50

Dos horas después se dirigían despacio de vuelta a Sanliurfa. Rob, Christine y Lizzie estaban envueltos en mantas en el asiento trasero de un coche grande de policía, uno de un largo convoy de vehículos policiales.

Caía la noche. La ropa de Rob se secaba con el calor del desierto y la suave y apacible brisa que silbaba entre las ventanillas del coche. Los últimos rayos de sol eran vetas de color carmesí contra el color púrpura y negro del oeste oscurecido.

Kiribali iba en en el asiento del pasajero de la parte delantera del coche. Se giró y miró a Rob y a Christine y, después, sonrió a Lizzie.

– Por supuesto, Cloncurry le ha estado pagando a los kurdos durante todo este tiempo -dijo el policía, dirigiéndose al periodista-. Les pagaba más que nosotros y más que usted. Durante un tiempo supimos que estaba ocurriendo algo. El asesinato de Breitner, por ejemplo. Los yazidis no pretendían matarlo, sólo asustarle. Pero fue asesinado. ¿Por qué? Alguien había convencido a esos hombres de la excavación para que… fueran más allá. Su amigo Cloncurry.

– Muy bien. ¿Y luego…?

Kiribali suspiró y se quitó un poco de polvo del hombro.

– He de confesar que durante un tiempo no supimos nada. Estábamos perplejos y confundidos. Pero recibí una llamada, muy recientemente, de su excelente policía de Scotland Yard. Aunque nosotros nos encontramos en un aprieto, Robert. Porque no sabíamos dónde estaba usted -Kiribali sonrió-. ¡Y luego apareció Mumtaz! El pobre acudió a mí. Nos lo contó todo, justo a tiempo. Siempre es bueno tener… contactos.

Rob miró a Kiribali, apenas asimilando lo que le contaba. Entonces se miró las manos. Seguían estando un poco manchadas de sangre seca, la sangre de Cloncurry. Poro no lo preocupó. No le importaba en absoluto. ¡Había salvado la vida de su hija! Eso era lo único que importaba. Sus pensamientos eran una mezcla de ansiedad, alivio y una extraña alegría dolorosa.

Siguieron en el coche en silencio. Al cabo de un rato, Kiribali volvió a hablar:

– Saben que voy a quedarme con el pergamino, con el mapa, ¿verdad? Y con el cráneo. Me lo quedaré también. Todo el Libro Negro.

– ¿Dónde los va a guardar?

– Con el resto de las pruebas.

– ¿Se refiere a las bodegas del museo?

– Desde luego. ¡Y hemos cambiado la clave de acceso!

Una enorme furgoneta de la policía los adelantó y las luces de freno brillaron como rubíes en el crepúsculo.

– Por favor, compréndanlo -se explicó Kiribali-. Ustedes están a salvo. Eso es bueno. Arrestaremos a los kurdos durante un tiempo y luego los soltaremos. Radevan y sus estúpidos amigos. -Sonrió con cortesía-. Los soltaré porque tengo que mantener la paz aquí. Entre turcos y kurdos. Pero el resto será guardado bajo llave para siempre.

El coche siguió avanzando. El aire cálido de la noche entraba deliciosamente por las ventanillas: dulce y suave. Rob tomó aire y exhaló. Acarició el cabello de su hija. Estaba casi dormida. Y entonces se dio cuenta de que pasaban por el desvío a Gobekli. Podía verlo a la luz de la luna.

Rob vaciló. Luego le pidió a Kiribali si podían ir a ver Gobekli Tepe por última vez.

Kiribali le dijo al conductor que detuviera el coche y miró a Rob, a Christine y a Lizzie. Las dos chicas dormían. La sonrisa del policía era indulgente. Asintió y habló por radio al resto de los vehículos informándoles de que se verían todos más tarde, en Urfa. Entonces, el conductor giró y abandonó la carretera.

Se trataba de la misma ruta, tan familiar, que atravesaba colinas bajas, pasando por las aldeas kurdas con sus alcantarillas abiertas, cabras desperdigadas y faroles de espeluznante luz verde. Un perro persiguió al coche ladrando. Los siguió durante casi un kilómetro y luego desapareció corriendo en la penumbra.

Se adentraron en la oscuridad. Después subieron la pendiente y llegaron a la pequeña colina desde donde se divisaba el templo. Rob descendió del coche de policía dejando a Lizzie con la cabeza apoyada en el regazo de Christine; no se despertaron.

Kiribali salió también. Juntos, los dos hombres avanzaron por el sendero lleno de curvas que conducía al templo.

– Y bien -dijo Kiribali-. Cuénteme.

– ¿Que le cuente el qué?

– Lo que hacían en el valle. El valle de la Matanza.

Rob pensó un momento y luego le explicó, vacilando. Le hizo un breve resumen del secreto del Génesis, un esbozo de lo más superficial. Pero fue suficiente para fascinarle. A la luz de la luna, Rob pudo ver cómo Kiribali abría bien los ojos.

El detective sonrió.

– ¿Y usted cree que lo comprendió? ¿Que de verdad lo resolvió del todo?

– Puede… Pero no tenemos fotografías. Todo se perdió con la inundación. Nadie nos creería. Pero no importa.

Kiribali suspiró con cierta alegría. Habían llegado a la cima de la colina, junto a la morera. Podían verse los megalitos, proyectando una sombra bajo la luz de la luna. El policía le dio a Rob una palmada en la espalda.

– Amigo escritor. A mí sí me importa. Usted sabe que me encanta la literatura inglesa. Dígame lo que piensa… Cuénteme el secreto del Génesis.

Rob puso objeciones; Kiribali insistió.

Rob se sentó en un banco de piedra. Sacó su cuaderno de notas y forzó la vista para leerlas a la luz de la luna. Después cerró el cuaderno y miró hacia las onduladas llanuras. Kiribali se sentó a su lado y escuchó la explicación del periodista.

– Los relatos bíblicos de los ángeles caídos, los pasajes del Libro de Enoc, el secreto que se cuenta en el capítulo 6 del Génesis: creo que constituyen una memoria popular de la mezcla entre las especies de homínidos, los primeros hombres…

– Entiendo. -Kiribali sonrió.

– Y creo que es así como surgió la memoria popular. En algún momento en torno al año 10000 antes de Cristo. Una especie de hombre emigró desde el norte hasta la Turquía kurda. Estos homínidos invasores eran físicamente imponentes. Puede que hubieran evolucionado en última instancia desde el Gigantopithecus, el homínido más grande jamás conocido. De hecho, a juzgar por las influencias culturales de la zona, estos homínidos procedían del centro del Asia Oriental.

Kiribali asintió. Rob continuó.

– Fuera cual fuera su origen, llamemos a estos homínidos invasores los hombres del norte. Comparados con el Homo sapiens, los hombres del norte estaban más avanzados y eran seguramente mucho más agresivos. Habían llegado a dominar la cerámica y la construcción, el grabado y la escultura, puede que incluso la escritura; mientras que el Homo sapiens seguía viviendo en cuevas.

El detective permanecía en silencio, pensativo. Rob siguió con su explicación.

– ¿Por qué eran los hombres del norte más inteligentes y despiadados? La solución está en su origen: provenían del norte. Los científicos han especulado durante mucho tiempo con la idea de que los climas más duros producen una inteligencia más aguda y estratégica. En la Edad del Hielo necesitas hacer planes de futuro simplemente para sobrevivir. También tienes que competir con mayor ferocidad por los recursos que existan. Por el contrario, los climas más cálidos y agradables pueden provocar una inteligencia social más alta y una colaboración más amistosa…

»Pero los hombres del norte tenían un problema; de ahí su emigración. Podemos suponer que estaban desapareciendo, como los neandertales antes que ellos. De hecho, parece ser que los hombres del norte sufrían un defecto genético que los predisponía a una violencia intensa y malvada. Puede que la dureza de su entorno les infundiera el miedo a un Dios vengativo. Una deidad sedienta de sangre, de expiación del sacrifico humano.

»Cualquiera que fuese el motivo, los hombres del norte se estaban matando a sí mismos, sacrificando a su propia especie. Una civilización agonizante, como la de los aztecas. Desesperados, buscaron un lugar y un clima más agradable: el clima edénico de la media luna fértil. Emigraron hacia el sur y hacia el oeste. Una vez allí, comenzaron a reproducirse con los pueblos más humildes de las llanuras kurdas. Y mientras se mezclaban con los cazadores-recolectores, los humildes hombres de las cavernas, les enseñaron el arte de la construcción, la talla, la religión y la sociedad. De ahí el asombroso avance en la cultura representado por Gobekli Tepe. De hecho, sospecho que Gobekli fue un templo construido por estos superhombres para inspirar temor en los cazadores-recolectores.

Se oyó el balido de una cabra en algún lugar entre la penumbra.

– Durante un tiempo, Gobekli Tepe debió de parecer un paraíso para los cazadores-recolectores. Un Jardín del Edén, un lugar en el que los dioses se paseaban entre los hombres. Pero las cosas comenzaron a cambiar. Puede que los recursos alimenticios decrecieran. Como consecuencia, los gigantes del norte pusieron a los pequeños cazadores a cazar, a cosechar los pastos salvajes de la llanura kurda, a trabajar duro como granjeros. Había comenzado el misterioso cambio hacia la agricultura. La revolución neolítica. Y nosotros los humanos éramos los siervos. Los esclavos. Los que trabajaban el campo.

– ¿Quiere decir que fue ésa la caída del hombre? -preguntó Kiribali-. ¿La expulsión del Edén?

– Quizá. Para profundizar en el misterio, también tenemos extrañas pistas de cambios en el comportamiento sexual durante esta época. Puede que a los hombres del norte les gustara violar a las pequeñas mujeres de las cavernas, violarlas con cerdos, como la estatua de su museo. Quizá enseñaron a las mujeres a «besar el falo», como dice el Libro de Enoc. De hecho, las mujeres fueron conscientes de su sexualidad, como Eva, desnuda en el Edén, mientras copulaban con los recién llegados. Y cuando se cruzaron los dos homínidos, se transmitieron los desafortunados genes de la violencia y el sacrificio, aunque de forma diluida. Esos genes fueron heredados por los hijos nacidos a partir de estas uniones.

Se oyó el claxon de un camión en la distancia cuando pasaba por la carretera principal en dirección sur hacia Damasco.

– Por tanto, sí. Fue la caída del hombre. La comunidad de Gobekli y las llanuras de alrededor se volvieron completamente brutalizadas, traumatizadas e hipersexualizadas. Esto dejó de ser el Edén. Además, la agricultura misma estaba estropeando el paisaje, haciendo que la vida fuera más dura. ¿Y cuál fue la reacción de los hombres del norte ante estos signos de mal agüero? Volver a adoptar los antiguos rasgos: comenzaron a apaciguar a los crueles dioses de la naturaleza o a los demonios de sus mentes. Y necesitaban aplacar a estos dioses con sangre humana. Llenar vasijas con niños vivos. -Rob miró hacia el este, al desierto vacío.

Kiribali se inclinó hacia delante.

– ¿Y después?

– Después llegamos a la historia que está registrada. Alrededor del 8000 antes de Cristo el sufrimiento, el sacrificio y la violencia debieron de ser demasiado. Los cazadores-recolectores locales se enfrentaron a los invasores del norte. Lucharon contra ellos. Hubo una enorme batalla. Desesperados, los hombres de las cavernas comunes masacraron hasta el último de los invasores del norte, a quienes superaban con mucho en número. Y luego enterraron todos esos cadáveres en un valle, cerca de las tumbas de los niños sacrificados. Crearon una gran fosa no muy lejos de aquí, do Gobekli. El valle de la Matanza.

– ¡Y después enterraron el templo!

Rob asintió.

– Y luego enterraron Gobekli Tepe, con gran esfuerzo, para ocultar la vergüenza de este cruce y sepultar la semilla del mal. Los cazadores-recolectores sepultaron deliberadamente el gran templo para erradicar su recuerdo: el recuerdo de los horrores, de la caída del Edén, de su encuentro con el mal.

»Pero el enterramiento no funcionó. Era demasiado tarde. Los genes de la violencia y el sacrificio de los hombres del norte se habían introducido en el ADN del Homo sapiens. El gen de Gobekli formaba ahora parte del legado humano. Y se fue expandiendo. En realidad, a través de la Biblia y de otras fuentes podemos seguir el rastro del gen, localizar a los desterrados de Gobekli dirigiéndose hacia el sur, a Sumeria, Canaán e Israel, porque a medida que lo hacían extendían el gen del sacrificio y la violencia. De ahí la evidencia primitiva del sacrificio en estas tierra. Las tierras de Canaán, Israel y Sumeria.

– La tierra de Abraham -señaló Kiribali.

– Sí. El profeta Abraham, nacido cerca de Sanliurfa, debió de descender en parte de los hombres del norte de Gobekli. Era inteligente, un líder carismático. Y también estuvo obsesionado con el sacrificio. En la Biblia aparece dispuesto a dar muerte a su propio hijo, obedeciendo a algún dios iracundo. Por supuesto, Abraham fue también el fundador de las tres grandes religiones: el judaismo, el cristianismo y el islam. Las tres fes abrahámicas. Y Abraham fundó estas religiones sobre la memoria popular que compartía con los que le rodeaban.

»Todas estas grandes religiones monoteístas provienen del trauma de lo que ocurrió en Gobekli Tepe. Todas las religiones se basan en el miedo a grandes ángeles y a un dios colérico: una recopilación subconsciente y masiva de lo que ocurrió en el desierto kurdo, cuando unos seres poderosos y violentos se establecieron entre nosotros. Es significativo que todas estas religiones sigan basándose en el principio del sacrificio humano. En el judaismo está el fingido sacrificio carnal de la circuncisión, en el islam tenemos el sacrificio de la yihad…

– O quizá los cautivos asesinados de al-Qaeda.

– Quizá. Y en el cristianismo tenemos el repetido sacrificio de Cristo, el Hijo de Dios, que siempre muere en la cruz. Así que, todas estas religiones son un síndrome de estrés, una especie de pesadilla en la que constantemente revivimos el trauma de las incursiones nórdicas, la época en la que los humanos fueron expulsados del Edén y se les obligó a abandonar una vida de ocio. Obligados a trabajar el campo. Obligados a besar el falo. Obligados a matar a sus propios hijos para agradar a los dioses encolerizados.

– Pero, Robert…, ¿qué tienen que ver los yazidis con esto?

– Son de vital importancia. Porque solamente existen dos fuentes de conocimiento relativas a lo que de verdad ocurrió en Gobekli. La primera son los fanáticos religiosos kurdos, los yarsanos, los alevistas y los yazidis. A estas tribus les gusta creer que descienden directamente de los hombres de las cavernas de pura sangre de Gobekli. Son los Hijos de la Vasija. Los hijos de Adán. El resto de la humanidad, dicen, proceden de Eva, de la segunda vasija de mestizos: la vasija llena de escorpiones y serpientes.

– Entiendo…

– Éstos fanáticos comparten muchos mitos sobre el Jardín del Edén. Pero incluso para ellos, lo que ocurrió en Gobekli no es más que un recuerdo vago y aterrador de unos ángeles desdeñosos con apariencia de pájaros que exigían ser adorados. Pero la confusa memoria popular es poderosa. Por eso, los yazidis en particular no se casan con personas de fuera. Tienen un miedo mítico a que su propia sangre quede contaminada con los rasgos de la violencia y el sacrificio que ven en la mayor parte de la humanidad. En el resto de nosotros. Los pueblos que llevamos el gen de Gobekli.

Kiribali se quedó en silencio asimilando lo que escuchaba.

– Los yazidis maldecidos también soportan una horrible carga -continuó Rob-. Una mortificación. Puede que aseguren que son puros, pero en el fondo saben la verdad: que algunos de sus antepasados se mezclaron con los malvados hombres del norte permitiendo que éstos expandieran el gen de Gobekli y, por tanto, los males del mundo son esencialmente culpa suya. De ahí su inhibición, su secretismo, el curioso sentido de la vergüenza de los yazidis. De ahí también el hecho de que no se hayan alejado del templo de donde proceden. Necesitan protegerlo. Aún temen que si se descubre alguna vez toda la verdad y sus actos son revelados al mundo, serán exterminados por el resto de la humanidad, rabiosa. Sus antepasados no consiguieron proteger a la humanidad de los hombres del norte. Sus mujeres se acostaron con los demonios nórdicos. Como las colaboracionistas de la Francia ocupada.

– Y esto explicaría lo de su dios. El ángel pavo real -intervino Kiribali.

– Sí. El conocimiento de los yazidis de la verdad hace que les sea imposible adorar a los dioses normales; ése es el motivo de que adoren al diablo, Melek Taus, el Moloc de la quema de niños. Una adaptación simbólica del superhombre malvado con sus ojos parecidos a los de un pájaro. Y durante muchos miles de años esta extraña fe y creencia ha sido un misterio oculto. El gen de Gobekli se ha extendido por todo el mundo y ya se había propagado a través de estrecho de Bering hasta América. Pero el verdadero secreto de los yazidis, el secreto del Génesis, permanecía perfectamente a salvo. Siempre que Gobekli Tepe siguiera intacto.

– ¿Y cuál es la otra fuente? Ha dicho que había dos… fuentes del conocimiento.

– Las sociedades secretas de Europa que surgieron en el siglo XVI. Los masones y similares. Personas interesadas en rumores y tradiciones, incluso documentos, que existían en Oriente Próximo y que amenazaban la base histórica y teológica de la cristiandad y de la religión en general.

El cielo ya estaba cubierto de estrellas, altas y brillantes.

– Los inmorales miembros de la aristocracia inglesa anticlerical -explicó Rob- estaban especialmente interesados en estos rumores. Uno de ellos, Francis Dashwood, viajó por Anatolia. Lo que allí le dijeron le convenció de que el cristianismo era una farsa. Entonces creó el Club del Fuego del Infierno junto a otros intelectuales, artistas y escritores que pensaban igual que él y cuya razón de ser era el desprecio y el escarnio de la fe establecida. -Rob miró hacia los megalitos más grandes y después continuó-: Pero los miembros del Fuego del Infierno seguían sin tener una prueba concluyente de que la religión era falsa o estaba «equivocada». Sólo cuando Jerusalem Wha ley, que pertenecía al club irlandés del Fuego del Infierno, volvió de su viaje a Israel, fue cuando se conoció la verdadera historia de Gobekli. En Jerusalén le fue entregado lo que se conoce como el Libro Negro por parte de un sacerdote yazidi. No sabemos por qué. Lo que sí sabemos es que el libro era, en realidad, una caja, la que usted tiene ahora, que contiene el extraño cráneo y un mapa. El cráneo no era humano, sino de un híbrido. El mapa mostraba un cementerio cercano a Gobekli Tepe, el cementerio de los dioses malvados: el valle de la Matanza. El sacerdote le explicó a Whaley la importancia de cada uno.

Kiribali frunció el ceño.

– ¿Y qué importancia es ésa?

– Jerusalem Whaley había sabido así la verdad sobre la caída del hombre y la génesis de la religión. Había demostrado que la religión era una farsa, una memoria popular, una pesadilla revivida. Pero también había descubierto algo más: que un rasgo de maldad se había infiltrado en el linaje de los humanos y que ese rasgo dota a los que lo tienen de gran talento, inteligencia y carisma. Les convierte en líderes. Pero los líderes tienden al sadismo y a la crueldad a causa de este mismo grupo de genes. Jerusalem Whaley no tenía más que mirar su propio linaje para tener una prueba, especialmente su brutal padre, que descendía asimismo de Oliver Cromwell. Dicho de otro modo, Whaley había descubierto una verdad atroz: que el destino del hombre es ser liderado por el cruel, porque el sadismo y la crueldad están relacionados con los genes que convierten a los hombres en líderes inteligentes y carismáticos. Los genes de los hombres del norte.

Kiribali se disponía a hablar, pero Rob lo detuvo con un gesto. Casi había terminado.

– Destrozado por esta revelación, Jerusalem Whaley ocultó las pruebas: el cráneo y el mapa; el Libro Negro que Christine y yo encontramos en Irlanda. Y luego se retiró a la isla de Man, abatido y asustado. Estaba convencido de que el mundo no podría soportar la verdad. No sólo que todas las religiones abrahámicas estuvieran basadas en una falsedad, una amalgama de terrores recordados y ansias de sacrificios, sino que todos los sistemas políticos, aristocráticos, feudales, oligárquicos o incluso democráticos iban a terminar produciendo líderes predispuestos a la violencia. Hombres a los que les gusta asesinar y celebrar sacrificios. Hombres que enviarían a miles de personas a una fosa. Hombres que conducirían un avión hacia una torre llena de inocentes. Hombres que harían estallar bombas de racimo sobre una indefensa aldea del desierto.

Kiribali lo miraba con tristeza.

– Y así fue como se disolvió el Club del Fuego del Infierno y el asunto fue ocultado. Pero una familia conservó la terrible verdad des cubierta por Jerusalem Whaley.

– Los Cloncurry.

– Exacto. Los descendientes de Jerusalem y Burnchapel Whaley. Ricos, privilegiados y sedientos de sangre, los Cloncurry llevaban el gen de Gobekli. También transmitieron el conocimiento después de que ellos lo adquirieran de Tom Whaley. Este conocimiento era el mayor secreto de la familia y nunca debía ser revelado. Si era transmitido alguna vez, las élites de todo el mundo serían derrocadas y el islam, el judaismo y el cristianismo, destruidos. Resultaría apocalíptico. El fin de todo. La tarea de la familia Cloncurry, tal y como ellos la consideraban, era por tanto garantizar que esta espantosa verdad permaneciera oculta.

– Y entonces apareció el pobre Breitner.

– Algo así. Tras varios siglos de silencio, los Cloncurry supieron que finalmente Gobekli estaba siendo excavado por Franz Breitner. Aquello no presagiaba nada bueno. Si encontraban también el cráneo y el mapa y alguien reunía todas las piezas, la verdad saldría a la luz. El descendiente más joven de la familia, Jamie Cloncurry, reclutó así a algunos niños ricos, sus acólitos, para formar banda religiosa con este único objetivo: encontrar y destruir el Libro Negro.

»Pero Jamie Cloncurry sufría de otra maldición dinástica: acarreaba una versión intensa de los genes de Gobekli. Atractivo y carismático, líder de gran talento, estaba aquejado de psicosis. Creía tener derecho a matar según su voluntad. Cuando se frustraban sus deseos de encontrar el cráneo y el mapa, el gen de Gobekli aparecía.

Hubo un silencio muy largo.

Por fin, Kiribali se levantó. Se tiró de los puños de la camisa y se ajustó la corbata.

– Muy bien. Me encantan las historias así. -Miraba directamente a Rob-. Las mejores partes de la Biblia y del Corán contienen las mejores de las historias. ¿No cree? Yo siempre lo he creído.

Rob sonrió.

Kiribali caminó unos cuantos metros en dirección a los megalitos. Las lustrosas punteras de sus zapatos brillaban a la luz de la luna. Miró hacia atrás.

– Existe un epílogo interesante, Robert…, en todo esto.

– Sí.

– Sí… -La voz del detective era sibilante en mitad de aquel silencio-. He estado hablando con el detective Forrester.

– ¿El inspector?

– Correcto. Y me ha contado algo curioso sobre usted y Cloncurry. Verá. Casi le he presionado para que me diera información. -El detective se encogió de hombros sin mostrar vergüenza-. Ya sabe usted cómo soy. Y tras algunas preguntas, Forrester ha reconocido lo que descubrió en su investigación. Por internet.

Rob miró a Kiribali.

– Robert Luttrell. Es un nombre bastante poco usual. Diferente, ¿verdad?

– Es de procedencia escocesa e irlandesa, creo.

– Exacto. De hecho -continuó Kiribali-, también se encuentra en los alrededores de Dublín. Y es esa rama la que en su mayoría emigró a América, a Utah. De donde es usted. -Kiribali se colocó la chaqueta-. Éste es, por tanto, el intrigante epílogo: parece casi seguro que usted desciende de ellos, de los Luttrell de Dublín. Y ellos también fueron miembros del Club del Fuego del Infierno. Sus antepasados estaban relacionados con la familia Cloncurry.

Hubo una pausa significativa.

– Eso ya lo sabía yo -admitió Rob, al cabo de un instante.

– ¿Sí?

– Sí -confesó Rob-. Al menos, lo imaginaba. Y Cloncurry también lo sabía. Por eso hacía tantas insinuaciones a los lazos familiares.

– Pero eso significa que posiblemente usted tenga el gen de Gobekli. ¿Lo sabe?

– Por supuesto -contestó Rob-. Aunque es un grupo de genes, en caso de que lo tenga. Soy hijo tanto de mi madre como de mi padre.

Kiribali asintió mirándolo atentamente.

– Sí, sí, sí. ¡La madre de un hombre es importante!

– E incluso si llevara alguno de esos rasgos, no significa que esté obligado a cumplir mi destino. Tendría que encontrarme en una situación específica y mi entorno también tendría algo que ver. La interacción es muy compleja. -Hizo una pausa-. Probablemente no entraré en política…

El detective se rió. Rob siguió hablando.

– Así que creo que estaré bien. Siempre que nadie me dé ningún misil.

Kiribali juntó sus tacones de golpe, como si obedeciera las órdenes de un comandante invisible. Entonces se giró, cogió su teléfono móvil de la chaqueta y caminó de vuelta hacia el coche, pensando que quizá Rob deseaba estar solo.

Rob se puso de pie y se limpió el polvo de los vaqueros. Luego bajó por el ya familiar sendero de grava hacia el corazón del templo.

Cuando llegó al nivel de las excavaciones, miró a su alrededor, recordando los momento divertidos que había experimentado allí, en Gobekli, bromeando con los arqueólogos. También era el lugar donde había visto por primera vez a Christine, la mujer de la que ahora estaba enamorado. Pero era también donde Breitner había muerto. Y donde habían comenzado los terribles sacrificios. Hacía diez mil años.


La luna se elevaba, blanca y lejana. Y había piedras. Silenciosas e imperiosas en mitad de la noche. Rob paseó entre los megalitos. Se inclinó para tocar las figuras. Con suavidad, casi con recelo, perdido en una especie de sobrecogimiento, un reacio pero marcado respeto por aquellas enormes y antiguas piedras, por aquel misterioso templo del Edén.

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