Capítulo 18

Un viento helado azotaba el lugar del desastre mientras los nubarrones comenzaban a tapar el cielo azul brillante. Una legión de personas recorrían la zona marcando los restos con banderitas rojas, que formaban un mar carmesí en el campo de maíz. Cerca del cráter había una grúa con una cesta colgada del cable, con capacidad suficiente para dos hombres. Otra grúa situada en el borde había bajado una cesta idéntica hasta las profundidades del agujero. Del cráter salían más cables conectados a cabrestantes montados en camiones. Aparcada un poco más allá, había una flota de maquinaria pesada que esperaba la orden para la excavación final del cráter. Todavía no habían dado con la pieza más importante: las cajas negras.

Fuera del límite marcado por las vallas amarillas, habían instalado unas cuantas tiendas de campaña. Servían de depósito para las partes recogidas y que eran sometidas a un análisis in situ. En una de las tiendas, George Kaplan servía dos tazas de café caliente. Echó un vistazo a la zona. Por fortuna, había dejado de nevar. Pero la temperatura seguía baja y el pronóstico del tiempo anunciaba nuevas precipitaciones. No era muy alentador. La nieve convertiría la pesadilla logística en algo dantesco.

Kaplan le alcanzó una de las tazas de café a Lee Sawyer, que seguía contemplando el lugar de la catástrofe.

– Fue todo un acierto eso del tanque de combustible, George. La muestra era muy pequeña, pero los análisis del laboratorio demostraron que se trataba de un viejo conocido: ácido clorhídrico. Las pruebas indican que tarda entre dos y cuatro horas en corroer la aleación de aluminio. Menos, si se calienta el ácido. No parece que fuera un accidente.

– ¡Mierda! -exclamó Kaplan-. Como si los mecánicos fueran por ahí con una botella de ácido y lo derramaran por accidente sobre los tanques de combustible.

– Nunca creí que fuera un accidente, George.

Kaplan levantó las manos en un gesto de disculpa.

– Y puedes llevar el ácido en un recipiente de plástico, incluso puedes emplear un pulverizador para medir la cantidad que usas. El plástico no dispara a los detectores de metales. Fue una buena elección.

Kaplan hizo un mueca de disgusto. Volvió a mirar hacia el cráter y después otra vez al agente.

– Fijar un margen de tiempo tan preciso no está mal. Elimina de la lista a una cantidad de posibles sospechosos que no pudieron tener acceso.

– Esa es la pista que estamos siguiendo ahora mismo -comentó Sawyer, y bebió un trago de café.

– ¿De verdad crees que alguien voló todo un avión sólo para cargarse a un tipo?

– Quizá.

– Joder, no quiero hacerme el duro, pero si quieres cargarte a un tío, ¿por qué no pillarlo en la calle y pegarle un tiro en la cabeza? ¿Por qué esto? -Señaló el cráter y después se dejó caer en la silla, con los ojos semicerrados mientras que con una mano se frotaba con fuerza la sien izquierda.

Sawyer se sentó en una de las sillas plegables.

– No estamos muy seguros de que sea éste el caso, pero Lieberman era el único pasajero del avión que podía recibir esa clase de atención especial.

– ¿Por qué demonios tomarse tanto trabajo para acabar con el presidente de la Reserva?

Sawyer se arrebujó en el abrigo cuando una ráfaga de viento helado se coló en el interior de la tienda.

– Verás, los mercados financieros recibieron un buen vapuleo cuando se divulgó la noticia de la muerte de Lieberman. El Dow Jones perdió casi mil doscientos puntos, o sea un veinticinco por cien del total. Los mercados extranjeros también lo están pasando mal. -Sawyer dirigió a Kaplan una mirada significativa-. Y espera a que se filtre la noticia de que el avión fue saboteado. Que la muerte de Lieberman fue algo intencionado. ¿Quién coño sabe lo que podrá pasar?

– ¡Caray! ¿Todo eso por un tipo? -preguntó Kaplan, asombrado.

– Como te dije, alguien mató a Superman.

– Así que tienes un montón de presuntos sospechosos: gobiernos extranjeros, terroristas internacionales y toda esa mierda, ¿no?

Kaplan meneó la cabeza mientras pensaba en el número cada vez mayor de gente malvada en la cada vez más pequeña esfera que llamaban hogar.

El agente del FBI encogió los hombros.

– Digamos que no será el típico asesino callejero.

Los dos hombres guardaron silencio y contemplaron una vez más el lugar donde se había enterrado el avión. Observaron cómo la grúa comenzaba a recoger el cable y, al cabo de dos minutos, la cesta con los dos hombres apareció por encima del pozo. La grúa giró para depositar la cesta en el suelo. Los ocupantes saltaron a tierra. Sawyer y Kaplan miraron, cada vez más ansiosos, a la pareja que corría hacia ellos.

El primero en llegar fue un joven con el pelo rubio ceniza cubriéndole parte de sus facciones angelicales. En la mano llevaba un bolsa de plástico que contenía un objeto metálico pequeño y rectangular ennegrecido por el fuego. El compañero llegó al cabo de unos segundos. Era mayor, y el rostro enrojecido y los jadeos indicaban que correr por el campo no era lo suyo.

– No me lo podía creer -les informó el joven-. El ala de estribor, o lo que queda de ella, estaba encima del fuselaje, bastante intacta. Supongo que el lado izquierdo soportó la mayor parte de la explosión. Por lo que se ve, cuando el morro chocó contra el suelo, abrió un agujero un poco más grande que el diámetro del fuselaje. Las alas golpearon contra los bordes del agujero, y se plegaron hacia atrás y por encima del fuselaje. Todo un milagro.

Kaplan cogió la bolsa y se acercó a la mesa.

– ¿Dónde lo encontraste?

– Estaba sujeto a la parte interior del ala, al lado mismo del panel de acceso al tanque de combustible. Debía estar colocado en el interior del ala por el lado del fuselaje de la turbina de estribor. No sé qué es pero estoy seguro de que no pertenece al avión.

– ¿Así que estaba a la izquierda del lugar donde se partió el ala? -preguntó Kaplan.

– Así es, jefe. Cinco centímetros más y también hubiese desaparecido.

– Por lo que se ve -dijo el hombre mayor, el fuselaje sirvió de escudo para el ala de estribor y la protegió de la explosión posterior al impacto. Cuando se hundieron los bordes del cráter, la tierra debió apagar el incendio casi en el acto. -Hizo una pausa para después añadir con un tono solemne-: Pero la parte delantera de la cabina ha desaparecido. Me refiero a que no queda ni rastro, como si nunca hubiese existido.

Kaplan le pasó la bolsa a Sawyer.

– ¿Sabes qué demonios es esto?

– Sí, lo sé -contestó el agente con una expresión sombría.

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