El inspector Forrester se recostó en el sofá. Se encontraba en una acogedora sala de estar a poca distancia de Muswell Hill, en las afueras del norte de Londres, para visitar a su terapeuta.
Se imaginaba que era una especie de estereotipo. Un policía con neurosis, un policía jodido. Pero no le importaba. Las sesiones le servían de ayuda.
– Y bien, ¿cómo te ha ido la semana? -La terapeuta tenía sesenta y tantos años. Doctora Janice Edwards. Pija en el buen sentido. A Forrester le gustaba el hecho de que ella fuera algo mayor. Eso significaba que podía contarle sus secretos, conseguir una catarsis, hablar sin distracciones emocionales. Y necesitaba hablar. Aunque le costara cincuenta libras la hora. A veces hablaba de su trabajo y otras sobre otros asuntos. Asuntos más oscuros. Asuntos serios. Sin embargo, nunca llegaba a profundizar en ello. Su hija. Quizá algún día lo hiciera.
– Y bien -repitió la doctora Edwards en algún lugar por detrás de la cabeza de Forrester-. Hablame de tu semana…
Con los ojos fijos en la ventana, la mirada perdida, las manos descansando sobre el estómago, Forrester comenzó a hablarle a su terapeuta sobre el caso de Craven Street.
– No tenemos testigos. Salieron sin ser vistos. Utilizaron guantes de piel pero los forenses no pueden encontrar ningún rastro de ADN. La herida de cuchillo no sirve de nada. Una hoja normal. No hemos encontrado una sola huella. -Se frotó la cabeza. La terapeuta murmuró algo mostrando interés. Continuó hablando-: Me emocioné de verdad cuando descubrí que la bodega que excavaron había sido antes…, en fin, encontraron algunos huesos antiguos de hace muchos años…, pero no fue en realidad una pista, sino una simple coincidencia, creo. Pero sigo sin tener ni idea de lo que estaban buscando. Tal vez se trate de una gamberrada, una simple travesura de estudiantes que terminó saliendo mal, quizá estuvieran colocados por alguna droga… -Forrester se dio cuenta de que estaba divagando, pero no le dio especial importancia-. Y en ésas estoy. Tengo a un tipo sin lengua en el hospital, no hay ninguna pista y… bueno, esa ha sido mi semana, una semana de mierda…, y eso es todo lo que… ya sabes… -Se fue callando poco a poco.
A veces, eso era lo que ocurría en la terapia. No decía nada de importancia y después se quedaba en blanco. Pero entonces, Forrester sintió que, surgidas de la nada, le invadían de repente la pena y la rabia. Quizá fuera la oscuridad que inundaba el exterior, o la quietud de la habitación. O el recuerdo de aquel pobre hombre golpeado y maltratado. Pero ahora deseaba de verdad hablar de algo mucho más profundo, algo mucho más oscuro. La verdad. Había llegado el momento. Quizá fuera la hora de hablar de Sarah.
Pero el silencio invadía la habitación. Forrester pensó en su hija. Cerró los ojos. Se recostó. Y pensó en Sarah. Sus ojos azules y confiados. Su risa aturdida. Sus primeras palabras. Manzana. «Anana». El primer bebé. Una hija preciosa. Y después…
Se frotó los ojos. No podía hablar de eso. Todavía no. Podía pensar en ella. Pensaba en ella todo el tiempo. Pero no podía hablar. Todavía no.
Tenía siete años. Había salido en plena oscuridad, una noche de invierno. Cruzó la puerta, cuando nadie miraba. Y después buscaron por todas partes; la policía, los vecinos…, todos buscaron.
Y la encontraron. En medio de la carretera, bajo un puente de la autopista. Y nadie supo si había sido un asesinato o si simplemente se había caído por el puente. Porque el cuerpo estaba machacado. Atropellado por un montón de vehículos en la oscuridad. Probablemente, los camiones y los coches creyeran que habían pasado por encima de un trozo de neumático.
Forrester sudaba. No había pensado con tanta intensidad en Sarah desde hacía meses, quizá años. Sabía que tenía que liberar todo esto. Dejarlo salir. Pero no podía. Se giró y dijo:
– Lo siento, doctora. No puedo. Sigo pensando en eso a todas horas, todos los días, ¿sabe? Pero… -Tragó saliva. No le salían las palabras, aunque los pensamientos acudían a toda velocidad. Todos los días se preguntaba, incluso ahora: «¿La encontró alguien, la violó y la dejó caer por el puente o simplemente se cayó? Pero si simplemente se cayó, ¿cómo pudo suceder?». A veces, pensaba que lo sabía. A veces, en lo más profundo de sí mismo, sospechaba que había sido asesinada. Él era policía. Sabía de estas cosas. Pero no había testigos, ni pruebas. Quizá nunca lo sabrían. Suspiró y miró a la terapeuta. Estaba serena. Serena, con sesenta y cinco años, el pelo canoso y una sonrisa tranquila.
– No importa -le dijo-. Algún día…
Forrester asintió. Sonrió al pensar en su frase de siempre. «Quizá algún día».
– A veces, me cuesta trabajo. Mi mujer se deprime y se da la vuelta por la noche. Pasan los meses sin que tengamos sexo, pero al menos estamos vivos.
– Y tenéis a vuestro hijo.
– Sí. Lo tenemos a él. A veces pienso que hay que estar agradecidos por lo que tenemos en lugar de por lo que no tenemos. ¿Qué es lo que dicen los alcohólicos en las reuniones de Alcohólicos Anónimos? Para lograrlo hay que fingirlo. Todas esas sandeces. Imagino que eso es lo que tengo que hacer yo. Fingir a veces que estoy bien. -Volvió a detenerse y el silencio resonó en toda aquella cálida sala de estar. Al final se incorporó en su asiento. Había terminado su hora. Lo único que podía oír era el tráfico, amortiguado por las ventanas y las cortinas.
– Gracias, doctora Edwards.
– Por favor. Ya te he dicho que me llames Janice. Llevas seis meses viniendo aquí.
– Gracias, Janice.
Ella sonrió.
– ¿Nos vemos la semana que viene?
Él se puso de pie. Le dio la mano con educación. Forrester se sentía purificado y con algo más de ánimo.
Condujo de vuelta a Hendon, calmado y pensativo. Otro día. Había pasado otro día. Sin beber ni gritar.
Oyó el ruido de su hijo cuando metió la llave en la cerradura de la puerta. Su esposa estaba en la cocina viendo las noticias en la televisión. El olor a pasta al pesto invadía todos los rincones. Todo iba bien. Las cosas iban bien. En la cocina, su mujer lo besó y él le dijo que había estado en una sesión. Ella sonrió y pareció relativamente contenta.
Antes de la cena, Forrester salió al patio y se lió un porro diminuto. No se sintió culpable al hacerlo. Se fumó la hierba, de pie en el patio, exhalando el humo azul hacia el cielo estrellado, y notó cómo los músculos de su cuello se relajaban. Después volvió a entrar en la casa, se tumbó en el suelo de la sala de estar y ayudó a su hijo con un puzle. Y de pronto, sonó aquella llamada de teléfono.
En la cocina, su mujer estaba colando los macarrones. Vapor caliente. El olor del pesto.
– ¿Sí?
– ¿Inspector jefe?
Forrester reconoció de inmediato el acento finlandés de su subalterno.
– Boijer, estaba a punto de cenar.
– Lo siento, señor, pero he recibido una llamada extraña…
– ¿Y bien?
– Ese amigo mío… Skelding, ya sabe, Niall.
Forrester pensó un momento y después lo recordó: el tipo alto que trabajaba en la base de datos de asesinatos del Ministerio del Interior británico. Habían estado tomando juntos una copa en una ocasión.
– Sí, lo recuerdo. Skelding. Trabaja en el HOLMES.
– Eso es. Pues bien, me acaba de llamar y me ha dicho que tienen un nuevo homicidio, en la isla de Man.
– ¿Y?
– Han matado a un hombre. Muy desagradable. En una casa grande.
– La isla de Man queda muy lejos.
Boijer estaba de acuerdo. Forrester vio cómo su mujer echaba sobre los macarrones el pesto de un intenso color verde. Se parecía un poco a la bilis; pero olía bien. Forrester tosió con impaciencia.
– Como he dicho, mi mujer acaba de preparar una deliciosa cena y…
– Sí, señor. Lo siento, pero la cuestión es que, antes de que este hombre fuera asesinado, los asaltantes le grabaron un símbolo en el pecho.
– Te refieres a…
– Sí, señor. Eso es. Una estrella de David.