En la sala de conferencias principal de las oficinas de Tylery Stone, en el centro de Manhattan, acababa de terminar la presentación en vídeo de los últimos acuerdos comerciales y las estrategias legales para la compra de CyberCom. Sidney detuvo el vídeo y la pantalla recuperó su suave color azul. Observó las caras de las quince personas presentes, la mayoría hombres blancos en la cuarentena, que miraban ansiosas al hombre sentado en la cabecera. El grupo llevaba reunido horas y se palpaba la tensión.
Nathan Gamble, el presidente de Tritón Global, era un hombre con el pecho como un tonel, de mediana estatura, unos cincuenta y cinco años de edad y el pelo salpicado de gris peinado hacia atrás con una abundante cantidad de gomina. El costoso traje cruzado que vestía estaba hecho a la medida para acomodarlo a su cuerpo fornido. Tenía el rostro surcado de profundas arrugas y la piel mostraba un bronceado artificial. Su voz de barítono era autoritaria. Sidney se lo imaginó vociferando a sus temerosos subordinados en las salas de conferencias. Desde luego, era un hombre que sabía representar su condición de cabeza de una poderosa multinacional.
La mirada de los ojos castaño oscuro sombreados por las gruesas cejas canosas no se apartaba de Sidney, que le devolvió la mirada.
– ¿Tiene alguna pregunta, Nathan?
– Sólo una.
Sidney se preparó. Se lo veía venir.
– ¿Cuál es? -preguntó con un tono amable.
– ¿Por qué demonios hacemos esto?
Todos los presentes en la sala, excepto Sidney Archer, torcieron el gesto como si de pronto se hubiesen sentado sobre un alfiler gigante.
– Creo que no he entendido su pregunta.
– Claro que sí, a menos que sea estúpida, y sé que no lo es -replicó Gamble en voz baja y las facciones inescrutables a pesar de lo incisivo del tono.
Sidney se mordió la lengua para no decir una tontería.
– ¿Supongo que no quiere venderse para poder comprar CyberCom?
Gamble echó una ojeada alrededor de la mesa antes de responder.
– He ofrecido una suma astronómica por esa compañía. Al parecer, no satisfechos con obtener unas ganancias del diez mil por cien sobre la inversión, ahora quieren revisar mis cuentas. ¿Correcto? -Miró a Sidney en busca de una respuesta. La joven asintió en silencio, y Gamble continuó-: He comprado un montón de compañías y nadie antes me pidió esos informes. Ahora CyberCom los quiere. Lo que me lleva a mi primera pregunta: ¿por qué hacemos esto? ¿Por qué demonios CyberCom es especial? -Su mirada volvió a recorrer a todos los presentes antes de clavarse una vez más en Sidney.
Un hombre sentado a la izquierda de Gamble se movió. Hasta el momento, toda su atención había estado puesta en la pantalla del ordenador portátil que tenía delante. Quentin Rowe, el jovencísimo presidente de Tritón y el segundo de Nathan Gamble. Mientras los demás hombres presentes vestían trajes, él llevaba pantalones caqui, viejos zapatos náuticos, una camisa vaquera y un chaleco marrón. En el lóbulo de la oreja izquierda tenía clavados dos diamantes. Su atuendo era el apropiado para aparecer en la cubierta de un álbum y no en una sala de juntas.
– Nathan, CyberCom es especial -dijo Rowe-. Sin ellos, dentro de un par de años estaremos fuera del negocio. La tecnología de CyberCom lo reinventará todo de arriba abajo, y después dominará todo el procesamiento de la información por Internet. Y en lo que respecta al negocio de la alta tecnología eso es como Moisés bajando de la montaña con los diez mandamientos: no hay alternativa. -El tono de Rowe era cansado pero con una cierta estridencia. No miró a su jefe.
Gamble encendió un puro y apoyó como con descuido el lujoso encendedor contra una pequeña placa de latón que ponía NO FUMAR.
– Sabes, Rowe, ese es el problema con todas estas movidas de la alta tecnología: te levantas por la mañana siendo el rey del cotarro y a la noche eres un mierda. No tendría que haberme metido nunca en este maldito negocio.
– Vale, pero si lo único que te interesa es el dinero, piensa que Tritón es la compañía que domina la tecnología a nivel mundial y genera más de dos millones de dólares de beneficios al año -le contestó Rowe.
– Y más mierda para mañana por la noche. -Gamble miró de reojo a Rowe y soltó una bocanada de humo.
Sidney Archer anunció su intervención con un carraspeo.
– No si compras CyberCom, Nathan. -Gamble se volvió para mirarla-. Estarás en la cumbre durante los próximos diez años y triplicarás las ganancias en los primeros cinco.
– ¿De veras? -Gamble no parecía convencido.
– Ella tiene razón -señaló Rowe-. Tienes que comprender que nadie, hasta el momento, ha conseguido diseñar el software y los periféricos de comunicación que permitan al usuario obtener el máximo rendimiento de Internet. Todos se han arruinado en el intento. CyberCom lo ha conseguido. Por eso hay esta guerra tan terrible por hacerse con la compañía. Nosotros estamos en la posición adecuada para acabar con ella. Tenemos que hacerlo o también nos hundiremos.
– No me gusta que miren nuestras cuentas. Y se acabó. Somos una compañía privada en la que yo soy el principal accionista. Y el dinero en mano es el que manda. -Gamble miró con dureza a los dos jóvenes.
– Serán sus socios, Nathan -dijo Sidney-. No cogerán su dinero y se largarán como ocurrió en las otras compañías que ha comprado. Quieren saber en qué se meten. Tritón no cotiza en bolsa, así que no pueden ir al registro y pedir la información que quieren. Es una diligencia razonable. Se lo han pedido a todos los demás ofertantes.
– ¿Ha presentado mi última oferta en efectivo?
– Sí -contestó Sidney.
– Se mostraron muy impresionados y reiteraron la petición de los informes financieros de la compañía. Si se los damos, mejoramos un poco la oferta y redondeamos algunos incentivos, creo que cerraremos el trato.
– No hay ni una sola compañía que pueda tocarnos y ahora esa mierda de CyberCom quiere controlarme -gritó Gamble con la cara roja como un tomate mientras se levantaba.
– Nathan, sólo es un mero trámite. No tendrán ningún problema con Tritón; los dos lo sabemos. Acabemos con esto. No es que los registros no estén disponibles. Están mejor que nunca -dijo Rowe, visiblemente frustrado-. Jason Archer se encargó de la reorganización y ha hecho un trabajo estupendo. Un depósito lleno de papeles sin orden ni concierto. Todavía no me lo puedo creer. -Miró a Gamble con desprecio.
– Por si lo has olvidado, yo estaba demasiado ocupado ganando dinero como para perder el tiempo con un montón de papeles, Rowe. El único papel que me interesa es el de los billetes.
Rowe no hizo caso de la réplica de Gamble.
– Gracias al trabajo de Jason la diligencia se puede cumplir casi de inmediato. -Apartó con la mano el humo que el otro le echaba a la cara.
– ¿De veras? -Gamble miró furioso a Rowe y después repitió el gesto con Sidney-. A ver, ¿puede decirme alguien por qué no está presente Archer?
Sidney se puso pálida y, por primera vez en todo el día, se quedó sin respuestas.
– Jason se tomó unos días libres -intervino Rowe.
– De acuerdo, a ver si podemos hablar con él por teléfono y así sabremos a qué atenernos. -Se masajeó las sienes-. Quizá tengamos que darle una parte a CyberCom, o quizá no, pero no quiero darles nada que no sea estrictamente imprescindible. ¿Qué pasará si no cerramos el trato? ¿Qué pasará? -Miró furioso a todos los presentes.
– Nathan, nos ocuparemos de que un equipo de abogados revise cada uno de los documentos antes de entregárselos a CyberCom -le tranquilizó Sidney.
– Muy bien, pero ¿hay alguien que conozca mejor los registros que su marido? -Gamble miró a Rowe para que le diera la respuesta.
El joven encogió los hombros.
– Ahora mismo, no hay otro.
– Entonces, llámalo.
– Nathan…
Gamble interrumpió a Rowe sin contemplaciones.
– Caray, ¿es que el presidente de la compañía no puede pedirle a un empleado un informe? ¿Y por qué se ha tomado unos días libres cuando el asunto de CyberCom está que arde? -Miró bruscamente a Sidney-. No diré que me agrada tener a marido y mujer metidos en la misma adquisición, pero resulta que usted es la abogada más experta en el tema que conozco.
– Muchas gracias.
– No me dé las gracias porque este trato todavía no está cerrado. -Gamble se sentó y le dio una larga chupada al puro-. Llamemos a su marido. ¿Está en casa?
Sidney parpadeó varias veces y se acomodó mejor en la silla.
– Creo que en estos momentos no está.
– ¿Y cuándo estará? -preguntó Gamble, que miró su reloj.
– No estoy muy segura. -Se acarició distraída una ceja-. Lo llamé cuando hicimos el último descanso y no estaba.
– Bueno, lo intentaremos de nuevo.
Sidney lo miró. De pronto se sintió muy sola en la enorme sala. Suspiró para sus adentros y le entregó el mando a distancia a Paul Brophy, el joven abogado que trabajaba en la oficina de Nueva York. «Maldita sea, Jason -pensó-. Espero que tengas el nuevo trabajo bien amarrado porque por lo que se ve vamos a necesitarlo, cariño.»
Se abrió la puerta de la sala y una secretaria asomó la cabeza.
– Señora Archer, lamento interrumpir, pero ¿tiene algún problema con su billete de avión?
– No que yo sepa, Jan -respondió Sidney, intrigada-. ¿Por qué?
– Alguien de la compañía está al teléfono y quiere hablar con usted.
Sidney abrió el maletín, sacó el billete y le echó una ojeada. Miró a Jan.
– Es un billete abierto para el puente aéreo. ¿Por qué me llaman?
– ¿Podemos continuar con la reunión? -gritó Gamble.
Jan carraspeó, miró preocupada a Nathan Gamble y volvió a dirigirse a Sidney.
– La persona que llama insiste en hablar con usted. Quizá se han visto obligados a cancelar todos los vuelos. Nieva sin parar desde hace tres horas.
Sidney recogió otro mando a distancia y apretó un botón. Las cortinas automáticas que cubrían el ventanal se abrieron lentamente.
– ¡Vaya! -exclamó Sidney, desconsolada. Contempló cómo caían los gruesos copos de nieve. La nevada era tan fuerte que no se veían los edificios al otro lado de la calle.
– Todavía tenemos un apartamento en el Park, Sid, si tienes que quedarte y pasar la noche -dijo Paul Brophy, y añadió con una expresión ilusionada-: Quizá podríamos ir a cenar.
– No puedo -contestó ella sin mirarle.
Se sentó con un gesto de cansancio. Estuvo a punto de decir que Jason no se encontraba en la ciudad pero se contuvo. Sidney pensó deprisa. Era obvio que Gamble no lo dejaría pasar. Tendría que llamar a casa, confirmar lo que ya sabía: que Jason no estaba allí. Podrían irse todos a cenar y ella aprovechar la ocasión para llamar a Los Ángeles, empezando con las oficinas de AllegraPort. Ellos localizarían a Jason, él respondería a las preguntas de Gamble y, con un poco de suerte, ella y su marido se librarían con el orgullo un poco magullado y un principio de úlcera. Si los aeropuertos estaban cerrados, podía tomar el último tren expreso. Calculó rápidamente lo que tardaría en llegar. Tendría que llamar a la guardería. Karen podía llevarse a Amy a su casa. En el peor de los casos, Amy podía quedarse a dormir con la maestra. Esta pesadilla logística reforzó todavía más el anhelo de Sidney de disfrutar de una vida más sencilla.
– Señora Archer, ¿acepta la llamada?
La voz de la secretaria la devolvió a la realidad.
– Lo siento, Jan, pásamela aquí. Y, Jan, a ver si puedes conseguirme un pasaje en el último expreso, por si han cerrado La Guardia.
– Sí, señora.
Jan cerró la puerta, y un par de segundos después una luz roja se encendió en el teléfono que Sidney tenía delante.
Paul Brophy sacó la cinta de vídeo y volvió a encender la televisión. Las voces en la pantalla resonaron en la sala. El abogado apretó el botón de sonido mudo que tiene el mando a distancia y entonces se hizo el silencio.
Sidney se apoyó el auricular contra la oreja.
– Soy Sidney Archer. ¿En qué puedo ayudarle?
La voz de la mujer que llamaba era un poco vacilante, pero con una calma extraña.
– Me llamo Linda Freeman. Soy de Western Airlines, señora Archer. Su oficina en Washington me dio este número.
– ¿Western? Tiene que ser un error. Tengo billete en USAir. En elpuente aéreo de Nueva York a Washington. -Sidney meneó la cabeza. Un error estúpido. Como si ya no tuviera bastantes problemas.
– Señora Archer, necesito confirmar si es usted la esposa de Jason W. Archer, con domicilio en el 611 Morgan Lañe, Jefferson County, Virginia.
El tono de Sidney denunció su confusión; sin embargo, la respuesta fue automática.
– Sí.
En cuanto lo dijo, se le heló todo el cuerpo.
– ¡Oh, Dios mío! -La voz de Paul Brophy resonó en la sala.
Sidney se volvió para mirarle. Todos tenían los ojos fijos en el televisor. Sidney se giró lentamente. No vio las palabras «Boletín especial de noticias» que se encendían y apagaban en la parte superior de la pantalla, o los subtítulos para sordos que aparecían en la parte inferior mientras el reportero narraba el trágico suceso desde el lugar de los hechos. Su mirada estaba clavada en la masa de chatarra ennegrecida y humeante que había sido uno de los aviones de la flota de Western Airlines. La cara de George Beard apareció en su mente. Volvió a escuchar la voz baja y confidencial. «Ha habido un accidente aéreo.»
La voz en el teléfono reclamó su atención.
– Señora Archer, lamento decirle que uno de nuestros aviones ha sufrido un accidente.
Sidney Archer no escuchó nada más. Bajó la mano muy despacio. Abrió los dedos sin darse cuenta y el auricular cayó sobre la alfombra.
En el exterior, la nieve continuaba cayendo con tanta fuerza que recordaba la lluvia de confeti en los famosos desfiles de la ciudad. El viento helado sacudió los cristales del ventanal mientras Sidney Archer contemplaba incrédula el cráter que contenía los restos del vuelo 3223.