Cloncurry. Ése era su último nombre y su mayor esperanza. Forrester revisó los papeles y las fotografías que tenía sobre la rodilla mientras la lluvia salpicaba el parabrisas. Él y Boijer iban en un coche alquilado por el norte de Francia en dirección al sur desde Lille. Boijer conducía, Forrester leía. Rápido. Y esperaba que por fin estuvieran sobre la pista correcta. Lo cierto es que parecía buena.
Habían pasado los últimos días hablando con directores, rectores y consejeros de estudiantes y llamando a médicos de clínicas universitarias bastante reacios. Aparecieron unos cuantos posibles candidatos: uno que dejó de asistir a Christ Church, en Oxford; un par de expulsados de Eton y Marlborough; y un estudiante esquizofrénico que desapareció de St Andrews. Forrester se sorprendió por la cantidad de estudiantes a los que se les había diagnosticado esquizofrenia. Cientos por todo el país.
Pero todos los candidatos fueron descartados por uno u otro motivo. El pijo que abandonó Oxford estaba en un hospital psiquiátrico. Se había localizado al estudiante de St Andrews en Tailandia. El expulsado de Eton había muerto. Al final, lo habían reducido a un solo nombre: Jamie Cloncurry.
Tenía todas las credenciales apropiadas. Su familia era extremadamente rica y de ascendencia aristocrática. Había sido educado en el carísimo colegio de Westminster, donde su comportamiento, según su director, era excéntrico rayando en la violencia. Había golpeado a otro estudiante y estuvo a punto de ser expulsado. Pero su brillantez académica le permitió tener una segunda oportunidad.
Cloncurry había ido después al Imperial College de Londres para rstudiar matemáticas. Una de las mejores universidades científicas del mundo. Pero esta enorme oportunidad no terminó con sus problemas; de hecho, su carácter salvaje no hizo más que intensificarse. Había tenido escarceos con drogas duras y lo habían sorprendido con prostitutas en su residencia universitaria. Una de ellas lo había denunciado a la policía por brutalidad, pero la Fiscalía General de la corona había desestimado los cargos en base a una poco fiable convicción: ella era una prostituta y él un estudiante con talento de una universidad importante.
Lo verdaderamente crucial es que parecía que Cloncurry había reunido en torno suyo a varios amigos extremadamente cercanos -italianos, franceses y estadounidenses. Uno de sus compañeros de universidad dijo que el círculo social de Cloncurry era «una camarilla extraña. Aquellos tipos lo adoraban». Y, tal y como habían comprobado Boijer y Forrester, en las últimas dos o tres semanas esa pandilla había desaparecido. No habían sido vistos en las clases. Un chico preocupado había denunciado la desaparición de su hermano. En la universidad había carteles con su fotografía en el bar de la asociación de estudiantes. Se trataba de un italiano: Luca Marsinelli.
Los jóvenes no habían dejado ninguna pista. En su residencia de estudiantes no había ninguna prueba. Nadie sabía y ni tan siquiera les preocupaba especialmente adónde habían ido. Los miembros de la pandilla no eran muy queridos. Sus conocidos y vecinos eran des concertantemente ambiguos. «Los estudiantes están siempre entrando y saliendo». «Pensé que había vuelto a Milán». «Dijo que se iba a tomar unas vacaciones».
En Scotland Yard se habían visto obligados, por tanto, a tomar algunas decisiones difíciles. El equipo de Forrester no podía seguir todas las pistas con el mismo celo. El tiempo pasaba rápido. Encontraron el Toyota Landcruiser abandonado a las afueras de Liverpool. Estaba claro que la banda había adivinado que el coche era un lastre. Parecía que se los había tragado la tierra, pero Forrester sabía que seguramente volverían a actuar, y pronto. Pero ¿dónde? No había tiempo para las especulaciones. Así que el detective había ordenado a su equipo que se centrara en Cloncurry, el supuesto líder.
Resultó que la familia Cloncurry vivía en Picardía, al norte de Francia. Tenían una casa solariega en Sussex, un piso grande en Londres e incluso una villa en Barbados. Pero, por algún motivo, vivían en el centro de Picardía. Cerca de Albert. Por esta razón, Forrester y Boijer habían tomado el primer tren Eurostar desde la estación St Pancras de Londres hasta Lille.
Forrester contemplaba los enormes y ondulados campos y los pequeños y escasos bosques; el cielo gris y acerado del norte de Francia. De vez en cuando, una de las colinas aparecía adornada con otro cementerio británico de la guerra: un lírico pero melancólico desfile de lápidas de mármol inmaculado. Miles y miles de tumbas. Era un espectáculo deprimente al que no ayudaba aquella lluvia. Los árboles habían florecido en el mes de mayo, pero incluso aquellas flores estaban mustias e indefensas bajo la llovizna implacable.
– No es la zona más atractiva de Francia, ¿verdad, señor?
– Espantosa -respondió Forrester-, con todos estos cementerios.
– Demasiadas guerras aquí, ¿verdad?
– Sí. Y también industrias moribundas. Eso no ayuda. -Hizo una pausa y luego continuó-. Solíamos venir aquí de vacaciones.
Boijer se rió.
– Buena elección.
– No, no aquí. Lo que quería decir es que veníamos de acampada al sur de Francia, cuando era niño. Pero no podíamos permitirnos el avión, así que teníamos que atravesar conduciendo toda Francia. Desde Le Havre. Y veníamos por aquí, por Picardía. Pasando por Al bert, el Somme y todo lo demás. Y siempre me ponía a llorar. Porque era puñeteramente feo. Los pueblos son tan feos porque todos fueron reconstruidos tras la Gran Guerra. Con cemento. Millones de hombres murieron en estos campos húmedos, Boijer. Millones. En los campos de Flandes.
– Ya imagino.
– Creo que los finlandeses seguíais viviendo en iglús en aquella época.
– Sí, señor. Y comiendo musgo.
Los dos hombres se rieron a carcajadas. Forrester necesitaba algo de alivio. El viaje en el Eurostar había sido igual de triste. Se habían dedicado a repasar los informes de patologías una vez más. Para ver si se habían saltado algo. Pero no encontraron nada. Se trataba del mismo y escalofriante análisis científico de las heridas. Fuerte hemorragia. Herida de cuchillo en la quinta intercostal. Muerte por asfixia traumática.
– Creo que es aquí -dijo Boijer.
Forrester miró la señal: RIBEMONT-SUR-ANCRE. SEIS kilómetros.
– Tienes razón. Este desvío.
El coche viró bruscamente por la vía de acceso segando los charcos que se habían formado por el agua de la lluvia. Forrester se preguntó por qué llovía tanto en el noreste de Francia. Recordó historias de soldados de la Gran Guerra ahogándose en el barro, literalmente ahogándose a cientos en el fango húmedo y revuelto formado por la lluvia. Qué forma de morir.
– Gira aquí a la derecha.
Comprobó la dirección de los Cloncurry. Había llamado a la familia y consiguió su consentimiento para acudir a una entrevista un día antes. La voz de la madre se mostró fría y algo temblorosa por teléfono. Pero le había dicho cómo llegar. Pasando la rue Voltaire. Un kilómetro después girar a la izquierda, hacia Albert.
– Gire a la izquierda aquí.
Boijer movió el volante y el coche alquilado pasó por un charco; la carretera era prácticamente un sendero campestre.
Después vieron la casa. Era grande e impresionante, con contraventanas y buhardillas y con un tejado muy inclinado al estilo francés. Pero también era sombría, oscura y agobiante. Un extraño lugar en el que vivir.
La madre de Jamie Cloncurry los estaba esperando al final del ancho camino lleno de curvas. Su acento era frío y de clase alta. Muy inglés. Su marido estaba en la puerta, vestido con una cara chaqueta de tweed y pantalones de pana. Sus calcetines eran de un color rojo fuerte.
En la sala de estar, una asistenta sirvió el café. La señora Cloncurry se sentó frente a ellos, con las piernas juntas y muy apretadas.
– Y bien, inspector Forrester. Usted deseaba hablar sobre mi hijo Jamie…
La entrevista fue dolorosa. Forzada y difícil. Los padres aseguraron que habían perdido el control sobre Jamie en plena adolescencia. Cuando llegó a la universidad volvieron a perder el contacto. En la boca de la madre aparecían unos leves tics mientras hablaba de los «problemas» de Jamie.
Ella culpaba a las drogas. Y a sus amigos. Confesó que se culpaba a sí misma también por haberlo enviado a un internado, a Westminster. Esto había aumentado el aislamiento del joven dentro de la familia.
– Y así se apartó de nosotros. Y eso es todo.
Forrester se sintió frustrado. Intuía cómo iba a terminar la entrevista. Los padres no sabían nada; prácticamente habían negado su relación con su hijo.
Mientras Boijer retomaba el interrogatorio, el inspector examinó la enorme y silenciosa sala de estar. Había muchas fotos de familia y sobre todo de la hija, la hermana de Jamie. Fotografías de ella en vacaciones, sobre un poni o en su graduación. Pero no del hijo. Ninguna. Y había también retratos familiares. Un militar: un Cloncurry del siglo XIX. Un vizconde del ejército indio. Y un almirante. Generaciones de distinguidos antepasados le miraban desde las paredes. Y ahora era posible -casi seguro- que hubiera un asesino en la familia. Un asesino psicótico. Forrester pudo sentir la vergüenza de los Cloncurry. Pudo sentir el dolor de la madre. El padre estuvo prácticamente en silencio durante la entrevista.
Las dos horas pasaron tremendamente despacio. Al final, la señora Cloncurry los acompañó a la puerta. Sus penetrantes ojos azules miraron hacia el interior de Forrester, no a él, sino dentro de él. Su rostro aguileño se parecía a la fotografía de Jamie Cloncurry que Forrester ya había obtenido de los registros estudiantiles del Imperial College. El chico era apuesto, de los que tienen pómulos salientes. La madre debía de haber sido hermosa; aún seguía estando tan delgada como una modelo.
– Inspector -dijo cuando llegaron a la puerta-, ojalá pudiera decirle que Jamie no hizo esas… esas cosas horribles. Pero… pero… -Se quedó callada. El marido seguía rondando por detrás de su esposa, en la penumbra del vestíbulo.
Forrester hizo un gesto con la cabeza y estrechó la mano de la mujer. Al menos casi habían confirmado sus sospechas. Pero no estaban más cerca de encontrar a Jamie Cloncurry.
Las suelas de sus zapatos rechinaron hasta el coche. La lluvia había amainado por fin un poco.
– Entonces ya sabemos que es él -dijo Forrester al subir.
Boijer encendió el motor.
– Eso creo.
– Pero ¿dónde demonios está?
El coche avanzó por la húmeda gravilla hasta el sinuoso camino. Tuvieron que sortear las estrechas calles del pueblo hasta alcanzar la carretera. Y Lille. Al pasar por Ribemont, Forrester vio una pequeña cafetería, una humilde brasserie. Sus luces parecían atractivas en mitad de la deprimente llovizna.
– ¿Comemos algo?
– Sí, por favor.
Aparcaron en la place de la Revolution. Un enorme y morboso monumento que homenajeaba a los muertos de la Gran Guerra dominaba la silenciosa plaza. Forrester pensó que aquel diminuto pueblo debía de encontrarse en medio de la contienda durante la guerra. Se imaginó el lugar en plena ofensiva del Somme. Soldados ingleses entreteniéndose en los prostíbulos. Ambulancias con heridos corriendo hacia los hospitales de campaña. El incesante ruido del bombardeo a pocos kilómetros de allí.
– Es un lugar curioso para vivir -comentó Boijer-, ¿verdad? Cuando se es así de rico, ¿por qué vivir aquí?
– Me estaba preguntando lo mismo. -Forrester miró a la noble figura agonizante de un soldado francés herido inmortalizado en mármol-. Pensarías que si querían vivir en Francia, lo harían en la Provenza o algún lugar así. Córcega. Cannes. Algún lugar soleado. No en esta cloaca.
Se dirigieron hacia la cafetería. Cuando estaban empujando la puerta, Boijer dijo:
– No me lo creo.
– ¿A qué te refieres?
– No me trago el lloriqueo de la madre. No creo que sean tan ignorantes como dicen. Hay algo extraño en todo esto.
El café estaba prácticamente vacío. Un camarero se acercó limpiándose las manos con un paño mugriento.
– ¿Steak frites? -preguntó Forrester. Sabía el suficiente francés como para pedir la comida. Boijer aceptó. Forrester sonrió al camarero.
– Deux steak frites, s'il vous plait. Ef une hiere pour moi, et un…
Boijer suspiró.
– Pepsi.
El camarero respondió con un seco «Merci» y desapareció.
Boijer consultó algo en su BlackBerry. Forrester sabía cuándo su subalterno tenía una idea brillante porque sacaba la lengua como un niño que estuviese haciendo una suma. El inspector le dio un sorbo a su cerveza mientras Boijer buscaba en Google. Finalmente, el finlandés se reclinó en su silla.
– Aquí está. Esto es interesante.
– He buscado en Google el nombre Cloncurry y Ribemont-sur-Ancre. Y después lo he buscado sin Ancre.
– Bien.
Boijer sonrió con un atisbo de victoria en su rostro.
– Mire esto, señor. Un lord Cloncurry fue general de la Primera Guerra Mundial. Y se estableció cerca de aquí. 1916.
– Sabemos que la familia tiene un pasado militar…
– Sí, pero… -La sonrisa de Boijer se ensanchó-. Escuche esto. -Leyó una nota que había garabateado en el mantel de papel-. Durante el verano de 1916 lord Cloncurry fue conocido por sus ataques tremendamente brutales sobre las posiciones alemanas. En proporción, murieron más tropas durante su mandato que bajo el de cualquier otro general británico en toda la guerra. Cloncurry fue de este modo conocido como el Carnicero de Albert.
Esto era más interesante. Forrester miró a su ayudante.
Boijer levantó un dedo y citó:
– Fue tal la carnicería durante el liderazgo de Cloncurry, comandando una división de infantería tras otra bajo el implacable fuego de ametralladoras de la bien formada y armada división Hanover, que sus tácticas fueron comparadas por algunos historiadores con la inutilidad del… sacrificio humano.
La cafetería estaba sumida en un completo silencio. Entonces, la puerta emitió un chasquido cuando un cliente entró sacudiendo la lluvia de su paraguas.
– Hay más -continuó Boijer-. Un enlace con esa entrada. Con un resultado curioso. Está en Wikipedia.
El camarero colocó dos platos con filetes sobre la mesa. Forrester no hizo caso a la comida. Miraba fijamente a Boijer.
– Continúe.
– Al parecer, durante la guerra excavaban trincheras o algo parecido, o puede que fosas comunes… En cualquier caso, encontraron otro yacimiento de sacrificios humanos. Un yacimiento de la Edad de Hierro. Tribus celtas. Aparecieron ochenta esqueletos -volvió a leer Boijer-. Decapitados, los esqueletos habían sido amontonados y mezclados con armas. -Levantó la vista hacia su jefe-. Y los cuerpos rutaban retorcidos adoptando posturas poco naturales. Aparentemente, se trata del mayor yacimiento de sacrificios humanos de Francia.
– ¿Dónde está?
– Aquí, señor. Justo aquí. Ribemont-sur-Ancre.