¿Así que éstos son los relieves, los nuevos que ha mencionado en el artículo?
– Ja.
Rob estaba en mitad de la excavación, junto a Breitner. Los dos se encontraban al lado de un foso, con la mirada dirigida hacia un círculo de piedras altas en forma de T dentro del recinto que tenían más abajo. Aquéllos eran los megalitos. Alrededor de todos ellos, la excavación iba avanzando con celeridad. Unos trabajadores turcos cepillaban y sacaban paladas de tierra, bajando por las escalerillas y transportando carretillas de escombros por las pasarelas. El sol calentaba.
Aquellas excavaciones eran extrañas, y aun así le resultaban familiares, porque Rob las había visto en las fotografías del periódico. Había una piedra con relieves de leones y unos cuantos pájaros deteriorados; tal vez patos. La siguiente piedra mostraba algo parecido a un escorpión. Casi la mitad de los megalitos tenían relieves similares, muchos de ellos muy erosionados, otros no. Rob sacó algunas fotografías con la cámara de su móvil y después garabateó unas notas en su libreta, dibujando lo mejor que supo la extraña forma de T de los megalitos.
– Pero, por supuesto -dijo Breitner-, eso no es todo. Komm.
Caminaron por un lado del foso hasta otra zona que estaba a un nivel inferior. En ese recinto había tres pilares más de color ocre rodeados por un muro hecho de ladrillos de adobe. Restos de lo que parecían baldosas centelleaban en el suelo entre los pilares. Una chica alemana y rubia saludó a Rob con un Guten Tag al pasar por su lado; llevaba una bolsa pequeña de plástico traslúcido llena de diminutos pedernales.
– Tenemos aquí a muchos estudiantes de Heidelberg.
– ¿Y el resto de los trabajadores?
– Todos kurdos. -Los risueños ojos de Breitner se nublaron por un momento detrás de sus gafas-. Por supuesto, también tengo otros expertos aquí. -Sacó un pañuelo y se secó el sudor de la calva-. Y ésta es Christine…
Rob se giró. Acercándose a él desde la tienda que hacía de oficina había una pequeña pero decidida figura con pantalones de color caqui y una camisa increíblemente blanca y limpia. El resto de las personas de la excavación estaban cubiertas del omnipresente polvo beis de las aparentemente agotadas lomas de Gobekli Tepe. Pero no ésta arqueóloga. Rob se sintió tenso, como siempre que le presentaban a una joven atractiva.
– Christine Meyer. ¡Mi chica de los esqueletos!
La mujer pequeña y de cabello oscuro tendió su mano.
– Osteoarqueóloga. Me dedico a la antropología biológica. Restos humanos y cosas así. Aunque todavía no hayamos encontrado nada de esa naturaleza.
Rob detectó un acento francés. Como si hubiera adivinado los pensamientos de Rob, Breitner intervino.
– Christine estuvo en Cambridge como ayudante de Isobel Previn, aunque es de París. Somos muy internacionales aquí…
– Sí, soy francesa. Pero viví muchos años en Inglaterra.
Rob sonrió.
– Yo soy Rob Luttrell. Compartimos algo. Quiero decir, soy estadounidense, pero he vivido en Londres desde los diez años.
– ¡Está aquí para escribir sobre Gobekli! -se rió Breitner-. Así que voy a enseñarle el lobo.
– El cocodrilo -lo corrigió Christine.
Breitner soltó una carcajada y después se dio la vuelta y siguió caminando. Rob miró a los dos científicos confundido. Breitner le hizo una señal con la mano para que le siguiera.
– Komm. Se lo enseñaré.
Dieron otro paseo alrededor de varias zanjas y montones de escombros. Rob miró a su alrededor. Había megalitos por todas partes. Algunos seguían a medio enterrar. Otros estaban inclinados formando ángulos peligrosos.
– Es mucho más grande de lo que esperaba… -murmuró.
El estrecho camino les obligaba a caminar en fila india. Detrás de Rob, Christine respondió:
– El GPR y el electromagnetismo dan a entender que quizá haya otras doscientas cincuenta piedras enterradas bajo las colinas. Puede que más.
– ¡Vaya!
– Es un lugar increíble.
– Y desde luego, increíblemente antiguo, ¿no?
– Cierto.
Breitner aceleró el paso por delante de ellos. A Rob le pareció como un niño que está deseando enseñar a sus padres su nueva habitación. Christine siguió hablando.
– En realidad, ha sido muy difícil establecer la datación del yacimiento: no hay ningún resto orgánico.
Llegaron a una escalerilla de metal y Christine se colocó al lado de Rob.
– Así. Haga como yo. -La bajó casi sin rozarla, con energía. Estaba claro que no le importaba ensuciarse, a pesar de su camisa.
El periodista fue detrás con bastante menos rapidez. Ahora estaban abajo, a nivel del suelo en una de las fosas. Los megalitos se elevaban a su alrededor, como lúgubres guardianes. Rob se preguntó cómo se sentiría uno estando allí por la noche y rechazó aquella fugaz idea. Sacó su libreta.
– Estaba hablando sobre la datación.
– Sí. -Christine frunció el ceño-. Hasta hace poco no pudimos estar seguros de la antigüedad del lugar. Es decir, sabíamos que era muy antiguo… pero no si era del Neolítico PP A o PPNB…
– ¿Perdón?
– La semana pasada conseguimos por fin datar algo de carbón que encontramos en un megalito.
Rob tomó nota de aquel dato.
– Y tiene diez u once mil años, ¿no es así? ¿Es eso lo que decía el artículo del periódico?
– La verdad es que ese reportaje no era muy preciso. Incluso la datación con carbono no es más que una estimación. Para conseguir una fecha más exacta comparamos el análisis del radiocarbono con algunas de las piezas de sílex que hemos encontrado. Puntas de tipo Nemrik o Biblos, los tipos de puntas de flecha o cosas similares. Comparando estos datos con otros creemos que Gobekli está en realidad más cerca de los doce mil años de antigüedad.
– De ahí la excitación.
Christine lo miró fijamente, apartándose el oscuro cabello de sus ojos claros. Después se rió.
– Creo que Franz quiere que veas su lagartija.
– Lobo -la corrigió Breitner de pie junto a otro pilar semiente rrado con forma de T. A los pies de este pilar, pegado a la parte superior de una piedra, estaba la escultura de un animal de unos treinta centímetros de largo. Había sido delicadamente esculpida y parecía curiosamente nueva. Su mandíbula de piedra se dirigía hacia el suelo. Rob miró a Breitner y al trabajador turco que había detrás de él. El turco fulminaba a Breitner con una mirada que parecía de enfado, incluso odio. Era una expresión horrible. Cuando el hombre vio que Rob se fijaba en él, se giró y subió la escalerilla rápidamente. El periodista volvió a dirigir la vista a Breitner, que permanecía totalmente ajeno a ese pequeño incidente.
– Lo encontramos ayer mismo.
– ¿Qué es?
– Creo que es un lobo, a juzgar por las patas.
– Y yo creo que es un cocodrilo -dijo Christine.
Breitner se rió.
– ¿Ve? -Volvió a ponerse las gafas, que centellearon al brillante sol y, por un momento, Rob sintió una repentina admiración por aquel hombre, tan encantado y entusiasmado con su trabajo. Breitner continuó hablando-: Usted, yo y estos trabajadores somos las primeras personas que hemos visto esto desde… el final de la Edad del Hielo.
Rob pestañeó. Aquélla sí que era una idea verdaderamente impresionante.
– Esta excavación es algo muy novedoso para nosotros -añadió Christine-. Nadie sabe lo que es. Está viendo algo muy importante por primera vez. No hay nadie que lo esté interpretando para usted. Lo que crea que esto pueda ser es tan válido como lo que crea cualquier otro.
Rob se quedó mirando la mandíbula de la criatura de piedra.
– A mí me parece un gato. O un conejo enfadado.
Frotándose el mentón, Breitner contestó:
– ¿Un felino? No lo había pensado, ¿sabe? Alguna especie de gato montés…
– ¿Puedo incluir todo esto en mi artículo?
– Ja, natürlich -contestó Breitner. Pero no sonrió cuando lo dijo-. Y ahora creo… un poco de té.
Rob asintió. Estaba sediento. Breitner le condujo de nuevo a través del laberinto de fosos cubiertos y abiertos, recintos tapados con lonas y trabajadores que transportaban cubos. Por encima del último montículo había un área más llana con toldos sin paredes con alfombras rojas. Un samovar en una de las esquinas tenía tres vasos en forma de tulipán con cay turco dulce. Las tiendas abiertas proporcionaban una vista espectacular: más allá se extendían las infinitas planicies amarillas y las llanas y polvorientas colinas que se ondulaban hacia Siria e Iraq.
Durante varios minutos charlaron sentados. Breitner le explicaba cómo los alrededores de Gobekli solían ser mucho más fértiles y no el desierto en el que se habían convertido.
– Hace diez o doce mil años esta zona era mucho menos árida. De hecho, era hermosa, un paisaje de pastoreo. Rebaños de ganado, huertos de árboles frutales, ríos llenos de peces… Por eso hay en las piedras grabados de animales, criaturas que ya no viven aquí.
Rob tomó nota. Quería saber más, pero en ese momento una pareja de obreros turcos se acercaron y le hicieron a Breitner una pregunta en alemán. Rob conocía lo suficiente el idioma como para entender su significado: querían excavar una zanja mucho más profunda para acceder a un nuevo megalito. Breitner estaba claramente preocupado por la seguridad de una excavación tan importante. Por fin, el arqueólogo suspiró, se encogió de hombros mirando a Rob y se fue para solucionar aquello. Al marcharse, Rob se percató de que uno de los obreros fruncía el ceño con una expresión extraña y sombría. Definitivamente, allí flotaba una cierta tensión. ¿Por qué? Se preguntó si debía mencionar sus sospechas ahora que él y Christine estaban solos. El ruido de la excavación se amortiguaba en la distancia. Lo único que Rob podía oír era el tintineo de las palas y los picos, pequeños ruidos que ocasionalmente traía el viento caliente del desierto. Estaba a punto de hacerle la pregunta a Christine cuando ésta dijo:
– Entonces, ¿qué te parece Gobekli?
– Es increíble, por supuesto.
– Pero ¿sabes hasta qué punto es increíble?
– Creo que sí. ¿No? -Ella lo miró con escepticismo-. Entonces, ¿por qué no me lo dices?
Christine dio un sorbo a su vaso de té con forma de tulipán.
– Piénsalo de este modo, Rob. Lo que tienes que recordar es… la edad del yacimiento. Doce mil años.
– ¿Y…?
– Y recordar lo que los hombres hacían en aquella época.
– ¿A qué te refieres?
– Los hombres que construyeron este lugar eran cazadores-recolectores.
– ¿Hombres de las cavernas?
– En cierto modo, sí. -Le dedicó una mirada directa y seria-. Antes de descubrir Gobekli Tepe no teníamos ni idea de que unos hombres tan primitivos pudieran construir algo como esto, que pudieran crear arte y una arquitectura sofisticada. Y rituales religiosos complejos.
– ¿Porque no eran más que simples hombres de las cavernas?
– Exacto. Gobekli Tepe representa una revolución en nuestra percepción. Una verdadera revolución. -Christine apuró lo que le quedaba de té-. Cambia el modo en que debemos entender toda la historia de la humanidad. Es más importante que cualquier excavación de ninguna otra parte del mundo de los últimos cincuenta años y uno de los mayores descubrimientos arqueológicos de la historia.
Rob estaba intrigado y muy impresionado. También se sintió un poco como un niño del colegio al que le están enseñando.
– ¿Cómo lo hicieron?
– Ésa es la cuestión. Hombres con arcos y flechas que ni siquiera tenían cerámica. Ni ganado. ¿Cómo construyeron este enorme templo?
– ¿Templo?
– Pues sí, lo más probable es que sea un templo. No hemos encontrado pruebas de que haya estado habitado, ni señal alguna de los asentamientos más rudimentarios. Sólo imágenes estilizadas de la caza. Imaginería de celebraciones o rituales. Posiblemente hayamos encontrado nichos para huesos, para ritos funerarios. Por eso, Breit ner cree que es un templo, el primer edificio religioso del mundo diseñado para celebrar la caza y venerar a los muertos. -Sonrió tranquila-. Y creo que tiene razón.
Rob dejó el bolígrafo y pensó en la expresión de excitación y alegría de Breitner.
– La verdad es que el tipo está contento, ¿verdad?
– ¿No lo estarías tú? Es el arqueólogo más afortunado del mundo. Está sacando a la luz el yacimiento más espectacular que existe.
Rob asintió y siguió tomando notas. El entusiasmo de Christine era casi tan contagioso como el de Breitner. Y sus explicaciones resultaban más claras. Rob seguía sin compartir el asombro de ellos por la «verdadera revolución en nuestra percepción» que representaba Go bekli, pero empezaba a adivinar un artículo impresionante. Con toda seguridad en la segunda página del periódico principal. Mejor aún: un gran artículo en un suplemento a color con imágenes de las cavernas de colores vivos. Oscuras fotos de las piedras por la noche. Fotografías de los trabajadores cubiertos de tierra…
Entonces recordó la reacción de Radevan ante la mención del lugar y la mirada furiosa del trabajador. Y el leve cambio de humor de Breitner cuando hablaron sobre su artículo. Y la tensión por lo de la zanja. Christine se había acercado al samovar y llenó sus vasos con más té negro, caliente y dulce. Se preguntó si decir algo. Cuando ella volvió, él comentó:
– Pero lo curioso es, Christine, que aunque sé que esta excavación es increíble, ¿sienten todos lo mismo al respecto?
– ¿A qué te refieres?
– Pues… sólo que… he percibido vibraciones de la gente de aquí… Una cierta actitud… no demasiado buena. Este lugar molesta a algunas personas. A mi conductor, por ejemplo.
Christine se puso perceptiblemente tensa.
– Sigue.
– El conductor de mi taxi -Rob se tocó la barbilla con el bolígrafo-, Radevan. Se enfadó mucho cuando se lo mencioné anoche. Y no sólo él. Se respira cierto ambiente. Y Breitner se muestra… ambivalente. Cuando he mencionado una o dos veces mi artículo esta mañana me dio la sensación de que no estaba muy entusiasmado con tenerme aquí… Aunque se ría mucho. -Hizo una pausa-. Lo normal es pensar que le gustaría que el mundo supiera lo que está haciendo, ¿no? Pero no parece muy cómodo.
Christine no dijo nada, así que Rob guardó silencio. Un viejo truco de periodista.
Funcionó. Finalmente, avergonzada por el silencio, Christine se inclinó hacia delante.
– De acuerdo. Tienes razón. Hay… Hay unos… -Se interrumpió, como si debatiera consigo misma. La brisa del desierto era aún más caliente, si cabe. Rob esperó y le dio un sorbo al té.
Al final, ella suspiró.
– Vas a pasar una semana aquí, ¿no? ¿Vas a hacer un artículo serio?
– Sí.
Christine asintió.
– Muy bien. Deja que te lleve de vuelta a Sanliurfa. La excavación se detiene a la una porque hace mucho calor y muchos se van a casa. Normalmente yo también. Podemos hablar en mi coche. En privado.