realidad, Orwell se había quedado corto.

Volvió a concentrarse en la máquina que tenía delante. Durante los veinte minutos siguientes, Jason trabajó en el teclado deteniéndose sólo cuando aparecían más datos en la pantalla en respuesta a sus preguntas. El sistema era rápido, pero tenía dificultades para seguir el ritmo de las órdenes de Jason. De pronto, Jason volvió la cabeza al oír un ruido procedente del vestíbulo. Otra vez la maldita pesadilla. Sin duda era Charlie haciendo la ronda. Miró la pantalla. No había nada nuevo. Una pérdida de tiempo. Escribió una lista con los nombres de los archivos en un trozo de papel, apagó el ordenador, se levantó y fue hacia la puerta. Hizo una pausa mientras apoyaba la oreja contra la madera. Satisfecho, quitó los cerrojos, abrió la puerta, apagó las luces y salió. Un segundo más tarde, los cerrojos volvieron a su posición automáticamente.

Caminó deprisa por el pasillo hasta llegar a la puerta de una oficina que se usaba muy poco. La puerta tenía una cerradura vulgar que Jason abrió con una ganzúa. Cerró la puerta con llave cuando entró. No encendió la luz. En cambio, sacó una linterna del bolsillo y la encendió. La consola del ordenador estaba en un rincón junto a un archivador sobre el que se amontonaban las cajas de cartón.

Jason apartó la mesa del ordenador para dejar a la vista un montón de cables que colgaban de la parte trasera de la unidad central. Se arrodilló y cogió los cables al tiempo que separaba un poco de la pared el archivador que tenía a su costado. Esto le permitió alcanzar una toma equipada con varios puntos de entrada. Jason seleccionó uno de ellos y enchufó uno de los cables. Después se sentó delante del ordenador y lo encendió. Jason colocó la linterna sobre una de las cajas de forma que le iluminara el teclado. Aquí no había un teclado numérico para marcar el código de seguridad ni tampoco tuvo que mirar a la esquina superior derecha de la pantalla y esperar ser identificado. De hecho, para la red informática de Tritón, esta estación de trabajo ni siquiera existía.

Sacó la lista del bolsillo y la puso en la parte superior del teclado. De pronto oyó un ruido en el pasillo. Contuvo el aliento mientras ocultaba la linterna bajo la axila. Redujo la iluminación de la pantalla hasta dejarla en negro. Transcurrieron unos cuantos minutos mientras Jason esperaba en la oscuridad. Una gota de sudor resbaló de su frente, siguió por la nariz y se detuvo en el labio superior. Tenía tanto miedo que no se la secó.

Al cabo de cinco minutos de silencio, encendió la linterna, restableció el brillo de la pantalla y reanudó el trabajo. Sonrió una vez cuando un cortafuegos especialmente difícil -un sistema de seguridad interno destinado a impedir el acceso no autorizado de las bases de datos informatizadas- se derrumbó ante su persistente ataque. A toda prisa llegó al final de los archivos anotados en la lista. A continuación metió la mano en el bolsillo interior de la americana y sacó un disquete de tres pulgadas y media y lo cargó en la disquetera del ordenador. Un par de minutos más tarde, Jason retiró el disquete, apagó el ordenador y salió del cuarto. Atravesó los controles de seguridad, deseó buenas noches a Charlie y abandonó el edificio.

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