Cloncurry le hizo una señal con la pistola a Rob y a Christine.
– Más allá, tortolitos.
Rob miró a su hija arrodillada sobre la arena, perpleja y completamente angustiada. Luego miró con una rabia feroz a Cloncurry. Nunca había sentido tantas ansias de atacar a alguien. Quería descuartizarlo con sus propias manos, con los dientes. Sacarle los ojos con los pulgares.
Pero Rob y Christine estaban atrapados y desarmados. Tenían que obedecer. Siguiendo las lánguidas órdenes de Cloncurry, subieron a un pequeño montículo en medio del valle, a una especie de loma arenosa, aunque Rob no tenía ni idea de por qué Cloncurry quería mantenerlos sobre esa elevación.
El viento susurraba melancólico. Christine parecía estar a punto de llorar. Rob miró a izquierda y derecha, deseando encontrar alguna vía de escape. No había escapatoria.
¿Qué hacía Cloncurry? Rob entrecerró los ojos protegiendo su mirada del sol con una mano. Parecía que Cloncurry tenía una especie de teléfono u otra clase de aparato en la mano. Lo apuntaba hacia la izquierda, hacia la crecida invasora, donde el dique les protegía de la inundación.
– No todos los días consigue uno mutilar y matar a un niño delante de su padre, así que creo que debemos celebrarlo -dijo finalmente Cloncurry-. De hecho, con fuegos artificiales. Pues bien. Allá vamos. ¡Que empiecen las olas!
Apretó un botón del aparato que sostenía. Una fracción de segundo después, el ruido de una explosión atronó todo el desierto seguido de una fuerte ola expansiva. Cloncurry había volado la pequeña cabaña de pastor que había sobre el dique. Cuando el humo y las llamas desaparecieron, Rob vio por qué.
No era sólo la cabaña lo que Cloncurry había hecho volar por los aires. La mitad del dique había desaparecido también. Y ahora la crecida salía por el hueco. Había encontrado este canal más bajo y el agua caía por los lados del valle. Toneladas de agua deslizándose a chorros con un gran estruendo. Abriéndose camino, muy rápido.
Rob agarró a Christine con fuerza y la empujó a la cima del montículo. El agua había llegado ya a borbotones a su lado. Miles de metros cúbicos de agua; parte de ella rodeando ya sus tobillos. Rob miró hacia la colina. Cloncurry se reía.
– Espero que sepan nadar.
El agua caía ahora en cascada, anegando el valle, golpeando contra los pies de Rob. Un muro de agua que rugía y lo inundaba todo, arrastrando con ella una repulsiva capa de suciedad. Flotando en la superficie se veían huesos y los restos del bebé momificado y algunos cráneos de guerreros, girando, subiendo y bajando. Enseguida, las aguas sucias y turbulentas habían rodeado a Rob y Christine por completo, subidos en su pequeño monte. Si continuaba elevándose, se ahogarían.
– ¡Perfecto! -exclamó Cloncurry-. No pueden imaginarse lo difícil que ha sido. Tuvimos que venir aquí en mitad de la noche para prepararlo todo. En aquella fea cabaña. Montones de explosivos. Complicado. ¡Pero ha funcionado a la perfección! Qué enormemente gratificante.
Rob miró a Cloncurry a salvo sobre su montículo. No sabía qué pensar de aquel hombre, de su completa locura mezclada con este ingenio taimado. Cloncurry hizo su habitual comentario casi telepático:
– Imagino que está usted un tanto confuso, señor Robbie. -Rob permaneció en silencio; Cloncurry sonrió-. No entiende cómo un completo psicópata como yo iba a terminar a este lado del agua, ¿eh? Mientras que los buenos, ustedes dos, están en ese lado. En el que morirán ahogados.
Una vez más, Rob no dijo nada. Su enemigo dibujó una sonrisa más amplia.
– Mucho me temo que les he estado utilizando a todos. He hecho que encontraran para mí el Libro Negro. Aproveché las expertas y famosas mentes de Christine Meyer e Isobel Previn para la causa. Vale, le corté la cabeza a Isobel, pero ella ya había terminado su trabajo. Me demostró que seguramente el libro no estaba en Kurdistán. -Cloncurry derrochaba orgullo-. Y entonces, quedándome simplemente sentado y sin hacer nada, consigo que unas personas tan encantadoras como ustedes hagan también el resto del trabajo: descifrar el libro, localizar el valle de la Masacre y encontrar la única prueba del secreto del Génesis. Porque, como saben, necesito saber seguro dónde están todas las pruebas para destruirlas para siempre. -Señaló hacia la espumosa crecida-. Y ahora voy a borrar todo esto con una enorme inundación, sepultarla bajo el agua para siempre. Y mientras destruyo todas las pruebas, mataré de forma simultánea a las únicas personas que conocen el secreto. -Bajó la mirada muy contento-. Ah, sí. Casi me olvidaba. ¡Y tengo también el Libro Negro! Al menos, creo que es así. Permítanme que me asegure…
Agachándose sobre la arena, Cloncurry agarró la caja y le quitó la tapa de piel. Miró dentro, metió las manos y sacó el cráneo híbrido. Por un momento, acunó la calavera, acariciándola. Después la giró y la miró de frente.
– Ay, pobre Yorick. Tenías unos ojos jodidamente raros. ¡Pero unos pómulos magníficos!
Dejó el cráneo a un lado, sacó el documento y lo extendió sobre su rodilla para poder leerlo.
– Fascinante. Verdaderamente fascinante. Me esperaba que fuera cuneiforme. Todos nos lo esperábamos. Pero ¿arameo antiguo? Un maravilloso descubrimiento. -Cloncurry miró a Christine y a Rob-. Gracias, amigos. Ha sido muy amable de su parte haberlo traído hasta aquí. Y excavarlo todo.
Dobló el documento, lo volvió a meter en la caja y colocó el cráneo sobre él; a continuación, colocó la tapa de cuero.
Rob observó todo esto con una especie de resentimiento huraño y lleno de odio. Lo más desagradable de este banquete de derrota era la sensación de que Cloncurry tenía razón. Todo el plan del asesino tenía una especie de brillante y extraña perfección. Él los había dirigido con ingenio durante todo este tiempo. Desde los kurdos hasta la casa de campo y otra vez de vuelta. Cloncurry no sólo había ganado, sino triunfado.
Y ahora su triunfo sería homenajeado con sangre.
Rob miró a los ojos brillantes y llorosos de su hija; y le gritó entre las aguas que la quería.
La mirada de Lizzie le suplicaba a su indefenso padre: «Ayúdame».
Cloncurry se reía entre dientes.
– Muy conmovedor. Si es que les gusta este tipo de cosas. Personalmente, a mí me dan ganas de vomitar. De todos modos, creo que deberíamos proceder al drama final, ¿no cree? Antes de que se ahoguen de verdad. Ya basta de preámbulos. -El asesino miró las pequeñas olas que golpeaban los tobillos de Christine. Mientras lo hacía, un cráneo especialmente grande apareció entre las burbujeantes aguas, como una especie de juguete de baño obsceno-. Oh, miren, ahí va uno de esos ancianitos. Saluda al abuelo, Lizzie.
Otra carcajada. El llanto de Lizzie se intensificó.
– Sí, sí. -Cloncurry suspiró con fuerza-. A mí tampoco me ha gustado nunca mi familia. -Se giró y le gritó a Rob-: ¿Tiene una bonita vista desde su montículo? Excelente. Porque vamos a hacerlo al modo de los aztecas y quiero asegurarme de que lo ve. Estoy seguro de que ya conoce el procedimiento. Colocamos a su hija sobre una roca, después le abrimos el pecho y le sacamos el corazón aún latiendo. Puede ser un poco sucio, pero creo que mi amigo Navda trae algún kleenex.
Cloncurry le dio un codazo a uno de sus seguidores. El kurdo con bigote que estaba a su izquierda emitió un gruñido, pero no dijo nada. El líder de la banda suspiró.
– No es un tipo muy expresivo, aunque es lo mejor que he podido conseguir. Sin embargo, me asombran esos bigotes. Bastante… genuinos, ¿verdad? -Sonrió-. En fin, ¿podríais vosotros dos, simpáticos kurdos forzudos, coger a esta niña y tenderla sobre aquella roca? -Les indicó lo que tenían que hacer por mímica.
Los kurdos asintieron y obedecieron. Levantaron a Lizzie y la llevaron sobre una pequeña roca, tumbándola boca arriba y agarrándola de los pies y las manos. Y mientras tanto, Lizzie sollozaba y se retorcía. Cloncurry sonreía.
– Muy bien, muy bien. Ahora viene lo mejor. Lo adecuado, señor Robbie, es que tuviéramos un chac mool, uno de esos extraños cuencos de piedra en el que dejar caer el corazón ensangrentado y aún vivo de su hija, pero no disponemos de ninguno. Supongo que tendré que dar el corazón de alimento a los cuervos.
Le dio la pistola a uno de los kurdos, metió después la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta y sacó del interior un enorme cuchillo de acero, que blandió exultante, con admiración y con los ojos brillantes, entusiastas y cariñosos. Después, levantó la mirada y le guiñó un ojo a Rob.
– En realidad deberíamos usar obsidiana. Eso es lo que los aztecas utilizaban. Oscuras dagas de obsidiana. Pero un buen cuchillo, grande y grueso como éste, servirá muy bien. Un cuchillo grande, grueso y memorable. ¿Lo reconoce? -Cloncurry elevó el arma bajo la polvorienta luz del sol. Brilló mientras lo giraba-. Christine, ¿alguna idea?
– Que te jodan -contestó la francesa.
– Bueno, casi. Es el cuchillo que utilicé para cortar en filetes a su vieja amiga Isobel. Creo que puedo ver algo de su sangre en el mango. ¡Y un diminuto trozo de bazo! -Sonrió abiertamente-. Also, como dicen los alemanes. A lo que íbamos. Veo que el agua les llega ya por las rodillas y que se ahogarán en unos diez minutos. Pero quiero que lo último que vea sea cómo le arranco literalmente a su hija el corazón de su pequeño pecho mientras ella grita desesperadamente para que acuda su patético, inútil y cobarde padre. Así que, manos a la obra. Chicos, sujetad fuerte a la niña, sí, así. Sí, sí. Muy bien.
Cloncurry levantó el cuchillo con las dos manos y la atroz hoja emitió un destello bajo el sol. Se detuvo.
– Los aztecas eran muy raros, ¿verdad? Al parecer, vinieron de Asia por el estrecho de Bering. Como usted, yo y Rob. Todo el camino desde el norte de Asia. -El cuchillo brilló; los ojos de Cloncurry también-. Les encantaba matar a niños. Lo ansiaban. Al principio, mataban a los hijos de todos sus enemigos, sus adversarios conquistados. Pero imagino que al final de su imperio estaban tan locos que comenzaron a matar a sus propios hijos. No es broma. Los sacerdotes pagaban a las familias aztecas pobres para que les entregaran a sus niños para ser masacrados en rituales. Toda una civilización que literalmente se asesinaba a sí misma, que devoraba a su propia descendencia. ¡Fantástico! Y menuda forma de hacerlo, arrancándoles el corazón tras golpear la caja torácica y luego sostener el órgano aún vivo delante de la víctima. Y bien. -Cloncurry suspiró contento-. ¿Estás preparada, Lillibet? ¿Pequeña Betsy? ¿Mi pequeña Betty Boop? ¿Eh? ¿Es hora de abrir el pechito?
Cloncurry sonrió a la hija de Rob. Éste miraba con desolación y repugnancia. El asesino babeaba, un rastro de saliva le chorreaba por la boca sobre el rostro amordazado y lloroso de Lizzie.
Y llegó el momento. Cloncurry agarró con las dos manos el extremo del mango y levantó el cuchillo hacia arriba y Rob cerró los ojos con la tristeza de la derrota total y absoluta. Mientras un disparo sonó en el aire. Un disparo venido de ningún sitio. Un disparo desde el cielo.
El periodista abrió los ojos. Una bala había surcado el agua, alcanzando a Cloncurry. Una bala tan violenta que le había arrancado limpiamente la mano al asesino.
Pestañeó y miró con atención. ¡Cloncurry había perdido una mano! La sangre de la arteria salía a borbotones de la muñeca herida. El cuchillo había caído dando vueltas en el agua.
Cloncurry se miró la espantosa herida, confundido. Su expresión era de profunda curiosidad. Hubo un segundo disparo, surgido, de nuevo, de la nada. ¿Quién disparaba? Y esta vez casi le arranca el brazo a la altura del hombro. Su brazo izquierdo, ya sin mano, le colgaba ahora de unos cuantos músculos rojos y la sangre se derramaba sobre el polvo desde la herida abierta en el hombro.
Los dos kurdos dejaron caer a Lizzie, se dieron la vuelta con pánico en los ojos y, cuando un tercer disparo rasgó el aire del desierto, echaron a correr.
Cloncurry cayó de rodillas. Claramente, el tercer disparo le había alcanzado en la pierna. Se arrodilló sangrando sobre la arena, hurgando en el suelo con ansiedad. ¿Qué buscaba? ¿Su propia mano arrancada? ¿El cuchillo? Lizzie estaba tumbada a su lado, amordazada y completamente atada. Rob estaba en el agua sumergido hasta la rodilla. «¿Quién dispara? ¿Quién? ¿Y dónde está la pistola de Cloncurry?». Rob miró a su izquierda. Pudo ver una polvareda en la distancia. Quizá se acercaba un coche, pero el polvo le impedía ver. ¿Dispararían también a Lizzie?
Rob se dio cuenta de que tenía una oportunidad. Ahora. Se sumergió en el agua, se zambulló y nadó. Nadaba por la vida de Lizzie, nadaba entre los huesos y los cráneos. Nunca había nadado tan fuerte y nunca se había enfrentado a unas aguas tan peligrosas y con tanto oleaje… Dio patadas y movió los brazos, tragándose bocanadas enteras de agua fría, y entonces golpeó con una mano la tierra seca y caliente y trató de incorporarse. Cuando salió del agua, jadeando y escupiendo, vio a Cloncurry a pocos metros de él.
Cloncurry estaba tendido y utilizaba el cuerpo de Lizzie como escudo ante posibles disparos. Pero tenía la boca abierta del todo y babeando. Y la cerraba sobre el suave cuello de la niña. Como un tigre que mata a una gacela. Jamie Cloncurry iba a morder el cuello de la pequeña, arrancarle a yugular.
Una oleada de furia recorrió el cuerpo de Rob. Se lanzó por la arena y corrió justo cuando los afilados dientes del asesino se acercaban a la tráquea de su hija. Le dio una patada a Cloncurry en la cabeza separándolo de su hija. Y volvió a hacerlo: golpeó al asesino por segunda vez y, después, una tercera y Cloncurry cayó en la arena con un grito de dolor y su brazo medio amputado colgando inútil.
Ahora tenía a Cloncurry a su merced. Podía mantenerlo allí tanto tiempo como quisiera.
Pero Rob no tenía intención de mostrar piedad.
– Es tu turno -dijo.
Se metió la mano en el bolsillo en busca de su navaja suiza. Despacio y con cuidado abrió la hoja más grande y la giró en el aire por un momento. Después, bajó la mirada.
Rob se descubrió a sí mismo sonriendo. Se preguntaba qué hacer primero, cómo torturar y mutilar a Cloncurry de manera que le causara el máximo dolor antes de su inevitable muerte. ¿Clavarle el cuchillo en el ojo? ¿Arrancarle una oreja? ¿Arrancarle el cuero cabelludo? ¿Qué? Pero cuando levantó el cuchillo vio algo en la lasciva expresión de Cloncurry. Una especie de vergüenza compartida y exultante, una maldad esperanzada pero desafiante. El sabor a bilis invadió la garganta del periodista.
Moviendo la cabeza, cerró la navaja y la volvió a guardar en el bolsillo. Cloncurry no iba a ir a ningún lado. Iba a morir desangrado allí mismo. Tenía la pierna destrozada, la mano le había desaparecido y el brazo le colgaba. Estaba desarmado y mutilado, muriéndose por la conmoción del dolor y la pérdida de sangre. Rob no necesitaba hacer nada.
Separándose del asesino, se giró hacia su hija.
Le quitó de inmediato la mordaza. Ella gritaba: «¡Papi, papi, papi!» y luego exclamó: «¡Christine!», y Rob se dio la vuelta avergonzado. Casi se había olvidado de Christine en su ansia por salvar a Lizzie; pero la francesa se estaba salvando a sí misma y, un momento después, Rob extendió la mano hacia el agua para agarrar su mano y ayudarla a salir de las olas. Tiró de ella hacia la arena y se quedó tumbada, jadeando.
Entonces Rob escuchó un ruido. Dándose la vuelta vio que Cloncurry se arrastraba por la arena, rechinando y despacio, con el brazo a medio amputar colgándole de un lado y la herida de la pierna muy abierta y en carne viva. A medida que se arrastraba, iba dejando un rastro de sangre detrás de él. Iba directo al agua.
Se disponía a hacer el último sacrificio: el suicidio. Jamie Cloncurry iba a ahogarse. Rob lo observaba paralizado y horrorizado. Cloncurry estaba ya al borde del agua. Con un gruñido de enorme dolor recorrió el último metro y, después, cayó en las olas frías y espumosas con una gran zambullida. Por un momento, su cabeza flotó entre las sonrientes calaveras y sus ojos brillantes miraron directamente a Rob.
Luego se hundió bajo las olas. Bajando suavemente en espiral para unirse a los huesos de sus antepasados.
Christine se incorporó y agitó el teléfono para asegurarse de que aún funcionaba. Por fin, milagrosamente, encontró cobertura, llamó a Sally y comenzó a contarle la buena noticia. Rob escuchaba medio aturdido, medio soñando. Se vio a sí mismo oteando el horizonte sin saber por qué. Entonces, un minuto después, fue consciente de por qué lo hacía.
Había coches de policía avanzando a toda velocidad por la arena, abriéndose paso entre las lenguas del agua. Unos momentos más tarde, la cima de la colina estaba llena de policías, oficiales y soldados. Y allí estaba Kiribali. Con su traje inmaculado y una amplia sonrisa, dando órdenes por radio e instrucciones a sus hombres.
Rob se quedó sentado en la arena y abrazó a su hija con fuerza.