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¿Habían llegado demasiado tarde? ¿Habían vuelto a perderlos? El inspector Forrester echó un vistazo al círculo de piedra de los páramos de color marrón verdoso de Cumbria. Recordó otro caso donde buscó pistas en un lugar como aquél. Un asesino que enterró a su mujer en los páramos de Cornualles. Ese homicidio había sido macabro. Nunca encontraron la cabeza. Y sin embargo, incluso aquel horrible asesinato carecía de la pátina siniestra que envolvía al actual misterio. Había un peligro real en aquella banda de salvajes: una violencia psicopática unida a una inteligencia sutil. Una combinación amenazadora.

Mientras subía por una escalerilla baja de madera, Forrester se concentró en su última prueba. Sabía que la banda había huido de la isla de Man pocas horas después del asesinato. Y que habían subido en el primer ferri desde Douglas hasta Heysham, en la costa de Lan cashire, mucho antes de que se diera la alerta a los puertos y aeropuertos. Sabía todo esto porque un estibador de Heysham recordó haber visto dos días antes un Toyota Landcruiser negro cruzar el puerto para subir al primer ferri de la mañana y salir a cinco jóvenes del Toyota en el aparcamiento de la terminal del ferri. Aquellos hombres se habían ido juntos a desayunar. El estibador entró en la cafetería para desayunar y se sentó al lado de la pandilla.

Forrester se acercó a una elegante piedra gris colocada en vertical cubierta de musgo verde lima. Se metió la mano en el bolsillo para sacar su cuaderno y revisó las anotaciones de su entrevista con el estibador. «Los hombres eran todos altos y jóvenes. Llevaban ropa cara. Había algo raro en su aspecto». La extrañeza de aquella escena había despertado la curiosidad del joven estibador. La ruta de Douglas a Heysham no era la más animada. El transbordador de coches de primera hora de la mañana que salía de Douglas solía llevar a granjeros y puede que a algún turista. ¿Cinco jóvenes silenciosos en un caro Landcruiser negro? Así que trató de charlar con ellos mientras se tomaban sus huevos con beicon. No tuvo mucha suerte.

Forrester revisó las notas. «Aquellos hombres no querían hablar. Uno de ellos saludó con un breve: buenos días. Posiblemente tuviera acento extranjero. Francés o algo así. Podría ser italiano, no estoy seguro. Otro tenía acento inglés de clase alta. Luego simplemente se levantaron y se fueron. Como si yo les hubiera arruinado el desayuno».

El estibador no anotó el número de matrícula. Pero oyó que uno de ellos decía una palabra parecida a «Castleyig» mientras salían de la cafetería, bajo la pálida luz de la mañana, para dirigirse al coche que los esperaba. Forrester y Boijer buscaron de inmediato qué era Castleyig. A nadie sorprendió que no existiera un lugar así. Sin embargo, había un Castlerigg no muy lejos de Heysham. Y era bastante conocido.

Resultó que Castlerigg era uno de los círculos de piedra mejor conservados de Gran Bretaña. Consistía en treinta y ocho piedras de distintos tamaños y formas y su datación rondaba el 3200 antes de Cristo. También era conocido por un grupo de diez piedras que formaban un recinto rectangular cuyo fin era «desconocido». En su despacho de Scotland Yard, Forrester buscó en Google «Castlerigg» y «sacrificios humanos» y encontró una larga tradición que relacionaba a los dos. Se había descubierto un hacha de piedra en el yacimiento de Castlerigg en la década de 1880. Algunos conjeturaron que había sido utilizada en un ritual de sacrificios druidas. Por supuesto, muchos científicos no estaban de acuerdo con esto. Los anticuarios y estudiosos del folclore opinaban que tampoco había nada que rebatiera la teoría de los sacrificios. Incluso lo citaba el famoso poeta local Wordsworth del siglo XIX.

Con la brisa cumbriana a sus espaldas, Forrester leyó la estrofa del poema. La había copiado en la biblioteca de Heysham.


Al mediodía saludé a los sombríos claros

A los religiosos bosques y a las sombras de la medianoche,

Donde la perturbadora supersitición encontró

Un frío y terrible horror a su alrededor

Mientras con brazo negro y cabeza inclinada

Ella tejía una estola de hilo de marta

Y escucho el tañido del arpa que oigo

Y he aquí que aparecen sus hijos druidas

¿Por qué poner sobre mí vuestros ojos deslumbrantes?

¿Por qué prepararme para el sacrificio?


Hacía un cálido día de primavera sobre las colinas de Cumbria, y el sol de finales de abril brillaba con fuerza sobre las desnudas y verdes montañas de alrededor, la hierba cubierta de rocío y los lejanos bosques de abetos. Sin embargo, había algo en ese poema que hizo temblar a Forrester.

– «Al mediodía saludé a los sombríos claros» -recitó.

Boijer, dando grandes zancadas entre la hierba, parecía desconcertado.

– ¿Señor?

– Es ese poema de Wordsworth.

Boijer sonrió.

– Ah, sí. Lo confieso, no lo había reconocido.

– Lo mismo digo -contestó Forrester, cerrando su cuaderno. El inspector se acordó del instituto de su barrio y de un joven profesor inglés que se esforzaba por tratar de inculcar el Macbeth de Shakespeare a un grupo de chicos más interesados en beber siendo menores de edad, en la música reggae y en robar en las tiendas. Un ejercicio completamente sin sentido. Como enseñar latín a los astronautas.

– Bonito lugar -dijo Boijer.

– Sí.

– ¿Está seguro de que vinieron aquí, señor? ¿A este lugar?

– Sí -respondió Forrester-. ¿A qué otro sitio iban a ir?

– Puede que a Liverpool.

– No.

– ¿A Blackpool?

– No. Y si fueran a otro sitio, tomarían el ferri hasta Birkenhead. Eso conduce directamente a la autopista. Pero vinieron a Heysham. Heysham no lleva prácticamente a ningún sitio. Excepto al distrito de los lagos. Y aquí. No puedo creer que estuvieran recorriendo los lagos por placer. Fueron a un yacimiento de enterramientos vikingos de Man relacionado con sacrificios. Después vinieron aquí. A Castle rigg. Otro lugar relacionado con sacrificios. Y, por supuesto, el estibador los oyó. Venían aquí.

Boijer y Forrester se acercaron a uno de los menhires más altos. La piedra estaba jaspeada y cubierta de liquen. Una señal de aire limpio.

Forrester colocó la palma de la mano sobre la antigua piedra. Resultaba algo caliente al tacto. Caliente por el sol de la montaña, y antigua, muy antigua. Del 3200 antes de Cristo.

Boijer suspiró.

– Pero ¿qué es lo que de verdad les atrae a estos círculos y ruinas? ¿Qué sentido tiene?

Forrester dejó escapar un gruñido. Aquélla era una buena pregunta. Una pregunta que aún tenía que responder. En el valle del río, bajo la alta meseta de Castlerigg, podía ver los coches de la policía de Cumbria; cuatro de ellos estaban aparcados al sol junto a un merendero y otros dos bajaban por el estrecho camino del lago, rastreando los caseríos y las aldeas para saber si alguien había visto a la banda. Hasta ahora no habían tenido suerte. Pero Forrester estaba seguro de que habían estado en Castlerigg. Tenía sentido. El círculo era un lugar muy evocador. E intenso. Fuese quien fuese el que construyera aquel círculo elevado y solitario en el despejado pie de las colinas, tenía nociones de estética. Incluso de Feng Shui. Todo el círculo, colocado sobre un altiplano de hierba húmeda, estaba dispuesto formando una especie de anfiteatro. Un teatro redondo. Las colinas onduladas constituían el patio de butacas, el público, las gradas. Y el mismo círculo de piedra era el escenario, el altar, la puesta en escena. Pero ¿un escenario para qué?

La radio de Boijer sonó. Presionó el botón y habló con uno de los oficiales de Cumbria. Forrester escuchó. Estaba claro por la expresión de Boijer y sus mecánicas palabras de asentimiento que la policía cumbriana seguía sin resultados. Puede que, después de todo, la banda no hubiera estado allí

Forrester continuó caminando. Un zorro merodeaba por un campo y se acercaba a una arboleda atravesando el valle más cercano, una furtiva imagen borrosa de pelo rojo. Entonces, el zorro se giró y miró hacia atrás, directamente al policía, mostrando su temor y crueldad de animal salvaje. Después, se fue y se introdujo en el bosque.

El cielo se estaba nublando en parte. Unas manchas negras atravesaron las colinas del páramo.

Boijer alcanzó a Forrester.

– ¿Sabe qué, señor? Tuvimos un extraño caso en Finlandia hace unos cuantos años. Puede que esté relacionado.

– ¿Qué tipo de caso?

– Lo llamaron el asesinato del vertedero.

– ¿Porque enterraron el cuerpo en un basurero?

– Algo así. Comenzó en octubre de 1998. Si no recuerdo mal, se encontró la pierna de un hombre en un vertedero cerca de una pequeña ciudad llamada Hyvinkaa. Al norte de Helsinki.

Forrester estaba confuso.

– ¿No vivía ya en Inglaterra?

– Sí, pero seguía las noticias que llegaban desde casa. Como hace usted. Sobre todo, las de asesinatos truculentos.

Forrester asintió.

– ¿Qué ocurrió?

– Pues que al principio la policía no encontró nada. La única pista que tenían era la pierna. Pero después, de repente, aparecieron todos aquellos titulares… La policía declaró que había arrestado a tres personas sospechosas del asesinato y aseguraron que había signos de adoraciones satánicas.

Se levantó un fuerte viento que silbaba entre el antiguo círculo.

– En abril de 1999 aquel incidente volvió a ocupar los titulares, cuando el caso fue a los juzgados. Se acusó a tres chicos, tres jóvenes. Lo extraño es que el juez ordenó que las actas del juicio permanecieran sin salir a la luz durante cuarenta años y que se mantuvieran en secreto todos los pormenores. Poco usual en Finlandia. Pero de todos modos, se filtraron algunos de los detalles. Cosas horribles. Tortura, mutilación, necrofilia, canibalismo… De todo.

– ¿Y quién era la víctima?

– Un tipo de unos veintitrés años. Fue torturado y asesinado por tres de sus amigos. Creo que todos ellos tenían veintitantos años o menos. -Boijer frució el ceño tratando de recordar-. La chica tenía diecisiete, era la más joven. De todos modos, el asesinato tuvo lugar después de una borrachera de varios días. Licor casero. En Islandia se conoce como Brennivin. La muerte negra.

Forrester se mostró interesado.

– Descríbame el asesinato.

– Fue mutilado poco a poco, con cuchillos y tijeras. Asesinado durante un periodo de muchas horas. Fueron cortando trozos de él de manera progresiva. El juez lo llamó sacrificio humano prolongado. Después de que la víctima muriera, los tres amigos abusaron del cadáver, eyacularon en su boca y cosas así. Luego le cortaron la cabeza y creo que las piernas y brazos. Y le sacaron algunos de los órganos internos, los ríñones y el corazón. Prácticamente lo desmembraron. Y se comieron parte del cuerpo.


Forrester observaba a un granjero que avanzaba por un sendero a menos de un kilómetro de distancia.

– ¿Y eso qué le indica? Es decir, ¿cómo lo relaciona con este caso? -preguntó.

Su subalterno se encogió de hombros.

– Los chicos eran adoradores de Satanás, seguidores del death metal. Y tenían antecedentes de sacrilegio. Incendios de iglesias, profanaciones de tumbas y cosas del estilo.

– ¿Y?

– Y estaban interesados en el paganismo y en emplazamientos antiguos. Lugares como éste.

– Aunque enterraron el cuerpo en un vertedero, no en Stone henge.

– Sí. En Finlandia no tenemos ningún Stonehenge.

Forrester asintió. El granjero había desaparecido tras una colina. Las antiguas piedras se fueron volviendo más grises y oscuras a medida que las nubes cubrían el sol. Era el clima típico de la zona de los lagos: del sol brillante de la primavera al melancólico frío del invierno en media hora.

– ¿Cómo eran los asesinos? ¿Cuál es el perfil?

– Definitivamente, clase media. Puede que incluso chicos ricos. Lo que está claro es que no eran de barrios marginales. -Boijer se subió la cremallera de su anorak para resguardarse del frío, que iba en aumento-. Niños de la élite.

Forrester masticó una brizna de hierba y miró a su subalterno. El anorak rojo intenso de Boijer le trajo a la memoria una repentina e intensa imagen: un cuerpo destripado, abierto, rezumando sangre roja. Escupió la brizna de hierba.

– ¿Echa de menos Finlandia, Boijer?

– No. A veces… Puede que un poco.

– ¿Qué es lo que añora?

– Bosques vacíos. Buenas saunas. Y echo de menos… los carnemoros.

– ¿Los camemoros?

– Finlandia no es muy interesante, señor. Tenemos diez mil palabras para emborracharse. Los inviernos son demasiado fríos y lo único que se hace es beber. -El viento le peinó su cabello rubio de finlandés por encima de los ojos. Él volvió a apartárselo-. Incluso hay un chiste. Lo cuentan en Suecia. Sobre lo mucho que bebemos los finlandeses.

– Adelante.

– Un sueco y un finlandés quedan para beber juntos. Llevan varias botellas de vodka finlandés muy fuerte. Se sientan uno frente a otro guardando un silencio total y se sirven vasos de vodka, sin hablar. Después de tres horas, el sueco llena los dos vasos y dice «Skol». El finlandés lo mira con desagrado y le pregunta: «¿Hemos venido a hablar o a beber?».

Forrester se rió. Le preguntó a Boijer si tenía hambre y su ayudante asintió con entusiasmo; con el consentimiento de su jefe, Boijer se fue al coche a comer su habitual sándwich de atún.

El inspector siguió caminando a solas, meditando, inspeccionando los alrededores. El bosque que lo rodeaba era propiedad del gobierno: plantaciones de la Comisión Forestal. Cuadrados perfectos de abetos estériles se alineaban a lo largo del paisaje como regimientos napoleónicos. Secciones de abedules avanzaban en silencio, inadvertidos. Pensó en la historia de Boijer. Los asesinatos del vertedero de Hyvinkää. ¿Era posible que la banda de los sacrificios estuviera enterrando cadáveres, huesos u objetos y no excavando? Pero no parecía que hubieran enterrado nada en Craven Street. Y tampoco en el fuerte de Santa Ana. Pero ¿habían buscado bien?

Forrester había llegado al borde del círculo de piedras. Los silenciosos menhires grises se alejaban de él a cada lado en una curva. Algunos parecían estar durmiendo, boca abajo y caídos como poderosos guerreros asesinados. Otros eran rígidos y desafiantes. Recordó lo que había leído sobre Castlerigg y su recinto cuadrado con «fines importantes pero desconocidos». Si vinieras hasta aquí para enterrar algo, seguro que sería en este lugar donde lo harías, en la parte más simbólica del yacimiento. Si a alguien le interesa Castlerigg, éste es el objetivo.

El detective examinó el círculo. No tardó mucho en encontrar el recinto, un lugar rectangular enmarcado por piedras más pequeñas, además de los megalitos más erosionados.

Durante veinte minutos, examinó aquellas piedras más bajas. Caminó y golpeó con los pies la tierra húmeda y oscura y el césped mojado y ácido. Comenzó a caer una suave lluvia propia del distrito de los lagos. Forrester sintió sus frías gotas en el cuello. Quizá se estaba dirigiendo a otro callejón sin salida.

Entonces vio algo entre la hierba larga y húmeda: una pequeña línea de tierra. Tierra removida y después puesta de nuevo, apenas visible a simple vista, a menos que supieras lo que estabas buscando.

Se arrodilló y excavó entre los terrones con las manos desnudas. Aquello no era de mucho rigor científico. Los forenses se quedarían horrorizados, pero él tenía que saber.

En pocos segundos sus dedos tocaron algo frío y duro, pero no era una piedra. Sacó el objeto de su pequeña tumba y le limpió la tierra. Se trataba de un pequeño frasco de cristal. Y dentro del frasco había un líquido del color intenso del ron rojo oscuro.

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