Mientras la madre de Sidney cruzaba la sala para reunirse con su marido en la puerta principal, Paul Brophy aprovechó la ocasión para volver discretamente a la cocina. ¿El FBI? Esto se ponía interesante. Pensaba en si debía llamar o no a Goldman cuando vio el auricular descolgado sobre la mesa. Henry Wharton estaba al teléfono. Brophy se preguntó qué estarían discutiendo. Desde luego ganaría puntos con Goldman si conseguía averiguarlo.
Brophy se asomó por un segundo a la puerta de la cocina. El grupo continuaba en el recibidor. Corrió hasta la mesa, cogió el auricular, tapó con la mano el micrófono, y se llevó el teléfono al oído. De pronto se quedó boquiabierto mientras escuchaba las dos voces tan conocidas. Metió una mano en el bolsillo, sacó la grabadora, la colocó junto al auricular y grabó la conversación de los esposos.
Cinco minutos más tarde, Bill Patterson volvió a llamar a la puerta de su hija. Cuando Sidney le abrió la puerta, su padre se sorprendió ante su apariencia. Los ojos seguían rojos y cansados, pero ahora parecía brillar en ellos una luz que no había visto desde la muerte de Jason. Otra sorpresa era la maleta a medio hacer sobre la cama.
– Cariño, no sé la razón, pero el FBI está aquí -dijo sin apartar la mirada de la maleta-. Dicen que quieren hablar contigo.
– ¿El FBI?
De pronto se le aflojaron los músculos y su padre la cogió a tiempo para que no se tambaleara.
– Pequeña, ¿qué pasa? -preguntó, preocupado-. ¿A qué viene la maleta?
– Estoy bien, papá -contestó Sidney un poco más serena-. Tengo que ir a un lugar después del servicio.
– ¿Ir? ¿Adónde vas? ¿De qué hablas?
– Por favor, papá, ahora no. No puedo explicártelo ahora.
– Pero Sid…
– Por favor, papá.
Patterson desvió la mirada, incapaz de resistir la súplica en los ojos de Sidney, con una expresión desilusionada e incluso temerosa.
– De acuerdo, Sidney.
– ¿Dónde están los agentes, papá?
– En la sala. Quieren hablar contigo en privado. Intenté que se fueran, pero, demonios, son el FBI.
– Está bien, papá, hablaré con ellos. -Sidney pensó por un momento. Miró el teléfono que acababa de colgar y después consultó su reloj-. Llévalos al estudio y diles que estaré allí en dos minutos.
Sidney cerró la maleta y la metió debajo de la cama, seguida por la mirada atenta del padre.
– ¿Sabes lo que haces? -le preguntó él con el entrecejo fruncido.
– Lo sé -respondió Sid en el acto.
Jason Archer estaba esposado a la silla. Kenneth Scales, con una sonrisa de oreja a oreja, mantenía la pistola apoyada contra su cabeza. Otro hombre rondaba por el fondo.
– Buen trabajo, Jason -dijo Scales-. Quizá podrías labrarte una carrera en el cine. Es una pena que no tengas futuro.
Jason le miró con los ojos desorbitados de rabia.
– ¡Hijo de puta! Si le haces daño a mi esposa o a mi hija te destrozaré. Lo juro por Dios.
– Cojonudo -exclamó Scales, ufano-. Dime, ¿cómo lo harás? -Apartó la pistola y la descargó de revés contra la mandíbula de Jason.
Se entreabrió la puerta del cuartucho. Jason, aturdido por el golpe, miró hacia la abertura y soltó un grito furioso. En un arranque desesperado se lanzó a través de la habitación, con silla y todo. Casi había llegado al hombre de la puerta cuando Scales y su compinche lo arrastraron otra vez hacia atrás.
– Maldita sea, ¡te mataré!, ¡te mataré! -chilló Jason.
El desconocido entró en el cuarto y cerró la puerta. Sonrió mientras los dos pistoleros levantaban a Jason y le tapaban la boca con esparadrapo.
– ¿Otra vez las pesadillas, Jason?
Bill Patterson acompañó a los dos agentes del FBI hasta el pequeño pero cómodo estudio, y después fue a reunirse con su esposa y Paul Brophy en la cocina. Miró el teléfono, intrigado. Habían colgado. A Brophy no se le escapó el detalle.
– Lo colgué yo -dijo-. Supuse que usted tendría otras cosas que hacer.
– Gracias, Paul.
– No tiene importancia. -Brophy bebió un trago de café, muy satisfecho consigo mismo mientras acariciaba la grabadora guardada en un bolsillo del pantalón-. Caramba -miró a los Patterson-, el FBI. ¿Qué querrán?
– No lo sé y creo que Sidney tampoco. -Era muy protector en todo lo relacionado con su hija. Las líneas de preocupación destacaban en su frente-. Por lo que parece, hoy es el día de las inoportunidades -murmuró mientras se sentaba para echarle una ojeada al periódico.
Estaba a punto de decir algo más cuando vio el titular a toda plana.