Capítulo 57

– Allá vamos, muchachos. Agarraos.

Kaplan redujo la velocidad del aire, manipuló los controles del avión, y el aparato, bamboleándose de un lado a otro, apareció de repente por entre la capa de nubes bajas. A unos pocos kilómetros por delante, unas linternas encendidas, fijadas al endurecido suelo, señalaban los confines de la pista. Kaplan observó el iluminado camino que conducía a la seguridad y una sonrisa de orgullo se extendió sobre su rostro.

– Maldita sea, qué bueno soy.

El Saab aterrizó apenas un minuto más tarde, entre un remolino de nieve. Sawyer ya había abierto la puerta antes de que el avión dejara de rodar sobre la pista. Absorbió enormes cantidades del aire helado y las náuseas se le pasaron con rapidez. Los miembros del equipo de rescate de rehenes se tambalearon al bajar, y varios de ellos tuvieron que sentarse sobre la pista cubierta de hielo, respirando profundamente. Jackson fue el último en descender. Un ya recuperado Sawyer lo miró.

– Maldita sea, Ray, estás casi blanco.

Jackson empezó a decir algo, señaló con un dedo tembloroso a su compañero, se cubrió la boca con la otra mano y, sin decir nada, se dirigió con los otros miembros del equipo hacia el vehículo que les esperaba cerca. Al lado había un policía del estado de Maine, haciendo oscilar una linterna para guiarlos.

Sawyer inclinó la cabeza para introducirla por la portezuela del avión.

– Gracias por el paseo, George. ¿Vas a quedarte por aquí? No sé cuánto tiempo puede durar esto.

Kaplan no pudo ocultar la mueca.

– ¿Bromeas? ¿Y perderme la oportunidad de llevaros a todos de regreso a casa? Estaré aquí mismo, esperando.

Con un gruñido por toda respuesta, Sawyer cerró la portezuela y echó a correr hacia el vehículo. Los otros ya estaban allí, esperándole. Al ver cuál era su vehículo de transporte, se detuvo en seco. Todos miraban la furgoneta de transporte de presos. El policía estatal los miró.

– Lo siento, chicos, pero es todo lo que hemos podido conseguir en tan poco tiempo para acomodaros a los ocho.

Los agentes del FBI subieron a la parte trasera de la furgoneta.

El vehículo tenía una pequeña ventanilla de alambre y cristal que comunicaba con la cabina delantera. Jackson la abrió para que el policía pudiera oírle.

– ¿No puede poner algo de calefacción aquí atrás?

– Lo siento -contestó el hombre-. Un detenido que transportábamos se volvió loco y estropeó los ventiladores. Todavía no hemos tenido tiempo de arreglarlos.

Acurrucado en el banco, Sawyer vio nubes de aliento tan espeso que parecía como si se hubiera declarado un incendio. Dejó el rifle sobre el suelo y se frotó los ateridos dedos para calentárselos. Una fría corriente procedente de alguna grieta invisible de la caja de la furgoneta le daba directamente entre los omóplatos. Sawyer se estremeció. «Santo Dios -pensó-, es como si alguien hubiera puesto la refrigeración a toda potencia.» No había sentido tanto frío desde que investigara las muertes de Brophy y Goldman, en el garaje. En ese momento, recordó aquel otro reciente encuentro con los gélidos efectos del aire acondicionado…, el depósito de combustible del avión. La expresión de su rostro fue de la mayor incredulidad al establecer mentalmente la conexión.

– Oh, Dios mío.

Sidney se imaginó que los hombres que habían secuestrado a su padre sólo tenían una forma de ponerse en contacto con ella. Se detuvo ante una tienda abierta, bajó del coche y se dirigió hacia el teléfono. Marcó el número de su casa, en Virginia. Al ponerse en marcha el contestador automático, hizo todo lo posible por reconocer la voz, pero no pudo. Se le dio un número al que tenía que llamar. Supuso que se trataba de un teléfono celular, antes que de un teléfono fijo. Respiró profundamente y marcó el número. Alguien contestó inmediatamente. Era una voz diferente a la del contestador automático, pero tampoco pudo identificarla. Tenía que conducir durante veinte minutos al norte de Bell Harbor, por la carretera 1, y tomar la salida hacia Port Haven. Luego, se le dieron instrucciones detalladas que la llevarían hasta un terreno aislado, entre Port Haven y la ciudad, más grande, de Bath.

– Quiero hablar con mi padre. -La petición le fue negada-. En ese caso no voy -aseguró-. Puedo imaginar que ya está muerto.

Se encontró ante un extraño silencio. El corazón le latía alocadamente en la caja torácica. El aire pareció desaparecer de sus pulmones al escuchar la voz.

– Sidney, cariño.

– Papá, ¿estás bien?

– Sid, lárgate de…

– ¿Papá? ¿Papá? -gritó Sidney al teléfono.

Un hombre que salía de la tienda en ese momento, con una taza de café en la mano, se la quedó mirando, miró después hacia el Cadillac gravemente dañado y la escudriñó de nuevo. Sidney le devolvió la mirada y su mano se deslizó instintivamente hacia el arma de nueve milímetros que llevaba en el bolsillo. El hombre regresó apresuradamente a su furgoneta y se alejó.

Escuchó de nuevo la voz. Sidney disponía de treinta minutos para llegar a su destino.

– ¿Cómo sé que lo dejarán cuando se lo entregue?

– No lo sabrá.

El tono de la voz no admitía oposición.

La abogada que había en Sidney, sin embargo, salió a relucir.

– Eso no es suficiente. Usted quiere el disquete, de modo que vamos a tener que llegar a un acuerdo.

– Tiene que estar bromeando. ¿Quiere que le devolvamos a su querido papaíto en una bolsa de plástico?

– ¿Así que nos encontramos en medio de ninguna parte, yo le entrego el disquete y usted nos deja marcharnos porque tiene un corazón bondadoso? Si acepto su propuesta, usted tendrá el disquete, mientras que mi padre y yo nos encontraremos en alguna parte del Atlántico, sirviendo de pasto para los tiburones. Tendrá que proponer algo mucho mejor si quiere lo que yo tengo.

Aunque el hombre cubrió el receptor con la mano, Sidney escuchó voces al otro lado de la línea; un par de ellas parecían enojadas.

– Se hace a nuestro modo o no hay trato.

– Muy bien, entonces me dirijo a la comisaría de la policía del estado. Procure enterarse de las noticias de la noche. Estoy segura de que no querrá perderse nada. Adiós.

– ¡Espere!

Sidney no dijo nada durante un rato. Cuando lo hizo, habló con mucha más seguridad en sí misma de la que sentía en aquellos momentos.

– Estaré en el cruce de las calles Chaplain y Merchant, en pleno centro de Bell Harbor, dentro de treinta minutos. Estaré sentada en mi coche. Será fácil de ver… Es el único que dispone de un sistema extra de aire acondicionado. Sólo tiene que hacer parpadear los faros dos veces. Deje salir a mi padre. Hay un restaurante justo en frente. En cuanto lo vea entrar allí, abriré la puerta del coche, dejaré el disquete sobre la acera y me marcharé. Tenga en cuenta que voy fuertemente armada y estoy más que preparada para enviar al infierno a tantos de ustedes como pueda.

– ¿Cómo sabemos que es el disquete correcto?

– Quiero recuperar a mi padre. Será el disquete correcto. Sólo espero que se atraganten con él. ¿De acuerdo?

Ahora fue el tono de voz de Sidney el que no admitía réplica. Esperó la respuesta con ansiedad. «Dios mío, por favor, no dejes que se den cuenta de mi farol.» Emitió un suspiro de alivio cuando finalmente le llegó la respuesta.

– Está bien. En treinta minutos.

Luego se cortó la comunicación.

Sidney regresó al coche y golpeó el tablero de mandos, frustrada. ¿Cómo demonios habían podido encontrarla a ella y a su padre? Era imposible. Le parecía como si la hubieran estado vigilando a ella y a su padre durante todo el tiempo. La furgoneta blanca también estuvo en la gasolinera. Probablemente, el ataque se habría producido allí de no haber sido por la oportuna llegada de los policías estatales. Se tumbó a lo largo del asiento delantero, al tiempo que trataba de controlar sus nervios. Apartó el bolso y lo abrió, sólo para asegurarse de que el disquete seguía allí. El disquete a cambio de su padre. Pero una vez que se quedara sin él, se pasaría el resto de la vida huyendo de la policía. O, al menos, hasta que la pillaran. Menuda alternativa. Pero, en realidad, no tenía dónde elegir.

Al volver a sentarse, empezó a cerrar el bolso. Entonces se detuvo y sus pensamientos regresaron a aquella noche, la noche en la limusina. Habían ocurrido tantas cosas desde que escapara por tan poco… Y sin embargo, no había escapado en realidad, ¿verdad? El asesino la había dejado marchar y también le permitió conservar su bolso, muy cortésmente. De hecho, lo habría olvidado por completo si él mismo no se lo hubiera arrojado. Se había sentido tan feliz de salir de aquello con vida que en ningún momento llegó a considerar por qué habría hecho él algo así… Empezó a revisar el contenido del bolso. Tardó un par de minutos, pero finalmente lo encontró, en el fondo. Había sido insertado a través de un corte en el forro del bolso. Lo sostuvo en la mano y lo miró fijamente. Un diminuto dispositivo de seguimiento.

Miró hacia atrás, al tiempo que un estremecimiento le recorría la columna. Volvió a poner el coche en marcha y aceleró. Por delante de ella, un camión volquete, convertido en máquina quitanieves, acababa de detenerse junto a la acera. Miró por el espejo retrovisor. No había nadie por detrás de ella. Bajó la ventanilla del lado del conductor, se acercó al camión y echó la mano hacia atrás, preparándose para arrojar el dispositivo de seguimiento hacia la parte trasera del camión. Entonces, con la misma rapidez, detuvo el movimiento del brazo y volvió a subir la ventanilla. El dispositivo de seguimiento seguía en su mano. Apretó el acelerador y dejó atrás el camión. Observó su pequeño compañero de viaje de los últimos pocos días. ¿Qué podía perder? Se dirigió rápidamente hacia el centro de la ciudad. Tenía que llegar lo antes posible al lugar acordado para la cita. Pero antes necesitaba algo de la tienda de comestibles.

El restaurante que Sidney había mencionado en su conversación telefónica estaba lleno de clientes hambrientos. A dos manzanas de distancia del punto de encuentro acordado, el Cadillac, con las luces apagadas, se hallaba aparcado junto al bordillo de la acera, cerca de la impresionante copa de un árbol de hoja perenne, rodeado por una valla de hierro forjado que llegaba hasta la altura de la pantorrilla. El interior del Cadillac estaba a oscuras, y la silueta del conductor apenas si era visible.

Dos hombres avanzaron con rapidez por la acera, mientras que otra pareja lo hacía por la acera contraria. Uno de ellos miraba un pequeño instrumento que sostenía en las manos; la pequeña pantalla de color ámbar tenía grabada una rejilla. Una luz roja aparecía brillantemente iluminada sobre la pantalla, señalando directamente hacia la posición del Cadillac. Los hombres se acercaron con rapidez al vehículo. Un arma se asomó a través del hueco donde antes había estado la ventanilla del lado del pasajero. Al mismo tiempo, otro hombre abrió de golpe la portezuela del lado del conductor. Los pistoleros miraron con asombro al conductor: una fregona, que llevaba encima una chaqueta de cuero, con una gorra de béisbol colocada hábilmente en lo alto.

La furgoneta blanca estaba aparcada en el cruce de las calles Chaplain y Merchant, con el motor encendido. El conductor miró su reloj, escudriñó la calle y luego encendió los faros dos veces. En el fondo de la furgoneta, Bill Patterson estaba tumbado en el suelo, atado de pies y manos, con la boca tapada por una cinta adhesiva. El conductor volvió la cabeza bruscamente cuando se abrió de golpe la puerta del pasajero y una pistola de nueve milímetros le apuntó directamente a la cabeza. Sidney subió a la furgoneta. Ladeó la cabeza hacia atrás para asegurarse de que su padre estaba bien. Ya lo había visto por la ventanilla de atrás cuando distinguió la furgoneta, apenas un minuto antes. Imaginó que tenían que estar preparados para entregarle realmente a su padre.

– Deja tu arma en el suelo. Cógela por el cañón. Si tu dedo se acerca al gatillo, vaciaré todo el cargador en tu cabeza. ¡Hazlo! -El conductor se apresuró a hacer lo que se le ordenaba-. ¡Y ahora, fuera de aquí!

– ¿Qué?

Adelantó el cañón de la pistola hasta colocarlo contra la nuca, donde presionó dolorosamente contra una vena.

– ¡Sal de aquí!

Cuando el hombre abrió la puerta y le dio la espalda, Sidney levantó las piernas sobre el asiento, las hizo retroceder y le propinó un empujón con todas sus fuerzas. El hombre cayó de bruces sobre el pavimento. Sidney cerró la portezuela, saltó al asiento del conductor y apretó el acelerador. Las ruedas de la furgoneta ennegrecieron la nieve blanca y luego salieron disparadas.

Diez minutos después de haber salido de la ciudad, Sidney detuvo la furgoneta, saltó a la parte trasera y desató a su padre. Los dos permanecieron un rato abrazados, con los cuerpos temblorosos a causa de encontradas emociones de temor y alivio.

– Necesitamos otro coche. No me fío de ellos. Seguramente han instalado un dispositivo de seguimiento también en éste. Y, de todos modos, andarán buscando la furgoneta -dijo Sidney mientras volvían a la carretera.

– Hay un negocio de alquiler de coches a unos cinco minutos. Pero ¿por qué no acudimos a la policía, Sid? -preguntó su padre, frotándose las muñecas.

Los ojos hinchados y los nudillos agrietados demostraban la resistencia que había ofrecido el viejo. Sidney respiró profundamente y le miró.

– Papá, no sé qué hay en ese disquete. Si no es suficiente para…

Su padre la miró y empezó a darse cuenta de que, después de todo, podía perder a su hija.

– Será suficiente, Sidney. Si Jason se tomó la molestia de enviártelo, tiene que ser suficiente.

Ella le sonrió, pero su expresión se hizo sombría.

– Tenemos que separarnos, papá.

– No te dejaré de ningún modo.

– El hecho de que estés conmigo te convierte ahora en una molestia. Pero te diré una cosa: no iré a la cárcel.

– Eso no me importa lo más mínimo.

– Está bien. ¿Qué me dices entonces de mamá? ¿Qué le sucederá a ella? ¿Y a Amy? ¿Quién estará a su lado para protegerlas?

Patterson se dispuso a decir algo, pero se detuvo. Frunció el ceño y miró por la ventanilla. Finalmente, la miró a ella.

– Iremos juntos a Boston y luego hablaremos del asunto. Si entonces todavía quieres que nos separemos, que así sea.

Mientras Sidney permanecía sentada en la furgoneta, Patterson entró en el local de alquiler de coches. Al salir, pocos minutos más tarde, y acercarse a la furgoneta, Sidney bajó la ventanilla.

– ¿Lo has alquilado? -le preguntó Sidney.

– Lo tendrán preparado en cinco minutos -asintió Patterson-. He conseguido un espacioso cuatro puertas. Puedes dormir en la parte trasera. Yo conduciré. Estaremos en Boston en cuatro o cinco horas.

– Te quiero, papá.

Sidney volvió a subir la ventanilla y, ya con la furgoneta en marcha, se alejó. Su asombrado padre corrió tras ella, pero la furgoneta desapareció rápidamente de la vista.

– ¡Santo Dios! -exclamó Sawyer, que miró por la ventanilla, con una visibilidad casi nula-. ¿No podemos ir más de prisa? -le gritó al policía a través de la ventanilla.

Ya habían visto los destrozos de la casa de los Patterson, en la playa, y ahora buscaban desesperadamente a Sidney Archer y a su familia por todas partes.

El policía le gritó:

– Si vamos más de prisa, terminaremos muertos en alguna zanja.

«Muertos. ¿Es así como estará ahora Sidney Archer?» Sawyer miró su reloj. Se metió la mano en el bolsillo, en busca de un cigarrillo. Jackson le miraba.

– Maldita sea, Lee, no empieces a fumar aquí. Tal como están las cosas, ya es bastante difícil respirar.

Los labios de Sawyer se abrieron al tocar el delicado objeto que llevaba en el bolsillo. Luego, extrajo lentamente la tarjeta.

Cuando Sidney salió de la ciudad, decidió mantener controladas sus emociones y dejar que actuaran hábitos adquiridos desde hacía mucho tiempo. Durante lo que le pareció una eternidad, no había hecho sino reaccionar ante una serie de crisis, sin tener la oportunidad de pensar bien las cosas. Era abogada y se la había formado para ver los hechos lógicamente, para considerar los detalles y luego trabajar con ellos para formarse una imagen general. Desde luego, disponía de cierta información con la que empezar. Jason había trabajado con los datos de Tritón para alcanzar el acuerdo con CyberCom. Eso lo sabía con toda seguridad. Jason había desaparecido en circunstancias misteriosas, y le había enviado un disquete que contenía cierta información. Eso también era un hecho. Jason no vendía secretos a la RTG, no con Brophy formando parte del paisaje. Eso también lo tenía claro. Y luego estaban los datos financieros. Aparentemente, Tritón se había limitado a entregarlos. Entonces ¿por qué aquella escena en la reunión que hubo en Nueva York? ¿Por qué había exigido Gamble hablar con Jason acerca de su trabajo con los datos, sobre todo después de haberle enviado un mensaje electrónico felicitándolo por un trabajo bien hecho? ¿Por qué tomarse tantas molestias para hablar con Jason por teléfono? ¿Por qué colocarla a ella en una situación como aquélla?

Disminuyó la marcha y salió de la carretera. A menos que, ya desde el principio, el intento consistiera en situarla en una posición insostenible. En hacerla aparecer como una embustera. Las sospechas la habían seguido desde ese mismo instante. ¿Qué había exactamente en aquellos datos del almacén? ¿Eran los mismos que estaban en el disquete? ¿Se trataba de algo que Jason había descubierto? Esa noche, la limusina de Gamble la había llevado hasta su casa; evidentemente, deseaba algunas respuestas. ¿Podría haber estado intentando acaso descubrir si Jason se lo había contado todo a ella?

Tritón había sido un cliente desde hacía varios años. Se trataba de una empresa grande y poderosa, con un oscuro pasado. Pero ¿cómo se relacionaba eso con todas las demás cosas? Las muertes de los hermanos Page. Tritón superando a la RTG en el acuerdo con CyberCom. Mientras Sidney pensaba una vez más en aquel horrible día en Nueva York, algo pareció conectarse en su mente. Irónicamente, tuvo el mismo pensamiento que Lee Sawyer había tenido antes, pero por una razón diferente: una representación.

«¡Dios mío!» Tenía que ponerse en contacto con Sawyer. Puso la furgoneta en marcha y regresó a la carretera. Un repiqueteo estridente interrumpió sus pensamientos. Miró a su alrededor, en el interior de la furgoneta, buscando la fuente de la que procedía el sonido, hasta que vio el teléfono celular colocado sobre una plancha magnética, sujeta a la parte inferior del tablero de instrumentos. No lo había visto hasta ese momento. ¿Estaba sonando? Su mano descendió automáticamente para contestar y luego se apartó. Finalmente, tomó el teléfono.

– ¿Sí?

– Creía que no tenía la intención de ponerse a jugar -dijo la voz, encolerizada.

– Así era. Y usted se olvidó de mencionar que había colocado un dispositivo de seguimiento en mi bolso, y que sólo esperaba saltar sobre mí.

– Está bien. Hablemos del futuro. Queremos el disquete y nos lo va a traer. ¡Ahora mismo!

– Lo que voy a hacer es colgar. ¡Ahora mismo!

– Yo, en su lugar, no lo haría.

– Mire, si lo que trata de hacer es mantenerme al teléfono para localizarme, no le va a…

La voz de Sidney se interrumpió y todo su cuerpo se puso en tensión al escuchar la voz que sonó al otro lado de la línea.

– ¿Mamá? ¿Mamá?

Con la lengua tan grande como un puño, Sidney no pudo contestar. El pie se apartó del acelerador; los brazos muertos ya no tenían fuerzas para dirigir la furgoneta. El vehículo perdió velocidad y se deslizó hacia un montón de nieve, en la cuneta.

– ¿Mamá? ¿Papá? ¿Vais a venir? -preguntó la voz, que parecía terriblemente asustada.

Sidney, con náuseas en el estómago y todo su cuerpo temblándole incontrolablemente, consiguió hablar.

– Aa… my, cariño.

– ¿Mamá?

– Cariño, soy mamá. Estoy aquí.

Un río de lágrimas recorrió las mejillas de Sidney. Oyó que alguien tomaba el teléfono.

– Diez minutos. Ahora le doy las indicaciones.

– Deje que hable de nuevo con ella…, ¡por favor!

– Ahora la quedan nueve minutos y cincuenta segundos.

A Sidney se le ocurrió un pensamiento repentino. ¿Y si se trataba de una cinta grabada?

– ¿Cómo sé que la tienen realmente ustedes? Eso podría ser una grabación.

– Muy bien. Si quiere correr ese riesgo, no venga.

El que así hablaba parecía estar muy seguro de sí mismo. No había modo alguno de que Sidney estuviera dispuesta a correr ese riesgo. Y la persona que estaba al otro lado de la línea también lo sabía.

– Si le hacen algún daño…

– No nos interesa la niña. Ella no puede identificarnos. Una vez que todo haya terminado, la dejaremos en un lugar seguro. -Hizo una pausa, antes de añadir-: Usted, sin embargo, no se unirá a ella. Sus lugares de seguridad se han agotado.

– Déjela en libertad. Se lo ruego. Sólo es una niña.

Sidney temblaba tanto que apenas si podía mantener el teléfono apretado junto a la boca.

– Será mejor que anote la dirección que le voy a dar. No querrá perderse, ¿verdad? Si no aparece, no quedará ningún trozo de su hija que pueda identificar.

– Iré -dijo con voz ronca, y la comunicación se interrumpió.

Regresó a la carretera. Un pensamiento repentino cruzó por su mente. ¡Su madre! ¿Dónde estaba su madre? La sangre parecía estar congelándose en sus venas, mientras mantenía las manos aferradas al volante. Otro sonido de repiqueteo invadió el interior de la furgoneta. Con mano temblorosa, Sidney tomó el teléfono, pero allí no había nadie. De hecho, el repiqueteo era diferente. Volvió a salir de la carretera y buscó desesperadamente por todas partes. Finalmente, su mirada se detuvo sobre el asiento situado junto a ella. Miró su bolso y, lentamente, introdujo la mano y extrajo el objeto. Escrito sobre la pequeña pantalla del busca aparecía un número de teléfono que no reconoció. Se dispuso a apagar el dispositivo. Probablemente, era un número equivocado. No podía imaginar que alguien de la empresa de abogados o un cliente trataran de ponerse en contacto con ella; acababa de abandonar la asesoría legal. ¿Podría tratarse de Jason? Si era Jason, el momento elegido para llamarla sería el peor de todos. El dedo permaneció situado sobre el botón de borrado. Finalmente, se colocó el busca sobre el regazo, tomó el teléfono celular y marcó el número que aparecía en la pequeña pantalla.

La voz que brotó desde el otro extremo de la línea fue suficiente para que contuviera la respiración. Por lo visto, aún podían ocurrir milagros.

El edificio principal de la mansión de vacaciones estaba a oscuras y su alejamiento parecía todavía más intenso gracias a la muralla de frondosos árboles de hoja perenne que había por delante. Cuando la furgoneta entró en el largo camino de acceso, dos guardias armados surgieron ante el camino de entrada para salir a su encuentro. La ventisca había disminuido considerablemente su intensidad durante los últimos minutos. Por detrás de la casa, las oscuras y tenebrosas aguas del Atlántico asaltaban la costa.

Uno de los guardias se apartó de un salto cuando la furgoneta continuó avanzando hacia ellos, sin hacer la menor señal de detenerse.

– ¡Mierda! -gritó, al tiempo que los dos hombres se apartaban apresuradamente del camino. La furgoneta pasó ante ellos, cruzó la puerta delantera, aplastándola, y se detuvo bruscamente, todavía con las ruedas girando, al golpear contra una pared interior de más de un metro de espesor. Un momento más tarde, varios hombres fuertemente armados rodearon la furgoneta y arrancaron la dañada puerta. No había nadie dentro de la furgoneta. Las miradas de los hombres se dirigieron hacia el receptáculo donde tendría que haber estado el teléfono celular. El teléfono se encontraba por completo bajo el asiento delantero, y el cordón era invisible bajo la débil iluminación del techo. Probablemente, pensaron que el teléfono se había desprendido a causa del impacto, en lugar de haber sido deliberadamente colocado allí.

Sidney, mientras tanto, entró en la casa por la parte de atrás. Cuando el hombre le dio la dirección del lugar, Sidney lo reconoció en seguida. Ella y Jason habían estado allí varias veces y estaba muy familiarizada con el plano del interior. Tomó por un atajo y llegó en la mitad de tiempo que le habían indicado los secuestradores de su hija. Utilizó aquellos preciosos minutos de más para atar el volante y el acelerador de la furgoneta con una cuerda que encontró en la parte trasera del vehículo. Ahora, aferraba la pistola, con el dedo posado ligeramente sobre el gatillo, mientras recorría las habitaciones a oscuras de la mansión. Estaba bastante segura, al menos con un noventa por ciento de probabilidades, de que Amy no se encontraba allí. Ese diez por ciento de duda fue lo que le indujo a utilizar la furgoneta como una diversión para poder realizar un intento de rescate de su hija, por improbable que fuese. No se hacía ilusiones. Si aquellos hombres tenían a Amy en su poder, no la dejarían en libertad.

Por encima de ella, escuchó el sonido de voces airadas y de pasos que corrían hacia la parte delantera de la casa. Volvió la cabeza hacia la izquierda cuando unos pasos resonaron por el pasillo. Esa persona no corría, y su paso era lento y metódico. Se ocultó entre las sombras y esperó a que pasara. En cuanto lo hubo hecho, le apretó el cañón de la pistola directamente contra la nuca.

– Si haces un solo movimiento, estás muerto -le dijo con una fría determinación-. Las manos encima de la cabeza.

Su prisionero la obedeció. Era alto, de hombros anchos. Lo palmeó en busca de su arma y la encontró en la funda que le colgaba del hombro. Se introdujo la pistola del hombre en el bolsillo de la chaqueta y lo empujó hacia delante. La gran habitación que se encontraba por delante se hallaba bien iluminada. Sidney no pudo escuchar ningún sonido procedente de aquel espacio, pero no creía que el silencio durara mucho tiempo. Pronto imaginarían cuál había sido su estratagema, si es que no lo habían hecho ya. Empujó al hombre para que se apartara de la luz y lo dirigió por un pasillo en penumbras.

Llegaron ante una puerta.

– Ábrela y entra -le dijo.

El hombre abrió la puerta y ella lo empujó hacia el interior. Con una mano, tanteó la pared, en busca del interruptor de la luz. Una vez encendidas las luces, cerró la puerta y miró el rostro del hombre.

Richard Lucas le devolvió fijamente la mirada.

– No pareces sorprendida -le dijo Lucas, con voz serena e inexpresiva.

– Digamos que ya nada me sorprende -replicó Sidney-. Siéntate -le ordenó con un movimiento del arma, indicándole una silla de respaldo recto-. ¿Dónde están los otros?

– Aquí, allá, por todas partes -contestó Lucas con un encogimiento de hombros-. Hay muchos, Sidney.

– ¿Dónde está mi hija? ¿Y mi madre? -Lucas guardó silencio. Sidney sujetó el arma con las dos manos y le apuntó directamente al pecho-. No quiero tonterías contigo. ¿Dónde están?

– Cuando era agente de la CIA fui capturado y torturado por la KGB durante dos meses, antes de que pudiera escapar. En ningún momento les dije nada, y no voy a decírtelo a ti tampoco -contestó Lucas con serenidad-. Y si piensas utilizarme para cambiarme por tu hija, olvídalo. Así que ya puedes ir apretando ese gatillo si quieres, Sidney.

El dedo de Sidney tembló sobre el gatillo y ella y Lucas entablaron un forcejeo de miradas. Finalmente, ella lanzó un juramento por lo bajo y bajó el arma. Una sonrisa se extendió sobre los labios de Lucas.

Ella pensó con rapidez. «Muy bien, hijo de puta.»

– ¿De qué color es el sombrero que llevaba Amy? ¿De colores llamativos? Si la tenéis, deberías saberlo.

La sonrisa desapareció de los labios de Lucas. Hizo una pausa y finalmente contestó:

– Es algo así como beige.

– Buena respuesta. Algo neutral, que puede aplicarse a muchos colores diferentes. -Hizo una pausa y una enorme oleada de alivio se extendió sobre ella-. Sólo que Amy no llevaba ningún sombrero.

Lucas empezó a moverse para lanzarse desde la silla. Un segundo más rápida que él, Sidney le aplastó la pistola contra la cabeza. Lucas cayó al suelo hecho un ovillo, inconsciente. Ella se irguió sobre el cuerpo caído.

– Eres un verdadero asno.

Sidney salió de la habitación y avanzó por el pasillo. Oyó que unos hombres se acercaban desde la dirección por donde había penetrado en la casa. Cambió de dirección y se dirigió de nuevo hacia la habitación iluminada que había visto antes. Miró a la vuelta de la esquina. La luz procedente del interior era suficiente para permitirle mirar el reloj. Rezó una oración en silencio y entró en la habitación, agachada, para situarse por detrás de un alargado sofá con respaldo de madera tallada. Miró a su alrededor y vio una pared con puertas correderas que daba visiblemente al lado del océano. La habitación era enorme, con techos muy altos, de por lo menos seis metros. Una segunda terraza interior corría a lo largo de un lado de la estancia. En otra pared había una colección de libros exquisitamente encuadernados. Había muebles muy cómodos situados por todas partes.

Sidney se encogió todo lo que pudo, ocultándose, cuando un grupo de hombres armados, todos vestidos con monos negros, entraron en la habitación por otra puerta. Uno de ellos ladró algo por un walkie-talkie. Al oír sus palabras, se dio cuenta de que ellos ya sabían de su presencia. Sólo era una cuestión de tiempo que terminaran por encontrarla. Con la sangre martilleándole en los tímpanos, salió de la habitación, manteniéndose fuera de la vista, oculta tras el sofá. Una vez en el pasillo, regresó rápidamente hacia la habitación donde había dejado a Lucas, con la intención de utilizarlo como su pase de salida. Quizá no les importara matar a Lucas con tal de apoderarse de ella, pero ahora era la única opción que le quedaba.

Su plan se encontró inmediatamente con un problema en cuanto descubrió que Lucas ya no estaba en aquella habitación. Le había golpeado muy fuerte, y le extrañó la capacidad de recuperación de aquel hombre. Al parecer, no bromeaba con aquella historia sobre la KGB. Salió nuevamente de la habitación y echó a correr dirigiéndose hacia la puerta por donde había entrado en la casa. Sin duda alguna, Lucas daría la alarma. Probablemente, sólo disponía de unos pocos segundos para escapar. Se encontraba ya a poca distancia de la puerta cuando lo oyó.

– Mamá, mamá.

Sidney se giró en redondo. Los gemidos de Amy se escuchaban pasillo abajo.

– ¡Oh, Dios mío!

Sidney se volvió y echó a correr hacia el lugar de donde procedía el sonido.

– ¿Amy! ¡Amy!

Las puertas de la habitación grande en la que antes había estado se hallaban ahora cerradas. Las abrió de golpe y entró precipitadamente en la estancia, respirando entrecortadamente, buscando atolondradamente a su hija.

Nathan Gamble la miró fijamente, al tiempo que Richard Lucas aparecía tras ella. No estaba sonriendo. Mostraba un lado de la cara visiblemente hinchado. Sidney fue rápidamente desarmada y sujetada por los hombres de Gamble. Le quitaron el disquete del bolso y se lo entregaron a Gamble.

Gamble sostenía en la mano un sofisticado artilugio reproductor de sonidos, del que brotó de nuevo la voz de Amy: «¿Mamá? ¡Mamá!».

– En cuanto descubrí que su esposo me seguía la pista, hice poner dispositivos de escucha en su casa -le explicó Gamble-. De ese modo se consiguen buenas cosas.

– Hijo de puta -exclamó Sidney, mirándolo con ojos encendidos-. Sabía que era un truco.

– Debería haberle hecho caso a sus instintos, Sidney. Yo siempre lo hago.

Gamble apagó la grabadora y se dirigió hacia una mesa de despacho situada contra la pared. Por primera vez, Sidney observó que allí había un ordenador portátil, ya preparado. Gamble tomó el disquete y lo introdujo. Luego se sacó un trozo de papel del bolsillo y la miró.

– Su esposo tuvo una buena idea con lo de la contraseña. Todo hacia atrás. Usted es inteligente, pero me imagino que eso no llegó a adivinarlo, ¿verdad? -Su rostro se arrugó en una sonrisa cuando desvió la mirada desde el trozo de papel hasta Sidney-. Siempre supe que Jason era un tipo listo.

Utilizando un solo dedo, Gamble pulsó una serie de teclas sobre el teclado y estudió la pantalla. Mientras lo hacía, encendió un puro. Satisfecho con el contenido del disquete, se sentó en la silla, cruzó las manos sobre el pecho y arrojó la ceniza del puro al suelo.

Ella no apartaba la mirada de él.

– Hay buenos cerebros en la familia. Lo sabía todo, Gamble.

– Creo que no sabe una mierda -replicó él con serenidad.

– ¿Qué me dice de los miles de dólares que ganó especulando con las variaciones de las tasas de interés de los fondos federales? Los mismos miles de millones de dólares que utilizó para construir Tritón Global.

– Interesante. ¿Cómo lo averiguó?

– Conocía las respuestas antes de que se dieran las pruebas. Estaba chantajeando a Arthur Lieberman. El poderoso hombre de negocios incapaz de ganar un solo centavo sin engañar a alguien. -Casi escupió aquellas últimas palabras. Los ojos de Gamble relucieron ominosamente al mirarla-. Entonces, Lieberman amenaza con descubrirle y su avión se estrella.

Gamble se levantó y avanzó lentamente hacia Sidney, con la mano convertida en un puño que parecía cargado de plomo.

– Gané miles de millones por mi propia cuenta. Entonces, unos competidores celosos pagaron a un par de mis intermediarios para obtener información secreta sobre mí. No podía demostrar nada, pero ellos terminaron con trabajos muy cómodos y yo perdí todo lo que tenía. ¿Lo considera justo? -Dejó de avanzar hacia ella y respiró profundamente-. Sin embargo, tiene razón. Me enteré de la pequeña vida secreta de Lieberman. Conseguí dinero suficiente como para rodearme de lujos y esperar a que llegara mi momento. Pero no fue tan sencillo. -Sus labios se curvaron en una sonrisa maligna-. Esperé a que las personas que me habían jodido tomaran sus posiciones de inversión en las tasas de interés, y luego yo mismo tomé la posición contraria y le dije a Lieberman por dónde tenía que ir. Una vez que todo hubo terminado, volví a encontrarme en lo más alto y aquellos tipos no podían permitirse ni una taza de café. Todo muy bonito y muy limpio, y condenadamente dulce.

El rostro de Gamble se iluminó al recordar su triunfo personal.

– La gente que se mete conmigo recibe su merecido. Sólo que yo les pago mucho peor. Como le sucedió a Lieberman. Como soy un tipo generoso, le pagué a ese hijo de puta más de cien millones de dólares por haber hecho su trabajo con las tasas de interés. ¿Y cómo se le ocurrió demostrarme su gratitud? Intentó acabar conmigo. ¿Acaso tuve yo la culpa de que enfermara de cáncer? Creyó que podía ser más listo que yo, la gran leyenda de la Ivy League. No pensó que yo sabía que se estaba muriendo. Cuando hago negocios con alguien, lo descubro todo sobre él. ¡Absolutamente todo! -El rostro de Gamble se encendió por un instante para terminar por expresar una mueca astuta-. Lo único que lamento es no haber visto una fotografía de su cara cuando se estrelló aquel avión.

– No creía que se decidiera a provocar una matanza, Nathan. Hombres, mujeres y niños.

Gamble pareció repentinamente preocupado y dio una nerviosa chupada a su puro.

– ¿Cree acaso que me gustó hacer eso? Mi negocio es ganar dinero, no matar a la gente. Si hubiera encontrado alguna otra forma, lo habría hecho. Yo tenía dos problemas: Lieberman y su esposo. Ambos sabían la verdad, así que tuve que librarme de los dos. El avión era la única forma de vincularlos a los dos: matar a Lieberman y arrojar la culpa sobre su marido. Si hubiera podido comprar todos los billetes de ese avión, excepto el de Lieberman, lo habría hecho. -Hizo una pausa y la miró-. Si eso hace que se sienta algo mejor, le diré que mi fundación de obras de caridad ya ha entregado diez millones de dólares a las familias de las víctimas.

– Estupendo, ahora resulta que se presenta como benefactor a partir de su propio trabajo sucio. ¿Cree que el dinero es la respuesta a todo?

Gamble exhaló una nubecilla de humo.

– Le sorprendería comprobar con qué frecuencia lo es. Y lo cierto es que yo no tenía que hacer nada por esas familias. Las cosas son como le dije a su amigo Wharton. Cuando voy detrás de alguien que me ha jodido, no me importa quién se interpone en mi camino. Mala suerte si lo hace.

La expresión del rostro de Sidney se endureció repentinamente.

– ¿Como Jason? ¿Dónde está? ¿Dónde está mi esposo, hijo de puta?

Gritó las palabras de un modo descontrolado, furiosa, y se habría lanzado contra Gamble si sus hombres no la hubieran sujetado. Gamble se situó directamente delante de ella y su puño se estrelló contra la mandíbula de Sidney.

– ¡Cierre el pico!

Sidney, que se recuperó rápidamente, se liberó un brazo de un tirón y arañó la cara de Gamble con sus uñas. Asombrado, el hombre retrocedió, llevándose una mano a la piel desgarrada.

– ¡Maldita sea! -gritó.

Gamble se apretó un pañuelo contra la cara, mirándola con furia. Sidney le devolvió la mirada. Le temblaba todo el cuerpo a causa de toda la furia que sentía, más de la que había sentido en toda su vida. Finalmente, Gamble le hizo una seña a Lucas, que abandonó la estancia por un momento. Cuando regresó, no llegó solo.

Instintivamente, Sidney retrocedió al ver entrar en la habitación a Kenneth Scales. El hombre miró a Sidney Archer con unos ojos que despedían un odio intenso. Ella se volvió a mirar a Gamble, que bajó la mirada y suspiró, mientras se volvía a guardar el pañuelo en el bolsillo y se tocaba la cara con cuidado.

– Supongo que me lo merecía. Ya sabe que no tenía intención de matarla, pero usted no pudo dejar las cosas como estaban, ¿verdad? -Se pasó una mano por el cabello-. No se preocupe por su hija. Crearé un gran fondo para ella. Debería estarme agradecida por haber pensado en todo.

Le hizo un gesto a Scales para que se adelantara.

– ¿De veras? -le gritó Sidney-. ¿Pensó también que si yo podía descubrirlo, también se le podía haber ocurrido a Sawyer? -Gamble la miró fijamente-. Como por ejemplo el hecho de que chantajease a Arthur Lieberman al conectarlo con Steven Page. Pero cuando Lieberman estaba a punto de ser nombrado para el cargo en la Reserva, Page contrajo el sida y amenazó con hacerlo saltar todo por los aires. ¿Y qué hizo entonces? Lo mismo que le hizo a Lieberman. Ordenó que asesinaran a Page.

La respuesta de Gamble la dejó asombrada.

– ¿Por qué demonios tendría que haber ordenado su muerte? Trabajaba para mí.

– Está diciendo la verdad, Sidney.

Ella giró la cabeza bruscamente y miró hacia el lugar de donde procedía la voz. Quentin Rowe entró en la habitación. Gamble lo miró fijamente, con los ojos muy abiertos.

– ¿Cómo demonios has logrado entrar aquí?

Rowe apenas se dignó mirarlo.

– Supongo que olvidabas que dispongo de mi propia suite privada en el avión de la empresa. Además, me gusta comprobar que los proyectos se llevan a cabo, hasta su terminación.

– ¿Dice ella la verdad? ¿Hiciste asesinar a tu propio amante?

– Eso es algo que a ti no te importa -contestó Rowe, que lo miró con calma.

– Se trata de mi empresa. Todo lo que le afecte me importa.

– ¿De tu empresa? No lo creo. Ahora que tenemos a CyberCom, ya no te necesito. Mi pesadilla ha terminado por fin.

El rostro de Gamble enrojeció. Le hizo una seña a Richard Lucas.

– Creo que necesitamos enseñarle a este imbécil algo de respeto hacia su superior. -Richard Lucas extrajo su arma, pero Gamble negó con un gesto de la cabeza-. Sólo vapuléalo un poco -dijo, con mirada maliciosamente brillante.

Pero el brillo se apagó rápidamente cuando Lucas hizo girar la pistola hacia su dirección y el puro se le cayó de la boca al jefe de la Tritón.

– ¡Qué demonios es esto! Traidor, hijo de puta…

– ¡Cállate! -le rugió Lucas-. Cierra el pico o te vuelo los sesos ahora mismo. Te juro que lo hago.

La mirada de Lucas se fijó intensamente en el rostro de Gamble y éste se apresuró a cerrar la boca.

– ¿Por qué, Quentin? -Las palabras parecieron flotar suavemente a través de la estancia-. ¿Por qué?

Rowe se volvió y se encontró con la mirada de Sidney fija en él. Respiró profundamente.

– Cuando compró mi empresa, Gamble redactó los documentos legales de tal modo que técnicamente controlaba mis ideas, todo. En esencia, me poseyó también a mí. -Por un momento, miró al ahora dócil Gamble, con una expresión de asco apenas disimulada. Luego se volvió a mirar a Sidney y adivinó sus pensamientos-. Sí, ya sé, la pareja más extraña del mundo.

Se sentó ante la mesa, delante del ordenador y miró fijamente la pantalla mientras seguía hablando. La cercanía del equipo de alta tecnología parecía tranquilizar aún más a Quentin Rowe.

– Pero, entonces, Gamble perdió todo su dinero. Mi empresa no iba a ninguna parte. Le rogué que me permitiera librarme del trato acordado entre nosotros, pero dijo que me perseguiría ante los tribunales durante años si me atrevía a nacerlo. No sabía qué hacer. Entonces, Steven conoció a Lieberman y se concibió el complot.

– Pero tú hiciste matar a Page. ¿Por qué? -Rowe no contestó-. ¿Intentaste descubrir quién le transmitió el sida? -Robert seguía sin contestar. Unas lágrimas cayeron sobre el teclado-. ¿Quentin?

– Yo se lo transmití. ¡Yo lo hice! -explotó Rowe desde su silla. Se levantó, se tambaleó un momento y luego se derrumbó de nuevo sobre el asiento. Continuó hablando con un tono de voz doloroso-: Cuando Steve me dijo que las pruebas dieron positivo, no pude creerlo. Pensamos que podía haber sido Lieberman. Conseguimos una copia de su expediente médico. Estaba limpio. Fue entonces cuando me sometí a un examen. -Le empezaron a temblar los labios-. Y entonces me dijeron que yo también era seropositivo. Lo único en lo que se me ocurrió pensar fue en una condenada transfusión de sangre que me hicieron cuando tuve un accidente de coche. Comprobé las cosas con el hospital y descubrí que algunos otros pacientes sometidos a cirugía también habían contraído el virus durante el mismo período. Se lo conté todo a Steven. Me importaba mucho. Jamás me había sentido tan culpable en toda mi vida. Creía que él lo comprendería. -Rowe respiró profundamente-. Pero no fue así.

– ¿Amenazó con delatarte? -preguntó Sidney.

– Habíamos llegado demasiado lejos, trabajado demasiado duro. Steven ya no podía pensar con claridad y una noche… -Rowe sacudió la cabeza, sumido en el más completo abatimiento-. Una noche acudió a mi apartamento. Estaba muy bebido. Me dijo lo que iba a hacer. Iba a contarle a todo el mundo lo de Lieberman, el plan de chantaje. Todos iríamos a la cárcel. Le dije que hiciera lo que le pareciera más correcto. -Rowe hizo una nueva pausa, con la voz quebrada-. A menudo le administraba sus dosis diarias de insulina, y tenía una reserva en mi apartamento, porque a él siempre se le olvidaba. -Rowe miró las lágrimas que ahora caían sobre sus manos-. Steven se tumbó en el sofá. Mientras dormía, le inyecté una sobredosis de insulina, lo desperté y lo envié en un taxi a su casa. -Tras una pausa, Rowe añadió con voz serena-: Y murió. Mantuvimos nuestra relación en secreto. La policía ni siquiera me interrogó. -Miró a Sidney-. Lo comprendes, ¿verdad? Tenía que hacerlo. Todo por mis sueños, por mi visión del futuro. -Su tono de voz era casi suplicante. Sidney no le dijo nada. Finalmente, Rowe se levantó y se limpió las lágrimas-. La CyberCom era la última pieza que necesitaba. Pero tuve que pagar un alto precio por ello. Con todos los secretos que había entre nosotros, Gamble y yo estábamos unidos de por vida. -Ahora, Rowe sonrió con una mueca repentina, al tiempo que se volvía a mirar a Gamble-. Afortunadamente, le sobreviviré.

– ¡Eres un hipócrita bastardo!

Gamble trató de llegar junto a Rowe, pero Lucas se lo impidió.

– Pero Jason lo descubrió todo cuando repasaba los datos en el almacén, ¿verdad? -preguntó Sidney.

Rowe explotó de nuevo y dirigió sus palabras contra Gamble.

– ¡Idiota! En ningún momento has sabido respetar la tecnología y todo ocurrió por culpa tuya. No te diste cuenta de que los correos electrónicos secretos que enviaste a Lieberman podrían ser captados en una copia de seguridad en cinta, aunque luego tú los borraras. Estabas tan condenadamente obsesionado por el dinero que mantuviste tus propios libros, en los que se documentaban los beneficios obtenidos mediante las acciones de Lieberman. Todo eso estaba guardado en el almacén. ¡Idiota! -exclamó de nuevo. Luego se volvió a mirar a Sidney-. Nunca quise que ocurriera nada de todo esto. Te ruego que me creas.

– Quentin, si cooperaras con la policía… -empezó a decir Sidney.

Rowe estalló en una risotada y las esperanzas de Sidney se desvanecieron por completo. Regresó junto al ordenador portátil y extrajo el disquete.

– Ahora soy el jefe de Tritón Global. Acabo de conseguir la única acción que me permitirá conseguir un mejor futuro para todos nosotros. Y no tengo la intención de perseguir ese sueño desde una celda en la cárcel.

– Quentin…

Pero lo que iba a decir Sidney se quedó congelado cuando Rowe se volvió a mirar a Kenneth Scales.

– Procura que sea rápido. Quiero decir que no hay por qué hacerla sufrir. -Luego hizo un gesto hacia donde se encontraba Gamble-. Arroja los cuerpos al océano, tan lejos como puedas. Que parezca una desaparición misteriosa. Dentro de unos meses, nadie se acordará de ti -le dijo a Gamble, y sus ojos se iluminaron sólo de pensarlo.

Gamble fue sacado lentamente de la estancia, a pesar de sus forcejeos y maldiciones.

– ¡Quentin! -gritó Sidney cuando Scales se le acercó.

Pero Quentin Rowe no se volvió a mirarla.

– ¡Quentin, por favor!

Finalmente, él la miró.

– Sidney, lo siento mucho. De veras que lo siento.

Con el disquete en la mano, se dispuso a abandonar la estancia. Al pasar junto a ella, le dio una suave palmadita sobre el hombro.

Con la mente y el cuerpo aturdidos, Sidney dejó caer la cabeza hacia su pecho. Al levantarla de nuevo, vio unos ojos fríos y azules que parecían flotar hacia ella. El rostro de aquel hombre estaba totalmente desprovisto de emociones. Ella miró a su alrededor. Todos los presentes observaban intensamente el metódico avance de Scales, a la espera de ver cómo la mataría. Sidney rechinó los dientes e hizo denodados esfuerzos por mantener la imagen de su hija fija en su mente. Amy estaba a salvo. Sus padres estaban a salvo. Teniendo en cuenta las circunstancias, eso era lo mejor que había podido conseguir. «Adiós, cariño. Mamá te deja. -Las lágrimas empezaron a resbalar sobre su rostro-. Te ruego que no me olvides, Amy. Te lo ruego.»

Scales levantó su cuchillo y una sonrisa se extendió sobre su rostro al contemplar la brillante hoja. La luz que reflejaba daba al metal un duro color rojizo, tal como había tenido en tantas otras ocasiones en el pasado. La sonrisa de Scales desapareció al observar la fuente de donde procedía aquella luz rojiza y vio entonces el diminuto punto rojo del láser sobre su pecho y el rayo apenas visible, del grosor de un lápiz, que emanaba a partir de aquel punto rojo.

Scales retrocedió, con los asombrados ojos fijos en Lee Sawyer, que le apuntaba con el rifle de asalto dotado con un dispositivo de láser. Desconcertados, los mercenarios contemplaron las armas con que les apuntaban Sawyer, Jackson y los hombres del equipo de rescate de rehenes, así como un grupo de la policía estatal de Maine.

– Tirad las armas, caballeros, o ya podéis empezar a buscar vuestros cerebros por el suelo -aulló Sawyer, que apretó el rifle con fuerza-. ¡Tirad las armas! ¡Ahora mismo!

Sawyer se adelantó unos pasos, entrando en la habitación, con el dedo engarfiado sobre el gatillo. Los hombres empezaron a deponer las armas. Por el rabillo del ojo, Sawyer distinguió a Quentin Rowe, que trataba de desaparecer discretamente. Sawyer hizo oscilar su arma hacia el hombre.

– Me parece que usted no va a ninguna parte, señor Rowe. Siéntese. -Un Quentin Rowe totalmente asustado se volvió a sentar en la silla, con el disquete apretado contra el pecho. Sawyer se volvió a mirar a Ray Jackson-. Acabemos con esto -le dijo.

Sawyer avanzó hacia donde estaba Sidney, para liberarla. En ese preciso instante sonó un disparo y uno de los agentes del FBI cayó al suelo. El intercambio de disparos se desató de inmediato cuando los hombres de Rowe aprovecharon la oportunidad para recoger sus armas y abrir fuego. Los representantes de la ley buscaron rápidamente algún lugar donde cubrirse y respondieron al fuego. Los cañones de las armas refulgieron en toda la estancia y la muerte instantánea pareció abalanzarse sobre los presentes desde todos los rincones. Sólo pasaron unos segundos antes de que las luces de la estancia quedaran apagadas por los disparos de quienes disparaban desde los dos lados, dejando la habitación sumida en la más completa oscuridad.

Atrapada en el fuego cruzado, Sidney se arrojó al suelo, con las manos tapándose las orejas, mientras las balas silbaban por encima.

Sawyer se dejó caer de rodillas y gateó hacia donde estaba Sidney. Desde la otra dirección, Scales, con el cuchillo entre los dientes, reptó por el suelo, hacia ella. Sawyer la alcanzó primero, y la tomó de la mano para conducirla a lugar seguro. Sidney gritó al ver la hoja de Scales, que emitió un destello en el aire. Sawyer extendió el brazo y recibió la parte más fuerte del golpe; el cuchillo le cortó la gruesa chaqueta que llevaba y le desgarró la carne del antebrazo. Con un gruñido de dolor, le lanzó una patada a Scales, perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Scales se abalanzó de inmediato sobre el agente del FBI e hizo descender dos veces la hoja sobre su pecho. La hoja, sin embargo, se encontró con el moderno chaleco antibalas de Teflón que Sawyer llevaba puesto y no causó ningún daño. Scales pagó su error recibiendo en plena boca uno de los enormes puños de Sawyer, mientras Sidney le golpeaba con un codo en la nuca. El hombre aulló de dolor cuando su ya maltrecha boca y su nariz rota recibieron una serie adicional de heridas.

Furioso, Scales se desprendió violentamente de Sidney, que se deslizó sobre el suelo impulsada por el empujón y se estrelló contra la pared. El puño de Scales se aplastó repetidas veces contra el rostro de Sawyer y luego levantó de nuevo el cuchillo, apuntando hacia el centro de la frente del agente del FBI. Sawyer sujetó con una mano la muñeca de Scales y se fue levantando poco a poco, con seguridad. Scales sintió la extraña fortaleza de la corpulencia de Sawyer, compuesta de pura fuerza, que él, mucho más pequeño, no podía contrarrestar. Acostumbrado a ver muertas a sus víctimas antes de que pudieran replicar, Scales descubrió bruscamente que acababa de pescar a un gran tiburón blanco que estaba demasiado vivo para su gusto. Sawyer aplastó la mano de Scales contra el suelo, hasta que el cuchillo salió volando y se perdió en la oscuridad. Luego, Sawyer se echó hacia atrás y lanzó un mazazo que Scales recibió en pleno rostro. El hombre se tambaleó hacia atrás, gritando de dolor, con la nariz ahora aplastada contra su mejilla izquierda.

Ray Jackson se encontraba en un rincón de la habitación, intercambiando disparos con dos de los hombres de Gamble. Tres de los hombres del equipo de rescate de rehenes se habían abierto paso hasta uno de los balcones. Gracias a esta ventaja táctica, estaban ganando rápidamente la refriega. Dos de los mercenarios ya estaban muertos. Otro estaba a punto de seguir el mismo camino después de que una bala le atravesara la arteria femoral. Dos de los policías estatales habían caído heridos, uno de ellos gravemente. Otros dos miembros del equipo de rescate habían sido alcanzados, pero seguían participando en el intercambio de disparos.

Jackson, que se detuvo un momento para recargar, vio a Scales levantarse al otro lado de la habitación, con el cuchillo en la mano, lanzándose hacia la espalda de Lee Sawyer en el momento en que éste trataba de poner nuevamente a salvo a Sidney.

Ray Jackson captó de inmediato el problema desde el otro lado de la estancia. No tenía tiempo para recargar el rifle, la pistola de nueve milímetros estaba vacía y se había quedado sin balas. Si trataba de gritar, Sawyer no podría oírlo en medio del estruendo de los disparos. Jackson se puso en pie de un salto. Como miembro del equipo de fútbol de Los Lobos, de la Universidad de Michigan, Jackson había tenido que correr muchos últimos y duros metros en el campo. Ahora se disponía a correr para salvar su vida. Sus gruesas piernas parecieron explotar bajo él y, mientras las balas silbaban a su alrededor, Jackson alcanzó la máxima velocidad después de haber avanzado apenas tres pasos.

Scales era todo hueso y músculo sólido, pero su estructura soportaba unos veinticinco kilos menos de peso que el corpulento ariete en que se había convertido el agente del FBI, que pesaba casi cien kilos. A pesar de ser un individuo muy peligroso, Scales nunca había experimentado el mundo tan brutalmente violento del fútbol americano.

La hoja de Scales se encontraba a menos de medio metro de distancia de la espalda de Sawyer cuando el hombro de hierro de Jackson chocó contra su esternón. El crujido que se produjo cuando el pecho de Scales se hundió casi pudo escucharse por encima de los disparos. El cuerpo de Scales se vio levantado limpiamente del suelo y no dejó de volar hasta chocar contra la sólida pared de roble, a poco más de un metro de distancia. El segundo crujido, aunque no tan fuerte como el primero, anunció la despedida final de Kenneth Scales del mundo de los vivos, cuando su cuello se partió limpiamente por la mitad. Al derrumbarse sobre el suelo y descansar sobre la espalda, a Scales le llegó finalmente su turno de quedarse mirando hacia lo alto, al vacío, con los ojos muertos. Fue un acontecimiento que había tardado demasiado tiempo en producirse.

Jackson pagó un precio por su heroicidad, ya que recibió una bala en el brazo y otra en la pierna, antes de que Sawyer pudiera librarse del pistolero con múltiples disparos de su pistola de diez milímetros. Sawyer tomó después a Sidney por el brazo y la arrastró hacia un rincón, detrás de una pesada mesa. A continuación regresó presuroso junto a Jackson, que estaba tumbado en el suelo, apoyado contra la pared, y que respiraba con dificultad. Lo arrastró hacia la zona de seguridad. Una bala se introdujo en la pared, a muy pocos centímetros de la cabeza de Sawyer. Luego, otra le alcanzó de lleno en la caja torácica. La pistola se le cayó de la mano y se deslizó sobre el suelo, mientras él rebotaba hacia atrás, tosiendo sangre. El chaleco había vuelto a cumplir con su cometido, pero pudo escuchar el crujido de una costilla tras el impacto. Empezó a incorporarse, pero ahora se había convertido en un pato indefenso.

De repente, una serie de disparos brotaron desde detrás de la mesa tumbada. Tras la lluvia de plomo, un brusco grito surgió de la dirección de donde había procedido el disparo que alcanzó a Sawyer. El agente se volvió a mirar hacia la mesa y sus ojos se agrandaron por la sorpresa al ver que Sidney Archer todavía sostenía la pistola humeante de diez milímetros, a la altura de la cintura. Ella salió desde detrás de la mesa protectora y, con la ayuda de Sawyer, terminó de retirar a Jackson tras la mesa.

Lo sentaron con la espalda contra la pared.

– Maldita sea, Ray, no deberías haber hecho eso.

La mirada de Sawyer examinó rápidamente a su compañero y confirmó que sólo había dos heridas.

– Sí, ¿y permitir que me las hicieras pasar moradas desde tu tumba durante el resto de mi vida? De ningún modo, Lee.

Jackson se mordió el labio cuando Sawyer le arrancó la corbata utilizando la hoja del estilete, e hizo con ella un tosco torniquete por encima de la herida de la pierna de Jackson.

– Aprieta con la mano justo aquí, Ray -dijo Sawyer, guiándole la mano hasta la empuñadura del cuchillo y apretando los dedos con fuerza contra ella.

A continuación se quitó la chaqueta, la apelotonó y la apretó contra la sangrante herida del brazo de Jackson.

– La bala lo cruzó limpiamente, Ray. Te pondrás bien.

– Lo sé. Pude sentir cómo salía. -El sudor cubría la frente de Jackson-. Recibiste un balazo, ¿verdad?

– No, el chaleco lo amortiguó. Estoy bien.

Al echarse hacia atrás, el antebrazo cortado empezó a sangrar de nuevo.

– Oh, Dios mío, Lee -exclamó Sidney al ver el flujo carmesí-. Tu brazo.

Sidney se quitó la bufanda y vendó con ella el antebrazo herido de Sawyer, que la miró afablemente.

– Gracias. Y no lo digo por la bufanda.

Sidney se dejó caer contra la pared.

– Gracias a Dios que pudimos ponernos en contacto cuando me llamaste. Entretuve a Gamble con mis brillantes deducciones para hacerte ganar un poco de tiempo. Pero aun así, no creía que fuera suficiente.

Él se sentó junto a ella.

– Durante un par de minutos, perdí la señal del teléfono celular. Gracias a Dios, la recuperamos de nuevo. -Entonces, se sentó bruscamente, empeorando la costilla agrietada. Miró el rostro maltrecho de Sidney-. Estás bien, ¿verdad? Dios santo, ni siquiera se me ocurrió preguntártelo.

Ella se pasó los dedos por la mandíbula hinchada.

– No es nada que el tiempo y un buen maquillaje no puedan curar. -Le tocó la mejilla hinchada-. ¿Y tú? ¿Cómo estás?

Sawyer se sobresaltó de nuevo.

– ¡Oh, Dios mío! ¿Y Amy? ¿Y tu madre?

Le explicó rápidamente lo de la grabación de las voces.

– Esos hijos de puta -gruñó él.

– No estoy segura de saber lo que habría podido ocurrir si no hubiera contestado a tu mensaje en el busca -dijo ella, mirándole burlonamente.

– La cuestión es que lo hiciste. Me alegro de que llevara conmigo una de tus tarjetas. -Sonrió-. Quizá estos artilugios de alta tecnología tengan sus utilidades…, aunque a pequeñas dosis.

En otro rincón de la habitación, Quentin Rowe se hallaba acurrucado detrás del despacho. Tenía los ojos cerrados y se tapaba las orejas con las manos, para protegerse de los sonidos que explotaban a su alrededor. No se dio cuenta, hasta el último momento, del hombre que se le acercó por detrás. Alguien lo sujetó de la cola de caballo y lo echó violentamente hacia atrás, obligando a su barbilla a retroceder más y más. Luego, las manos se ensortijaron alrededor de su cabeza y, justo antes de escuchar el crujido de su columna, observó la mueca maligna y diabólica de Nathan Gamble. El jefe de Tritón soltó el cuerpo flácido, y Rowe cayó al suelo, muerto. Había experimentado su última visión. Gamble agarró el ordenador portátil, que estaba sobre la mesa de despacho y lo aplastó con tal fuerza sobre el cuerpo de Rowe que se partió por la mitad.

Gamble se inclinó un momento más sobre el cuerpo de Rowe, y luego se volvió, disponiéndose a escapar. Las balas le alcanzaron entonces directamente en el pecho. Miró con los ojos muy abiertos a su asesino, con una expresión primero de incredulidad y luego de furia. Gamble consiguió agarrarse durante un instante a la manga del hombre antes de derrumbarse sobre el suelo.

El asesino tomó el disquete del lugar donde había caído, junto al cuerpo de Quentin Rowe, y salió de la habitación.

Rowe había caído de costado, y su cuerpo quedó apoyado sobre la espalda, con la cabeza vuelta hacia Gamble. Irónicamente, él y Gamble se encontraban a muy pocos centímetros el uno del otro, mucho más cerca de lo que aquellos dos hombres habían estado nunca en vida.

Sawyer asomó la cabeza por encima de la mesa y escudriñó la habitación. Los mercenarios que quedaban habían arrojado sus armas y salían lentamente de sus escondites, con las manos en alto. Los miembros del equipo de rescate de rehenes entraron y, al cabo de un momento, los hombres estaban tumbados en el suelo, boca abajo, con las esposas puestas. Sawyer vio los cuerpos flácidos de Rowe y Gamble. Pero entonces, más allá de las puertas correderas, escuchó pasos que huían apresuradamente. Se volvió hacia Sidney.

– Cuida de Ray. El espectáculo no ha terminado aún.

Y, tras decir esto, se precipitó hacia el exterior.

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