En cuanto recibió el nuevo correo con el vídeo, Rob se dirigió a Scotland Yard, al despacho de Forrester. No se molestó en llamar previamente por teléfono, ni de enviar un mensaje o un correo electrónico. Se limpió el vómito de la boca, se lavó la cara con agua fría y después tomó un taxi.
De camino a Victoria miró a la gente feliz. De compras, paseando, subiendo y bajando de los autobuses. Era difícil conciliar la normalidad de la escena callejera con la obscenidad de lo que Rob acababa de presenciar en el vídeo.
Trató de no pensar en ello. Tenía que controlar su rabia. Todavía podían salvar a su hija; aunque fuera demasiado tarde para Christine. Se sentó en el asiento de atrás del taxi y sintió ganas de lanzarse por la ventanilla del coche, pero no iba a perder el control. Todavía no. Lo que haría, si tenía alguna vez la oportunidad, sería matar salvajemente a Cloncurry. Y no sólo matarle con un cuchillo o un hacha. Rob iba a atizar a Cloncurry en la cabeza, hacerle pedazos la parte posterior del cráneo hasta que el cerebro le saliera por los ojos. No, peor aún, lo quemaría despacio con ácido, le destrozaría esa cara bonita. Lo que fuera. Lo que fuera. Lo que fuera. Lo que fuera. LO QUE FUERA. LO QUE FUERA.
Rob quería devolvérsela por lo que acababa de ver que Cloncurry le hacía a Christine en el vídeo. Quería venganza homicida. Ya.
El taxi se detuvo en el atrio de cristal y acero de New Scotland Yard. Rob pagó al conductor dando un fuerte gruñido y entró por las puertas de cristal. Las chicas de la recepción trataron de detenerlo, pero él las miró con tanta rabia que no supieron qué hacer; después Boijer lo vio en el vestíbulo.
– Hay algo que tienen que ver -le dijo Rob.
El finlandés esbozó una sonrisa, pero Rob no le correspondió. La expresión del policía se ensombreció. A cambio, el periodista frunció el ceño.
El trayecto en el ascensor transcurrió en silencio. Pasaron al corredor de Forrester. Boijer llamó a la puerta de su superior, pero Rob entró empujándola. Forrester, que estaba bebiendo de una taza de té y mirando sus archivos, dio un brinco, sobresaltado, al ver que el periodista se introducía en el despacho y se sentaba en la silla que había junto a la de Forrester.
– Mire este correo. Enviado por Cloncurry -dijo Rob, directamente al grano.
– Pero ¿por qué no nos ha llamado? Podríamos…
– Mírelo.
Con una mirada de preocupación a Boijer, Forrester se acercó a la pantalla y abrió un buscador. Fue al correo electrónico de Rob; éste le dio la contraseña.
– Ahí -le señaló Rob-. No es más que un enlace para un vídeo. Ábralo.
Forrester hizo clic y el vídeo se puso en marcha mostrando la misma escena de antes. Christine y Lizzie atadas a una silla. La misma ropa, las mismas capuchas, una habitación vacía como la última. Difícil de explicar.
– Ya lo he visto -dijo Forrester-. Estamos trabajando en ello, Rob. Creemos que les cubre la cabeza para que no puedan hacerle señas a usted con los ojos ni enviarle mensajes. Hay personas que pueden hacer esas cosas, enviar señales mediante guiños. De todos modos, quería mencionarle algo.
– Inspector.
– He estado haciendo averiguaciones sobre la familia Cloncurry y la familia Whaley, sobre sus antepasados. Es un nuevo punto de vista y…
– ¡Inspector! -Rob estaba lleno de rabia justificada. Y de dolor-. Quiero que cierre el pico. Limítese a ver el vídeo.
A la izquierda de la pantalla apareció una figura. Era Cloncurry. Llevaba una gran cacerola, una enorme sartén gris de metal llena de agua humeante. Dejó en el suelo el recipiente y después desapareció de nuevo de la pantalla. Christine y Lizzie estaban allí sentadas con sus horribles capuchas negras, presumiblemente ajenas a lo que ocurría, sin saber lo que estaba haciendo Cloncurry.
El asesino volvió con una especie de trípode de metal y un hornillo de gas que ya despedía una ardiente llama azul. Colocó el trípode delante de Christine y puso el hornillo entre las patas de la base metálica; luego cogió del suelo el recipiente con agua humeante y lo puso encima. Con la llama ardiendo justo debajo de ella, el agua comenzó a burbujerar, a hervir.
Aparentemente satisfecho, Cloncurry se giró hacia la cámara.
– Los suecos son únicos, ¿verdad, Rob? Piense en su cocina: sándwiches abiertos, gravadlax, todos esos platos con arenques. ¡Y ahora esto! En fin, ya estamos listos. Espero que aprecie el gasto que hemos hecho, Robert. Esta cacerola costó cincuenta libras. Quizá me la lleve luego y la cambie por una rejilla para tostadas. -Apartó la vista de la cámara-. Bien. Así que… Chicos, ¿alguien tiene el cuchillo? -Lo buscó fuera de cámara-. A ver. ¿Un cuchillo grande para cortar personas? Sí. Ése es. Muchas gracias.
Agarrando el cuchillo que le daba un ayudante invisible, Cloncurry lo inclinó en su mano y pasó un dedo por el filo.
– Perfecto.
Ahora volvía a mirar a la cámara.
– Por supuesto, no estoy hablando de los suecos modernos, Rob. No. No me refiero a las sillas de comedor de Ikea. Ni a los coches Volvo ni a los Saab ni a las pistas de tenis cubiertas. -Cloncurry se rió-. Me refiero a los suecos de antes de que nos volvieran gays a todos. A los suecos de verdad. Los medievales. Los bárbaros de pelo largo que sabían cómo tratar de verdad a sus víctimas, que saben cómo hacer sacrificios… A Odín. Y a Thor. Ya sabe. Porque eso es lo que vamos a hacer de una forma muy especial. Esta mañana todos vamos a ser suecos. Sacrificio sueco a la antigua usanza. El hervido de las tripas. -El cuchillo brillaba en el aire-. Vamos a abrir a tus chicas y a hervirles los órganos vitales, vivos, en este recipiente grande y viejo de aquí. Pero ¿a cuál sacrificamos? ¿Cuál prefiere? -Parpadeó-. ¿A cuál? ¿A la pequeña o a la grande? ¿Eh? Creo que quizá deberíamos dejar lo mejor para el final, ¿no? Y por mucho que usted quiera a la preciosa Christine con esa adorable marca de nacimiento cerca del pezón, sí, ésa, imagino que se siente más unido a su hija. Así que creo que deberíamos dejar a la niña para un ritual diferente, más tarde, quizá mañana, y en lugar de ella cortar a la francesa. Al fin y al cabo, tiene una barriguita muy bonita. ¿Abrimos en dos a su amiga? Sí, creo que sí.
El asesino se acercó a la figura encapuchada de Christine. Estaba retorciéndose y arqueándose para quitarse las ataduras, sin conseguirlo. Rob pudo ver cómo la capucha se inflaba y desinflaba mientras ella jadeaba asustada bajo su sudario.
Cloncurry le levantó el jersey unos cuantos centímetros y Christine se apartó.
– Vaya. No parece muy dispuesta, ¿no? Lo único que voy a hacer es sacarle los intestinos y el estómago y puede que la vejiga para hervirlos lentamente en esta cacerola y muera durante treinta minutos o más. Cualquiera diría que está en el dentista. ¿Qué tiene esto de malo, Christine?
En la fétida tensión del despacho, Forrester se acercó y apagó el vídeo.
Rob dio un grito.
– ¡No! Véalo. Yo he tenido que verlo, joder. ¡Véalo!
Forrester se volvió a sentar. Rob vio un destello de lágrimas en los ojos del policía. No le importó. Tenía que verlo. Ahora tenían que verlo ellos.
Y eso hicieron.
El primer movimiento de corte de Cloncurry fue rápido. Con la facilidad de un profesional, como si fuera un carnicero experimentado, Cloncurry clavó el cuchillo en el estómago desnudo de Christine y rasgó con la hoja hacia el lateral. La sangre se deslizaba por la hoja cayendo sobre el regazo de la arqueóloga. Se oyó un gemido con claridad a pesar de la mordaza y la capucha que amortiguaban la voz. La sangre caía despacio y el color rosado y rojo de los órganos internos comenzaba a rezumar y salir por el tajo horizontal, como las cabezas con manchas rosas de extraños bebés.
– Miren esto -dijo Cloncurry, abriendo con fuerza la enorme herida para tratar de ver el interior-. ¿Quién es esa que empuja hacia delante? ¿La señora útero? Venga, chica, deja paso a los demás.
El asesino dejó caer el cuchillo e introdujo las manos en el interior de la raja del estómago de Christine. Rob no pudo evitar ver lo pálido que era el vientre de Christine. Su bronceado había desaparecido durante su encarcelamiento. La piel parecía casi blanca. Pero esa blancura se iba tiñendo por el color de la sangre que caía despacio. Y los gemidos aumentaron convirtiéndose en quejidos de dolor mientras Cloncurry sacaba con suavidad sus intestinos: rollos de color gris pastel y azul grasiento, como obscenas ristras de salchichas crudas.
Con cuidado, Cloncurry extrajo más órganos de Christine aún unidos a su cuerpo por venas, arterias y músculos y ganglios de color gris blanquecino. Luego llevó el enorme puñado de tripas hasta el recipiente y dejó caer los órganos dentro del agua humeante con un sonido sordo.
Christine se retorció.
– Mire lo listos que eran esos suecos. Se pueden extraer los órganos más bajos, pero la víctima sigue viva. Porque continúa unida a los órganos más importantes, así que sigue metabolizando. Así ella también va a hervirse hasta morir. -Cloncurry sonreía de satisfacción-. Oye, ¿echamos un poco de pimienta? Démosle picante. Un estupendo estofado de novia.
La voz amortiguada de Christine era un extraño, insistente y gimoteante quejido de dolor. Suavizado por la mordaza y la capucha, Rob jamás había oído un sonido semejante.
Cloncurry había cogido una enorme cuchara de madera de algún sitio para remover las tripas de Christine en la cacerola. Estuvo removiendo durante unos cuantos tensos minutos interrumpidos por los quejidos angustiados de la víctima. Cloncurry suspiraba de desesperación.
– Dios mío. Es un poco protestona, ¿no? No gemía así cuando me la follaba. ¿Crees que le gusta? ¿Eh? -Sonrió-. Ya sé. ¡Vamos a levantarle el ánimo con una buena canción sueca! -Cloncurry comenzó a tararear y después a cantar-. Mamma mia, no me dejes ir, cariño, ¿cómo podría olvidarte? Sí, me quedé con el corazón destrozado, triste desde el día en que nos separamos9, ¡pero ahora me has metido en una olla a presión!
Dejó de cantar. Los quejidos se convirtieron en un leve murmullo y luego prácticamente en un gimoteo. Cloncurry removió otra vez el interior del recipiente.
– Ánimo, Christine, ya no queda mucho para el final. Creo que la salsa se está espesando. -Sonrió-. Mira, ¿qué es esto de aquí? ¡Mira esto! El señor riñón.
Cloncurry se giró a la cámara y levantó la cuchara de madera. Sostenido en la cuchara estaba uno de los ríñones marrón oscuro de la chica cubierto de venas y arterias, como espaguetis de color rojo sangre.
Forrester bajó la mirada al suelo.
– Eso es todo -dijo Rob-. El vídeo termina más o menos ahí. Christine se desploma. Ella simplemente… muere.
Boijer se acercó y cerró el correo electrónico. Después se giró hacia Rob. No dijo nada, pero sus ojos estaban claramente húmedos.
Durante un rato, los tres hombres se quedaron sentados en aquella habitación. Casi incapaces de articular palabra. Rob se encogió de hombros, desolado, mirando a los policías; y se levantó para irse.
Entonces sonó el teléfono.
Forrester respondió. Sus ojos se cruzaron con los de Rob al otro lado de la habitación mientras hablaba en voz baja por el auricular. Finalmente el detective colgó.
– Puede que sea demasiado tarde para… para Christine. Pero aún podemos salvar a su hija.
Rob le miró fijamente desde la puerta abierta.
Forrester asintió gravemente.
– Era la Gardai. De Irlanda. Han encontrado a la banda.