Sidney se sentó sola en el vagón restaurante del tren que la llevaba a Nueva York. Mientras contemplaba las imágenes fugaces a través de la ventanilla, bebió un trago de café y mordisqueó un bollo calentado en el microondas. El rítmico traqueteo de las ruedas y el suave balanceo del vagón ayudaron a tranquilizarla. Había estado muy alerta cuando abordó el tren y había recorrido varios vagones antes de escoger uno.
Durante buena parte del viaje no había hecho otra cosa que pensar en su hija. Tenía la sensación de que había pasado un siglo desde que la había estrechado entre sus brazos y ahora no tenía ni la más mínima idea de cuándo la volvería a ver. Sólo tenía claro que cualquier intento de ver a Amy representaría poner en peligro a la niña, y eso era algo que nunca haría aunque significara no volver a verla jamás. De todos modos, la llamaría en cuanto llegara a Nueva York. Se preguntó cómo les explicaría a sus padres la pesadilla que les caería encima: los titulares proclamando que su brillante y queridísima hija era ahora una asesina prófuga. No podía hacer nada para protegerlos de la curiosidad periodística. Estaba segura de que los periodistas acabarían por aparecer en Bell Harbor, Maine, pero quizás el viaje al norte de sus padres les protegería durante unas horas del escándalo.
Sidney era consciente de que sólo disponía de una oportunidad para descubrir aquello que había aparecido bruscamente para destruir su vida. La oportunidad estaba en la información contenida en el disquete que ahora viajaba hacia el norte a toda velocidad en manos de Federal Express. El disquete era lo único que tenía. Al parecer, Jason lo consideraba de vital importancia. ¿Y si estaba equivocado? Se estremeció y se obligó a no pensar en esa pesadilla. Tenía que confiar en su marido. Contempló a través de la ventanilla las imágenes difusas de árboles, casas modestas con antenas de televisión torcidas y los feos edificios de las fábricas abandonadas. Se arrebujó en el abrigo y se recostó en el asiento.
En cuanto el tren entró en las oscuras cavernas de Penn Station, Sidney se situó junto a la puerta. Eran las cinco y media de la mañana. No se sentía cansada, aunque no recordaba cuándo había dormido por última vez. Se puso en la cola de los taxis y entonces decidió hacer una llamada telefónica antes de dirigirse al aeropuerto Kennedy. Había pensado en tirar el revólver pero el arma le daba una sensación de seguridad que ahora necesitaba con desesperación. Aún no había decidido cuál sería su punto de destino, aunque el largo viaje en taxi hasta el aeropuerto le daría tiempo para decidirlo.
De camino hacia una cabina de teléfonos, compró un ejemplar del Washington Post y echó un vistazo a los titulares. No había ninguna mención de los asesinatos; tal vez los reporteros no habían conseguido incluir la noticia antes de la hora de cierre o la policía aún no había recibido aviso de los crímenes. En cualquier caso, no tardarían en enterarse. El aparcamiento público abría a las siete, pero los usuarios de las oficinas podían acceder al mismo a cualquier hora.
Marcó el número de sus padres en Bell Harbor. Un mensaje automático le informó de que el teléfono estaba desconectado. Gimió al recordar el motivo. Sus padres siempre desconectaban el teléfono durante el invierno. Sin duda, su padre se había olvidado de pedir la conexión. Lo haría en cuanto llegara a la casa. Si no habían restablecido el servicio es que todavía estaban de camino.
Sidney calculó el tiempo del viaje. Cuando ella era una niña, su padre conducía las trece horas de un tirón, con las paradas imprescindibles para comer y reponer gasolina. Con la edad se había vuelto más paciente. Desde su retiro, había adoptado la costumbre de partir el viaje en dos días, con una parada para dormir. Si habían salido ayer por la mañana, tal como pensaban, llegarían a Bell Harbor a media tarde de hoy. Si habían salido como pensaban. De pronto se le ocurrió que no había verificado la salida de sus padres. Decidió enmendar el fallo de inmediato. El teléfono sonó tres veces antes de que entrara en funcionamiento el contestador automático. Habló para comunicar a sus padres que era ella. A menudo esperaban saber quién llamaba antes de atender. Sin embargo, no respondió nadie. Colgó el teléfono. Volvería a intentarlo desde el aeropuerto. Miró la hora. Tenía tiempo para hacer otra llamada. Ahora que sabía de la vinculación de Paul Brophy con RTG, había algo que no cuadraba. Sólo había una persona a la que podía preguntárselo. Y necesitaba hacerlo antes de que transcendiera la noticia de los asesinatos.
– ¿Kay? Soy Sidney Archer. -La voz al otro extremo de la línea sonó somnolienta al principio, pero después bien despierta cuando Kay Vincent se sentó en la cama-. ¿Sidney?
– Lamento llamar tan temprano, pero necesito que me ayudes con una cosa. -Kay guardó silencio-. Kay, sé todo lo que los periódicos han publicado sobre Jason.
– No me creo ni una sola palabra -la interrumpió Kay-. Jason nunca se habría involucrado en algo así.
– Gracias por decirlo, Kay. -Sidney respiró aliviada-. Comenzaba a creer que era la única que no había perdido la fe.
– Puedes estar tranquila, Sidney. ¿En qué te puedo ayudar?
Sidney se tomó un momento para calmarse y evitar que la voz le temblara demasiado. Miró a un agente de policía que cruzaba el vestíbulo de la estación. Le volvió la espalda y se inclinó sobre el aparato.
– Kay, tú sabes que Jason nunca me hablaba de su trabajo.
– No te extrañe. Aquí nos machacan con esa historia. Todo es secreto.
– Así es. Pero a mí los secretos no me ayudan para nada. Necesito saber en qué estuvo trabajando Jason durante los últimos meses. ¿Se trataba de algún proyecto importante?
Kay cambió el teléfono a la otra oreja. Los ronquidos de su esposo no le dejaban escuchar con claridad.
– Estaba organizando los archivos financieros para el tema de CyberCom. Eso le llevaba mucho tiempo.
– Sé algo de ese asunto.
– Volvía de aquel depósito sucio de pies a cabeza y con el aspecto de quien ha estado peleando con un cocodrilo -comentó Kay más animada-. Pero no cedió e hizo un buen trabajo. De hecho, parecía disfrutar con el asunto. También le dedicó mucho tiempo a la integración del sistema de copias de resguardo.
– ¿Te refieres al sistema informático para archivar copias automáticas del correo electrónico y documentos?
– Eso es.
– ¿Para qué necesitaban integrar el sistema de copias de resguardo?
– Como ya te puedes imaginar, la compañía de Quentin Rowe tenía un sistema de primera antes de que la comprara Tritón. Pero Nathan Gamble y Tritón no tenían nada. Entre nosotros, no creo que Gamble sepa qué es un sistema de copias de resguardo. En cualquier caso, el trabajo de Jason era integrar el sistema viejo de Tritón en el nuevo de Rowe.
– ¿Qué trabajos requería la integración?
– Repasar todos los archivos de Tritón y formatearlos para hacerlos compatibles con el nuevo sistema. Correo electrónico, documentos, informes, gráficos, cualquier cosa que pase por el sistema informático. También completó ese trabajo. Ahora todo el sistema está integrado.
– ¿Dónde guardaban los archivos viejos? ¿En la oficina?
– No. En un almacén en Reston. Las cajas están apiladas hasta el techo. En el mismo lugar donde guardaban los archivos financieros. Jason se pasaba muchas horas allí.
– ¿Quién autorizó los proyectos?
– Quentin Rowe.
– ¿No fue Nathan Gamble?
– Ni siquiera creo que estuviera enterado. Pero ahora sí.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque Jason recibió una carta de Gamble por correo electrónico en la que lo felicitaba por el trabajo hecho.
– ¿De veras? No parece muy propio de Gamble.
– Sí, a mí también me sorprendió. Pero lo hizo.
– Supongo que no recordarás la fecha de la carta, ¿verdad?
– Te equivocas. La recuerdo por un motivo terrible.
– ¿A qué te refieres?
– Fue el día en que se estrelló el avión.
– ¿Estás segura? -preguntó Sidney, alerta.
– Nunca lo olvidaré, Sidney.
– Pero Nathan Gamble estaba en Nueva York aquel día. Yo estaba con él.
– Bah, eso no tiene importancia. Su secretaria se encarga de enviar las cartas esté o no él en el despacho.
A Sidney le pareció que esto no tenía mucho sentido.
– Kay, ¿sabes alguna cosa de las negociaciones con CyberCom? ¿Todavía está pendiente la entrega de los archivos?
– ¿Qué archivos?
– Gamble no quería entregar los archivos financieros a CyberCom.
– No sé nada de eso, pero sí sé que los archivos financieros ya los entregaron.
– ¿Cómo? -gritó Sidney-. ¿Los vio alguien de Tylery Stone?
– No estoy enterada.
– ¿Cuándo los enviaron?
– Aunque parezca una ironía, el mismo día en que Nathan Gamble envió la carta a Jason.
Sidney tuvo la sensación de que le daba vueltas la cabeza.
– ¿El día en que se estrelló el avión? ¿Estás absolutamente segura?
– Tengo un amigo en la sección de correspondencia. Lo llamaron para que llevara los registros al departamento de fotocopias y después ayudó a transportarlos a CyberCom. ¿Por qué? ¿Es importante?
– No lo tengo muy claro.
– ¿Necesitas saber algo más?
– No, gracias, Kay, ya me has dado mucho en qué pensar -Sidney colgó el teléfono y se dirigió otra vez hacia la parada de taxis.
Kenneth Scales miró el mensaje que tenía en la mano, con los ojos entrecerrados. La información del disquete estaba cifrada. Necesitaban la contraseña. Miró a la persona que era la única poseedora de aquel precioso mensaje enviado por correo electrónico. Jason no le hubiera enviado el disquete a su esposa sin incluir la contraseña. Tenía que estar en el mensaje remitido por Jason desde el almacén. La contraseña. Sidney estaba en la cola esperando un taxi. Tendría que haberla matado en la limusina. No era su costumbre dejar a nadie vivo. Pero las órdenes había que cumplirlas. Al menos, la habían mantenido vigilada hasta saber dónde había ido a parar el mensaje. Ahora, en cambio, había recibido la orden de acabar con ella. Avanzó.
En el momento en que Sidney se disponía a subir al taxi, vio el reflejo en la ventanilla del vehículo. El hombre se fijó en ella sólo por un instante, pero alerta como estaba, fue suficiente. Se volvió y sus miradas se cruzaron en un segundo terrible. Los mismos ojos diabólicos de la limusina. Scales soltó una maldición y echó a correr. Sidney se metió en el taxi, que arrancó en el acto. Scales apartó a las personas que le precedían en la cola, derribó al portero que le cerraba el paso y subió al siguiente taxi.
Sidney miró por la ventanilla trasera. La oscuridad y la cellisca le impidieron ver mucho. Sin embargo, había poco tráfico y alcanzó a ver los faros que se acercaban deprisa. Miró al taxista.
– Sé que le parecerá ridículo, pero nos siguen.
Le dio al chófer otra dirección. El taxista dobló bruscamente a la izquierda, después a la derecha y siguió por una calle lateral que lo devolvió a la Quinta Avenida.
El taxi se detuvo delante de un rascacielos. Sidney se apeó de un salto y corrió hacía la entrada, mientras sacaba algo de su bolso. Introdujo la tarjeta de acceso en la ranura y se abrió la puerta. Entró en el edificio y cerró la puerta.
El guardia de seguridad sentado en la recepción la miró con ojos somnolientos. Sidney buscó otra vez en el bolso y sacó su tarjeta de identificación de Tylery Stone. El guardia asintió y volvió a sentarse. Sidney espió por encima del hombro mientras apretaba el botón del ascensor. A estas horas sólo funcionaba uno. El segundo taxi se detuvo frente al edificio. El pasajero salió a toda prisa, corrió hasta las puertas de cristal y comenzó a aporrearlas. Sidney miró al guardia, que se levantó de la silla.
– Creo que ese hombre me seguía -le avisó Sidney-. Quizá se trate de un loco. Vaya con cuidado.
El guardia la observó por un momento antes de asentir. Miró hacia la entrada y caminó hacia las puertas con una mano sobre la cartuchera. Sidney le miró por última vez antes de entrar en el ascensor. El hombre miraba a un lado y a otro de la calle. Sidney exhaló un suspiro de alivio y apretó el botón del piso veintitrés. Medio minuto más tarde se encontraba en el vestíbulo de Tylery Stone. Corrió hacia su despacho. Encendió la luz, sacó la agenda, buscó un número de teléfono y marcó.
Llamaba a Ruth Chils, vecina y amiga de sus padres. La anciana atendió en el acto, y por el tono era obvio que hacía rato que estaba levantada aunque eran las seis de la mañana. Ruth le dio el pésame y luego, en respuesta a las preguntas de la joven, le informó que los Patterson y Amy se había marchado la mañana anterior a eso de las diez. Sabía que iban a Bell Harbor pero nada más.
– Vi que tu padre metía la escopeta en el maletero, Sidney -señaló Ruth con un tono de curiosidad.
– Me pregunto por qué -replicó Sidney. Estaba a punto de despedirse cuando Ruth añadió algo que la sobresaltó.
– Estuve preocupada la noche anterior a que se marcharan. Había un coche que no dejaba de dar vueltas. Yo no duermo mucho, y tengo el sueño ligero. Este es un barrio tranquilo. Por aquí no pasan muchos coches a menos que venga alguien de visita. El coche apareció otra vez ayer por la mañana.
– ¿Vio a alguno de los ocupantes? -preguntó Sidney, temblorosa.
– No, mis ojos ya no son lo que eran, ni siquiera con bifocales.
– ¿El coche todavía está por allí?
– Oh, no. Se marchó en cuanto se fueron tus padres. Por las dudas, tengo el bate de béisbol detrás de la puerta. El que intente entrar en mi casa deseará no haberlo hecho.
Antes de colgar, Sidney le recomendó a Ruth que tuviera cuidado y avisara a la policía si el coche volvía a aparecer, aunque estaba segura de que el vehículo ya estaba muy lejos de Hanover, Virginia, y que ahora se dirigía hacia Bell Harbor, Maine. Ella también tomaría ese rumbo.
Colgó el teléfono dispuesta a marcharse. En aquel instante oyó la campanita del ascensor que se detenía en el piso. No se detuvo a pensar quién podía venir tan temprano a la oficina. En el acto, pensó en lo peor. Desenfundó el revólver y salió corriendo del despacho en la dirección contraria. Al menos tenía la ventaja de conocer el terreno.
El ruido de alguien que corría confirmó sus peores temores. Corrió con todas sus fuerzas; el bolso le golpeaba la cadera. Oyó la respiración de su perseguidor cuando el hombre entró en el pasillo oscuro. Estaba cada vez más cerca. Sidney no había corrido tan rápido desde los tiempos en que jugaba al baloncesto en la universidad, pero era obvio que no era suficiente. Tendría que cambiar de táctica. Dobló en una esquina, se detuvo, dio media vuelta y puso una rodilla en tierra adoptando la postura de tiro, con el revólver preparado. El hombre apareció en la esquina a toda carrera pero se detuvo en seco a un metro de distancia. Sidney miró el cuchillo manchado de sangre que sujetaba en una mano. El cuerpo del asesino se tensó dispuesto al ataque. La muchacha efectuó un disparo que pasó rozando la sien izquierda del hombre.
– La próxima le volará la cabeza. -Sidney se levantó sin desviar la mirada y le indicó que soltara el cuchillo, cosa que él hizo en el acto-.
Muévase -le ordenó. El asesino dio media vuelta y Sidney lo escoltó hasta que llegaron a una puerta metálica-. Ábrala.
La mirada del hombre se clavó en ella. Incluso con el arma apuntándole a la cabeza, Sidney se sintió como una niña que se enfrenta a un perro rabioso con un bastoncillo. Él abrió la puerta y miró al interior. Las luces se encendieron automáticamente. Era el cuarto de las fotocopiadoras. Sidney le señaló con el revólver la puerta que había al otro extremo de la habitación.
– Entre allí. -El hombre entró y Sidney mantuvo la puerta abierta mientras su atacante cruzaba la habitación. Se volvió por un momento antes de abrir la otra puerta. Era la habitación de los suministros de oficina.
– Entre y si abre la puerta, lo mato. -Sin dejar de apuntarle, hizo ademán de coger el teléfono que estaba en un mostrador. En cuanto el desconocido cerró la puerta, Sidney dejó el teléfono, cerró la puerta y echó a correr por el pasillo hasta el ascensor. Apretó el botón y la puerta se abrió en el acto. Gracias a Dios, el ascensor seguía en el piso veintitrés. Entró en la cabina y apretó el botón de la planta baja, atenta a la aparición del hombre. Mantuvo el revólver preparado hasta que el ascensor comenzó a bajar. En cuanto llegó a la planta baja, apretó todos los botones hasta el último piso y salió de la cabina con un suspiro de alivio. Incluso se permitió una ligera sonrisa, que se transformó en una mueca de horror cuando al dar la vuelta en la siguiente esquina estuvo a punto de tropezar con el cadáver del guardia. Sin perder ni un segundo, salió del edificio y echó a correr por la calle.
Eran las siete y cuarto de la mañana. Lee Sawyer acababa de dormirse cuando sonó el teléfono. Estiró la mano y cogió el auricular.
– ¿Sí?
– ¿Lee?
El cerebro somnoliento de Sawyer se despejó en el acto.
– ¿Sidney?
– No tengo mucho tiempo.
– ¿Dónde está?
– ¡Escúcheme! -Sidney estaba otra vez en una cabina de Penn Station.
Sawyer cambió el teléfono de mano mientras apartaba las sábanas.
– Vale, la escucho.
– Un hombre acaba de intentar matarme.
– ¿Quién? ¿Dónde? -tartamudeó Sawyer al tiempo que cogía los pantalones y comenzaba a ponérselos.
– No sé quién es.
– ¿Está bien? -le preguntó ansioso.
Sidney echó una ojeada al vestíbulo abarrotado. Había muchos policías. El problema consistía en que ahora ellos también eran el enemigo.
– Sí.
– Vale. -Sawyer respiró más tranquilo-. ¿Qué está pasando?
– Jason envió un mensaje por correo electrónico después de que se estrellara el avión. En el mensaje incluyó una contraseña.
– ¿Qué? -Sawyer volvió a tartamudear-. ¿Un mensaje? -Con el rostro rojo como un tomate, el agente corrió por la habitación buscando una camisa, calcetines y zapatos, sin soltar el teléfono inalámbrico.
– No tengo tiempo para explicarle cómo recibí el mensaje, pero la cuestión es que lo tengo.
Con un esfuerzo supremo, Sawyer consiguió controlar los nervios.
– ¿Qué coño dice el mensaje?
Sidney sacó del bolsillo la hoja de papel donde estaba el mensaje.
– ¿Tiene algo para escribir?
– Espere un momento.
Sawyer corrió a la cocina y sacó papel y lápiz de un cajón.
– Adelante. Pero asegúrese de leerlo tal cual está escrito.
Sidney así lo hizo, sin olvidar de incluir la ausencia de espacios entre ciertas palabras y los puntos decimales que separaban partes de la contraseña. Sawyer miró lo que había escrito y se lo leyó a la joven para verificar que no faltaba nada.
– ¿Tiene alguna idea de lo que significa el mensaje, Sidney?
– No he tenido mucho tiempo para estudiarlo. Sé que Jason dijo que estaba todo mal, y le creo. Está todo mal.
– ¿Qué me dice del disquete? ¿Sabe lo que contiene? -Releyó el mensaje-. ¿Lo recibió por correo?
– Todavía no lo tengo -mintió Sidney.
– ¿Esta es la contraseña para el disquete? ¿Es un archivo codificado?
– No sabía que era un experto en informática.
– Soy una caja de sorpresas.
– Sí, creo que está codificado.
– ¿Cuándo espera recibirlo?
– No estoy segura. Oiga, tengo que irme.
– Espere un momento. El tipo que intentó matarla. ¿Cómo era?
Sidney le dio la descripción. Se estremeció al recordar los ojos azules del asesino. Sawyer escribió los detalles.
– Meteremos los datos en el sistema y a ver qué encontramos. -De pronto se levantó de un salto-. Aguarde un minuto. La tengo vigilada. ¿Qué coño ha pasado con mis agentes? ¿No está en su casa?
– En estos momentos no estoy, digamos, bajo vigilancia -contestó ella con un nudo en la garganta-. Al menos, por los suyos. Y no, no estoy en mi casa.
– ¿Le importaría decirme dónde está?
– Tengo que irme.
– Ni hablar. Un tipo pretendió matarla, y mis chicos no están en la escena. Quiero saber lo que pasa -protestó Sawyer.
– ¿Lee?
– ¿Qué? -replicó él con voz áspera.
– Pase lo que pase, encuentre lo que encuentra, quiero que sepa que yo no he hecho nada malo. Nada. -Contuvo las lágrimas y añadió en voz baja-: Por favor, créame.
– ¿De qué demonios está hablando? ¿Qué diablos significa eso?
– Adiós.
– ¡No! ¡Espere!
Sawyer escuchó el chasquido al otro lado de la línea y colgó el auricular, furioso. Dejó el mensaje en la mesa junto al teléfono. Se tambaleó. Notaba las piernas flojas y el malestar de estómago era más fuerte de lo habitual. Fue hasta el baño y tomó un antiácido. Se limpió los labios con el dorso de la mano, regresó a la cocina, cogió el trozo de papel con el mensaje y se sentó delante de la mesa. Leyó en silencio las palabras. «Cuidado con la mecanografía.» La primera parte del mensaje sugería que Archer había enviado el mensaje a la persona equivocada. Sawyer, el nombre del destinatario y luego el del remitente. Sidney le había dicho que Jason había enviado el mensaje a su casa. ArchieJW2. Este debía ser el nombre de Jason Archer para el correo electrónico, su nombre y las inicíales. Entonces ArchieKW2 era el nombre de la persona que recibió primero el mensaje. Jason Archer había apretado la K en lugar de la J, esto era claro. ArchieKW2 había devuelto el mensaje al remitente original con un comentario sobre el error, pero al hacerlo había transmitido el mensaje al destinatario real: Sidney Archer.
La referencia al almacén de Seattle tenía sentido. Era obvio que Jason se había metido en graves problemas con las personas que le esperaban. El intercambio había salido mal. «¿Todo mal?» Sidney había insistido en esta parte como una prueba de la inocencia del marido. Sawyer no lo tenía tan claro. «¿Todo al revés?» Era una frase extraña. A continuación, Sawyer miró la contraseña. Caray, Jason tenía que ser un genio si era capaz de recordar semejante contraseña. Sawyer no le encontraba ningún sentido. La leyó y la releyó cíen veces. Era una pena que Jason no hubiese podido concluir el mensaje.
Sawyer movió la cabeza de un lado a otro para aliviar el dolor del cuello y se balanceó en la silla. El disquete. Necesitaban hacerse con el disquete. Mejor dicho, Sidney Archer tenía que recibirlo. El timbre del teléfono lo arrancó de sus pensamientos. Convencido de que era Sidney, se apresuró a cogerlo.
– ¿Sí?
– Lee, soy Frank.
– Coño, Frank, ¿nunca puedes llamar en horarios normales?
– Esto pinta mal, Lee, muy mal. En el bufete de Tylery Stone. En el garaje subterráneo.
– ¿De qué se trata?
– Un triple homicidio. Será mejor que vengas.
Sawyer colgó el teléfono. Acababa de entender el significado de las palabras de Sidney. ¡Hija de puta!
La calle de entrada al garaje subterráneo era un mar de luces azules y rojas dé tantos coches patrulla y ambulancias que había aparcados por todas partes. Sawyer y Jackson mostraron sus placas a los agentes que custodiaban el cordón de seguridad. Frank Hardy, con expresión grave, los recibió en la entrada y los acompañó hasta el último nivel del aparcamiento, a cuatro pisos por debajo del nivel de la calle, donde la temperatura era bajo cero.
– Al parecer, los asesinatos se cometieron a primera hora de la madrugada, así que el rastro es bastante fresco. Los cadáveres están en buen estado, excepto por algunos agujeros de más -les explicó Hardy.
– ¿Cómo te enteraste, Frank?
– La policía avisó al socio gerente de la firma, Henry Wharton, que está en Florida en una convención del bufete. Él llamó a Nathan Gamble que, a su vez, se puso en contacto conmigo.
– ¿Así que todos los muertos trabajaban en la firma?
– Lo puedes ver por ti mismo, Lee. Todavía están aquí. Pero digamos que Tritón tiene un interés particular en estos asesinatos. Por eso Wharton llamó a Gamble con tanta prisa. También acabamos de descubrir que el guardia de seguridad de las oficinas de Tylery Stone en Nueva York fue asesinado a primera hora de esta mañana.
– ¿Nueva York? -Sawyer miró a su amigo.
Hardy asintió.
– ¿Alguna cosa más?
– Todavía no. Pero informaron que vieron a una mujer salir corriendo del edificio alrededor de una hora antes de que encontraran el cadáver.
Sawyer reflexionó sobre este nuevo aspecto del caso mientras se abrían paso entre la multitud de policías y personal de la oficina del forense para llegar junto a la limusina. Las dos puertas delanteras estaban abiertas. Sawyer miró a los dos expertos en huellas digitales que espolvoreaban el exterior del vehículo en busca de huellas. Un técnico fotografiaba el interior del coche y otro filmaba el escenario con una cámara de vídeo. El médico forense, un hombre de mediana edad vestido con una camisa blanca con las mangas arremangadas, la corbata metida en el interior de la camisa, y con guantes de plástico y una mascarilla quirúrgica, conversaba con dos hombres ataviados con gabardinas azules. Al cabo de unos momentos, los dos hombres se reunieron con Hardy y los agentes del FBI.
Hardy presentó a Sawyer y Jackson a Royce y Holman, dos inspectores de homicidios.
– Les he informado del interés del FBI en el caso, Lee -dijo Hardy.
– ¿Quién encontró los cuerpos? -le preguntó Jackson a Royce. -Un contable que trabaja en el edificio. Llegó poco antes de las seis. Su aparcamiento está aquí abajo. Le pareció extraño ver una limusina a estas horas, sobre todo porque ocupaba varias plazas. Los cristales son tintados. Golpeó la puerta, pero nadie le respondió. Entonces abrió la puerta del pasajero. Un error. Creo que todavía está arriba vomitando. Al menos se recuperó lo suficiente para llamarnos.
El grupo se acercó a la limusina. Hardy invitó a los agentes a que echaran un vistazo. Después de mirar en los asientos delanteros y traseros, Sawyer miró a Hardy.
– El tipo que está en el suelo me resulta familiar.
– No te extrañe. Es Paul Brophy.
Sawyer miró a Jackson.
– El caballero en el asiento de atrás con el tercer ojo es Philip Goldman -añadió Hardy.
– Abogado de RTG -señaló Jackson.
– La víctima en el asiento delantero es James Parker, un empleado de la delegación local de RTG; por cierto, la limusina es propiedad de RTG.
– De ahí el interés de Tritón en el caso -apuntó Sawyer.
– Así es -contestó Hardy.
Sawyer se metió un poco más en el vehículo para observar mejor la herida en la frente de Goldman antes de examinar el cadáver de Brophy. Mientras tanto, Hardy le hablaba por encima del hombro, con un tono calmoso y metódico. Él y Sawyer habían trabajado juntos en muchísimos casos de homicidio. Al menos aquí los cadáveres estaban enteros. Habían visto muchos en los que no era así.
– Los tres murieron por heridas de bala. Al parecer, un arma de grueso calibre, disparada a corta distancia. La herida de Parker es de contacto. La de Brophy es de casi contacto. Supongo que a Goldman le dispararon desde menos de un metro por las quemaduras en la frente.
– Así que el asesino estaba sentado en el asiento delantero -señaló Sawyer-. Mató primero al chófer, después a Brophy y luego a Goldman.
– Quizá -dijo Hardy, poco convencido-, aunque el asesino pudo estar sentado junto a Brophy y de cara a Goldman. Mató primero a Parker a través del tabique, luego mató a Brophy y a Goldman, o al revés. Tendremos que esperar el resultado de la autopsia para saber la trayectoria exacta de los proyectiles. Eso nos dará una idea más exacta del orden. -Hizo una pausa y después añadió-: Junto con otros residuos.
El interior de la limusina ofrecía un espectáculo horrible.
– ¿Ya saben la hora aproximada de las muertes? -preguntó Jackson.
– El rigor mortis todavía no se ha establecido del todo, ni mucho menos. Tampoco se ha fijado la lividez -le informó Royce con las notas que había tomado-. Todos están en etapas similares del post mortem, así que a todos los debieron matar más o menos a la misma hora. El forense, después de sumar la temperatura corporal, calcula entre cuatro y seis horas.
– Ahora son las ocho y media -dijo Sawyer-. Así que en algún momento entre las dos y las cuatro de la madrugada.
Royce asintió.
Jackson se estremeció por efecto de la ráfaga de viento helado que los azotó cuando se abrieron las puertas del ascensor cargado de policías. Sawyer hizo una mueca al ver cómo el aliento se condensaba formando nubes. Hardy sonrió al ver la expresión de su amigo.
– Sé lo que estás pensando, Lee. Aquí nadie ha trasteado con el aire acondicionado como ocurrió con tu último cadáver. Claro que con el frío…
– No creo que podamos confiar mucho en el cálculo de la hora de la muerte -le interrumpió Sawyer-. Y creo que cada minuto de error será muy importante.
– Tenemos la hora exacta de entrada de la limusina en el garaje, agente Sawyer -señaló Royce-. El acceso está limitado a los poseedores de llaves autorizadas. El sistema de seguridad del garaje registra al que entra con tarjetas individuales. La tarjeta de Goldman se usó a la una y cuarenta y cinco de esta mañana.
– Por lo tanto, no pudo estar aquí mucho tiempo antes de que lo mataran -opinó Jackson-. Al menos, eso nos da una referencia.
Sawyer no respondió. Se rascó la barbilla mientras no dejaba de observar la escena del crimen.
– ¿El arma?
Holman le mostró una pistola metida en una bolsa de plástico.
– Uno de los agentes encontró esto en la reja de una alcantarilla cercana. Por fortuna, se enganchó con unas basuras porque si no no la hubiéramos encontrado. -Le pasó la bolsa a Sawyer-. Smith amp; Wesson, calibre nueve milímetros. Balas HydraShok. Los números de serie están intactos. Será fácil encontrar al dueño. Se dispararon tres proyectiles de un cargador lleno. -Todos veían con claridad las manchas de sangre en el arma, algo natural si se había efectuado un disparo a quemarropa-. Todo indica que se trata del arma homicida -añadió Holman-. El tirador recogió los casquillos, pero las balas siguen en las víctimas, así que podremos tener una comparación afirmativa de balística si los proyectiles no están muy deformados.
Incluso antes de coger la pistola, Sawyer ya se había fijado en el detalle. Jackson también. Intercambiaron una mirada de pena: la culata rajada.
– ¿Tenéis alguna pista? -preguntó Hardy, que se había fijado en el detalle.
– Mierda -contestó Sawyer, sin saber qué más decir. Metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras miraba la limusina y después el arma-. Estoy casi seguro de que la pistola pertenece a Sídney Archer, Frank.
– ¿Puede repetir el nombre? -preguntaron los dos inspectores al unísono.
Sawyer les informó de la identidad de Sídney y de su pertenencia al bufete.
– Eso es. Leí en el periódico el artículo sobre ella y su marido. Ya me parecía conocido el nombre. Eso explica muchas cosas -señaló Royce.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Jackson.
Royce consultó las notas apuntadas en su libreta.
– El sistema de acceso de la puerta del edificio registra las entradas y salidas fuera del horario de oficina. ¿Adivine quién entró esta madrugada a la una y veintiuno?
– Sidney Archer -respondió Sawyer con un tono cansado.
– Bingo. Maldita sea, el marido y la esposa. Bonita pareja. Pero no conseguirá escapar. Los cadáveres todavía están calientes, no nos lleva mucha ventaja. -Royce parecía muy seguro-. Tenemos muchas huellas en el interior de la limusina. Una vez descartadas las de las víctimas tendremos las suyas.
– No me extrañaría nada que aparecieran huellas de Archer por todas partes -intervino Holman. Señaló la limusina con un ademán- Sobre todo con la cantidad de sangre que hay ahí dentro.
Sawyer se volvió hacia el inspector.
– ¿Ya tiene el motivo?
Royce sostuvo en alto el magnetófono portátil.
– Lo encontré debajo de Brophy. Ya han tomado las huellas dactilares. -El inspector lo puso en marcha. Todos escucharon la grabación hasta el final. A Sawyer se le subieron los colores.
– Esa era la voz de Jason Archer -afirmó Hardy-. La conozco bien. -Meneó la cabeza-. Ahora sólo nos falta el cuerpo.
– Y la otra es la voz de Sidney -añadió Jackson. Miró a su compañero apoyado contra una columna con aspecto desconsolado.
Sawyer asimiló la nueva información y la integró en el paisaje siempre cambiante en que se había convertido el caso. Brophy había grabado la conversación la mañana en que ellos habían ido a entrevistar a Sidney. Por esa razón el muy hijo de puta parecía tan contento consigo mismo. Eso también explicaba el viaje a Nueva Orleans y su entrada en la habitación de Sidney. Hizo una mueca. Él nunca habría revelado voluntariamente lo que Sidney le había contado sobre la llamada telefónica. Pero ahora se había descubierto el secreto. Ella había mentido al FBI. Incluso si Sawyer declaraba -cosa que estaba dispuesto a hacer en el acto- que Sidney le había dado los detalles de la conversación telefónica, estaba claro que había hecho planes para ayudar y proteger a una fugitiva. Ahora se enfrentaba a una condena muy larga. La carita de Amy Archer apareció en sus pensamientos y se sintió todavía peor.
Mientras Royce y Holman se marchaban para continuar con sus investigaciones, Hardy se acercó a Sawyer.
– ¿Quieres que te diga una cosa?
Sawyer asintió. Jackson se unió a ellos.
– Probablemente yo sé un par de cosas que no sabes. Una que Tylery Stone había cesado a Sidney Archer -dijo Hardy.
– Vale -replicó Sawyer sin apartar la mirada de su antiguo compañero.
– Por irónico que parezca, la carta de cese la encontraron en los bolsillos de Goldman. Quizá todo ocurrió de la siguiente manera: Archer viene a su oficina por algún motivo. Tal vez es algo inocente, o tal vez no. Se encuentra con Goldman y Brophy por casualidad o quizás estaban citados. Probablemente Goldman informó a Sidney del contenido de la carta de despido, y después le hace escuchar la grabación. Es un buen material para un chantaje.
– Estoy de acuerdo en que la cinta es muy perjudicial, pero ¿por qué hacerle chantaje? -preguntó Sawyer, que continuaba mirando a Hardy.
– Como te dije antes, hasta que se estrelló el avión, Sidney Archer era la principal abogada en las negociaciones con CyberCom. Estaba al corriente de las informaciones confidenciales, una información que la RTG se desesperaba por conseguir. El precio de dicha información es la cinta. Ella les da la información sobre las negociaciones o si no acaba en la cárcel. De todos modos, la firma la ha despedido. ¿Qué más le da?
– Creía que el marido ya había entregado esa información a la RTG -protestó Sawyer, que no lo veía tan claro-. El intercambio grabado en vídeo.
– Las negociaciones cambian, Lee. Sé de buena fuente que desde la desaparición de Jason Archer los términos de la oferta por CyberCom han cambiado. Lo que Jason les dio eran noticias viejas. Necesitaban información fresca. Y aunque suene irónico, lo que el marido no les pudo dar, lo tenía la esposa.
– Suena como si hubieran hecho un trato. En ese caso, ¿cómo se explican los asesinatos, Frank? Que fuera su pistola no significa que ella la utilizara -señaló Sawyer con un tono sarcástico.
Hardy no se dio por aludido y prosiguió con su análisis.
– Quizá no llegaron a un acuerdo en los detalles. Quizá las cosas se pusieron feas. Quizá decidieron que lo mejor era conseguir la información que necesitaban y después acabar con ella. Quizás es por eso por lo que acabaron en la limusina. Parker llevaba un arma; todavía está en la cartuchera, sin usar. Tal vez hubo una pelea. Ella sacó el arma, disparó y mató a uno de ellos en defensa propia. Horrorizada, decide no dejar ningún testigo.
Sawyer meneó la cabeza violentamente para rechazar la teoría.
– ¿Tres hombres sanos y fuertes contra una mujer? No tiene ningún sentido que la situación se les fuera de las manos. Incluso en el caso de que ella estuviera en la limusina, no puedo creer que fuera capaz de matar a los tres y marcharse tan tranquila.
– Quizá no se marchó tan tranquila, Lee. Tal vez resultó herida.
Sawyer miró el suelo de cemento junto a la limusina. Había unas cuantas manchas de sangre, pero no se veía ninguna más allá. El escenario que pintaba Hardy, aunque poco concreto, podía ser creíble.
– Así que mata a tres hombres y se va sin la cinta. ¿Por qué?
– La encontraron debajo de Brophy. El tipo era fornido, casi cien kilos de peso muerto. Necesitaron a dos policías bien corpulentos para mover el cadáver cuando lo identificaron. Entonces descubrieron la cinta. La respuesta más sencilla es que ella no pudo conseguirla físicamente. O quizá no sabía que estaba allí. Por lo que parece, se le cayó del bolsillo cuando se desplomó. Entonces ella tuvo miedo y escapó. Lanzó la pistola en una alcantarilla y siguió corriendo como alma que lleva el diablo. ¿Cuántas veces tú y yo hemos visto casos parecidos?
– Tiene sentido, Lee -opinó Jackson.
Sin embargo, Sawyer se mostró poco convencido. Se acercó a Royce, que estaba firmando unos papeles.
– ¿Le importa si llamo a un equipo de los míos para hacer unas pruebas?
– Usted mismo. Casi nunca rechazo la ayuda del FBI. Ustedes son los tipos que tienen el dinero del gobierno. ¿Nosotros? Tenemos suerte si nos ponen gasolina en los coches.
– Me gustaría que hicieran algunas pruebas en el interior de la limusina. Mi equipo puede estar aquí en veinte minutos. Quiero que examinen los cadáveres en la posición que están. Después pediré que hagan una investigación más a fondo en el laboratorio, sin los cuerpos desde luego.
Royce consideró la propuesta durante unos instantes.
– Me ocuparé del papeleo -dijo mientras miraba a Sawyer con un poco de recelo-. Verá, siempre agradezco la colaboración del FBI, pero ésta es nuestra jurisdicción. Me molestaría que los méritos se los llevara otro cuando resuelva este caso. ¿Oye lo que le digo?
– Con toda claridad, detective Royce. Es su caso. Cualquier cosa que descubramos estará a su disposición para resolver el asesinato. Espero de todo corazón que consiga un ascenso y un aumento de sueldo.
– Usted y mi esposa.
– ¿Puedo pedirle un favor?
– Inténtelo.
– ¿Le importa que uno de sus técnicos tome muestras de residuos de pólvora de cada uno de los tres muertos? Nos queda poco tiempo. Haré que mi gente analice las muestras.
– ¿Cree que alguno de ellos pudo disparar el arma?
– No lo sé. Pero así saldremos de dudas.
Royce se encogió de hombros y llamó a uno de los técnicos. Después de explicarle lo que querían, miraron cómo la mujer cargaba con una pesada maleta. La abrió y comenzó los preparativos para realizar la prueba de residuos de pólvora. Disponían de poco tiempo: en una situación ideal las muestras había que recogerlas dentro de las seis horas posteriores al disparo, y Sawyer tenía miedo de no cumplir el plazo.
La técnica mojó varios bastoncillos con algodón en la punta en una solución de ácido nítrico diluido. Pasó un bastoncillo por la palma y el dorso de las manos de cada uno de los cadáveres. Si alguno de ellos había disparado un arma, las muestras revelarían la presencia de depósitos de bario y antimonio, dos componentes básicos en la fabricación de casi todo tipo de municiones. No era algo concluyente. El hecho de conseguir un resultado positivo no significaba que alguno de ellos hubiera disparado el arma homicida, sino en las últimas seis horas. Además, podían sencillamente haber tocado el arma después de haber sido disparado -quizás en el transcurso de una pelea- y ensuciarse las manos con los residuos depositados en el exterior del arma. Pero un resultado positivo sin duda ayudaría a la causa de Sidney. Aunque todas las pruebas señalaban su presencia en la escena del crimen, Sawyer estaba seguro de que ella no había apretado el gatillo.
– ¿Un favor más? -le preguntó Sawyer a Royce, que enarcó las cejas-. ¿Me puede facilitar una copia de la cinta?
– Faltaría más.
Sawyer subió en el ascensor hasta el vestíbulo, caminó hasta su coche y llamó a un equipo forense del FBI. Mientras esperaba que llegaran, un pensamiento machacaba la mente de Sawyer. ¿Dónde demonios estaba Sidney Archer?