Rob estaba sentado en una silla giratoria en el escritorio de Doo ley. El despacho del policía se encontraba en la décima planta de un edificio resplandeciente y nuevo con vistas al Liffey. El panorama desde los ventanales era asombroso, desde la confluencia del río con el mar de Irlanda al este hasta las suaves colinas de Wicklow al otro lado de la ciudad, al sur. Las lomas tenían un aspecto verde e inocente bajo los claros cielos. Si entrecerraba los ojos, Rob podía discernir el contorno siniestro de Montpelier House en la cima de su colina boscosa a casi veinte kilómetros de distancia.
La visión de Montpelier le hizo volver a la cruda realidad. Se giró para mirar la habitación; el despacho estaba lleno de gente. Sólo habían pasado noventa minutos desde el drama terrorífico en la casa de campo bajo el bosque del Fuego del Infierno. Habían recibido un breve mensaje de Cloncurry en el que mostraba que Lizzie estaba viva. Pero ¿dónde? ¿Adónde la había llevado? Rob se mordía una uña del dedo tratando de pensar, intentando con desesperación juntar las piezas del rompecabezas.
Christine hablaba con ánimo y lucidez. Dooley se inclinó hacia ella.
– ¿Está segura de que no necesita un médico para…?
– ¡No! -replicó con brusquedad-. Estoy bien. Ya se lo he dicho. No me hicieron daño.
Boijer interrumpió.
– Entonces, ¿cómo la trajeron hasta Irlanda?
– En el maletero de un coche. En un ferri que transportaba coches. A juzgar por el fuerte olor a gasolina y agua de mar.
– ¿La metieron en un coche?
– Sobreviví. Sólo fueron unas cuantas horas en el coche y luego en el barco. Y, por último, aquí.
Forrester asintió.
– Bueno, eso era lo que imaginábamos. Se movían en coche entre Gran Bretaña e Irlanda, tomaban el ferri y evitaban los controles de aduanas. Señorita Meyer, sé que es traumático pero necesitamos saber lo más posible y cuanto antes.
– Como he dicho, no estoy traumatizada, detective. Pregúnteme lo que sea.
– De acuerdo. ¿Qué es lo que recuerda? ¿Sabe cuándo se separó la banda? Sabemos que las tuvieron a usted y a Lizzie juntas durante uno o dos días en Inglaterra. ¿Alguna idea de dónde fue?
– Lo siento. -Christine hablaba de una forma extraña. Rob se dio cuenta de ello. Rápida y cortante-. No tengo ni idea de dónde me ocultaron, lo siento. Quizá en algún lugar cerca de Cambridge. El primer trayecto no fue rápido, puede que de una hora. Lizzie y yo íbamos en el maletero de un coche. Pero después nos sacaron. Encapuchadas y amordazadas. Hablaban mucho y me imagino que después se separaron. Quizá un día y medio después. Es difícil de saber cuando estás amordazada, encapuchada y bastante asustada.
Forrester sonrió en silencio y disculpándose. Rob podía notar cómo trataba de analizar la lógica.
– Pero todavía no lo entiendo -dijo Boijer-. ¿Para qué tanto teatro? La pobre mujer del vídeo, la estaca en el jardín cuando amenazó con matar a la niña… ¿Qué era todo eso?
– Lo vio como una oportunidad de torturar a Rob. Psicológicamente -contestó Christine-. Ése es el estilo de Cloncurry. Es un psicópata. Extravagante y teatrero. Recuerde que he estado un tiempo con él. No han sido las mejores horas de mi vida. -Rob la observaba; ella le devolvió la mirada-. Nunca me tocó. Me pregunto si será asexual. De todos modos, sí sé que es un exhibicionista, un fanfarrón. Le gusta que la gente vea lo que él hace. Provoca sufrimiento a las víctimas y también a aquellos que las quieren.
Forrester se había puesto de pie y se acercó a la ventana. El suave sol irlandés le daba en la cara. Se dio la vuelta y habló con tranquilidad.
– Y el sacrificio humano se realizaba tradicionalmente delante de un público. De Savary me lo dijo. ¿Cuál fue la palabra que utilizó? El poder expiatorio del sacrificio procede del hecho de que sea observado. Los aztecas arrastraban a la gente hasta la cima de las pirámides para que todo el pueblo pudiera ver cómo les sacaban el corazón. ¿Correcto?
– Sí -admitió Christine-, como los entierros de los barcos vikingos. Ceremonias públicas de sacrificio. Y el empalamiento de los Cárpatos: una vez más, un gran ritual público. El sacrificio está hecho para ser contemplado. Por el pueblo, por los reyes y por los dioses. Un espectáculo de crueldad. Ése es el deseo de Cloncurry. Crueldad prolongada, pública y muy elaborada.
– Y eso es lo que planeaba para usted, Christine -dijo Forrester con suavidad-. Un empalamiento público. En el jardín de la casa de campo. Imagino que la banda de Irlanda lo fastidió.
– ¿Cómo?
– Empezaron a discutir y a disparar -explicó Dooley-. Creo que la banda perdió el control sin él…, sin su líder.
– Pero hay otra cosa -añadió Boijer-. ¿Por qué dejó Cloncurry a la banda en Irlanda si debía de saber que los arrestarían e incluso que los matarían?
Rob se rió amargamente.
– Otro sacrificio. Sacrificó a sus propios hombres. En público. Probablemente él miraba mientras los Gardai los mataban. Tenía aquellas cámaras instaladas por toda la casa. Imagino que disfrutó de todo eso, observándolo en la pantalla de su ordenador.
Llegó la pregunta fundamental. Fue Boijer quien la hizo.
– Entonces, ¿dónde está Cloncurry? ¿Dónde demonios está ahora?
Rob miró a los policías de uno en uno.
– Seguramente está en Inglaterra -dijo Dooley, finalmente.
– O en Irlanda -respondió Boijer.
– Creo que es probable que esté en Francia -sugirió Christine.
Forrester frunció el ceño.
– ¿Perdón?
– Cuando estuve atada y encapuchada le oír hablar una y otra vez sobre Francia y su familia de allí. Detestaba a su familia, los secretos de familia y todas esas cosas. Su terrible legado. Eso es lo que siempre decía. Cuánto odiaba a su familia, sobre todo, a su madre… En su estúpida casa de Francia.
– Me pregunto… -Boijer se quedó mirando a Forrester con una extraña expresión. El inspector asintió sombríamente-. Quizá la mujer del vídeo, a la que mató, fuera su madre.
– Dios mío.
La habitación quedó en silencio.
– Pero la policía francesa está vigilando la casa, ¿no? ¿Vigila a los padres? -dijo Rob.
– Supuestamente -respondió Boijer-. Pero no estamos en contacto con ellos a todas horas. Y no habrían seguido a la madre si hubiera salido.
Sally interrumpió de repente con rabia.
– Pero ¿cómo iba a ir él hasta allí? ¿En avión privado? ¡Ustedes dijeron que estaban investigando eso!
Forrester levantó una mano.
– Hemos rastreado los informes del control del tráfico aéreo. Hemos contactado con todas las pistas de aterrizaje del este de Inglaterra. -Se encogió de hombros-. Sabemos que tenían el dinero para un avión. Sabemos que Marsinelli tenía licencia y, posiblemente, Cloncurry también. El problema de esa línea de investigación es… -Suspiró-. Hay miles de aviones privados en el Reino Unido, decenas de miles en Europa occidental. Si Cloncurry ha conseguido volar bajo un nombre falso durante meses, un año, ¿quién sabe?, nadie le detendría. Ha tenido autorización todo el tiempo. Y otro problema es que todos buscan a una banda de hombres que van en coche o en avión privado. No buscan a un hombre que vuela solo… -Se frotó el mentón pensativo-. Pero, aun así, no creo que los franceses le dejaran escapar. Todos los aeródromos y puertos importantes están en alerta. Pero supongo que es posible.
– Toda esta especulación no nos lleva muy lejos, ¿no? -dijo Rob cortante-. Cloncurry puede estar en Gran Bretaña, Francia o Irlanda. Estupendo. Sólo tres países en los que buscar. Y sigue teniendo a mi hija. Y puede que haya asesinado a su madre. Así que, ¿qué vamos a hacer?
– ¿Y qué hay de su amiga, la que está en Turquía, Isobel Previn? ¿Ha tenido suerte con la búsqueda del Libro Negro? -preguntó Forrester.
Rob sintió una punzada de esperanza mezclada con desesperación.
– Anoche recibí un mensaje de ella. Dice que está cerca. Es lo único que sé.
Sally se incorporó en su asiento y el sol resplandeció en su pelo rubio.
– Pero ¿y Lizzie? Ya está bien con ese Libro Negro. ¿A quién le importa? ¿Qué va a hacer con Lizzie ahora? ¿Con mi hija?
Christine se movió en el sofá y abrazó a Sally.
– Lizzie está a salvo por ahora. Él no me necesita porque no soy más que la novia de Rob. Fui un juguete. Un extra. Algo desechable. -Volvió a abrazar a Sally-. Pero ese tipo no es idiota. Va a hacer uso de Lizzie, a utilizarla en contra de Rob. Hasta que consiga lo que quiere. Y lo que quiere es el Libro Negro. Cree que Rob lo tiene.
– Pero lo cierto es que yo no sé nada -admitió Rob con desaliento-. Le he mentido, le he dicho que sé algo, pero ¿por qué iba a creerme? Como dices, no es ningún estúpido.
– Tú fuiste a Lalesh -respondió Christine-. Le oí hablar de eso también. Lalesh. ¿Cuántos han estado allí que no sean yazidis? ¿Quizá unas cuantas docenas en cien años? Eso es lo que le fastidia. -Christine se recostó-. Está obsesionado con el libro y está seguro de que sabes algo, por lo de Lalesh. Así que creo que Lizzie está relativamente a salvo, por ahora.
Hubo un silencio. Después, la conversación general pasó, inevitablemente, a aviones, aeródromos y ferris durante un par de minutos más. Y, al poco rato, se oyó un sonido en el ordenador.
Cloncurry estaba conectado.
Rob hizo una señal con la mano, sin decir nada, a todos los que se encontraban en la habitación. Se reunieron alrededor de la pantalla del ordenador y miraron fijamente.
Allí, en la webcam, aparecía Cloncurry. La imagen era clara y nítida. El sonido era bueno. El asesino sonreía. Se reía entre dientes.
– ¡Hola otra vez! He pensado que debíamos ponernos al día. Charlar un poco. Así que han conseguido agarrar a mis ayudantes tan cognitivamente deficientes. Mis hermanos de Eire. Menudo fastidio. Había planeado también un bonito empalamiento, como probablemente saben ya. ¿Vieron la gran estaca del jardín?
Dooley asintió.
– La vimos.
– Vaya, detective Doohicke. ¿Cómo está? Qué pena que no llegáramos a descuartizar a la puta francesa. Tanto cuchillo para nada. Debería, al menos, haber torturado a esa furcia como yo quería. Pero tenía otras cosas en mente. No es que importe demasiado porque aún sigo teniendo a mis amigos. De hecho, tengo a uno justo aquí. Saluden a mi pequeño amigo.
Cloncurry acercó la cámara y enfocó algo.
Era una cabeza humana cortada.
Para ser exactos, era la cabeza de Isobel Previn, blanca y algo podrida. Los nervios grises y las arterias verdosas colgaban nacidamente del cuello.
– ¡Isobel! Di algo. Saluda a todos éstos. -Con un movimiento de la mano hizo que la cabeza asintiera.
Christine comenzó a llorar. Rob miraba aterrado a la pantalla.
Cloncurry sonreía con orgullo sardónico.
– Ahí tienen. Dice que hola. Pero creo que ahora quiere irse a su lugar especial. He construido un lugar especial para la cabeza, por respeto a sus logros arqueológicos. -Cloncurry se puso de pie, cruzó la habitación y pateó la cabeza con pericia. La cabeza voló hacia una papelera que había en un rincón, aterrizando limpiamente dentro de ella con gran estrépito-. ¡Un mate cojonudo! -Se giró de nuevo a la cámara-. He estado practicándolo durante horas. Y bien, ¿dónde estaba? Ah, sí. Robert, el periodista. Así se le conoce. Hola. Estoy encantado de que haya podido estar con nosotros. No se preocupe. Como he dicho antes, su hija sigue a salvo. Mire… -Se inclinó hacia delante y giró la cámara hasta que se vio a Lizzie. Seguía atada a una silla, pero viva y sana, al parecer. La cámara volvió a girar.
– Ya ve, Rob. Está bien. Jodidamente rebosante de salud. No como Isobel Previn. Siento mucho mi pequeño chiste con sus órganos vitales. Pero no pude resistirme. Creo que debe de haber dentro de mí algo de director. Y aquella era una oportunidad bastante única. Allí estaba yo, caminando por esas calles turcas llenas de pis. ¡Y allí estaba Isobel Previn! ¡La gran arqueóloga! ¡Sola! ¡Con sus gafas antiguas! ¿Quién coño lleva esas gafas? Así que pensé un poco, durante un segundo, más o menos. Conozco a mis arqueólogos. Sé que era compañera de De Savary. Sé que era profesora de la premiada Christine Meyer. Sé que es experta en Asiría y, en particular, en los yazidis. Pero se supone que está retirada con sus consoladores en Estambul. -Cloncurry se rió-. Sí, está bien. Demasiadas coincidencias. Así que la atrapamos, lo siento, y la abofeteamos un poco. Y nos dijo muchas cosas, Robbie. Muchos detalles interesantes. Y de pronto, tuve un destello, si puedo llamarlo así, de percepción estética. Se me ocurrió nuestra pequeña obra de teatro. Con las capuchas y la cacerola. Y su pequeño intestino. ¿Le gustó? Esperaba que pensara que Christine se moría delante de usted, bajo esa capucha, con el útero hirviéndole en su jugo, y luego, esto es lo más bonito, usted llegaría a Irlanda y vería a Christine morir otra vez, de la forma más grotesca, empalada en una estaca, en Irlanda. ¿Qué le parece? ¿Cuánta gente ve a sus seres queridos siendo torturados hasta la muerte dos veces, primero convertidos en sopa y luego empalados? Los productores del West End pagarían millones por ese tipo de cosas. ¡Menudo golpe de efecto! -dijo con excitación-. Y eso no es más que la mitad. ¿Qué me dice de la absoluta belleza en la dirección de todo este drama sangriento que transcurre en Irlanda? ¿No merezco algún aplauso por mi guión digno de ganar un Oscar?
Los miraba como si de verdad esperara una ronda de saludos y felicitaciones.
– ¡Vamos! ¿No ha sentido cierta admiración por la calidad de la producción? De un solo golpe le despisto y le hago pasar por la peor de las torturas mentales, cree que está a punto de ver a su hija empalada, pero luego resulta que iba a ser Christine la empalada y, mientras tanto, yo estoy aquí, sano y salvo y viéndolo todo en una tele de alta definición. -La intensidad de su sonrisa se debilitó-. Pero luego los cretinos de mis ayudantes empiezan a disparar y a joderlo todo antes de conseguir ensartar a Christine. -Chasqueó varias veces la lengua-. Se lo digo de verdad, hoy día no se consiguen buenos trabajadores. Habría estado muy bien. Muy bien. Pero bueno, ¿dónde estábamos? Dónde… estaba… usted… usted…
La voz de Cloncurry empezó a divagar y sus ojos parecieron desenfocarse. Su expresión era extraña, distante. Rob miró de forma significativa a Forrester, quien le respondió con un movimiento de cabeza.
– No. No me estoy volviendo jodidamente loco -se rió Cloncurry-. Ya lo estoy. Seguro que usted ya se ha dado cuenta de ello, detective Forrest Gump. Pero también soy varias veces más inteligente que usted, por muy loco que me haya vuelto. Así que sé lo que usted sabe. Por ejemplo, ya ha adivinado con su lento ingenio que estoy en Kurdistán. Dado que me encontré con la pobre Isobel y su páncreas, eso es algo obvio. Y he de decir que menudo lugar de mierda es éste. Los turcos se portan muy mal con los kurdos. De verdad. Es vergonzoso. -Cloncurry movió la cabeza y suspiró-. Lo digo en serio. Son racistas. Y yo odio a los racistas. De verdad. Quizá piensen que soy un psicópata despiadado, pero no lo soy. Desprecio profundamente a los racistas. La única gente a la que odio más que a los racistas es a los negros. -Cloncurry movió su silla giratoria. Dio dos vueltas y después se detuvo para mirar de nuevo directamente a la cámara-. ¿Por qué los negros son tan tontos? Tíos, venga, admítanlo. ¿No se lo han preguntado nunca? Los oscuritos no hacen más que fastidiarlo todo allá donde van, ¿no? ¿Se trata de algún plan que tienen? ¿Se reúnen los negros y piensan: «Oye, vamos a ver si podemos emigrar a algún sitio agradable y convertirlo en un vertedero? Podemos irnos a vivir a casas cutres y empezar a robar y a pegar tiros. Otra vez. Y luego nos quejaremos de los blancos»? ¡Y en cuanto a los pakis! ¡Los pakis! ¡Y los árabes! ¡Qué Dios nos asista! ¿Por qué no se van a la mierda, meten a sus mujeres en bolsas de basura en sus casas y dejan de gritar desde las mezquitas? A nadie le importa lo que digan. ¿Y qué decir de los judíos, todo el rato lloriqueando por el Holocausto? -Cloncurry se reía-. Lloriquean y gimen como niñas. «Holocausto por aquí, Holocausto por allí, por favor no me golpees, esto es un Holocausto». Holocausto idiocausto. Escuchad, judíos de mierda, ¿no va siendo hora de que lo superéis? Cambiad de tercio. Y de todos modos, ¿tan malo fue el Holocausto? ¿De verdad? Al menos fue puntual. Esos alemanes saben atenerse a un horario. Incluso con camiones de transporte de ganado. ¿Se imaginan el caos si los británicos hubieran estado al mando? Ni siquiera saben dirigir una línea de cercanías desde Clapham. Mucho menos un tren paneuropeo de la muerte. -Cloncurry empezó a hablar con acento londinense-. Quisiéramos pedir disculpas por el retraso en el servicio de Auschwitz. Se ha puesto en marcha un servicio alternativo de autobuses. El vagón restaurante volverá a abrir en Treblinka. -Otra risa-. Dios mío, estos británicos. Que se jodan los británicos. Estúpidos borrachos arrogantes que siempre andan buscando pelea entre la niebla. ¿Y qué decir de los yanquis? ¡Qué Dios nos libre de los yanquis y sus nalgas! Jodidos yanquis con sus enormes culos. ¿De qué va todo eso? ¿Por qué tienen culos tan grandes? ¿No han visto la conexión entre su fracaso en Iraq y sus enormes culos masivos? Oye, aquí tenéis una pista, americanos. ¿Queréis saber qué ocurrió con esas armas de destrucción masiva? Una puta gorda de Los Angeles se ha sentado encima de ellas en un Dunkin' Donuts. Pero no se ha percatado porque tiene un culo del tamaño de Neptuno y no lo ha notado. -Cloncurry volvió a dar otra vuelta-. Y con respecto a los japoneses, no son más que trols enrevesados a los que se les da bien la electrónica. Y los chinos: siete maneras de cocinar el brócoli y parecen retrasados. Jodidos comepescado. -Hizo una pausa para pensar-. Me gustan bastante los polacos.
Cloncurry sonrió abiertamente.
– En fin. Piénselo. Ya sabe lo que quiero. Sabe que tengo a Lizzie y que voy a mantenerla con vida por un único motivo: quiero el Libro Negro. Y sé que usted sabe dónde está, Rob, porque Isobel me dijo que usted lo sabía. Me contó lo que ocurrió en Lalesh. Tuvimos que cortarle una de sus orejas para conseguir esa información, pero nos lo dijo. Me comí la oreja. No, no lo hice. ¿A quién le importa? El hecho es que nos lo contó todo. Nos dijo que la envió aquí para conseguir el libro puesto que usted no podía venir porque el amiguito policía de aquí, ese elegante señor Kiribali, le llevaría a la cárcel. Así que envió a Isobel Previn para que hiciera el trabajo. Por desgracia, yo ya estaba aquí, le saqué el hígado y lo cociné à la provençale. Así que, Rob, tiene un día más. Mi paciencia se está acabando. ¿Dónde está el libro? ¿En Harán? ¿En Mardin? ¿En Sogmatar? ¿Dónde? ¿Adónde iba Isobel? La torturamos todo lo que pudimos, pero era una vieja lesbiana y valiente y no nos dio la pista final. Por tanto, necesito saberlo. Y si no me lo dice en veinticuatro horas, me temo que será el turno de hacer tarros de mermelada con Lizzie. Porque mi paciencia se habrá agotado. -Movió la cabeza asintiendo con sobriedad-. Soy un hombre razonable, como bien sabe, Robbie, pero no permita que mi evidente amabilidad le engañe. La verdad sea dicha, sí que tengo cierto temperamento y, a veces, me cabreo. Ahora le hablo a usted, Sally. Sí, a usted, la ex señora Luttrell. Mi querida y llorona Sally. Veo cómo se asoma por la cámara con sus ojitos de cerdita, Sally. ¿Me oye? Deje de llorar, puta plañidera. Un día es lo que tienen. Veinticuatro horas para pensárselo y, después… Bueno, después meteré a su hija en una vasija y será enterrada viva. Así que espero noticias suyas muy pronto -se inclinó hacia el botón de la cámara-, o será el momento de preparar las conserva.